Capítulo 4
BRAD encontró sin contratiempos la casa alquilada de la señora Crossland. Estaba algo apartada de la carretera, al final de un sinuoso camino flanqueado de árboles majestuosos. Una galería de aspecto confortable rodeaba la casa por su parte delantera y por ambos lados. La luz de la galería brillaba con fuerza, iluminando unas cuantas sillas y un sofá informal cubierto de cojines y almohadones de colores.
No estaba mal, pensó Brad mientras subía los escalones que llevaban a la puerta principal. Pulsó el timbre y aguardó. Vio la sombra de la mujer a través del cristal esmerilado de la sólida puerta de roble, pero a pesar de la descripción de Cari, la figura que abrió la puerta lo dejó impresionado.
La señora Crossland debía de tener veintitantos años y parecía salida de las páginas centrales de una revista para hombres. A Cari se le había olvidado mencionar que era asombrosamente bella. Brad imaginó que, descalza, debía de medir un metro setenta y cinco. Con los tacones de aguja que llevaba esa noche, era casi tan alta como él. Se había recogido el pelo rubio platino en una especie de moño alto, dejando sueltos algunos rizos que le caían alrededor de las orejas y el cuello. Brad no sabía cómo lo había hecho, pero iba maquillada tan magistralmente que su tez parecía tersa como la de una niña. Sin embargo, sus grandes ojos azules oscuros no eran los de una niña. Aquellos ojos parecían pregonar la sensualidad de su dueña.
Su vestido estaba confeccionado con una tela brillante que Brad no reconoció, pero que sin duda era muy cara. El color champán del tejido acentuaba el profundo bronceado de su piel. El vestido era, sin embargo, sorprendentemente pudoroso teniendo en cuenta lo que Cari le había contado sobre la provocativa indumentaria que aquella mujer se ponía para ir a la obra. Tenía un escote alto y mangas largas, aunque el tejido elástico lograba llamar la atención sobre sus grandes pechos, su breve cintura y sus voluptuosas caderas. La falda recta acababa en las rodillas, dejando entrever unas piernas largas y esbeltas.
Ella le tendió la mano.
—Usted debe ser Bradley Phillips —dijo en voz baja e íntima—. Mi marido no me había dicho que era usted tan joven, para ser el dueño de una empresa tan grande — el regocijo resonaba en su voz ronca—. No sabe cuánto le agradezco que haya encontrado un hueco en su apretada agenda para reunirse conmigo —señaló hacia el interior de la casa—. ¿Quiere pasar a tomar una copa antes de la cena?
A Brad le resultaba difícil apartar los ojos de ella. Aquella mujer era una tentación para cualquier hombre con una pizca de sangre en las venas. Cari debía de estar partiéndose de risa a su costa.
Brad sonrió amablemente.
—He hecho una reserva. Creo que los restaurantes de por aquí cierran antes que en Dallas. Quizá deberíamos irnos ya.
Ella sacó el labio inferior en un mohín provocador, como si la hubieran privado de algo más que de una copa antes de la cena.
— Bueno, si insiste —dijo, dándose la vuelta para recoger un bolso de noche de satén. Miró seductoramente hacia atrás y añadió—: Tomaremos esa copa después de la cena, cuando volvamos.
Brad no estaba prestando atención a sus palabras, porque tenía los ojos fijos en sus hombros desnudos, en su larga espalda desnuda y en la leve curva de su trasero que dejaba entrever el vestido antes de ocultar pudorosamente el resto de su cuerpo. Brad respiró hondo.
—Eh, sí, claro —dijo distraídamente. Sin embargo, no tenía intención de entrar en aquella casa ni en ese momento ni nunca. La mirada de aquella mujer transmitía un mensaje clarísimo, al igual su ropa. Si algún hombre cruzaba aquel umbral, se encontraría de pronto rodeado por la señora Crossland como si esta fuera una sinuosa serpiente dispuesta a zamparse a su presa. Y Brad tenía la clara impresión de que ya estaba en su punto de mira.
La acompañó al Jeep y le abrió la puerta del pasajero. Ella apoyó delicadamente la mano sobre la de él, como si necesitara ayuda. A aquella distancia, Brad notó el aroma provocativo de su perfume. «Cielo santo», pensó, «esta mujer es un peligro para la tranquilidad de cualquier hombre». Resultaba fácil entender que Thomas Crossland pudiera considerarla un trofeo.
De pronto, Brad sintió compasión por su cliente. Si la señora Crossland actuaba así con él, ¿cómo se comportaría con otros hombres? La energía sexual que irradiaba lo hacía sentirse ligeramente mareado.
Se recordó que la señora Crossland ya le había causado bastantes inconvenientes y que por su culpa seguramente se retrasaría el final de la obra. Cuando se sentó tras el volante, la cabeza se le había despejado un poco. Se concentró en el motivo de aquella reunión y en su necesidad de apaciguar a aquella mujer sin aceptar los costes extra que sus sugerencias suponían y que su marido tal vez se negara a pagar.
Arrancó y dio la vuelta por el camino. Ella apoyó ligeramente la mano, cuyas uñas llevaba pintadas de gris, sobre la manga de su americana.
—Me alegro mucho de conocerlo al fin. Thomas siempre está cantando sus alabanzas. Tengo entendido que ha construido varios de sus proyectos, ¿no es así?
— Sí —Brad condujo el coche hacia la carretera de doble sentido y se dirigió al club privado reservado a los inquilinos de los chalets de la urbanización.
—Me dijo que le costó mucho convencerlo de que construyera nuestra residencia de verano aquí, en Carolina.
— Siempre trabajo en Texas.
La cálida risa de ella le acarició los sentidos.
—Entonces somos muy afortunados por haberlo persuadido para que hiciera una excepción en nuestro caso.
