NEGRERÍA

Él era un forastero, y tenía que saludar como saludan los forasteros. «Buenos días -tenía que decirme-. Venía de la muerte, pero te he encontrado y vuelvo a estar vivo.» Pero no lo hizo, no, porque él no sabía nada de nada. Y porque el pobre estaba tumbado inconsciente a los pies de la acacia hueca. Por eso no me saludó como era debido, porque dormía el sueño del cansancio, allí bajo el árbol antiguo. Y estoy seguro de que si lo hubiera encontrado despierto tampoco lo habría hecho bien, porque ya se veía que no tenía ni idea de las cosas importantes.

Lo arrastré lejos de la acacia, porque todo el mundo sabe lo peligrosa que es. Él no sabía que la acacia era así, porque conocía muy pocas verdades del mundo. Yo sí lo sabía. Por lo tanto tiré de él por los pies y lo dejé más abajo. ¿Cómo se le había ocurrido resguardarse en el árbol agujereado? No se podía comprender tal imprudencia. Aquel árbol es el que sirve a la serpiente, al monstruo devorador e inmortal, para trepar hacia las estrellas. Incluso el niño más pequeño entiende que, cuando la serpiente sale del río cada noche, se mete dentro del árbol y sube, cada vez más arriba, para ir a zamparse las estrellas del firmamento. No es un buen árbol, pues, aquella acacia peligrosa. Más vale no acercarse a ella. O sea que saqué al extranjero de allí y pensé que aquel hombre tan insensato me daría mucho trabajo.

Le hice el signo de la paz, que es un gesto, éste sí, que todos comprenden. Tiré el bastón a sus pies, le besé la mano y vi que abría los ojos. ¡Qué ojos, caramba, que ojos más grandes tenía, y cómo le habían huido los colores! Creo que la serpiente había chupado aquellos ojos, y sólo había dejado el azul desnudo del cielo, como pasa con el gran lago, que no tiene más color que el del cielo. Pues eso: le ofrecí un manojo de hierba arrancada, que es lo que se debe hacer siempre, y él no dijo nada, sólo me miró con sus ojos de pájaro. Así que le alargué el pan de banana y la calabaza llena de leche. Entonces sí, entonces se animó, se incorporó un poco y me dijo no sé qué. Y comió con mucha hambre, para hacerme ver que no era ningún espíritu maligno, de los que no comen ni beben ni duermen jamás.

- Esto es tu casa -le dije bien claro.

Con mis palabras, se lo decía bien claro. Que no me daba ningún miedo y que no me parecía ninguna ánima malvada. Estas cosas se dicen así. Pero él continuó comiendo, como si nada. Por eso volví a hablar, porque yo temía que no acababa de entenderme. Yo sabía de sobra, le expliqué, que él era un flamenco solitario, disfrazado de persona. Cualquiera podía adivinar que había caído del cielo y que lo habían disfrazado de hombre. La gente del libro lo había tenido en su país y lo había disfrazado de hombre del libro, aquello era una gran verdad. Llevaba una túnica blanca, pero no se la podía quitar: si se la quitaba, se le veía demasiado la piel rosada y las piernas débiles, y quizá alguna pluma de flamenco, que es lo que era. Así que llevaba una cruz en el cuello, como si fuera uno más de los que creen en el libro. Pero no era como los demás hombres del libro, que son hienas: él era inofensivo. Él era el hijo del viento, un flamenco solitario.

La gente del libro está hecha de otra pasta, eso es un hecho. Una vez mi padre fue a aquel lugar, allá donde vive la gente del libro. Fue a aquel lugar desde aquí, nuestra tierra de Kaffá, y allá lo cogieron y lo ataron. Lo ataron y lo llevaron a la cabaña de las cagadas, la cabaña donde estuvo atado y encerrado, donde llenaba el suelo de cagadas y también de meados. Lo tuvieron mucho tiempo, allí encerrado. Por suerte, él es un zorro, y se escapó de la gente del libro, que son hienas. Cuando aquella gente, las hienas, se lo querían comer, él dijo que de acuerdo, pero con una condición. Les dijo que quería ver si era verdad que podían tragarse una bola de grasa y betún, y ellos, las hienas, dijeron que sí. Entonces lo hicieron y mi padre, el zorro, les lanzó una antorcha ardiente a la boca. La gente del libro ardió, uno a uno, y se quemaron hasta morir. Entonces mi padre regresó con nuestra gente, y hoy aún vive feliz en la tierra de Kaffá entre ríos, valles y montañas. Por suerte, se salvó de la casa de las cagadas.

