EPÍLOGO
No me podía imaginar que en mis últimos días asistiría a un viraje rotundo de los designios de este mundo. Nunca me he preocupado por los años que me tocaría vivir, y el hecho de pasar generosamente de los setenta ya ha sido bastante inesperado para mí. Pero imaginar, además, que en mi vejez la humanidad se levantaría y cambiaría como lo ha hecho, no entraba de ningún modo en mis cálculos. Supongo que, a medida que nos hacemos mayores, perdemos la confianza en las mudanzas dramáticas, y creemos que la propia placidez también es una condición humana general. Es decir, intuimos que ya nada puede cambiar de verdad, ya que nosotros somos incapaces de cambiar. Pero permitid que ahora vuelva un montón de años atrás, cuando esperaba en las playas de la venturosa ciudad de Olinda. Recapitulemos y vayamos por partes.
Entrábamos en el segundo año de reinado de S. M. Fernando VI, soberano de las Españas y de las Indias. Yo estaba en las playas de la capitanía de Pernambuco, con mi equipaje a punto, a la espera de la barca que tenía que recogerme. Tenía que abandonar las latitudes brasileñas con un par de mudas completas, mi tricornio gastado y una bolsa vacía de piezas de plata. Después de la búsqueda del misterioso Félix Dufoy, de sus brotes de café y de su vaporosa historia, regresaba a casa más pobre que antes, pero sobre todo más desconcertado, porque no había encontrado ni al personaje anhelado ni sus verdades. Volvía a ser el de siempre, Antoni de Gilabert, mercader de origen catalán, establecido en la isla de Cuba. Mi fantasía volvía al estadio original o, peor aún, volvía a casa acompañada de un notable fracaso.
El encuentro con Rosa Fortaleza me había producido una fuerte decepción, a pesar de la vivida sensación de haber conocido a una persona excepcional, tal vez más fuerte y singular que el célebre Félix. En mi pensamiento aún albergaba interrogantes. La Rosa en cuestión había sido sincera, sin duda, tal como se había expresado. Sus palabras cálidas destilaban franqueza por los cuatro lados. ¿Pero me había escondido algo, tal vez? ¿Me había impedido la visión y el tacto del mejor fruto del café? Y, si era así, ¿por qué? Una sombra parecía empañar la mirada franca y directa de aquella mujer.
Los marineros empezaron a cargar mis pertenencias, y yo los miraba distraído. ¿Qué había pasado en el quilombo de Palmares? Mirando atrás, aquella conversación con la tal Rosa me parecía precipitada, como si por mi parte no hubiese explotado todo lo que podía sacar de ella. ¿Quién era aquella mujer blanca, tumbada en el fondo de la cabaña? Por algún motivo, durante todo el periplo de regreso hasta la costa, la estampa de aquella anciana me había estado dando vueltas en la cabeza, y aún la tenía presente en mis recuerdos. Tampoco podía dejar de pensar en el café memorable de Félix Dufoy. ¿Había desaparecido totalmente, se había disipado bajo la capa del cielo? La antigua esclava, que parecía tan dotada de luces, ¿no había conservado ni un brote? ¿Y por qué había matado a su amo? Si se había librado de él para lucrarse con la planta, como decían algunos, ¿a qué jugaba? ¿Por qué no había querido negociar conmigo?
Fue justo entonces, a punto de partir y con la cabeza llena de tribulaciones, cuando oí que se acercaba alguien corriendo por la playa. Un negro sudado de arriba abajo se me plantó delante y me interpeló.
- Con permiso, señor. -Tomó aliento-. ¿Sois vos, Antoni de Gilabert?
- Lo soy.
- La señora Rosa os llama.
- ¿Cómo? -Fruncí las cejas e hice una seña a los descargadores.
- Rosa Fortaleza.
- Ya, ya. ¿Está aquí, en Olinda?
- No, amo, todavía está en la zona de Palmares. -El negro resopló-. Quiere que subáis vos.
Me quedé parado. Los estibadores me preguntaron qué tenían que hacer con mi equipaje, y les hice un gesto de espera.