Él mantuvo la boca cerrada, a pesar de que se le ocurrieron varias respuestas. Se recordó que Thomas Crossland era un buen cliente. No había razón para enemistarse con él ofendiendo a su mujer.
Cuando aparcaron frente al restaurante, ella dijo:
—Uy, qué maravilla. Tenía muchas ganas de venir a este sitio, pero la verdad es que no he tenido tiempo. Parece que me ha leído el pensamiento.
Si su lenguaje corporal, su tono de voz y su atuendo no proclamaran su disponibilidad de manera tan rotunda, Brad podría haber pensado que, en efecto, podía leerle el pensamiento. Por las miradas que ella le lanzaba a cada rato, adivinaba que lo que rondaba su cabeza para después de la cena probablemente iba contra las leyes de más de un Estado.
Era ya demasiado tarde, pero Brad deseó haber esperado hasta el día siguiente para encontrarse con la señora Crossland. La presencia de Rachel habría enfatizado el carácter profesional de aquel encuentro.
Entraron en un salón apacible y poco iluminado. El local parecía estar lleno. En cuanto Brad le dio su nombre al maítre, fueron conducidos a una mesa para dos desde la que sin duda se contemplaba una vista encantadora. Por desgracia, a aquella hora estaba demasiado oscuro para apreciar el paisaje. Brad sonrió e inclinó la cabeza mirando al hombre en señal de agradecimiento.
Una vez sentados, mientras estudiaba la carta, de pronto, se sintió agotado. Envidiaba a Rachel, que dormía apaciblemente en el chalet. Debería haber seguido su ejemplo. Miró a su invitada y preguntó:
¿Ha decidido ya qué va a tomar, señora Crossland?
Ella le sonrió: una sonrisa lenta e íntima que parecía más apropiada para un encuentro en una alcoba.
— Por favor, nadie me llama señora Crossland. Ese título pertenece a la madre de Tommy. Me llamo Katherine, pero le ruego que me llame Kat. Espero que, dado que Tommy lo llama Brad, me permitirá el mismo privilegio.
Su voz se había convertido en un suave ronroneo. El cuerpo de Brad respondió a aquella voz, pero su mente y sus emociones siguieron observando la escena con frialdad. ¿Era así como se abría paso aquella mujer? ¿A través de la seducción?
Una vez más, agradeció a sus padres la temprana y dolorosa lección que le habían enseñado acerca de las mujeres.
—Me sentiría más a gusto llamándola Katherine —contestó amablemente.
Ella arrugó la nariz y se encogió de hombros ligeramente.
—Bueno, yo naturalmente deseo que se sienta a gusto... —le dio a la palabra un énfasis particularmente seductor— en todos los sentidos.
Brad se preguntó si lo estaba provocando para ver cómo reaccionaba. Si así era, el bueno de Tommy se enteraría de cualquier conducta poco profesional por su parte antes de que acabara la noche. Katherine disfrutaba provocando a los hombres que se cruzaban en su camino. Estaba claro que le divertían las miradas de reojo que le lanzaban los hombres de las otras mesas.
Brad pronto consiguió que su indisciplinado cuerpo lo obedeciera. Era cierto que, como le había dicho a Cari, conocía a muchas mujeres semejantes a Katherine Cross—land. Sabía que debía actuar con suma prudencia si no quería perder a Thomas como cliente. Era evidente que a Katherine no le importaba que, de resultas de su conducta, se produjera una ruptura entre ellos. Una vez encaró aquel hecho, las miradas y el comportamiento de la señora Crossland dejaron de afectarlo.
Ella se pasó varios minutos releyendo la lista de los entrantes, pero al fin Brad logró que eligiera uno. Un adusto camarero se acercó para tomarles nota. Cuando se marchó, Brad dijo:
— ¿Por qué no me cuenta qué es lo que le preocupa respecto a la obra?
Varios comensales cercanos giraron la cabeza al oír la risa estridente de aquella
Mujer.
—El principal problema es que Tommy y yo no nos ponemos de acuerdo sobre cómo debe ser una residencia de verano. Él quería algo rústico e informal, distinto a nuestra casa de Dallas. Por supuesto, yo le dije que, vivamos donde vivamos, hemos de mantener unos ciertos niveles de confort. Pensaba que estábamos de acuerdo en eso, pero una vez aquí, y tras ver la obra, me he dado cuenta de que quiero modificar algunas de las ideas, un tanto rancias, de mi marido. Y la verdad es que no entiendo por qué sus hombres se empeñan en no seguir mis indicaciones.
Brad buscó en su cabeza algo diplomático para decirle. Su dolor de cabeza había ido en aumento a medida que transcurría aquel encuentro de pesadilla.
— Señora Crossland... —ella levantó la mano y él se corrigió—. Katherine, según me ha dicho el jefe de obra, los cambios que sugiere supondrían un aumento de varios miles de dólares sobre el presupuesto que aprobó su marido. No podemos hacer esos cambios sin que Tom lo autorice por escrito.
— ¿Ni siquiera si yo les doy permiso?
—Ni siquiera así. Sin embargo, si le dice a Tom que se ponga en contacto conmigo, podemos discutir sus sugerencias y seguir adelante con la obra.
Ella sacudió la cabeza con fastidio.
—Todo esto es absurdo. Tenemos dinero de sobra para pagar cualquier cambio que quiera hacer en el proyecto original.
Él asintió.
— Por supuesto que sí. Pero, si le hubiera sugerido esos cambios al arquitecto cuando hizo los planos, ahora no habría ningún problema para ponerlos en práctica.
Ella se quedó mirándolo unos segundos, antes de hablar:
—No va hacerme este favor, ¿verdad? Se va a ceñir a sus normas y no a va hacer caso de lo que le diga.
— ¿Y si nos vemos mañana en la obra y pensamos qué podemos hacer sin pasarnos mucho del presupuesto? ¿Qué le parece?
