ESTAMBUL

En el nombre de Dios el Compasivo y el Misericordioso. Alabemos al Señor de la creación, y bendigamos con la paz eterna al Príncipe de los Apóstoles, nuestro amo Mahoma. Se eleva el presente escrito al gran visir del imperio de la casa de Osmán, y se sirve copia de éste a los archivos palatinos del serrallo del Topkapi. En Estambul la bien guardada, a partir de voces y testimonios del humilde oficial que rubrica, el siempre modesto comandante de los eunucos negros, vuestro fiel Quislar Agassi. Hoy discurre el año de la huida del Profeta diecisiete y cien y mil.

Las Trescientas Supremas, muy juntas y en su desnudez natural, son una visión turbadora. Ni un hombre disminuido como yo, privado de la función viril, puede dormir tranquilo con el recuerdo de semejante selección de carnes: todas turgentes y empapadas de vapores, todas jóvenes y espléndidas, todas juntas bajo la cúpula de los baños. Aquella asamblea de bellezas, que exhibían los ropajes que Dios les había dado, con las más finas texturas y colores, eran un espectáculo que cortaba el aliento. Y es muy cierto que si fuera costumbre ir desnudos, nunca nos fijaríamos en las caras de la gente, porque los cuerpos en flor son mucho más placenteros que los ángulos de los rostros. Fuera como fuese, allí estaba yo, encaramado en el tejado de los baños Chemberlitas, espiando a través de una celosía, por designación de vuestra alteza, Chorlulu Alí Pachá.

Desconozco, magnífico visir, si vuestra particular solicitud era muy habitual en la historia de los anales otomanos. De ninguna manera querría dudar de la utilidad y la necesidad que iban emparejadas, porque mi vida es vuestra, por delegación del Altísimo y también del querido sultán de todos los turcos (que Dios conceda larga vida a Ahmed tercero, luz y vida de los creyentes). Es manifiesto que vos sois el ministro principal de la casa de Osmán, y yo no soy ni la triste sombra de un pobre mortal. Ved la torpe crónica siguiente, pues, como un cumplido abnegado, ya que no me pedisteis que hablara de un personaje cualquiera, ni de un asunto cotidiano, ni subordinado a unas contingencias de rutina. Debe de ser bien cierto que el sol no se levanta nunca, ni se pone, sin que ocurra un prodigio. Y yo tengo que rendir un testimonio, fidedigno y aplicado, de visiones prodigiosas. Así que haré lo que devotamente podré.

El motivo de tan peculiar misión era, vos lo sabéis bien, iluminar la turbia figura de Felis el Efendi. El de las orejas puntiagudas y la brecha en la ceja, el de la piel de leche y la falsa inocencia en la mirada. Aquel eunuco blanco, que desapareció de palacio hace tiempo, y que estuvo a punto de provocar un descalabro en los destinos de la casa de Osmán, bien merecía una exploración.

- El contencioso es de extrema gravedad -me dijisteis el día del encargo-; se han violado las leyes del harén, ha muerto el hijo predilecto del rey y, aún peor, peligra nuestra jurisdicción privativa sobre la semilla del café.

- El infanticidio no tendría que preocuparnos excesivamente; ya encontraremos algunas manos llenas de sangre. ¿Pero sospecháis que Felis el Efendi era agente de una potencia extranjera?, ¿que puede haber robado un esqueje o una planta joven de café?

- Eso es lo que tenéis que averiguar, querido Agassi -me respondisteis-; y también si todavía vive, y hacia dónde ha dirigido sus pasos.

- ¿Y de verdad pensáis -me atreví a decir- que, en su deambular confuso, podría haber abusado de alguna de las Trescientas Supremas?

- Desconozco las facultades de un eunuco para…

- ¡Ja!, os caeríais de culo… quiero decir -rectifiqué-…quiero decir, noble Chorlulu Alí Pachá, con el debido respeto, que os maravillaríais del ingenio que puede tener un eunuco en determinadas materias.

- Tendréis que averiguarlo todo, querido Agassi -sentenciasteis.

- ¿Y si no sacamos nada en claro? ¿Y si no apresamos al tal Felis, si no averiguamos los hechos acaecidos?

- Apreciado Agassi -afirmasteis-, alguien tendrá que pagarlo. Cuando la casa del sultán no puede ser justa, entonces debe ajusticiar.

- Escucho y obedezco. -E hice una reverencia.

Vuestra instrucción llegó a la hora debida: se inauguraba la gloriosa época de los Tulipanes, y el gran Ahmed tercero (larga vida a él…), amante de los pájaros y las flores, no podía permitir de ninguna manera que le estropearan lo que era suyo de pleno derecho. Recuperar la Hungría de los infieles no sería fácil; reflotar la caída en picado de la piastra, tampoco; impedir que las mezquitas bramaran contra el gobierno, o que los soldados jenízaros quisiesen ser dueños de la calle, no sería sencillo. Pero retener el tesoro más codiciado del imperio, el grano de café, que era perseguido por los embajadores cristianos, era factible. Se decía que los holandeses ya habían cultivado la planta en su Batavia, pero parece ser que unos aguaceros enviados por Dios les habían malogrado la prueba. Y en aquel litigio del café, justo allí donde era indiscutido el rey de la tierra de los hijos de Osmán (larga vida a Ahmed tercero, luz y voz de los creyentes), allí aparecía el cretino ese de Felis el Efendi, como vomitado por la boca del infierno.

Convenía dejar el campo abierto a la locuacidad. Y ya se sabe: en rivalidad, gran visir, vos o yo mismo somos amigos de la discreción; pero, en el harén, la continencia puede ser una señal de debilidad. Las tenía que reunir a todas, aquellas doncellas tan macizas, bellas y radiantes que podían haber dicho a los astros «marchaos, que ocuparemos vuestro lugar». Tenía que juntarlas, a poder ser en los baños, allí donde las criaturas más prudentes pierden el rubor, y allí donde parece que las palabras no perviven, porque las voces se funden con los vahos que salen por los agujeros de las cúpulas.

Me puse a trabajar. De entrada escogí una confidente, una joven griega que había llegado al serrallo después de los sucesos en estudio, y que era muy ambiciosa. Le prometí que, cuando engendrara un hijo del Gran Señor, yo intercedería a su favor. Asintió, y la instruí en su función. Salió con la expedición de las Trescientas a los Chemberlitas, y yo me equipé para la ocasión. Aquel enero era de los fríos: la ciudad estaba blanca y el Cuerno de Oro estaba cubierto con grandes fajas de hielo. Así que me hundí la copa blanca hasta la nuca, me enfundé en la túnica rosada y la ceñí con la faja de oro bordado. Me envolví con la capa de seda roja y aún me protegí con las pieles de la marta gibelina. Tuve la precaución de recurrir a los peúcos de lana antes de calzarme las babuchas y, por supuesto, cogí la daga plateada. Salí con mi escolta.