Son ánimas malas, la gente del libro. Se creen muy listos. Hace mucho tiempo, cuando nosotros éramos zorros de verdad, ellos eran hienas de verdad. Nosotros guardábamos dos libros, en un cobertizo que vigilábamos noche y día, y gracias a los libros sabíamos qué pasaría al día siguiente. Una noche, los centinelas se quedaron dormidos, y las hienas entraron, se llevaron los libros y se marcharon. Como los dos libros pesaban mucho, dejaron uno por el camino, y éste se lo comió una de nuestras vacas. Ahora, cuando queremos adivinar el futuro, tenemos que abrir una vaca y leerle las entrañas, porque ya no tenemos ningún libro. Y a las hienas que ahora son gente no les hace falta descuartizar ninguna vaca, porque ellos tienen el libro que se llevaron. Por eso se creen muy listos, y llevan cruces en el cuello, como si las cruces los convirtieran en buenas personas.

Ahora las hienas todavía nos roban, se nos llevan y nos matan; pero, claro, no nos pueden coger el libro, porque ya no lo tenemos. Ahora lo tienen ellos, por eso se llaman la gente del libro. Ahora se llevan a nuestra gente y también la planta de la luz, que los vuelve locos. No la saben usar ni comer ni cocer bien, no distinguen las mejores de las peores, no tienen ni una ley para utilizarla, y a pesar de todo la recogen a montones. Por fortuna, cuando cogen demasiada, las montañas nos ayudan, porque las montañas también son espíritus de nuestra tierra de Kaffá. Y así es como, cuando la gente del libro pasa por el desfiladero, cargados con plantas de la luz, las montañas amigas los atrapan y los parten en trozos, los muerden y los aplastan. Por eso nunca vacían el país de plantas, y siempre tenemos en abundancia.

- Tú no te preocupes -aseguré al forastero-; enseguida me he percatado de que no eres como ellos, que tú no eres uno de ellos.

No podía ser un hombre del libro, aunque llevara la cruz y la ropa blanca, porque estaba claro que no era ninguna hiena, sino un flamenco solitario. ¿Que cómo lo sabía? Bueno, ¿acaso podía ser un hombre del libro, si abría tanto los ojos? No, no podía serlo. ¿Podía ser una hiena, con aquella piel tan descolorida? No, no podía serlo. Él era blanco como la leche, o más bien tirando a rosadito, y no negro como nuestra arcilla. Él venía de lejos; de tan lejos, que había venido volando por el cielo; y aún llevaba el color del cielo en los ojos, claro. Él era el hijo del viento, y yo le expliqué su historia, por si empezaba a recordar las cosas importantes.

- Tú eres el hijo del viento -anuncié, y soplé muy fuerte cuando pronunciaba las palabras, porque así él podía entender lo que le decía, aunque no entendiera mis palabras. Puso una cara extraña.

El hijo del viento, soplé; el hijo del viento. Acompañé lo que le decía con gestos, de manera que nada se le podía escapar. Le dije que, tiempo atrás, el era un pequeño flamenco solitario, que estaba jugando de pie cuando pasó el viento y lo tiró. Cayó de cabeza contra una piedra, y eso explicaba la cicatriz que tenía en la ceja, recuerdo de aquella caída. Entonces el viento, que era su padre, volvió a pasar y lo empujó hacia el cielo. Él voló y viajó de cueva en cueva, donde dormía, y sólo salía para comer gusanos. Pero un buen día se cansó de tanto comer gusanos y de los empujones de su padre; entonces se disfrazó de persona. Pero le quedaba el azul de sus ojos y aquellas orejas finas, largas y puntiagudas, que antes eran las alas que desplegaba para volar. Su historia era aquélla, y no otra, y la llevaba escrita en el cuerpo.