- Por Dios -le dije al negro-. ¿Cree que he perdido el juicio? ¿Qué quiere la señora?
- No lo sé, amo.
Dentro de mí, el mercader corriente y el aventurero sostenían una lucha a ultranza. Como primera medida hice desembarcar el equipaje y, ante la extrañeza de los presentes, anulé el pasaje. Hecho esto, despacio, la cautela se fue apagando mientras crecía la expectación. No sabía lo que me esperaba, allá en los confines del orden y la ley, y bien podía ser que regresara otra vez con las manos vacías. Bien podía tropezar dos veces con la misma piedra. Además, el mensajero negro me dejó bien claro que él no me acompañaría, y que me las tendría que componer solo.
Pero ya no me urgía mi inmediato retorno a casa. La tentación estaba demasiado cerca, y era demasiado grande. Al final, pues, la batalla interior se resolvió a favor del riesgo. Lo que me correspondía era respirar a fondo e internarme, de nuevo, en la tierra salvaje de Pernambuco. Tenía que juntar las fuerzas que me quedaban, arañar el crédito que pudiera, empaquetar los pertrechos indispensables y subir otra vez al quilombo de Palmares. Aquello requería un esfuerzo colosal, pero la alternativa no era imaginable, ya que un servidor, Antoni de Gilabert, no se podía permitir dejar pasar la ocasión. Nunca me hubiera perdonado abandonar Brasil con el gusanillo de la inquietud. De haberlo hecho, sabía que toda la vida me habría arrepentido de no haber agotado las acciones que podían completar el objeto de mi misión.
Me abrí paso, pues, por el agreste interior, armado con poco más que unas botas y un cuchillo afilado. Enseguida advertí que una oleada de destrucción me había allanado el camino. En concreto, tres regimientos de bandeirantes se habían ocupado de cortar, quemar y violentar cualquier criatura que levantara tres palmos del suelo. Los infelices que me encontraba no se dirigían a ningún sitio, más bien deambulaban con la mirada vacía, huyendo arriba y abajo, a un lado u otro, en todos los sentidos imaginables -excepto el sentido común-. Yo sabía que las autoridades habían montado una expedición punitiva, pero no sabía que me encontraría cadáveres de niños en la cuneta, ni casas en cenizas, ni mujeres empaladas en los troncos de los árboles desmochados. No era el paisaje que más invitaba a perseguir la quintaesencia del café, ni a cavilar sobre los misterios del tal Félix, y confieso que la absurdidad fue mi principal compañera de viaje.
Cuando puse los pies en Palmares vi hasta qué punto había abrazado la insensatez. El quilombo, aquella comuna de esclavos fugitivos, ya no existía. En su lugar había un montón de brasas, cuatro perros esqueléticos y una considerable población de ratas. La república de esperanzas se había transformado en una tiranía de carroña, vacía de vida y de voces humanas. Aquello era el final, pensé. Me había equivocado, el aventurero se había estrellado contra las fatalidades del mundo real. Removí la porquería, falto de otra motivación, y llegué a la triste conclusión de que nunca encontraría a Rosa Fortaleza. Me resigné a dar media vuelta.
En el camino de regreso tropecé con una serie de ánimas errantes, y no pude dejar de interrogarlas. Pero siempre decían lo mismo: no recordaban nada, no sabían nada, no querían saber nada. Hasta que encontré a un viejo encorvado, afectado de demencia, y que a fuerza de tragos de aguardiente me confió cuatro informaciones concretas. La mayoría de los escapados, dijo, los que no habían querido renunciar al sueño de la revuelta, se habían dirigido a una localidad de nombre impronunciable. El nombre no me decía nada, pero era lo único que tenía. Pedí orientaciones, al viejo y a todos los que pasaban, y hacia allá me encaminé.