El camarero les llevó los platos, y Brad se quedó mirando fijamente el suyo, deseando haberse conformado con un sandwich. El dolor de cabeza hacía que aquella deliciosa comida le pareciera desagradable. Mientras cenaban charlaron de otras cuestiones.
Katherine aguardó hasta que les sirvieron el café para contestar a su pregunta anterior.
— Gracias por haberme escuchado, al menos. A veces, me siento como si fuera invisible. Tom hace lo que se le antoja sin tener en cuenta mi opinión —le sonrió —. ¿Está casado, Brad? —preguntó.
Aquella era una pregunta cargada. Brad intentó encontrar una respuesta conveniente, y empezaba a desesperarse cuando de pronto pensó en Rachel, quien al fin y al cabo había viajado hasta Carolina del Norte por motivos de trabajo. Decididamente, la necesitaba como amortiguador en aquel trabajo en particular.
—No exactamente —contestó, confiando en que ella adivinara toda clase de segundas intenciones tras sus palabras. Tal vez así dejaría correr el tema. Pero no tuvo tanta suerte.
— ¿Qué quiere decir? —preguntó ella, con voz ligeramente crispada.
« ¿Y ahora qué?» No quería mentirle. Él nunca mentía. Había acabado tan harto de engaños y mentiras durante su niñez, que para él la verdad era cosa sagrada.
Pero ¿cuál era la verdad acerca de su relación con Rachel?
—Hay alguien muy especial para mí. No podría pasar sin ella —lo cual era cierto, pensó.
—Ya veo —respondió Katherine, pensativa—. Me encantaría conocerla alguna vez.
—Eso es fácil. Mañana la llevaré a la obra y se la presentaré.
— Ah —dijo ella débilmente—. ¿Viaja con usted?
—A veces —contestó él, lo cual también era cierto.
El camarero volvió a aparecer y dejó discretamente la cuenta junto al codo de Brad. Este puso inmediatamente una tarjeta de crédito dentro de la carpetilla. Estaba ansioso porque acabara aquel encuentro.
Katherine permaneció en silencio durante el trayecto hacia su casa. Cuando llegaron, Brad la ayudó a salir del coche y la acompañó hasta la puerta. Ella abrió y se giró hacia él.
—No va a pasar a tomar una copa, ¿verdad? —preguntó, resignada.
—No.
—Espero que su amiga no se enfade porque hayamos cenado juntos —dijo, pero su tono traslucía todo lo contrario.
Brad sonrió.
—Ella sabe que se trataba de una reunión de negocios. La habría traído conmigo, pero prefirió quedarse descansando.
Katherine lo miró en silencio, como si intentara memorizar su cara.
—Es una mujer muy afortunada —dijo finalmente, con suavidad, y luego se dio la vuelta y entró, cerrando la puerta a su espalda.
«Se acabó», pensó Brad, sintiéndose incómodo. Le había dicho la verdad, pero había dado a entender muchas cosas que no eran ciertas. Tal vez porque había permitido que sus deseos guiaran su imaginación.
Regresó al chalet muy cansado. Nada más entrar, se dio cuenta de que Cari le había dejado una luz encendida en el piso de arriba. Subió los escalones que llevaban a la zona del salón—comedor y, al mirar hacia la cocina, se detuvo, asombrado.
Rachel estaba frente al fogón, cocinando algo. Parecía más menuda que de costumbre. Tal vez fuera porque Brad había pasado las horas anteriores con una mujer del tamaño de una amazona, o porque Rachel estaba descalza y llevaba un albornoz que le quedaba grande. El pelo largo le caía alrededor de los hombros y por la espalda. Pareció oírlo entrar, porque miró despreocupadamente a su alrededor y dijo:
— ¿Tienes hambre? —Él sacudió la cabeza—. Pues yo estoy hambrienta. Me despertó el ruido de mis propias tripas, así que subí a hacerme una tortilla. También he hecho café. ¿Quieres un poco?
Cuando había entrado al chalet, Brad solo deseaba irse a la cama. Sin embargo, el café recién hecho olía demasiado bien como para rehusar una taza.
— Sí. Aunque no creo que ni toda la cafeína del mundo pueda mantenerme despierto mucho tiempo.
Ella lo miró de arriba abajo, notando sin duda que ya había alterado su apariencia. Se había desabrochado los dos botones superiores de la camisa y se había quitado la corbata en cuanto dejó a Katherine Cross—land en su casa. Había entrado en el chalet con la americana colgada del hombro. La tiró sobre el respaldo de una silla y se sentó a la barra de la cocina, enrollándose las mangas de la camisa.
Rachel llenó de café dos tazas y las puso sobre la barra.
— ¿Qué tal ha ido la cena? ¿Conseguiste apaciguarla? —preguntó, colocando la tortilla humeante en un plato.
Él la vio rodear la barra y sentarse a su lado. Se pasó las manos por la cara, preguntándose qué respondería. La pregunta era bastante directa; la respuesta, mucho más complicada. Decidió que estaba demasiado cansado para ser diplomático.
—Escuché sus quejas, le expliqué los términos del contrato que firmó su marido y quedamos en vernos mañana, en la obra — dijo llanamente—. El único problema fue convencerla de que no me interesaba quedarme en su casa después de la cena.
Rachel se quedó con el tenedor en vilo y miró a Brad fijamente.
— ¿Quieres decir que se te insinuó?
A Brad su incredulidad le hizo gracia.
—Bueno, podría decirte que la mayoría de las mujeres reaccionan así cuando las llevo a cenar... —su bufido de indignación era la respuesta que Brad esperaba. Se relajó y tomó su taza antes de añadir—. Pero la verdad es que no creo que a la señora Crossland le importara quién fuera yo, con tal de que le siguiera el juego.
—Vaya, vaya —dijo Rachel bajando la cabeza, y se comió rápidamente el pedazo de tortilla que tenía en la punta del tenedor.