- ¿Cómo te llamas? -le pregunté-. Allá de donde vienes, ¿cómo te llaman? Hijo del viento -insistí-. Tú ¿cómo lo dirías, eso? A mí me llaman Tonyo; Tonyo me llaman. ¿Y a ti?

- Feli Dafo -dijo suspirando, o algo así.

- De acuerdo.

Poco importa su nombre, porque él era quien era y no recordaba casi nada. Él era un forastero, un extranjero de verdad, como no había visto nunca en mi país. Y los extranjeros, ya se sabe, no tienen ni sexo, ni edad, ni parentesco, ni clan. ¿Cómo iba a tener un nombre, un nombre como Dios manda?, ¿un nombre como tengo yo, que todos conocen, que cuando alguien lo pronuncia también pronuncia toda una vida? Yo soy Tonyo, y con ello está todo dicho: soy un pastor de la tierra de Kaffá, que paseo mi rebaño de cabras. Mi familia es conocida, y pertenece a la nación de los Gamo, de los que antes eran zorros. He visto doce estaciones de lluvias, una cada año, y eso quiere decir que pronto tendré mis tatuajes. Me harán incisiones en las mejillas, me pintarán el cuerpo; ya no iré desnudo de pies a cabeza, porque me dibujarán un hocico en la nariz, y mi pene llevará una funda de piel. Pasaré mi ritual de iniciación, me convertiré en un hombre, formaré un hogar y levantaré una lanza. Pero a él… ¿A él de qué le servía un nombre, si no podía recordar ni quién era?

El nombre de Feli Dafo era tan inútil, o tan útil, como cualquier otro nombre. Por eso decidí que usaría aquellas dos palabras, y me ocupé de hacérselo saber. Él no se mostró contento, pero tampoco descontento. Me miró un rato, y después se tumbó, como algún día nos tumbaremos todos para morir. Aquello me hizo pensar que le tenía que decir otra cosa importante, que era la siguiente: cuando él muriera, le pasaría como a todos, que su viento se mezclaría con el aire y se formarían nubes en el cielo. Las mujeres se rascarían las mejillas hasta sangrar, y los hombres se arrancarían el cabello; lo meterían en un agujero, con los frutos de la planta de la luz, y lo doblarían como se doblan los niños antes de salir al mundo. Pero no tenía por qué preocuparse, porque sus amigos abandonarían el lugar donde había muerto y volverían a construir sus casas muy lejos. Él estaría tranquilo, y después del rumor del viento y de las nubes, si el aire estaba suficientemente quieto, su estrella caería desde la bóveda celeste.

Todo aquello le comuniqué, pensando que le refrescaría la memoria. Y no lo conseguí, porque él no sabía nada; incluso había olvidado la capacidad de hablar y de escuchar. Resoplé, porque imaginé que tendría que tener mucha paciencia con aquel hombre. Quizá los ancianos me ayudarían, pensé. Sí, lo llevaría hasta el pueblo, más adelante, cuando, además del habla y el oído, el hijo del viento recuperara la aptitud de andar. Por eso supe que tendría mucho trabajo con aquel flamenco solitario. Porque tendría que volver a enseñarle todo lo que hay que saber, y porque el pueblo aún estaba lejos de aquel lugar, allí donde se alzaba la acacia agujereada. Por lo tanto me encogí de hombros, me senté y empecé a tocar mi fístula de pastor. La tierra de Kaffá se llenó de música, las montañas contestaron con voces parecidas a las del instrumento, y yo me sentí más airoso.

Así, mientras mis dedos bailaban por las lengüetas de metal, mientras me calentaba al último sol y esperaba el retorno de la luna, lancé historias al viento. Porque las historias, eso está claro, vienen y van con el viento. De hecho, son como el viento, vuelan lejos como el viento, y así las oímos. También las oyen mis cabras, que nunca se pierden en los prados elevados de la tierra.