Llegar al nuevo campamento de fugitivos no fue ningún paseo. Los supervivientes de Palmares habían escogido un emplazamiento inaccesible, rodeado de selva espesa, custodiado por gatos salvajes y serpientes estranguladoras. Investido con una antorcha encendida y una suerte milagrosa, me abrí camino hasta el gran río desde donde se distinguía, en la otra orilla, el cañizar defensivo de la población. Allí me encaramé a una rama y empecé a gritar «Rosa Fortaleza, Rosa Fortaleza» de un modo tan indigno que en cualquier rincón del mundo civilizado, sin duda, me habrían encerrado por loco. Pero allí la iniciativa prosperó, y poco rato después aparecía la mujer en cuestión y ordenaba que me fueran a buscar con una balsa. Me recibió con una mirada bien abierta y un rostro envejecido, que llevaba la marca de sufrimientos recientes. Me incliné.
- Os lo agradezco, señora -le dije-. Ya estaba a punto de partir cuando me ha llegado vuestro mensaje, y he creído que sería oportuno…
- ¿Habéis venido solo desde Olinda? -preguntó ella-. ¿El mensajero no os ha querido acompañar?
- No, y admito que el camino no es muy bueno, pero…
- Estáis como un cencerro, don Antoni. -Sonrió-. Como una regadera. Me habéis impresionado. Venid, que os daré algo para que os reaniméis. Dios, me recordáis tanto a…
Me llevó a su cabaña, y lo primero que hice fue espiar todos los rincones. La vieja dama no estaba. Acepté un café bien caliente y una galleta de maíz. En la estancia había una sola cama, un lecho de paja bastante limpia, y un vestido que colgaba de un gancho. Aquello era todo excepto, claro, la ardiente presencia de Rosa Fortaleza, que se sentó en el suelo delante de mí. Adivinó lo que buscaba, porque me habló sin esperar a que yo la interrogara. La señora ya no estaba, dijo, la habían matado los bandeirantes. Ahora vivía sola.
Rosa se había sentado con las piernas cruzadas, los codos sobre ellas y la cabeza apoyada en las manos. Me observaba sin parpadear, los ojos atentos, los labios entreabiertos. Podían pasar los años, podían bramar las guerras en medio mundo, podían llover infortunios, y aquella mujer, la llamada Rosa Fortaleza, conservaba su belleza singular. Y cuanto mayor era, juraría yo, más conmovía con su mirada silente y serena. La falda dejaba ver medio muslo, sentada como estaba, y mi mirada huía sin remedio hacia las oscuridades de la entrepierna. Pero su expresión magnética me reclamaba una y otra vez, y no podía resistir a la tentación de comprobar, con frecuencia, si todavía me capturaba en su gesto. Lo hacía, ya lo creo que lo hacía. Poseía un poder que no era el de la bestia, ni el del muchacho, ni el del gobernante.
Apuré aquel café único, y dejé que me envolviera el habla sabia de aquella mujer. Sin pedirlo, sin siquiera pretenderlo, me vi sumido en una historia fascinante: la historia de Félix Dufoy, que Rosa fue desgranando delante de mí. Probablemente yo era el confesor que ella había estado esperando, quizá el testigo señalado para consignar uno de los relatos más singulares que jamás ha escuchado oído humano. Fuera como fuese, apoyé el brazo en el suelo y escuché hasta el final, toda una tarde y toda una noche, aquella relación de hechos prodigiosos.
Desde la Francia intransigente hasta el Pernambuco negrero, el periplo de Félix se desplegó ante mí con toda su grandiosidad. En apariencia, siempre se había rendido: se había rendido al furor de su padre, se había rendido a las normas del harén otomano, a los castigos del mercader árabe, a los designios de una reina etíope, a los rituales de la tribu africana, al tutelaje del cirujano francés y al amor sensual de Rosa Fortaleza. Pero su ingenuidad no era más que una costra de apariencia, porque siempre había cultivado su sueño y había perseguido la propia libertad. Su relato parecía el del camaleón, siempre cambiante, siempre dócil y ajustable. En el fondo, se había alimentado de una determinación férrea y había sobrevivido a todas las fatalidades, y bajo el barniz de resignación había nacido un alma indomable.