Los minaretes de Santa Sofía y de Sultanahmed se recortaban en un cielo tenue e irisado. En la avenida del bazar todavía había bastante tránsito: ganapanes, mulas y jenízaros se apresuraban a retirarse antes del ocaso. Todo estaba en orden. Aunque el roce entre la gente era intenso y abundante, no se oía ni el vuelo de una mosca, como de costumbre. Estambul, la bien guardada, como sabéis, es muy celosa de su quietud. Pues bien, llegué a los Chemberlitas cuando oscurecía, y algunos subalternos me ayudaron a subir mi masa corpórea hasta el terrado. Ahora que recuerdo la escena, creo que uno de los mozos se rió por lo bajo, y pensé que al día siguiente lo haría estrangular y lo colgaría por los pies en alguna reja. Sí, quizá tendría que pillar a aquel desgraciado».

Bueno, da lo mismo. El Altísimo siempre acaba castigando a los necios. El caso es que me acomodaron en la intemperie, con un miserable cojín bajo las nalgas, y una celosía delante de la nariz que me permitía observar el interior de los baños. Detrás de mí, a una distancia prudente, hice que se sentaran mis ayudantes, que tenían que espantar a los intrusos y ratas y perros y gatos, es decir a todos los amantes de excrementos y de la noche. Me ajusté las pieles del abrigo y clavé los ojos en la rejilla, despejando los vapores que subían de abajo. Las Trescientas ya se estaban liberando de sus ropajes, y el espectáculo era tan sensacional que el resto del mundo dejaba de existir.

Empezaron a caer pieles de armiño, velos y lazos de cinta. Las esposas del bondadoso Ahmed (larga vida…), las Supremas del imperio, reían y bromeaban y se desataban los cinturones incrustados de joyas. Entonces empezaron los comentarios, no siempre elogiosos, acerca de los caftanes demasiado ajustados, las fajas de damasco manchadas y los calzones demasiado anchos. Las sirvientas se apresuraron a recoger las gasas con ribetes, y sobre todo los rubíes, diamantes y demás botones que sujetaban las prendas más íntimas. Que el Misericordioso me perdone, pero confieso que los pechos altivos que vi, los muslos blancos o morenos, los pubis afeitados, los tobillos elegantes que se me descubrieron allí abajo, uno a uno, me trasladaron a épocas muy remotas. Desde los años de mi infancia, desde antes de que me liberaran de mis atributos, no notaba semejante escozor en el vientre.

Entonces llegó el momento más excelso de todos, porque las Supremas se fueron desatando los tocados. Sus domésticas se llevaron plumas de picaza, ramos de flores y diademas de perlas. A medida que desaparecían las gorras de brocado y las borlas, los claveles de topacio y las rosas de rubíes, una legión de cabelleras se descolgó en una tempestad salvaje: rizos rojos, crines áureas, trenzas untadas de aceite… Empecé a repetir «Dios es grande, Dios es grande», e intenté combatir la alarma de los ojos con el entendimiento de los oídos. Las hembras me hicieron el favor de calzarse las sandalias de nácar y fueron desfilando hacia la estancia caldeada. Me cambié a otro observatorio, muy similar al primero, y vi el principio de la representación que yo había preparado con tanto esmero.

Las damas se acostaron en los cojines, contentas de estar fuera de los pasillos y de las pequeñas habitaciones del harén. Algunas odaliscas se bañaron. Las esclavas se sentaron en los escalones de mármol, detrás de sus amas, y se entretuvieron en peinar cabellos. Las mozas del establecimiento trajeron sorbetes de granada y pipas de tabaco, perfumadas con agua de rosas, que distribuyeron entre las damas del Topkapi. Fue entonces cuando mi confidente se levantó, se aclaró la voz y pidió la atención de las Trescientas. Explicó que se había visto en privado conmigo, Quislar Agassi -cosa que las demás ya sabían, porque hay cosas de palacio que no se pueden esconder-, y confió que yo le había revelado algo fabuloso.

- Me dijo nuestro eunuco mayor -anunció- que el célebre Felis el Efendi, ausente desde hace tiempo, ha asesinado al primogénito Murad y ha robado un esqueje de café. Y que todavía está en palacio, porque podría ser investido con los más altos privilegios del imperio.

Se hizo un silencio compacto, sólido, que sólo se podía cortar con un cuchillo afilado. Las odaliscas miraban a aquella joven griega, que todavía no se había acostado con el buen Ahmed (larga vida…), y calculaban sin respirar cómo podía afectar la novedad a sus vidas.

El baño terminó, y yo tuve que levantarme otra vez, y sacudir la pereza de mis ayudantes. Me desplacé a otro mirador, y antes de desfallecer ordené que me llevaran unos pinchos de kebab, una sopa caliente y un café bien cargado. Abajo, las Supremas entraban en la sala tibia. Llevaban toallas bordadas en la cabeza y atadas a la cintura. Buena parte de aquella legión de ninfas se recostaron en los bancos de mármol, cara abajo; abrieron los brazos y cerraron los ojos para que las criadas hicieran su trabajo. Los golpes con la palma de la mano, las friegas y los suspiros resonaron por la bóveda de los baños. Quién fuera una de aquellas manos fuertes y expertas, pensé. Quién pudiera palpar, allanar, fregar, pellizcar y medir aquellas carnes. Llegó el kebab, le di un par de mordiscos, y noté en la garganta el quemor de las especias. «Dios es grande, Dios es grande», murmuré.

Se incorporó Hanna la Hebrea. Era una mujer menuda y de piel tersa, del color del cobre, que llevaba el sol en las venas. Tenía ojos de cierva y las cejas como dos lunas crecientes. Su boca era un rubí, valioso y escarlata, sacado del anillo del magnífico Suleimán. En su más tierna infancia había sido despachada desde las arenas de Arabia, por iniciativa de una familia de orfebres judíos. Como la mayoría de los sefardíes del imperio, era enemiga de gritos y despropósitos: dispensaba una obediencia devota al orden otomano, y aplicaba su ingenio al trabajo industrioso. La favorita infundía un respeto casi universal, lo que era francamente inusitado. Su voz pausada y bondadosa era medicinal para el buen Ahmed (larga vida…), pero también para las Trescientas y para los domésticos del Topkapi. Era una estrella brillante y solitaria, decían, en el revuelto firmamento de Estambul. Las odaliscas, pues, respiraron profundamente y se rindieron, al mismo tiempo, a las friegas medicinales y a las curas de aquella voz gentil.