— No te molestes en disimular la risa. Supongo que a mí también me haría mucha gracia si no fuera porque por su culpa he tenido que marcharme de Texas, descuidando asuntos más importantes.
— ¿Y qué es lo que le preocupa tanto?
— ¿De la obra? No me ha contado los detalles. Lo único que parecía importarle era saber si había conseguido excitarme.
— ¿Y lo ha conseguido?
Los ojos de Rachel brillaron, divertidos, y Brad se sorprendió mirándola con todo el deseo que no había sentido estando con Katherine Crossland. Sacudió rápidamente la cabeza. Cielos, estaba más cansado de lo que creía. Debía de tener alguna conexión cerebral suelta cuando le dijo a Katherine que tenía ciertos compromisos con Rachel que no rompería por nada del mundo.
—Adelante, ríete —dijo—. Que mañana te tocará a ti.
— ¿Qué quieres decir?
—No sé de dónde ha sacado la idea, pero la señora Crossland está convencida de que tú y yo estamos comprometidos. Yo no hice nada por sacarla de su error, por supuesto. Le dije que mañana te llevaría a la obra y os presentaría. Va a explicarme los cambios que quiere hacer para que le diga si podemos hacerlos sin el consentimiento escrito de su marido.
Rachel se concentró en la parte que él había intentado hacer pasar de rondón.
— Así que no sabes de dónde sacó esa idea, ¿en? —repitió enarcando las cejas.
—Bueno, de acuerdo, la verdad es que me estoy escondiendo detrás de ti. Puedes demandarme si quieres.
Ella sonrió.
— Debías estar realmente desesperado. Recuérdame que mañana me compre algo provocativo.
Brad no necesitaba verla con algo provocativo. En ese momento, lo último que necesitaba era fantasear con su asistente. La situación ya era bastante precaria. Aquella era la primera vez que compartían casa; la primera vez que la veía en albornoz, descalza y con el pelo suelto.
— Creo que nunca te había visto con el pelo suelto.
Ella parpadeó, sorprendida.
— Claro, siempre me lo recojo para ir a trabajar.
Él se vio a sí mismo extender la mano.
—Tienes un pelo precioso —murmuró, pasando ligeramente la mano por su nuca antes de deslizar sus dedos alrededor de un largo rizo.
Ella lo miró con incredulidad.
— ¿Cuántas copas has bebido?
Él apartó la mano.
—Lo siento. No sé en qué estaba pensando—suspiró sintiéndose muy fatigado —. Perdona —alzó la taza y la apuró —. Me voy a la cama —la miró. Envuelta en aquel enorme albornoz, parecía una hermosa niña vestida con la ropa de un adulto—. Mañana a primera hora iremos de compras a la ciudad. Podríamos habernos parado antes de salir de Asheville, pero olvidé por completo decírselo a Cari. Parece que esta noche no hago más que pedirte disculpas. Rachel se deslizó elegantemente del taburete y lo miró fijamente.
—Brad, ¿estás bien?
Su tono preocupado tocó algo muy profundo en el interior de Brad, algo cuya existencia este ignoraba hasta ese momento. Frunció el ceño, incómodo a causa de la sensación de debilidad que se había apoderado de él repentinamente.
—Sí, claro. Y no, no he bebido nada. Es solo que estoy cansado, nada más. Hablaremos mañana — se dirigió a las escaleras que llevaban a las habitaciones del piso inferior.
—¿Brad?
Él se dio la vuelta de mala gana.
—¿Qué?
— ¿Volveremos a Dallas mañana?
Él miró la escalera como si buscara la respuesta en la trama de la alfombra.
—Espero que sí, Rachel. Todo depende de cómo vaya la reunión con la señora Cross—land. Si no es mañana, nos iremos el viernes, como muy tarde. Si no resuelvo el asunto mañana mismo, me pondré en contacto con Tom para averiguar qué quiere que haga.
— ¿Crees que Cari sabía lo que ocurriría cuando te encontraras con ella?
Él sacudió la cabeza con fastidio,
—No tengo ni idea —continuó bajando las escaleras y añadió —. Hasta mañana, Rachel.
Brad tenía la sensación de que debía escapar antes de que dijera o hiciera algo completamente fuera de lugar. ¿Qué le pasaba? Una mujer muy bella había usado sus considerables encantos para seducirlo y él había escapado sin echar siquiera una mirada atrás. Sin embargo, al ver a Rachel sin maquillaje, descalza y vestida con un albornoz que le quedaba grande, había sentido tal arrebato de deseo que todavía temblaba por miedo a que ella se diera cuenta.
Entró en su habitación y cerró la puerta. Solo necesitaba dormir a pierna suelta. Se desvistió, molesto porque aún estaba excitado por su inesperado encuentro con Rachel.
No podía complicarse la vida obsesionándose con una mujer. Obsesionarse con Rachel solo podía conducirlo al más completo desastre.
Rachel se comió la tortilla y tomó otra taza de café antes de ponerse a recoger la cocina. Cuando salió de esta, vio de refilón algo blanco que colgaba de una de las sillas del comedor. Se acercó y descubrió que Cari le había dejado allí una camiseta para dormir.
Sonriendo, apagó las luces y volvió a su habitación. Se puso la camiseta y, al mirarse en el espejo, estuvo a punto de echarse a reír. La prenda le llegaba a las rodillas, pero dormiría más a gusto con ella que con el grueso albornoz.
Se tendió en la cama y cerró los ojos. En lugar de quedarse dormida, repasó lo que Brad le había contado sobre su cena.
Él parecía molesto porque la señora Crossland hubiera cruzado la línea que separaba los negocios de la vida personal. Pero ¿cómo no iba a estarlo? La señora Crossland no solo era la esposa de uno de sus mejores clientes; también le recordaba lo que él se empeñaba en olvidar: que era de carne y hueso, como el resto de los mortales.