Siete mundos había vivido, que a la hora de la verdad eran parte de una sola humanidad; siete vidas azarosas, como los gatos, muriendo y renaciendo de sus despojos, cuando en realidad había pasado por una única vida, llena de sentido; siete aromas distintos, incluso enfrentados, que se mezclaban y se fundían en la afortunada cocción del mejor café. Aquél era el legado que me pasaba Rosa Fortaleza, la única criatura feliz de haberlo descubierto. Con un mensaje claro y fuerte: hay que abrir los sentidos para ver y probar la entereza de las cosas. De otro modo siempre iremos a remolque de las partes, y no veremos la suma, sino la apariencia de sus diversas manifestaciones. Y acabaremos pensando que las cosas y las personas no son lo que son, sino lo que queremos que sean.
- ¿Y quién era, pues, vuestro Félix Dufoy?
- ¿Quién era de verdad? -preguntó con sus labios carnosos, que dibujaban una sonrisa mojada-. Era el único hombre bueno.
- Pero veamos: ¿lo matasteis? Lo siento, no me miréis así. Es que no entiendo nada…
- Ya os lo dije: fue él quien me lo pidió.
- Pero, diantre, ¿por qué?
- Mirad, don Antoni, sólo os diré que a la persona querida, la que uno quiere de verdad, la que nos quiere de verdad, no se le puede negar nada. Ni siquiera la muerte.
Se nos había hecho tarde. La mecha de la vela ya empezaba a vacilar. Ella esparció paja en un rincón, y me invitó a dormir. Reconozco que me hubiera gustado compartir su cama, pero también admito que me hubiera parecido impropio ocupar el lugar de un amor tan grande y tan sacrificado. Soplé la vela y, después de un par o tres vueltas, caí en un sueño profundo. A la mañana siguiente ella me sacudió y me levanté de un salto. Teníamos que ir a visitar la planta del café, dijo ella. Parpadeé como un idiota. No estaba soñando, no, había dicho exactamente aquello: la planta del café. Abrí los ojos, me llené de aire y soplé fuerte. A continuación me dejé poseer por una risa de niño, aguda e incontenible. La quise abrazar, pero ella me frenó.
- Vamos -dijo.
El sitio estaba a dos horas de camino, no lejos de las ruinas de Palmares. El sol se filtraba entre los árboles y caía como la lluvia sobre un túmulo de tierra fresca. Encima crecía un arbusto de café. Ella explicó que, cuando se había producido el ataque de los bandeirantes, llegó a pensar que ya no vería más aquella planta. Pero pasado el alboroto regresó y se hizo cargo de ella. Estuvimos un buen rato en silencio, y entonces la mujer se arrodilló y acarició los frutos que ya brotaban de la planta. Palpó unos granos brillantes y rojos, los olió, y los arrancó con ternura, como quien arranca a un hijo de su madre. Se levantó y me los alargó con una sonrisa. Fruncí las cejas.
- Félix quería que su descubrimiento muriese con él -suspiró-, pero yo no. Yo quiero que alguien, merecedor de esta semilla, vele por su herencia.
- ¿Y cómo podéis saber que yo soy la persona?
- Os habéis jugado el pellejo para llegar hasta esta planta. ¿No es lo que él hizo siempre? Sois un poco como él, y yo sé que no malgastaréis lo que tenéis entre las manos.
Retuve el tesoro con manos temblorosas. Y no me retiré de golpe, no: estuve un buen rato con mis dedos rozando los suyos, sintiendo el rocío fresco de aquella piel tersa y cálida. Le agradecí el regalo con la mirada, también larga y sostenida, y me fui de allí. Me fui hacia la playa de Olinda, y hacia mi fragata, y hacia las tierras de Cuba. Todavía hoy, cuando remuevo los hijos de aquella semilla, o los hijos de los hijos de la semilla, diría que siento en mis dedos la humedad generosa de Rosa Fortaleza. Entonces me huelo las manos, y me las lamo, y recuerdo a la mujer que cantaba por las noches, su salazón marinera y la portentosa historia que ella me contó.