Entonces llegó la noche, huérfana de luna, y dejé de tocar. Me dispuse a escuchar, porque esperaba que alguien gritara mi nombre. Tonyo, Tonyo, esperaba oír, y enseguida un relato, que volaría y se metería en mis oídos. Eso sí me podría ayudar con el forastero, que no sabía saludar como era debido, que no sabía hablar ni escuchar, que no sabía andar ni sabía nada de nada. Quizá más adelante, pensé, cuando el viento ya me hubiese traído las rondallas, todo sería más sencillo. Seguro que sí. Ya verás como sí, dijo el viento, que era el padre del extranjero y el padre de las historias. Ya lo verás, Tonyo guapo. Seguro que sí.

Era muy cierto que él no sabía nada, no hablaba nada, y no recordaba las cosas principales. Pobrecillo. Pero también estaba claro, porque enseguida lo vi, que sabía aprender. Por eso le hablé y, cuando estuvo lo bastante fuerte, lo cogí de la mano. Entonces, de la misma manera que conduzco las cabras, lo acompañé hasta el pueblo. De luna nueva a luna nueva, caminamos un montón de días. Pasamos toda una luna hasta que dejamos los valles y llegamos al pueblo de los Gamo, mi gente, los que eran zorros. Le enseñé mucho a Feli Dafo, el extranjero. Fui yo, Tonyo el pastor, quien lo instruyó.

Le repetí el nombre de cada montaña, porque había que conocer sus nombres como hay que conocer los nombres de los amigos. Le mostré los riachuelos y los estanques, y también el gran lago, que es muy grande porque los elefantes y los leones y los rinocerontes y los cocodrilos quieren mucha agua. Por eso es grande, le dije. Después saludamos a los bosques, los saludamos como es debido, no fueran a molestarse, tan espesos y misteriosos como son. Y también hablamos con las palmeras, una a una. Las palmeras son solitarias, como el forastero, y era bueno que lo conocieran y que hablasen con él para que se sintiera mejor.

Un día, Feli Dafo se animó a hablar. Primero repetía lo que yo le explicaba, como un loro. Pero pronto él, que no era ningún loro sino un flamenco, dejó de imitarme. La primera expresión que aprendió, y la que más le gustó, era la que descubría su auténtico espíritu.

- ¿Quieres que te explique el origen del mundo? -le pregunté.

- No sé -dijo él.

- ¿Quieres saber de dónde vienen los hombres y las bestias de la creación? -insistí.

- No sé -repitió.

- ¿Pero recuerdas -levanté el bastón hacia el cielo- cómo nacieron las estrellas y el sol y los hombres?

- No sé.

No lo sé, decía, una vez y otra. Es que aún no sabía nada, pobrecillo. Así que hice un esfuerzo y le expliqué la historia de la niña que creó las estrellas. No hacía tanto tiempo, aclaré, cuando los hombres ya nos habíamos convertido en hombres, una niña se enfadó con su madre. Como a la chica ya le había venido la primera sangre, su madre le prohibió que recogiera los frutos de la planta de la luz. Pero, cuando su madre no la vigilaba, cogió un puñado de granos y los tiró hacia el cielo. Les ordenó que fueran estrellas, y así fue. Por eso ahora, cuando se va el sol, los astros salen a brillar; y permiten que los hombres paseen de noche, porque los astros iluminan la tierra. Si no fuera por las estrellas, los hombres no podrían salir y volver a casa por la noche. Pero, gracias a la niña desobediente, ahora sí lo pueden hacer. Y el espinazo de la noche, un chorro de estrellas que aún marcan el punto desde donde la niña los lanzó hacia arriba, pues ese espinazo los acompaña. Todo gracias a la doncella que empezaba a ser mujer, la niña que estrenaba el poder de la creación, pero que estaba enfadada. Gracias a ello tenemos estrellas.

- Hoy ya no prohibimos nada a las chicas con la sangre -aseguré-. Ya no hacemos como hacían antes. Porque no queremos que el cielo se llene de estrellas, y dejemos de tener nuestras noches. ¿Lo entiendes?

- No sé.