Rachel nunca lo había visto de un humor tan extraño. Debía estar escandalizado si había dado a entender que estaban comprometidos. Quizá era la única excusa que se le había ocurrido para no avergonzar a la señora Crossland. Sin duda, esta aceptaría que estuviera comprometido con otra mujer, pero se sentiría herida y furiosa si la rechazaba por puro desinterés.
Lo que más le sorprendía era que Brad le hubiera acariciado el pelo. Nunca antes la había tocado de forma tan íntima. Esa noche, se había sentido sumamente vulnerable en su presencia, incluso antes de que la tocara, pues no olvidaba que no llevaba nada bajo el albornoz. Había subido a la cocina creyendo que Cari y Brad estaban en la cama, y se sobresaltó al oír las llaves de Brad en la puerta. Era demasiado tarde para correr a vestirse o arreglarse el pelo, así que afrontó la situación con la mayor calma posible.
El hecho de que él estuviera preocupado por la cita con la señora Crossland la ayudó a relajarse. Pensó que Brad tenía la cabeza puesta en otras cosas y que no se fijaría en su indumentaria. Pero él dio al traste con su teoría y con su tranquilidad al hacer aquel comentario sobre su pelo.
Al día siguiente todo iría mejor, se dijo. Cuando se pusiera ropa limpia, se sentiría más cómoda en aquella situación. El hecho de compartir casa los había lanzado a una nueva dinámica para la que ninguno de los dos estaba preparado.
Con un poco de suerte, al día siguiente Brad sacaría a relucir sus dotes de prestidigitador y aplacaría a todo el mundo, de forma que la obra siguiera el curso previsto. Así podrían regresar a Dallas el viernes, a más tardar, lo cual significaba que Rachel solo tendría que aguantar allí dos días más. Después, Brad y ella volverían a asumir sus papeles de costumbre.
El único problema preocupante que tenía en ese momento era qué hacer con el intruso que había irrumpido en su casa y en su vida. El tiempo que había pasado alejada de su rutina habitual la había ayudado a considerar el asunto con cierta distancia, pero no había disminuido el miedo que sentía al pensar en el desconocido que la acosaba.
En vez de marcharse de la ciudad, tal vez debiera encontrar un lugar más seguro donde vivir. Con el generoso sueldo que le pagaba Brad, podía permitirse vivir donde se le antojara. Quizá esa fuera la solución: mudarse de casa y seguir como si nada hubiera pasado.
Se quedó dormida sintiendo que su vida pronto volvería a su cauce.
A la mañana siguiente, Rachel se despertó a la hora de costumbre, pero como estaba en Carolina del Norte, donde regía la hora del Este, le pareció que se levantaba una hora más tarde. Tras darse una ducha rápida, se vistió, se recogió el pelo y se maquilló con lo poco que llevaba en el bolso.
Oyó hablar a Cari y a Brad en cuanto llegó al primer descansillo de la escalera. El delicioso aroma del café recién hecho la hizo subir a toda prisa los últimos escalones. Los hombres la vieron en cuanto dobló la esquina de la cocina, y la saludaron con sus voces graves de recién levantados.
Rachel no estaba acostumbrada a ver a hombres tomando el café de la mañana con el pelo revuelto y la cara sin afeitar, y la situación le pareció excesivamente íntima. Pero no podía hacer nada al respecto.
Respondió a sus saludos con una inclinación de cabeza y una breve sonrisa antes de acercarse a la cafetera. Sin volverse hacia ellos, dijo:
— ¿A qué hora hay que estar en la obra?
Fue Brad quien respondió.
—Lo primero es lo primero. Tendremos que esperar hasta que abran las tiendas para ir al centro comercial que mencionó Cari. Sugiero que compremos ropa informal, porque pasaremos casi todo el día en la obra. ¿Te parece bien?
Ella se dio la vuelta y lo miró inclinándose sobre la encimera. Brad no parecía haber dormido bien, lo cual era una desgracia para todos ellos. Rachel había tenido que soportarlo otras veces cuando no dormía bien, y apenas había logrado sobrevivir a su mal humor.
—Me parece muy bien. Gracias a este viaje tan inesperado he aprendido que siempre debo tener una maleta en la oficina, por si acaso —bebió un sorbo de café antes de añadir—: Sobre todo, teniendo un jefe tan imprevisible.
Brad no se dio por aludido, pero Cari se echó a reír. Brad se quedó mirando fijamente su café, con la cabeza gacha. Rachel no sabía por qué, pero sentía un deseo irrefrenable de quitarle el mal humor. Su jefe necesitaba animarse un poco.
Puso la taza sobre la encimera y se inclinó hacia ellos apoyándose sobre los antebrazos.
—Es duro ser tan irresistible, ¿eh, jefe? Cari le lanzó una mirada penetrante antes de volverse hacia Brad. — ¿Me he perdido algo? Brad sacudió la cabeza.
— No, qué va. Anoche, cuando llegué, estaba un poco irritado y la pagué con Rachel —la miró con los ojos entrecerrados — . Esperaba que se le hubiera olvidado.
—Ni lo sueñes —contestó ella. Miró a Cari y le guiñó un ojo—. Parece ser que la señora Crossland pretendía algo más que hablar de la casa con Brad —batió las pestañas mirando a Brad.
—A mí no me hace ninguna gracia —replicó este fríamente cuando Cari se echó a reír.
—Eh, venga, jefe —dijo Cari—. Tómatelo con filosofía. Esa mujer nos ha dado dolor de cabeza a todos los que trabajamos en la obra. Es justo que ahora te toque a ti.
Brad se levantó y apuró su taza de café.
— Salgamos de aquí. Ya he soportado todas las bromitas que puedo digerir a estas horas de la mañana.
—Está bien —dijo Cari—. Yo tengo que ir a la obra a ver cómo van las cosas. Como os pilla de camino a la ciudad, podéis dejarme allí. No creo que tengáis problemas para encontrar el centro comercial.