Que Dios me ampare y me ilumine en el camino que yo, Hanna la Hebrea, he de transitar por esta vida. Que las palabras del profeta sean fuente de inspiración y que vosotras, las Trescientas Supremas del imperio, me comprendáis y me acompañéis en mi andar. Yo os puedo decir -pero sólo el Altísimo es sabio y todopoderoso- que el Felis el Efendi que yo conocí era muy distinto del asesino, ladrón y oportunista que insinúa la griega. Él ya no está aquí, y no espera ningún cargo. ¿Será cierto lo que pregonan, que en el amigo encontramos un espejo para nuestro espíritu? Mi Felis no era un brebaje turbio, ni un elixir del deseo cándido, no era una droga oscura. Devolvía la vida a los que dormían, y desde que se fue lo celebro, porque hacía resplandecer las praderas y las mañanas; y cuando me desvelo lo recuerdo, y convoco el alba a él. Hermanas, el alba a él, el alba a él, que nada nos robó y que tanto nos obsequió.

Nunca había probado, ni volveré a probar, un sabor como el suyo. Entraba brillante y luminoso por la vista; sorprendía con un sabor medio afrutado, medio perfumado, lleno de lavanda y jazmín; y se extendía a la manera de un limón, agudo y mordaz. No lo podría comparar ni con el mejor café de Moca, el de mi tierra natal. Y a la hora de marcharse, hermanas, ¿ cómo os lo diría? Partía ligero y ágil, te abandonaba suave y veloz, como un velo de seda. Y aunque su regusto no se aferraba al paladar, insistente, su recuerdo era demasiado dulce para olvidar. Así era mi Felis, y así lo mostraré ante vosotras. Yo, Hanna de Arabia, no os quiero engañar, y no quiero hablaros del ser que no conocí, del que os ha llegado de boca de rumores. El lo hubiera podido ser, hubiera podido ser astuto y codicioso, o ávido y fogoso, fabuloso como era en su entendimiento. Hubiera podido serlo todo, si lo hubiese querido, pero yo os hablaré de la persona que realmente fue.

Fue él quien me reclamó primero. Concertamos un encuentro en el gran bazar, en la bisutería de un judío, originario de mi país de Saba. Aprovechando una excursión de las Trescientas para venir a estos mismos baños de los Chemberlitas, me deslicé entre el gentío con mi esclava fiel. El joyero me hizo pasar a la trastienda, observada por brazaletes, colgantes y anillos que guardaban el testimonio mudo de muchos encuentros furtivos. Me sirvieron una bandeja de café. A poco llegó él, con la mirada clara y el gesto inquieto, curioso y casi atolondrado del recién llegado. Venía con ojos de princesa, orejas de conejo y una brecha de guerrero en la ceja. Vestía con modestia, cubierto con prendas holgadas y blancas, pero no me pareció un andrajoso. Y, si me lo hubiese parecido, tampoco me habría asustado porque yo, como vosotras, también he tenido una infancia pobre.

En nombre de Dios -dijo, inclinándose. Mostraba respeto a una dama y, al mismo tiempo, se disculpaba por el retraso.

La paz sea con vos -dije para calmarlo, y con la mano abierta lo invité a sentarse, utilizando la forma habitual-. Amigo, alabemos al Señor.

Felis se acomodó en la alfombra. Entonces levantó una taza con las dos manos, la cabeza gacha, y me la acercó. Alargué los dedos para que él, en señal de deferencia, me la entregara.

Si me atreviera, os diría… -entonó su voz blanca, y enrojeció- os diría que Dios guarde estas vuestras manos.

Que el Misericordioso -ensanché el pecho- no me prive del brillo de vuestros ojos.

Entonces hizo un gesto inusual. Acercó su mano abierta y me rozó apenas la cara con los dedos. De arriba abajo, como quien mide a palmos una pieza de arte. Estoy segura de que notó el paréntesis de mi aliento. Inmediatamente asintió con la cabeza, muy despacio, y empezó a abrir su corazón.

Relató que hacía algunos meses que estaba en Estambul, y que la ciudad todavía lo maravillaba. La bien guardada, confesó, era un baúl de sorpresas. Sus calles podían estar sucias y embarradas, pero las casas, de madera ennegrecida, escondían grandes esplendores. La falta de campanas, de gritos y de carros le causaba rareza, con aquel silencio rubricado por el roce de las babuchas. Los soldados jenízaros, bien afeitados y siempre solteros, tatuados hasta las cejas, le parecían temibles, sobre todo desde que vio cómo daban palizas a la gente corriente y cómo volcaban las marmitas antes de sublevarse, cada dos por tres, y subvertir el orden reinante. Los calenderes, aquellos místicos que renunciaban a la vida, le parecían salidos de otro mundo: cuando los veía por la calle, deambulando en cueros, con argollas de palmo y medio colgadas del miembro y el cabello trenzado hasta las rodillas, aún se quedaba helado de admiración.

Se sentía conmovido por la devoción que mostraban los pobladores hacia las flores, los árboles y las bestias de todo tipo. Una gente tan atenta y compañera, incluso con las criaturas menores, no la había encontrado en ninguna parte. Desde luego, en su país no había gente así. Como tampoco había cuerpos que se lavaran cada día, o ropas que se cambiaran cada viernes. Como tampoco había la diversidad de formas, colores y voces que convivían en Estambul. La mayor ciudad de la tierra también era la más rica en gente: una docena de hablas corrientes, cuatro escrituras en los letreros, cuatro calendarios y dos horarios diferentes para medir el paso del tiempo… ¡Y una multitud de creencias, con veinte maneras de orar hermanadas, al fin y al cabo, bajo un mismo Dios! Para él, que había sido cazado como un conejo, que pertenecía a una secta torturada de los cristianos, esta ciudad era una bendición.

Así me hablaba Felis, justo antes de ser investido el Efendi, el docto y maestro, y lo hacía con una mezcla aún torpe de turco poético y vulgar. Yo no quería dejar pasar la ocasión, ignorando si volvería a tener a aquel buen conversador cerca de mí. Le pregunté algo que siempre había despertado mi curiosidad.

¿Es cierto que las damas de la Francia, bajo las faldas, llevan enormes jaulas de hierro? -inquirí-. ¿ Y que sólo los maridos pueden abrirlas?