También le hice ver, otro día, cómo había nacido el sol. Él se levantó antes que yo, y, cuando me desperté, lo vi embobado con el alba. Lo vi allí sentado, encima de una roca, sin otra afición que embelesarse ante el sol naciente. Me vi obligado a aleccionarlo, pues, encantado como lo vi.

- A aquello lo llamamos el sol -dije.

- No sé -dijo otra vez.

- Te lo digo yo: el sol. El sol. -Me restregué los ojos-. ¿Quieres saber qué hacía antes el sol?

- No sé. Tal vez sí. -Aquél era el segundo giro que más le gustaba-. Tal vez sí.

- Pues mira. -Señalé el gran disco rojo-. No hace mucho, cuando los hombres ya eran hombres, el sol siempre dormía. Sólo daba luz a ras del suelo, alrededor de nuestro pueblo, y la tierra de Kaffá estaba llena de sombras. Pero una vieja se cansó de tanta oscuridad, ¿y sabes qué hizo la vieja?

- Tal vez sí -me dijo a la cara.

- No, no creo que lo sepas. Pues la mujer pidió a los niños que cogiesen el sol y lo lanzaran bien alto. Obedecieron, sin hacer ruido, no fuera a despertarse el sol. Los niños lanzaron el sol, y le dieron órdenes muy claras. Le gritaron que tenía que girar por siempre jamás, y que cada día tenía que llegar a la cima del cielo. Que tenía que calentarlos, para que nunca más tuvieran frío, y que tenía que esparcir luz por todo el mundo. Así, dijeron los niños, verían mejor, y la planta de la luz podría comer tanta claridad como necesitara. Y el sol no tuvo más remedio que hacer lo que le pedían los niños.

En cuanto a la luna, añadí, ya lo sabría más adelante. Yo no era lo bastante mayor para educarlo acerca de la luna, que era muy importante y que regía por encima de la vida y la muerte. De aquella parte ya se ocuparían los ancianos, dije: yo todavía no había pasado el ritual de iniciación, y no podía comentarle esas cosas. Lo único que podía dejarle claro era que la luna siempre estaba ahí, aunque menguara y se escondiera algunas noches. Lo que sucedía era que nosotros no la veíamos, cuando dormíamos. Pero siempre aparecía; la prueba era que el rocío, cuando despertábamos, cubría todas las hojas y las criaturas de la madrugada. Porque el rocío, sentencié, eran los meados de la luna. Aquello sí lo sabía todo el mundo; y todo el mundo, mayores o pequeños, lo podía explicar.

Aún otro día, mientras bajábamos una montaña rabiosa, y la pisábamos, el extranjero se detuvo. Le rogué que no se detuviera allí, justamente donde la ladera tenía peor mal genio. Pero él se había quedado inmóvil y no quería moverse. Había encontrado una planta de la luz, alargaba la mano y estaba a punto de tocarla.

- ¡No, Feli Dafo! -exclamé-. No la toques ahora, que aún no ha madurado. Vamos, fuera, quita los dedos de aquí. Ay, cómo te han malogrado los hombres del libro… Aquellas hienas pasan como una tormenta y lo arrancan todo. Déjala estar, hazme caso.

Me hizo caso. Y me preguntó cómo se llamaba aquel arbusto, pero lo hizo con su expresión favorita.

- ¿No sé? -dijo, señalándola con el dedo.

- Esto es la planta de la luz, amigo. La planta de la luz, la que tiene el alma más poderosa. La que contiene más alegría, y también la que tiene más mal humor. Debes tener mucho cuidado con ella.

Se quedó un buen rato allí, embobado. Los puñados de frutos, de cerecitas medio blancas y medio rosadas, le llamaban mucho la atención, quizá porque él también era entre blanco y rosado. Él y la planta se miraban uno al otro, sorprendidos y contentos de haberse encontrado. Después el forastero se puso a hablar con la planta, que era tan alta como él. Le explicaba cosas que yo no podía comprender, en su lengua de los pájaros, y estoy seguro de que la planta tampoco lo comprendía, porque no se movió ni un pelo. Entonces Feli Dafo se inclinó hacia adelante, y le corté el paso con el bastón. Me hizo comprender que no me preocupara, que no pensaba tocarla: sólo quería olerla. Por eso se distrajo otro rato, allí, oliendo el aroma que salía de las hojas. Entonces dijo una palabra que no se entendía.