En mi ingenio, cerca de La Habana, intenté plantar el café que había traído de Pernambuco. La empresa no fue nada fácil, porque algunos granos se habían estropeado, otros germinaron pero murieron enseguida, y los que fructificaron produjeron unos brotes menudos y frágiles. Había un problema de clima, allá en el Caribe, porque los días no eran suficientemente frescos o no eran lo bastante secos, o ninguna de las dos cosas. Busqué consejo en algunos manuales y en personas instruidas, y llegué a la conclusión de que tenía que injertar los esquejes buenos en plantas más bastas y robustas. Así conservaría, por lo menos, una parte de la esencia original. Procedí a hacerlo. Unos años más tarde, el café noble y puro había sucumbido, y en cambio el otro, el adulterado o reforzado, había subido lozano hasta el punto de tener descendencia.
No era exactamente lo que hubiera querido, pero ya era algo. Con tiempo y paciencia, pues, aparejé una plantación modesta, trescientas cepas saludables que producían suficiente grano para mí y para cuatro amigos. El brebaje que salía no era el que había probado en Pernambuco. Tenía menos cuerpo y una textura más áspera y, sobre todo, no seducía con aquella acometida de aromas que hacía tocar el cielo con las manos. Todas las propiedades que yo recordaba, las que había tenido la suerte de oler y saborear años atrás, apenas se insinuaban en mi tisana. Claro que aquella ligera insinuación bastaba para que mi café fuera un néctar de los dioses, sin posible comparación con el grueso del café corriente que se exportaba desde las Américas. No me hice rico como cafetero, naturalmente, pero sí me dispensé un montón de alegrías a mí mismo y a las personas más próximas.
Una de las personas que más disfrutó de mi café fue una dama francesa, bastante más joven que yo, que pasó una temporada en las Antillas. Al cabo de un tiempo, ignoro si seducida por mis gracias ocultas o por mis cocciones, esta dama consintió en ser mi esposa. Llegado el momento, decidí volver a Europa con mi adorable consorte, confiando tierras y rentas a mi capataz. Y fue así como me establecí en París, en un retiro dorado que recompensaba toda una vida de inversiones y trabajos. La ópera, las lecturas y las conversaciones fáciles llenaron mi -pienso-, merecida jubilación. Por otro lado, me reconfortaba pensar que no estaba muy lejos de mi Mediterráneo natal.
Justo es decir que, poco tiempo después, el gusanillo de la libre empresa me empezó a roer por dentro. Un hombre que se ha pasado toda la vida fabricando propósitos, que ha tenido las manos siempre ocupadas tocando género, que nunca ha dejado de pensar en ampliar negocios, no se puede convertir de repente en un dulce parásito. Un buen día, por consiguiente, me enredé en la compra de un establecimiento y fundé, yo también, uno de los populares cafés que proliferan en la capital de Francia. Lo inauguré bajo los arcos del Palais Royal, con unas mesas que, cuando hacía buen tiempo, ponía fuera. Como particularidad, dispuse que sólo se sirviesen filtros de mi producto, que yo importaba puntualmente de Cuba. Cada mañana, probaba personalmente la bebida, y nada salía de la cocina si no tenía mi visto bueno. Bauticé el establecimiento con el nombre de café de Foy, en honor a un personaje que nunca había conocido, pero que tanto había influido en mí.
He llegado a viejo, y hasta hace poco creía que ya había vivido lo mejor y lo peor de lo que me tocaba vivir. Imaginaba que el último tramo del camino lo viviría en calma, sin sobresaltos ni aventuras, y que no habría novedad que alterara la dulce y suave pendiente que tenía que despedirme de este mundo. Pero hace unos días ocurrieron unos sucesos insólitos que han hecho tambalear mi placidez y que, de hecho, han sacudido también los fundamentos del mundo entero. Todo empezó una tarde de verano en mi café, cuando estaba yo allí mismo, entre las mesas, ofreciendo cervezas y compañía a los clientes predilectos. De repente se levantó un griterío del fondo de la sala, y un individuo exaltado se puso de pie encima de la silla. Nada anormal, pensé de entrada: un ardor característico de un atardecer estival.