Es totalmente cierto -sonrió-. Pero pasa igual que aquí, bella Hanna; que las cárceles construidas por los machos acaban siendo armas de mujer.

No estáis utilizando palabras de esposo -apunté-. No las de un esposo otomano.

Bueno, no sé, hablo tal como siento -se limitó a decir.

¿Quién sois de verdad, Felis?

Se encogió de hombros y me regaló con sus ojos de menta, grandes y perdidos. Inmediatamente, hizo el gesto de pensarlo mejor. Se levantó y buscó en los estantes de la trastienda. Cogió un espejito y se reflejó en él, de modo que yo pudiera verlo.

Hoy debo de ser éste, el que llaman Felis. Ayer debía de ser otro, y mañana nadie lo sabe.

Acepté con humor su salida. Y, volviendo a la conversación acerca de los hombres y las mujeres, me manifestó su aprobación por las costumbres de aquí. Decía que nunca había visto mujeres sumisas, sino desunidas de los esposos: con orgullo propio, con haciendas, con sirvientes; mujeres que se podían divorciar, que no veneraban la castidad, mujeres que, si el esposo las quería recuperar, podían probar antes a otro hombre. Mujeres con bienes y poderes, afectas a las letras y a los versos. ¡Mujeres que disponían incluso de su paraíso eterno! Serían esclavas, concubinas o esposas, afirmó, pero siempre serían dueñas.

Quizá sí -observé-, quizá entre las mujeres de rango. Todavía no habéis visto muchas campesinas o criadas, ¿ verdad, amigo?

Me concedió que no y olió su café. A continuación, expuso las razones que lo habían conducido hacia mí. Hacía poco que le habían ofrecido las mejores semillas de café, a cambio de eliminar al pequeño Murad, hijo de la segunda favorita. El primogénito del sultán. El se había echado atrás, espeluznado, y había estado a punto de dar media vuelta y marcharse. Pero entonces había recibido la invitación de entrar en la Sublime Puerta, de ingresar en la corporación de los eunucos blancos, a cambio de nada. ¿De nada? Se había quedado de piedra.

Es un regalo envenenado, ¿verdad? -Abrió los ojos-. ¿Qué puedo hacer?

No os conozco suficientemente, Felis. Id por donde os lleve el Misericordioso, que él sí os conocerá bien.

¿El Misericordioso? No lo sé… Si os referís al Dios de mi padre, debería volver al galope a mi casa y llevar una vida austera -apuntó con una mueca-. Si os referís a vuestro Dios…

Hablo de la voz superior que os alimenta desde dentro. -Le señalé el pecho-. Hablo de vuestro propio Dios.

Me miró con familiaridad, sereno y chispeante. Me obsequiaba, a mí, con sus ojos en los que daba gozo perderse. Entonces me agradeció de todo corazón las orientaciones cuando, ya lo veis, bien poco había hecho por él. Como no decía nada más, fui yo quien le reclamé un segundo encuentro. Para saber cómo acababa el asunto, aclaré. Me lo prometió, y nos despedimos con cortesía y un poco de pesar. ¡Ay!, robles más fuertes había hecho caer Estambul, pensé. Robles mucho más fuertes y mucho más altos. Y aquel adorable Felis, qué queréis que os diga, ofrecía la estampa de un peregrino solitario y expuesto, uno de esos peregrinos que no tienen más compañía que Dios.

Tenía entre las manos una taza de café. Los bobos de mi séquito* me la habían traído casi fría, pero daba igual. Un café era un café. Podía imaginar -imaginar, por lo menos- el calor interior del brebaje cuando me llenaba las visceras. Y cavilar acerca de la importancia de lo que se decía allí abajo. Los dilemas eran de alto vuelo, ciertamente. De entrada, las leyes del harén habían sido desafiadas sin escrúpulos. Según los códigos antiguos, una odalisca sólo tenía una manera de salir del serrallo, que era con los pies por delante, dentro de un hermoso ataúd. Pero lo cierto era que las mujeres acudían a citas secretas, conspiraban y degustaban hombres a espaldas del Gran Señor. Ante él besaban la tierra, le deseaban prosperidad y le decían aquello tan bonito: «Amo, flor de mi corazón, luz de mis ojos, tesoro de mi corazón…» Cuando el rey de la casa de Osmán (larga vida…) se daba la vuelta, le ponían unos cuernos que arañaban las nubes del firmamento. Era la comidilla de Estambul, todo el mundo hablaba de ello, pero escucharlo en vivo en tan notable asamblea era espantoso. Se tendría que poner fin a aquel desenfreno, una enfermedad más de las que castigaban al imperio.

Por otro lado, y esto lo meditaba mientras mis dedos jugaban con la taza vacía, la incuria con que se trataba la planta del café era un escándalo. Un forastero, que nadie sabía ni quién era ni de dónde venía realmente, se había infiltrado en palacio y había podido minar la gran riqueza de los otomanos. Le habían ofrecido grano joven, favores y fórmulas secretas que ninguna de las potencias cristianas, en las capitulaciones de los últimos años, se habría atrevido a reclamar. Daba igual si Felis el Efendi era de verdad un agente extranjero o no; el caso es que cualquier recién llegado, si era suficientemente diestro, podía reventar nuestros mercados de un día a otro. Sólo tenía que aguzar el oído y saber beneficiarse de las envidias entre las Trescientas Supremas. Saber abusar de un hecho grave, pero tan corriente e inevitable como era la muerte de un bebé, un primogénito eliminado, a raíz de disputas ordinarias, en las entrañas del Topkapi.

Dejé la taza en el suelo. Hanna la Hebrea había interrumpido su confesión y se había sentado. La toalla le había resbalado hasta los pies y le cubría las sandalias de nácar. Una esclava robusta le apretaba los hombros, a la manera del escultor que modela una figura. Los pechos, erectos y firmes como dos granadas gemelas, le temblaban a cada embate. La favorita reclamó más aceite; fue untada de arriba abajo, con especial dedicación entre los dedos de los pies y de las manos, y en las ingles. Ya sabéis, magnífico visir, que los pliegues de una mujer se deben frotar y suavizar, porque son las formas más buscadas de su figura. Hanna retomó el hilo de la historia, todavía sentada, y su timbre pausado resonó en la bóveda de los Chemberlitas.