— ¿A qué hora tenemos que encontrarnos con la señora Crossland? —preguntó Rachel. No había razón para seguir picando a un tigre con una espina clavada en la zarpa.
—No quedamos a ninguna hora en concreto —Brad miró a Cari —. ¿A qué hora suele aparecer?
—Nunca antes de mediodía. Por lo menos podemos trabajar toda la mañana sin interrupciones.
Cuando los hombres acabaron de afeitarse y de arreglarse, los tres se montaron en el Jeep de Cari. Rachel se sentó en el asiento de atrás y permaneció en silencio. Al llegar a la obra, Cari y Brad salieron a echar un vistazo.
—Has hecho un gran trabajo, con o sin interferencias.
—Gracias. Tú manten a la señora Crossland alejada de aquí y te aseguro renunciaré a la bonificación de este año.
La primera sonrisa del día apareció en la cara de Brad.
—No creo que haga falta que te sacrifiques hasta ese punto, pero veré qué puedo hacer.
Brad regresó al coche, escuchó las indicaciones de Cari y Rachel y él se pusieron en camino.
Se dirigieron al centro comercial, y ambos guardaron silencio. Rachel había estado sola con Brad en infinidad de ocasiones a lo largo de los años, pero ese día notaba que había algo diferente. Brad irradiaba una tensión que no llegaba a entender. ¿Estaría preocupado por la señora Crossland, tal vez? Rachel lo había visto preocupado por asuntos de negocios otras veces, pero nunca hasta ese punto. ¿Qué otra cosa podía sucederle? Preguntárselo no tenía sentido. Brad le había dicho lo que quería que supiera, así que era absurdo malgastar saliva.
El centro comercial estaba junto a la autopista, a la entrada de la ciudad.
—Ha sido fácil encontrarlo —comentó ella.
El emitió una respuesta ininteligible que se parecía sospechosamente al gruñido de un cavernícola. Cuando aparcaron, la condujo a unos grandes almacenes que formaban parte de una cadena nacional.
— ¿Por qué no compramos algo aquí mismo? —preguntó él bruscamente — . Guarda las facturas para que la empresa te las reembolse.
—No —contestó ella—. Lo que compre será para mí y no tiene nada que ver con la empresa.
—Fui yo quien te dijo que no hicieras la maleta, que aquí podrías comprar lo que necesitaras.
—Sí, y eso es lo que pienso hacer —dijo ella con firmeza.
Él la miró fijamente mientras entraban en la tienda.
— ¿Nunca te han dicho que puedes ser muy testaruda?
—Pues no, creo que no —ella miró su reloj —. ¿Dónde y a qué hora quieres que nos encontremos?
—Dentro de una hora, aquí, en la entrada principal. ¿Tendrás tiempo suficiente?
—De sobra —contestó ella con firmeza, y se subió a la escalera mecánica, que la depósitó en el segundo piso, donde se encontraba la sección de ropa para mujer.
Miró rápidamente los expositores circulares preguntándose qué se compraría. Bradhabía sugerido algo informal, pero ella nunca llevaba ropa informal. Bueno, casi nunca. Tenía el armario lleno de trajes, blusas y zapatos prácticos, todos en colores apagados.
Supo exactamente qué se compraría en cuanto vio aquella falda larga. Encontró una blusa que combinaba con ella y un traje de chaqueta de verano a muy buen precio, y se fue al probador a cambiarse.
Contenta con sus compras, se puso la falda y la blusa y metió en una bolsa el traje nuevo y el que acababa de quitarse. Luego se dirigió al departamento de calzado. Una vez allí, decidió tirar la casa por la ventana comprándose un par de sandalias. Sin tacón. Con solo unas cuantas tiras para sujetarlas a los pies. Las sandalias le encantaron, y le quedaban de perlas con su nuevo atuendo. Estaba deseando ver la cara que pondría Brad cuando la viera.
A la hora justa, Rachel recorrió el pasillo que llevaba a la entrada principal. Había tenido tiempo de comprar unos cuantos artículos de aseo y un camisón en el que estaba escrita la frase El día no empieza hasta que lo digo yo.
Brad ya estaba allí, sosteniendo una bolsa con el logotipo de los grandes almacenes. Llevaba puestos unos pantalones chinos y una camiseta azul marino de manga corta. Rachel intentó disimular su impresión. No era apropiado que la asistente administrativa de Brad empezara a babear porque su jefe hubiera recuperado su apariencia de obrero de la construcción. Sin la discreta americana, sus brazos musculosos y su amplio pecho destacaban más. Además, los pantalones se ceñían a su trasero. Rachel suspiró. Podía mirar, se recordó, pero no tocar.
— ¿Listo para marcharnos? —preguntó suavemente a su espalda. Él estaba mirando por la puerta de cristal y se dio bruscamente la vuelta al oír su voz. Su reacción fue exactamente la que Rachel esperaba. Sus ojos se agrandaron y luego se achicaron, y al fin su cara quedó completamente inexpresiva. Apretó la mandíbula, sin duda para no hacer ningún comentario acerca de su atuendo, y dijo:
—Sí. Vamonos.
El camino de regreso al coche fue toda una aventura para Rachel, pues tuvo que luchar a brazo partido con la falda de vuelo para que la brisa que se había levantado mientras estaban en la tienda no se la subiera hasta la cabeza.
La tela de la falda tenía un estampado de colores parecidos a los de las piedras preciosas: rojo rubí, verde esmeralda, amarillo topacio y azul zafiro. Rachel había elegido una blusa sin mangas, a juego con el verde de la falda.
El peinado que se hacía para ir a trabajar no casaba con aquel atuendo informal, de modo que se había cepillado la melena hacia atrás y se la había recogido con algunas peinetas de adorno que había encontrado en la tienda. Como toque final, había comprado un pintalabios rojo brillante y una sombra de ojos que acentuaba el verde de sus ojos.