Debo puntualizar que en el café de Foy se reúne una parroquia muy inquieta, a veces revoltosa incluso. Escritores de provincias, nobles arruinados y picapleitos vociferantes se dan cita cada día en él, y allí expresan sus diferencias, tanto las mutuas como las acordadas contra el reino. El espectáculo me seduce, y no pongo freno si no llegan a las manos. Con frecuencia pienso que mis brebajes, más penetrantes que los que se sirven en los demás cafés, sublevan los ánimos de la clientela. Esta noción me complace muy sinceramente, porque me confirma que el grano de mi cosecha, el que lleva ingredientes de las semillas que fui a buscar a Brasil, tiene unas propiedades insólitas. Y que despierta unas luces, una insurgencia del espíritu y un estado de alerta superior al de cualquier otra tisana. «Los que prueben mi café -no me canso de repetir a mis clientes- adivinarán la existencia de un mundo mejor.»
Volviendo a la tarde de verano, pues, diré que aprecié al cabecilla de aquel motín, que no era otro que Camille Desmoulins. Se trataba de un joven abogado sin trabajo, conocido por su llama interior y sus inflamados parlamentos. No era la primera vez que lo veía tan encendido. Siempre armaba jaleo con sus compañeros de tertulia. No pertenecía a una pandilla de borrachos, no, ni tampoco de jugadores. Un tal Robespierre, un tal Marat, un tal Danton y otros lo acompañaban en disputas acaloradas. De vez en cuando se les unía un teniente de artillería, un pobre corso que, para consumir, muchas veces tenía que empeñar el sombrero. Lo llamaban «Bonaparté», así con acento final, para hacerlo rabiar. Pues bien, eran todos unos jóvenes exaltados, unidos por las palabras elevadas y un futuro más que dudoso. Aquella tarde le tocaba el turno a Desmoulins, como decía, y se desenvolvía bastante bien. Con su pañuelo en el cuello, los puños desabrochados y el cabello en desorden, bramaba por encima de las cabezas y agitaba los brazos.
- ¡A las armas, ciudadanos, a las armas!
La norma era secundar los gritos con consignas enérgicas, desafiar los espejos de la sala y acabar la parodia con una conmovedora ronda de aplausos. Aquella tarde, sin embargo, las cosas fueron un poco más lejos. Tal vez fue la espesura del café, quizá los ahorros que había ordenado en las dosis de azúcar. O, a lo mejor, el estado general de carestía y malestar que castigaba al reino de Francia. Lo cierto es que la proclama de Desmoulins caló hondo entre sus seguidores, y que se produjo una dispersión general hacia la calle. Pensé que los volvería a ver al día siguiente, satisfechos y bien pagados de su coraje, sorbiendo de las tacitas de porcelana con franca solemnidad. Pero pronto supe que habían reunido a una multitud considerable, y que habían tomado el Ayuntamiento al asalto.
A la mañana siguiente me enteré, lleno de estupor, de que aquella muchedumbre se había hinchado sin medida, se había plantado delante del castillo de la Bastilla y había capturado la célebre prisión. Aquella peña de jóvenes gritones, regados por mi café, habían desbocado un caballo sin brida. A partir de aquí, los hechos son conocidos por todo el mundo, y no será necesario que yo reseñe la importancia de los cambios trepidantes que han hecho tambalear a la humanidad. Todavía no puedo saber adónde llevará el encadenamiento de ilusiones, y también de despropósitos, que han sucedido este verano. Lo único que puedo aseverar es que todo el follón nació en mi establecimiento. De mi café salió la chispa que después ha encendido una auténtica revolución, y esto tengo que elevarlo al rango de homenaje. Saludos francos, pues, al misterioso Dufoy, a Rosa Fortaleza y a tantos otros, verdaderas almas de los siete rincones de la tierra, que aportaron sus fragancias a mi café. Un café que, en honor a la verdad, les pertenece más a ellos que a mí.