Felis ingresó en palacio y yo, hermanas, me sentí muy reconfortada. No me hacía ilusiones de verlo a menudo, rigurosas como son las normas del serrallo, pero podía figurármelo allí cerca, pasado el muro de los saludos. Casi notaba su aliento y su mirada atenta. Con la ayuda de los sirvientes combiné algunos encuentros más, siempre demasiado breves y demasiado infrecuentes, siempre llenos de anhelo y de alegría. Él me narró su vida, en una historia acida y agreste, una historia que imprimía temple a una persona tan bondadosa como él.

Había nacido en una familia de la Francia, y había visto morir a mucha gente por motivos de creencia. De muy pequeño había perdido a su madre: un ser inocente, un espectro angelical que le producía tristeza por la condición femenina. Sólo le había quedado el padre, un atolondrado con quien había huido a Inglaterra, soportando infortunios de difícil memoria. Felis había intentado recobrarse de los golpes -la herida en la ceja, entre otros-, pero su padre, que era un hombre hosco que llenaba la vida de prohibiciones, no había hecho otro tanto. Felis había cultivado el gusto por la tentación, naturalmente, pero sin dejar de ser hijo de su padre. Tenía sus mismas orejas puntiagudas, y también su pavor por el descubrimiento, que tanto podía acabar en pecado como en decepción. Una buena mañana había salido a pasear por la ciudad de Londres, interesado por el café: había oído hablar mucho de la bebida de boca de su tío, un tal Prudence, y quería olerlo en régimen de libertad. Ni siquiera llegó a probarlo nunca, pero su padre lo trató de hereje y cosas peores. Y si hasta aquel día jamás había pensado en viajar, a partir de entonces empezó a comprender que le convenía marcharse bien lejos.

Y lo hiciste, claro.

Bueno, no exactamente -apuntó-. Lo hice cuando mi padre hubo muerto.

Esperaste para no darle un disgusto.

Supongo. -Se rascó los puños-. De hecho, no sabría decírtelo. Sí, tal vez en parte… Pero creo que fue al revés. Hasta que murió, no me sentí forzado a irme.

¿Te sentiste forzado? -pregunté, y me dio la sensación de que el sufrimiento le hacía desviar la mirada-. ¿ Qué quieres decir? ¿No era la liberación lo que buscabas?

He oído decir que la libertad, a menudo, no es más que una palabra. Debe de ser cierto: una palabra que sirve para los que ya no tienen nada que perder.

Era evidente que a Felis nunca le habían enseñado a usar aquella palabra. La pérdida de su padre lo obligó a utilizarla, e incluso entonces no fue fácil. Quería mucho a su padre, quizá como se quiere el sol, que puede quemar pero que es fuente y custodio de la vida. ¿ Os imagináis un sol enfermo? Pues eso es lo que le pasó a Felis. Durante unos meses, el chico veló por su sol, su padre y único astro conocido: fue observando el cancro que le trepaba desde la pierna hasta el cuello, y casi lo sintió en su interior. A cambio recibió alguna palabra amable, muchas reprobaciones y un montón de profecías apocalípticas. Y un mal día, de repente, el sol quedó borrado. El chico se quedó huérfano en todos los sentidos, sin astro, sin normas, sin las barreras conocidas. Le costó Dios y ayuda digerir su libertad.

Su padre no había podido salir de un mundo torturado y miserable, ni en el momento de morir. Pero él sí, al fin había cargado con todo el peso del pasado y se había embarcado, dispuesto a surcar las aguas a la búsqueda de la paz y del buen saber, que era tanto como decir a la búsqueda de su propia persona. Como la guerra lo perseguía por media Europa, había llegado a Ragusa, donde se había enrolado al servicio del duque. No como un eunuco rapiñador, sino como un viajero que buscaba las fragancias del mundo. Y, de allí, había saltado a nuestra casa. Las inquisiciones que había hecho acerca del café, sus visitas a cónsules y mercaderes, estaban movidas por el ansia de conocimiento. El poder lo había confundido con otra cosa. No era un agente al servicio de nadie, no era un buscador de fortunas, ni podía serlo, porque era una alma solitaria.

¿ Quién me podría prestar sus ojos para llorar? -me confesó un día-. Nadie, Hanna, nadie. Nunca podrás alquilar los lamentos de otro, ni las sonrisas, ni las esperanzas. Estamos solos, amiga.

Por fuerza tenía que estar de acuerdo con él. Tenía una profunda sensibilidad, era cultivado como pocos, y no me extraña que pronto lo nombrasen el Efendi, el docto o el maestro. Absorbía nuestra habla, y también nuestra alma, como si le fuera la vida en ello. Le recité los versos del poeta Abu Nouas, consuelo de los espíritus errantes:

«La gente rica tiene enemigos ardientes -canté- en los tesoros vestidos de amigos;…la gente rica en héroes no tiene nada, en los tesoros vestidos de huesos; …y los demás no somos más que muertos vivientes, nacidos de vivientes muertos.»

Se sintió conmovido, y me rozó la frente con los labios. Todavía llevo aquel beso estampado en el rostro; aquel sello candoroso y al mismo tiempo impúdico, más abrasador que la carne de un hombre cuando se adentra en la piel de una mujer.

Las mejores empresas, ya lo dice el Profeta, son las que avanzan con ponderación. Entre Felis y yo no había prisa, porque había entendimiento; y había entendimiento, porque no había prisa. Teníamos sed el uno del otro, claro, pero preferíamos no romper la búsqueda con un trato comercial o con un contrato carnal. Como si no quisiésemos llegar al final, ¿me entendéis? Como si el camino fuera lo más valioso, y el final lo más temido entre nosotros. ¿ Que si unimos nuestros cuerpos alguna vez, preguntáis? ¿Es todo lo que queréis saber, hermanas? Bueno, os puedo decir que no, no lo hicimos. No era necesario, porque entre dos almas hay uno y mil placeres escondidos, que la anexión de un hombre y una mujer pueden ahogar. Y porque Felis el Efendi, que en realidad no era un eunuco, pues él tampoco… Pero venid, acercaos, si tenéis que escucharme

Afiné la vista, y observé que las Trescientas se levantaban y se congregaban alrededor de la menuda Hanna. Agucé más aún la vista y, entre aquel roce de pieles desnudas, de toallas impecables y de cabellos perfumados, no pude distinguir a mi confidente. Maldecía sus huesos e imaginaba cien castigos para ella, la joven griega que me había fallado en el momento más delicado. Me perdí el cuchicheo de la tercera favorita, y sólo capté la exclamación de sorpresa que se alzaba de las reunidas, seguida de risas y un lento regreso hacia las posiciones del masaje. Después supe que mi espía había aprovechado aquel momento, precisamente aquel corto instante, para ir al excusado. Ya pasaré cuentas con ella, por inepta y por desobediente. El caso es que tengo que disculparme ante vuestra eminencia, visir Chorlulu, por este vacío que aparece en mi crónica, por otro lado bien esmerada y fiel a la verdad de lo que allí sucedió. Y ahora, os lo ruego, consentid que vaya cerrando el relato de Hanna la Hebrea.