Se sentía prácticamente descalza con las sandalias. En realidad, se sentía una mujer nueva. Empezaba a pensar que la ropa que llevaba habitualmente era demasiado conservadora. Aquel podía ser el primer paso para romper con su monótona existencia. Ese día se sentía como una gitana.
Durante el trayecto de regreso a la obra volvieron a guardar silencio. Brad parecía preocupado. Rachel, por su parte, se concentró en el paisaje y admiró la frondosa vegetación mientras canturreaba entre dientes. En cuanto salió del Jeep, al llegar a la obra, Cari lanzó un silbido que resonó a muchos metros de distancia. Los demás obreros volvieron la cabeza mientras el jefe de obra se acercaba a recibirlos.
—Vaya, Rachel, estás guapísima con esa ropa. Deberías ponerte colores vivos más a menudo. ¿No crees, Brad?
Este lanzó a Rachel una breve mirada. — Supongo que sí. ¿Sabes algo de la señora Crossland?
Los dos hombres echaron a andar hacia el edificio en construcción.
«¿Y ahora qué?», se preguntó Rachel. Su parte no empezaría hasta que apareciera la señora Crossland. Como tenía tiempo de sobra, decidió explorar la casa. Cruzó el patio delantero, evitando cuidadosamente los montones de escombros esparcidos aquí y allá. Se detuvo en el escalón superior del porche y se dio la vuelta. Al contemplar el paisaje, sintió que se le formaba un nudo en la garganta. Qué hermosa vista aguardaba a quien decidiera detenerse allí y mirar hacia el valle que se extendía ante ella, al que servían de telón de fondo las suaves colinas. Rachel tragó saliva y, por un instante, se preguntó cómo sería vivir en un lugar como aquel en vez de en una gran ciudad.
De pronto oyó la voz Brad a su espalda.
— ¿Sabes?, con esa ropa lo único que te falta es una rosa entre los dientes.
Ella se dio la vuelta y lo miró.
—Buena idea. Iré a ver si encuentro una — se acercó a la puerta, que estaba abierta.
Brad la agarró por el brazo y la detuvo, diciendo:
—No quiero que vayas a ninguna parte sin mí mientras estemos aquí.
Parecía hablar muy en serio. Debía de haber pasado algo que Rachel se había perdido.
— ¿Por qué? ¿Qué pasa?
Él apretó la mandíbula un par de veces antes de decir:
— Si te has vestido así para llamar la atención, lo has conseguido con creces. No hay ni un solo obrero que haya podido concentrarse en su trabajo desde que llegaste. No quiero tener que despedir a alguien por sobrepasarse contigo —la miró fijamente; parecía aún más alto, debido a que ella llevaba zapatos sin tacón—. Parece que tienes dieciocho años, con esa ropa. Nadie diría que eres una respetable mujer de negocios.
A Rachel se le ocurrieron varias respuestas un tanto acidas, tales como que era él quien había sugerido que compraran ropa informal y quien había insistido en que no se detuviera a hacer la maleta antes de tomar el avión. Las pensó, pero se mordió la lengua. Así era como había conseguido permanecer a su lado tanto tiempo.
—Lamento que mi ropa te cause problemas. Tengo otro traje en el coche. ¿Dónde puedo cambiarme?
Él se apartó de ella, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que la estaba sujetando del brazo. Se puso a contemplar el paisaje en lugar de mirarla. Rachel aguardó. Cuando Brad se giró hacia ella, tenía los ojos empañados por una emoción que ella no entendió.
—No hace falta que te cambies. Mira, estoy de un humor de perros, pero sé que no puedo pagarlo contigo, así que... te pido disculpas. Es que me ha sorprendido verte así vestida, eso es todo. No estaba preparado para... Pero, claro, eso no es problema tuyo —miró a los obreros que trabajaban en la obra y bajó la voz—. Sin embargo, lo de los hombres lo decía en serio. Es mejor que piensen que eres la hija de Cari. Así te tratarán con respeto. O eso espero, al menos.
— Quiero echarle un vistazo a la casa. ¿Tienes tiempo de acompañarme?
Él sonrió, pero Rachel comprendió que su sonrisa era fingida.
—Claro. Yo también tengo que familiarizarme con la casa antes de que llegue la señora Crossland.
Sin decir una palabra, Rachel se volvió hacia la casa. Cruzó el umbral sin rematar y al entrar en el vestíbulo, se detuvo para quitarse las gafas de sol. Una escalera curva, adosada a la pared, llevaba al segundo piso. Rachel ya se imaginaba la lámpara de cristal austríaco que colgaría del techo, en el centro del recibidor. No pudo evitar preguntarse cuántos meses al año pasarían los Crossland en su segunda casa.
Los obreros la saludaron cuando cruzó las habitaciones del piso bajo. Brad la siguió a cierta distancia. Rachel estaba molesta por la conversación que acababan de mantener. El estaba enfadado con ella, aunque lo negara. Pero ¿por qué? ¿Porque se había burlado un poco de él a cuento de la señora Crossland? Brad sabía reírse de una broma, aunque fuera a su costa. Sobre todo, cuando era a su costa. Rachel se preguntaba qué límite invisible había cruzado sin darse cuenta.
Tras echarle un vistazo a la espaciosa cocina, subió al segundo piso por las escaleras de la parte de atrás. Al llegar a lo alto, miró a su alrededor para orientarse y descubrió que estaba en medio de un amplio pasillo. Una de sus alas llevaba a la escalera principal, de modo que tomó el sentido contrario. Al final del pasillo había una espaciosa habitación que en algún momento quedaría cerrada por grandes puertas dobles. Cruzó el umbral y vio el esbozo de lo que sería el dormitorio principal.