- Éter -pronunció, más o menos, y yo no lo entendí.

- De acuerdo, forastero -dije-. Pero ahora tenemos que marcharnos, o la montaña se indignará de verdad.

Bajamos hasta el arroyo. Allí bebieron las cabras, y bebimos nosotros. Me sequé los labios y le dije con toda gravedad que con la planta de la luz no se jugaba. Mira a los hombres del libro, le puse como ejemplo: se la llevan cuando quieren, la toman como más les conviene, y mira cómo se han vuelto. Ladrones y asesinos se han vuelto. La planta tiene muy mal humor, recalqué. Mucho. O mira las cabras, sí, míralas, dije. Son criaturas vacías por dentro, no tienen alma, y por eso nosotros, los Gamo de la tierra de Kaffá, las comemos. A cualquier hora, de día o de noche, las cabras se tragan todas las hierbas que encuentran por el camino. Cuando tropiezan con la planta de la luz, también la engullen, hojas y frutos y ramas y todo, y entonces saltan y bailan hasta caer rendidas.

- ¿Y sabes por qué las cabras no tienen alma? -le pregunté.

- No sé.

- Pues porque un buen día, la planta de la luz se hartó de ellas. Advirtió a las cabras que no se la zamparan de cualquier manera. Pero ellas no la escucharon, y fueron castigadas. Ahora están vacías por dentro, son las bestias más ignorantes del mundo, y nosotros nos las comemos.

- Tal vez sí.

- No, forastero. -Me mostré firme-. Nada de «tal vez sí». Yo te aseguro que las cabras fueron castigadas, y que todavía hoy lo pagan.

La planta de la luz era un ser muy especial, y no hacía falta ser sabio para verlo. Por la noche hablaba con las estrellas, que eran descendientes de su misma familia. Fiu fiu, decían las estrellas, fiu fiu… Y fus fus, respondían los frutos de la planta. Fus fus, decían. Antes de coger los granos, incluso cuando ya estaban bien maduros, teníamos que consultar a las estrellas, para escuchar su opinión. Y, de todas las estrellas, había una que nos ayudaba más que las otras. Era el lucero del alba. Fue el último grano de la planta que la niña lanzó hacia arriba, y por ello, porque era el más maduro y el más grande y el más brillante, el lucero del alba siempre era la última de las estrellas en irse. Y también era la más luminosa.

El lucero del alba aún sentía añoranza por la tierra de Kaffá, y también por la planta de la luz, que era su madre: las recordaba muy bien. Por eso era el más triste de los astros. Caminaba por el cielo, porque pertenecía a él, y su madre se aferraba a la tierra porque pertenecía a ella. Pero se echaban de menos. Lo que explica que la planta de la luz no dejara dormir a aquellos que la tomaban. Así, los que la tomaban no podían dormir, y contemplaban el lucero del alba, y las demás estrellas, toda la noche. O sea, que cuando teníamos que probar los frutos de la luz, era muy importante que antes escucháramos a las estrellas. Era muy, muy importante. Al lucero del alba, ante todo. Él nos diría: buscad aquí o allá, e id a encontrar a mi madre. Ya es hora, diría, id, la reconoceréis porque es como yo.

Fue así, poco a poco, como Feli Dafo fue recuperando las cosas importantes. Y una mañana, cuando ya estábamos cerca del poblado, sucedió un hecho notable. Bebíamos leche de cabra en nuestras calabazas, quiero decir con la mía y con la que le había vaciado a él para que pudiese beber leche. Estábamos sentados frente a un estanque y entonces, de repente, compareció una bandada de flamencos. Cubrieron las aguas azules con un mar rosado, con una capa de color tan puro que jamás podré olvidarla. Solté una exclamación y enseguida lo miré. Me fijé en el extranjero para ver qué hacía y qué decía. Pero no hizo casi nada; continuó bebiendo y no habló con sus hermanos. Entonces le pregunté si no tenía nada que decir a sus hermanos.