Quizá diréis que soy una crédula, que transito por un mundo de sueños y delirios. ¿Pero sabéis qué le pasó al soñador de Bagdad? ¿Conocéis el cuento? ¿No? Pues escuchad, hermanas, escuchad, que de él se puede sacar más de una lección. Erase una vez, en la célebre ciudad de la paz, un pobre zapatero que tuvo una aparición: un genio irrumpió en sus sueños, y le recomendó que viajara hasta El Cairo, donde encontraría la fortuna. Lo hizo, y sólo encontró veinte y ciento porrazos de manos de unos malhechores. Un buen mercader lo recogió y le aseguró que había obrado como un tonto, que no volviese a creer nunca más en los sueños. Asimismo, el cairota le confesó que a menudo tenía sueños y que en uno de ellos aparecía un patio con una palmera torcida, donde se suponía que se ocultaba un gran tesoro. El pobre zapatero regresó a Bagdad, y al llegar a casa vio su palmera torcida, la de toda la vida. Revolvió la tierra y ¿sabéis qué? Pues encontró un gran tesoro.

Si habéis puesto atención, hermanas, veréis que con frecuencia los sueños nos iluminan si sabemos leerlos correctamente. Yo misma, como el pobre zapatero, había escuchado las voces que hablaban de un sueño, y lo había buscado. El enigmático Felis el Efendi fue nuestro sueño, pero el poder y yo no lo leímos igual. Porque él no era un tesoro en piezas de oro ni en ansias conspiradoras, él era un tesoro de los que hacen que una vuelva a casa y descubra lo que siempre había escondido en su propio patio. Confieso que, en algún momento, vi en mi Felis la alegría final: presumí que el día de mañana quizá compartiríamos nuestras vidas, sin candados ni cautiverios. No habría sido la primera vez que una concubina del serrallo se aparejaba con un paje o un eunuco, y que vivían felices hasta que los visitaba la sombra que borra penas y amistades. Pero no: pronto comprendí que a mí me correspondía permanecer aquí, donde hasta las moscas callan ante la autoridad, y hablar. En cuanto a Felis, supe que la riqueza del peregrino solitario era su andar, y que se podía disfrutar de su paso, pero nunca de su destino.

La utilización de nuestro famoso visitante no aportaba ninguna satisfacción. Él no era un mercader, no servía para los negocios. No era un verdugo, ni de lejos, y el poder lo pudo comprobar: cuando lo llamó -porque finalmente lo hizo- y le pidió que asfixiara al pequeño Murad, él huyó espantado y me vino a ver. No perseguía el bienestar ni la fortuna, y proponerle un trato con la semilla del café era lo más absurdo que se podía hacer. Otra cosa es que ahora le quisieran cargar el bulto, y que me hagan hablar con la burda ficción de su promoción al visirato.

¿Y Murad, entonces? ¿Quién había matado al pequeño?, preguntaréis. Os puedo decir, con total certeza, que no fue mi Felis. Él era incapaz de hacerlo. Pero preguntad, hermanas, preguntad, y tal vez ya no podréis mirar a los ojos a nuestro Quislar Agassi, o incluso a nuestro gran visir Chorlulu Pachá. Mirad, mirad hacia arriba, y entre nosotras y el cielo veréis a los culpables. Pero no miréis a mi Felis, que se marchó, a la hora de la verdad, para huir del ahogo. Su camino desembocaba, entre las cuatro paredes del Topkapi, en el abismo. Lo habían atrapado en un nido de rumores y malicias insalvables, y él giró por el primer desvío que le permitía caminar. ¿Que está aquí en Estambul? ¿Que será el próximo visir? Lo dudo, lo dudo muy francamente, damas del harén. Él no era un ser, os lo digo yo, que quisiera vivir en un mar de podredumbre.

La noche antes de su partida, todavía pude verlo. Preparaba su huida en ocasión de un desfile imperial, de los que se estilan en esta era de los Tulipanes, y esperaba ampararse en la confusión. La procesión reunía a los dignatarios de palacio, adornados con plumajes y sedas coloreadas, y al pueblo raso, que irrumpía en masa en el patio exterior del Topkapi. Los pasillos del serrallo estaban prácticamente vacíos. Cuando apareció en mi habitación, se oyó un clamor exterior: la sombra del gran señor (larga vida…) debía de insinuarse detrás de la celosía de la Ventana Peligrosa. Felis el Efendi hizo caso omiso del barullo y se me acercó a acariciarme los dedos.

- ¿Sabes por qué he venido? -preguntó.

Lo sé, hermano. Vienes a despedirte, ¿verdad? -apretó sus labios finos, pero no respondió-. Y bien, ¿hacia dónde piensas ir?

Primero se encogió, y después aflojó la mano. Ya lo sabía, protestó. Habíamos hablado de ello una y mil veces. Se marcharía hacia mi tierra natal, hacia la Arabia feliz de mi infancia que yo le había descrito, en muchas ocasiones, con pesar. Se iría suave y veloz, una gacela ágil y silente, tras la búsqueda de su camino. Encontraría la ruta de Moca y subiría a las verdes montañas donde se cultivaba, desde tiempos remotos, la semilla del café. Seguiría el rastro de aquel arbusto aromático del cual ni siquiera conocía el sabor.

- Felis, ¿me permites preguntarte una última cosa?

- Lo que quieras -dijo, y aguzó sus orejas de cristal.

- ¿Qué tienes en contra del café? -Me detuve para corregir la expresión-. Quiero decir, ¿qué tienes contra la degustación? ¿Del café, o de lo que sea?

- Mi padre…

Un griterío, que venía de fuera, atravesó los muros de palacio. Serían los derviches y los espontáneos del festival, que juraban morir por su amo y señor (larga vida…). La multitud adora números similares, como sabéis. Cuando salen los hombres semidesnudos, bañados en sangre, con flechas atravesadas en las mejillas y en las orejas, la chusma enloquece. Y cuando empiezan a abrirse los brazos con cuchillas, y hacen lo imposible para salpicar al imán, a la madre o ala amante, explota el delirio. Pues, como os decía, el escándalo subió de tono, y Felis tuvo que rozarme la oreja para hacerse oír.