Aquello era vivir, decidió. Encima de lo que supuso era el lugar que ocuparía la cama había una enorme claraboya. Se acercó a aquel lado de la habitación y se dio la vuelta, impresionada de nuevo por la vista. La pared del otro lado sería en su mayor parte de cristal cuando estuviera acabada. Desde allí se veía la ladera de la colina, que bajaba hasta un arroyo distante.
Brad la había seguido escaleras arriba. Tal vez sintiera que Rachel estaba más segura con él. Ella nunca lo había visto de un humor tan extraño, y no sabía cómo dirigirse a él. Siguió explorando el resto de la estancia, deseando que el día se acabara para que el viaje de regreso llegara cuanto antes.
Entró en un cuarto que había junto al dormitorio principal y que parecía destinado a servir de vestidor al señor y la señora de la casa. Pero lo mejor era el cuarto de baño, pensó sonriendo. En aquella bañera cabían por lo menos seis personas. La ducha, cerrada por mamparas de cristal, era igualmente enorme.
Esa casa pertenecía a una pareja sin hijos, lo cual le pareció muy triste. El lugar pedía a gritos una familia, y una familia numerosa, además.
Al regresar a la habitación principal, vio sorprendida que había una mujer en el centro de la estancia. Aquella debía de ser la famosa señora Crossland.
La noche anterior, Brad había olvidado mencionarle que era asombrosamente bonita o que lo sería si no fuera por la expresión ceñuda que crispaba su cara. Rachel sonrió, pero la mujer le lanzó una mirada recelosa.
—Debe de preguntarse quién soy y que hago explorando su casa de esta manera — dijo amablemente.
— ¿Me conoce? —preguntó Katherine, sin dejar de arrugar el ceño.
Rachel asintió.
—Supongo que es usted la señora Crossland, ¿verdad?
— ¡Ah! Usted debe de ser la hija de Cari —contestó Katherine con evidente alivio—. Estaba buscando a Brad y pensé que tal vez estaría aquí arriba —añadió. Se dio la vuelta y se acercó a la puerta del pasillo, solo para volverse con cierta brusquedad cuando Rachel se echó a reír y dijo:
—No, no soy la hija de Cari. Pero...
La suave voz de barítono de Brad la interrumpió.
—En realidad, ha venido conmigo —dijo lentamente, apareciendo en el umbral.
Katherine se volvió muy despacio para mirarlo.
—Entonces esta debe de ser la mujer de la que me habló anoche. Pero no me dijo
que es apenas una chiquilla.
Rachel prefirió no responder a aquel comentario. Miró a Brad y sonrió. «La pelota está en tu campo, jefe. A ver qué haces con ella.»
La risa de Brad sonó tan sexy que la sorprendió.
—Bueno, Rachel no es tan joven como parece... —se acercó a ella y le pasó el brazo por los hombros. Le lanzó desde su altura una mirada ardiente y añadió—: ¿Verdad, cariño?
Rachel sintió un deseo casi irresistible de apartarse de su cuerpo y de su mirada penetrante. Él pareció sentir que se tensaba y se preparaba para apartarse, porque la apretó tranquilamente contra su costado, como si aquello fuera lo más natural del mundo. Rachel sabía que quería que Katherine creyera que eran pareja, pero no esperaba que se mostrara tan cariñoso con ella. Oyó un ruido junto a la puerta y vio que Cari estaba allí, mirándolos con expresión divertida. Le dijo a Brad:
— ¿Ves?, ya te dije que no había ido muy lejos —antes de añadir, dirigiéndose a Katherine—. No soporta perder a Rachel de vista, ¿sabe?
Al ver el brillo de sus ojos, Rachel comprendió que Cari había decidido unirse a la farsa. Parecía disfrutar con ello. En ese caso, ella, también podía disfrutar. Se relajó contra el costado de Brad y le lanzó su mejor sonrisa a Katherine, que no parecía muy contenta. De hecho, estaba a punto de estallar.
Brad dijo:
—Gracias por venir, Katherine. ¿Por qué no me enseña lo que quiere cambiar?
Rachel se irguió lentamente, como si le costara apartarse de Brad.
—Te esperaré en el coche —dijo.
Pensando que había hecho su papel bastante bien, dio un paso hacia la puerta, pero Brad la agarró de la muñeca y la hizo girarse suavemente.
—Iré en cuanto pueda —dijo con una voz ronca que a Rachel le pareció ligeramente exagerada, aunque eso no fue nada en comparación con su siguiente movimiento. Brad le dio un suave beso en la boca, al tiempo que la sujetaba firmemente por la nuca.
Rachel sabía que aquel beso no significaba nada. ¿Qué era un beso, al fin y al cabo? Una simple muestra de afecto, nada más. De haber estado más tranquila, lo habría aceptado como tal. Pero los labios de Brad permanecieron sobre los suyos un poco más de lo estrictamente necesario, y Rachel se olvidó de que aquel beso era fingido. Sin prestar atención a las señales frenéticas que lanzaba su cerebro diciéndole que saliera de allí inmediatamente, se puso de puntillas y le devolvió el beso, deslizando las manos alrededor de su cuello con toda naturalidad. Al menos, tendría la oportunidad de comparar el hecho fehaciente de estar en sus brazos con las fantasías que había ido acumulando con el paso de los años. Y disfrutó de aquel instante.
Cari se aclaró la voz, en un evidente intento por disimular la risa. Al oírlo, Rachel salió bruscamente de la bruma que la envolvía y miró a Brad fijamente, horrorizada por lo que acababa de hacer. Los ojos de, su jefe se habían ensombrecido hasta volverse casi negros; su expresión era inconfundible. Apretó la mandíbula y, en voz muy baja para que los demás no lo oyeran, musitó:
—No te haré esperar mucho tiempo —y deslizó la mano por su nuca de nuevo, masajeando los músculos tensos y los nervios anudados—. Hay cosas de las que tenemos que hablar. A solas.