- … mi padre solía decir, Hanna, que el placer mata el alma. Pero yo pienso diferente. Cuando mi vida -gritó un poco más-… cuando mi destino cambió, en el puerto de La Rochelle, creo que desvié mis convicciones de las de él.

- No me harás creer que abrazaste los placeres terrenales…

- No lo diría de este modo -me interrumpió-. ¿Cómo te lo explicaría? De hecho, era un niño, y yo mismo ignoraba que algo se invertía en mi interior. Pero la decisión debía de estar ya tomada, y ahora lo veo más claro. Porque, desde aquella hora fundamental, escogí oler en vez de consumar.

- ¿Es el final lo que te causa pavor?

- Pues en parte, amiga, porque el hallazgo entierra el espíritu. El final lo mata todo. La búsqueda del gusto, en cambio -se me acercó un poco más-, edifica el espíritu. Así lo creo. La búsqueda, no el hallazgo.

Le recorrí la cicatriz de la frente con el dedo. Poco me faltó para suplicarle que se detuviera, que no buscara más, que había llegado al final del camino. Que no se expusiera a más bastonazos y sacrificios. Y de verdad pienso que, si se lo hubiese rogado, no habría alzado el vuelo. Mirad lo que os digo, lo creo en el alma. Pero no podía hacerlo, porque yo también había llegado a amar su búsqueda.

¿Y si algún día llegas a encontrar lo que persigues? ¿Si encuentras a la persona con quien te quieres fundir"? ¿Si descubres el Elixir del Buen Saber, y no puedes resistir tragártelo de un sorbo?-No lo sé, Hanna, ese día aún no ha llegado.

Me olió la nuca. Quería oler, y por nada del mundo se resignaba a deshacer el hechizo de la fragancia. El amor, sospechaba él, se echaba a perder con roces y sudores. El dinero no valía nada cuando se contaba entre las manos. El café corriente dejaba de ser una fantasía cuando pasaba por la lengua. Porque Felis el Efendi entendía que, de todas las sensaciones, la más preciada, la más refinada, la más deleitable, era la que de entrada no se satisfacía. Me pasó los dedos por la cara, de arriba abajo, como lo había hecho la primera vez. Sin tocarme nada, apenas rozando los vapores de la piel. Entonces me dio un soplido en la nuca y se fue para siempre.

Ésta es mi narración, queridas Trescientas, hermanas Supremas de la tierra otomana. Tal como lo viví, os lo he contado. Diréis que soy tonta, compañera del error, obra maestra del candor; tal vez lo sea. Pero aunque acabe errando desnuda por el desierto, como el admirado poeta, aunque me visite la Muerte, exterminadora de miradas, ya no puedo escuchar las voces llanas y mundanas. He conocido la mejor de las almas, y si es necesario subiré a La Meca para gritar, y llamaré a Felis desde el lugar más santo de la tierra. Lo haré, os lo juro ante el cielo. Subiré encima de la piedra sagrada y gritaré su nombre, lo gritaré una y mil veces, hasta que no quede nadie por oírme. Y no os confundáis: no lo haré por inocencia, ni por honrar la verdad. Lo haré para honrar el nombre de un amigo.

En él se unían la forma y el sentir, la curva del compañero y el hábito del inquieto. Y proclamo, delante de quien quiera escucharlo, mi mayor amor por él. Yo tenía un hermano, sí, leal como nadie. Vibraba con la tierra, sí, tierno y atento, vibraba con el sueño y vibraba con el aroma. Cuando me desvelo cada día, lo recuerdo y convoco el alba a él. Hermanas, el alba a él, el alba a él, que nada me robó y tanto me obsequió. El alba a él, que tuvo que marcharse. ¿Quién hizo que se marchara, suave y veloz como un velo de seda? ¡Ay, tiempo maduro!, ¡ay, días de sangre y de tulipanes!… ¡Ay, Trescientas que me escucháis!, ¡ay, Estambul la bien guardada!, ¿qué os he hecho, pobre de mí, si antes de haberlo comprendido ya me lo habíais quitado?

Nada turbó las últimas voces de Hanna la Hebrea, que resonaron en la cúpula de los baños hasta que se extinguieron por completo. Confieso que estaba tan cautivado como las Trescientas, transportado por las evocaciones de la favorita. Quizá sí, quizá aquel Felis el Efendi era el amigo franco y libre, de naturaleza recta y bondadosa, que había desaparecido bajo un cielo de nobleza. No lo discuto. Pero, a medida que las Supremas iban desfilando hacia los vestuarios, a medida que la sala tibia se quedaba vacía y la brisa helada del atardecer me despabilaba, recobré mi deber. Me incorporé y, mientras regresaba al Topkapi y me crujían todos los huesos, la mente se me aclaraba. Yo era un oficial de los otomanos, tenía una misión concreta, y debía mantener la cabeza fría. Como vos, magnífico visir, soy un viajero con prisa; y sé que algún día, como vos, estaré tumbado en la fosa. La vida nos quemará más deprisa de lo que quisiéramos, y antes de la hora nefasta tendremos que haber terminado nuestro turno.

Lo que Dios ha ordenado, tendrá que suceder, es muy cierto; y lo que Él ha escrito, ninguna mano de mortal podrá borrar. Yo no soy nadie, sólo soy un humilde servidor de la casa de Osmán, y no tengo ningún derecho a alterar el destino. Debo hacer cumplir las leyes de Dios y del sultán (larga vida…). No anhelo los honores de la Sublime Puerta, que por otro lado pueden ser mortales en más de un sentido. Me limito a cumplir mis obligaciones, y una de ellas, como Quislar Agassi que soy, es administrar la vida y la muerte entre los domésticos del harén. Pues bien, sabed que los esclavos, las criadas y los castrados que han tomado parte en esta trama serán exterminados. Ya os lo digo ahora. No puede ser que los mensajes y las odaliscas en persona entren y salgan del harén, con total impunidad, como si de un bazar se tratara. También dispondré de la confidente inútil, la joven odalisca griega que no acertó a cumplir la función encomendada.

En relación con el llamado Felis el Efendi, mal puedo obrar, y lo único que me atrevo a recomendar es que se dicte un decreto de busca y captura. Aunque, si de verdad ha huido fuera de nuestra jurisdicción, no nos podemos hacer demasiadas ilusiones. Como bien sabéis, los extremos de Arabia ya no forman parte de nuestro justo gobierno, y desde hace unos cuantos años han caído en la barbarie de las tribus indígenas. Además, no sabría deciros exactamente si el tal Felis era realmente un agente de las potencias forasteras, si era un castrado o afeminado o qué. Las confesiones no me aclaran nada, como tampoco nos iluminan sobre el particular más grave: es decir, si el personaje se apropió de semillas o esquejes de café. Tengo mis reservas al respecto; pero, a tenor de las disparidades anotadas, me inclino a pensar que Felis el Efendi no era ningún maquinador, sino más bien un loco, con la cabeza llena de pájaros. Si algún día llegamos a cogerlo, los eunucos blancos le tendrían que aplicar justicia; y, si no lo detenemos, tendremos un loco menos en el reino. Que Dios lo maldiga y lo mantenga bien alejado de nuestro camino.

Las favoritas son otra cosa, son prerrogativa del sultán, y aquí pido vuestra intercesión ante el buen Ahmed (larga vida…). Beso la tierra a vuestros pies y os aseguro, en lo que respecta a la dama principal, que no haré más que escuchar y obedecer. Ahora bien, creo que tendríamos que someter mi testimonio al Diván y, naturalmente, a la gracia del príncipe guerrero de la fe, nuestro gran sultán (larga vida…). Las conductas, los actos y las palabras de la primera odalisca son gravísimos, y ponen en peligro la concordia de nuestro universo. No querría examinar al buen Ahmed (larga vida…), y de ninguna manera descubrirle debilidades, pero me atrevo a afirmar que nuestra misión como servidores pasa por ceñir, en la medida de lo que convenga, su infinita bondad. Me permito recordar que, antes de acceder al trono, pasó catorce años en la jaula dorada, divorciado de las maldades humanas. El bien y el mal son una pareja fiel, no siempre fácil de separar. Temo que nuestro excelso soberano (larga vida…), empujado por el afecto que dispensa a las favoritas, podría acabar cediendo a la tentación de la clemencia. Y cuando la casa del sultán no puede ser justa, entonces ya lo sabéis, se debe ajusticiar.

Mi modesta posición es que tenemos que ayudar al sultán (larga vida…) a restablecer el equilibrio reinante. Lo que es del dueño le está negado a su sirviente, y nadie puede perturbar el orden del serrallo, que es el corazón de nuestro imperio. Desde luego, siempre causa pesar sentenciar a una hija del harén; y las implicadas en esta historia son damas de mucha belleza, maestras del saber, educadas en la recitación, además de la danza y el canto. Pero estaréis de acuerdo conmigo en que es necesario impartir castigos, aunque nos pese a todos. Yo no sería partidario de cerrar los baños, ni de prohibir su acceso a las concubinas; ya habéis visto que, en este caso, nos han hecho un estimable favor. Me inclinaría aún menos por clausurar los cafés o las tabernas, como se había hecho antiguamente, a instancias de los imanes o los mullás. Nos enfrentaríamos a tumultos inoportunos y, digámoslo claro, a una rebaja drástica de los tributos.

Sospecho que tendremos que zarandear el harén de arriba abajo, acabar con todo y volver a empezar. No puedo estar seguro de qué falsedades y qué verdades se pronunciaron bajo la bóveda de los Chemberlitas, pero tendremos que asegurar el escarmiento. Nos veremos forzados a invitar a Hanna a hacer las últimas plegarias, tomar la última taza y abandonar este siglo. Yo mismo tendré que convocar a los bostancios, los jardineros de palacio, con sus hierros candentes, sus dagas y sus cordeles de seda. Antes de nada, ordenarán a los loros, los leones y los osos del jardín que den bramidos, para ahogar de este modo las lamentaciones más estridentes. Inmediatamente después, marcarán la frente de la condenada con la marca de los mentirosos. A continuación, los verdugos rodearán el precioso cuello de la víctima con un lazo rojo, y lo tensarán hasta que Dios, y sólo Dios, se pueda apiadar de su alma.

Tendremos que desplegar el ceremonial de Estado, por supuesto. La justicia tendrá que difundir el ejemplo, con generosa ostentación, entre el pueblo. La procesión tendrá que ocupar la explanada pública, a modo de un bosque de tulipanes. Jenízaros, cipayos y bostancios llenarán el espacio con sombreros, turbantes y plumas de colores. Comparecerá el buen Ahmed (larga vida…) sobre un corcel adornado con joyas, el manto verde y pieles de zorro de Moscovia; todo el mundo agachará la cabeza en señal de reverencia. Detrás, desfilaréis vos y el gran muftí, custodiando los báculos y los cojines con la cafetera de oro y la cafetera de plata y forro de marta. Mis eunucos portadores exhibirán la cabeza de Hanna la Hebrea. Ensartarán la cabeza en la punta de la reja de palacio, y allí se quedará hasta el día en que los propios cuervos ya no la quieran.

Podéis llegar a disponer, según vuestro sabio criterio, que en la procesión se echará en falta la cabeza ensangrentada de un oficial destacado: el de este vuestro leal servidor. Tal vez, lo reconozco, no hice bien en confiar en un estúpido para los más altos servicios. Con Felis quizá me equivoqué. No tengo capacidad ni rango para disputar tan alta deliberación, honorable visir de la casa de Osmán, y si es necesario me someteré a vuestro noble juicio. Cuando me llegue la hora del último café, seré vuestro esclavo y me limitaré a beber, escuchar y obedecer.

Únicamente indicaré, por si lo consideráis oportuno, que ponderéis la conveniencia de mi desaparición. Estoy seguro de que, con vuestra admirable perspicacia, comprenderéis que las incriminaciones de esta crónica pueden salpicar el borde de vuestras vestiduras. Y me dolería enormemente que, de hacerse público este testimonio, vos sufrierais los efectos. Todavía os considerarían responsable de la desgraciada muerte del pequeño Murad que, como sabéis, era la niña de los ojos de su majestad (larga vida…). Sería lamentable que, estando yo fuera de la tierra, alguien pretendiera sacar este oficio de los archivos palatinos. Vuestro ilustre nombre, admirado Chorlulu Alí Pachá, se vería injustamente perjudicado. Me atrevo a aventurar que tal vez fuera más adecuado, para vos y para el destino de los otomanos, que me ofrecieseis el pañuelo blanco del olvido y de la magnanimidad.

Y ahora gloria y alabanzas a El, que está sentado en el trono más allá de las mudanzas del tiempo; El que todo lo cambia y que no cambia nada; Él, modelo de toda perfección. Y gracia y paz a su mensajero escogido, el príncipe de los apóstoles, nuestro amo Mahoma, a quien rogamos por un auspicioso final. Sólo hay ayuda en Dios y en su Profeta.