- No, Tonyo, ¿por qué tendría que hacerlo?

El hombre ya hablaba muy bien, había aprendido un montón de cosas. Lo que todavía no había aprendido era de dónde venía y quién era realmente. Su espíritu, pensé, tenía mucho más de solitario que de flamenco.

- Son pájaros como tú, amigo. Tú antes eras uno de ellos.

- ¿Uno de ellos? No sé. -Y me regaló una mirada de color del cielo.

Ay, madre. Cómo le costaba entender las cosas más básicas. Tenía que hacerle entender que todas las personas eran animales, tiempo atrás. Los hombres del libro, al principio, eran hienas; yo y todos los Gamo éramos zorros; y él era un flamenco. De hecho, los primeros días, la tierra no había tenido ni un solo hombre, porque todo eran animales y plantas y montañas y ríos. Antes del abuelo de mi abuelo, y del abuelo del abuelo de mi abuelo, y aún antes, todos ocupaban su lugar natural en la creación. Y no existían los hombres, ni tampoco la muerte. Hasta que algunas bestias empezaron a hacer el tonto. Unas por vanidad, otras por envidia, quisieron acumular tesoros, como las hienas, o quisieron alterar los astros, como los zorros. Querían entrar en el país de las ganas. Estaba demostrado que los animales no podían entrar en aquel país. Por eso se convirtieron en personas, y hoy lamentan la mudanza. Sólo las criaturas que se comportaron continuaron siendo animales, con un alma bien definida y una misión en el mundo.

- Tú -le apunté con paciencia- eres un flamenco. Quizá no lo sabías, pero lo eres, y de los más solitarios. Te vestiste de hombre cuando te hartaste de los empujones de tu padre, el viento. Querías encontrar personas distintas y buscar la planta de la luz. Era tu manera de entrar en el país de las ganas. Por eso estás condenado a llevar este disfraz tan pesado de hombre.

- ¿Vivo en el país de las ganas? -preguntó.

- ¡Ya lo creo! -respondí-. Los pájaros, tus hermanos, no tienen ganas de nada. Hacen lo que les corresponde y basta. Tú tienes ganas, y las buscas.

- ¿Tú de qué tienes ganas, Tonyo?

- Mira. -Tendí la mano hacia el estanque-. En tiempos de las razas primeras, llovía. Llovía para nosotros, la lluvia caía cuando teníamos sed. Por eso soñábamos con el agua, y a continuación nos hacía caso. Y bebíamos.

- Tal vez sí. -Arrugó las cejas-. Pero ¿qué quieres decir con eso?

- Ahora que somos personas, reclamamos la lluvia por vicio, porque tenemos ganas. Entonces llegan los aguaceros, demasiado incluso, y la gente ya no se preocupa por los demás. La gente ya no busca comida para los demás. Cuando ha llovido a cántaros, y hemos comido más de lo necesario, nos peleamos y olvidamos que éramos animales. No recordamos ni cuando éramos delgados, unos días atrás. Por eso no siempre es bueno pedir lluvia para los hombres.

- También tienes ganas de mujeres -dijo Feli Dafo, rascándose los puños.

- Sí, claro -afirmé con orgullo-. Pronto seré un hombre maduro, un iniciado.

Él había oído, algunas noches, cómo me tocaba el pene, y cómo me lo refregaba hasta que la semilla salía disparada. Y yo sabía que aquello él tampoco lo comprendía. Porque era un flamenco solitario, y porque era un extranjero. Los extranjeros, ya se sabe, no acaban de ser ni grandes ni pequeños, ni ricos ni pobres, ni hombres ni mujeres. Son personas, claro, pero no tienen las mismas ganas que nosotros: tampoco saben ni la mitad de lo que sabemos nosotros. Y él aún menos. Era el hijo del viento, y por eso había aprendido de su padre que no podía volar bajo, allí donde se recogen las ganas pequeñas y se tocan los cuerpos de la gente. Él había recibido muchos empujones de su padre, y corría tanto que no se paraba a pensar en la carne. Yo sabía muy bien que me convertiría en un hombre hecho y derecho, pronto, y que tenía que estar preparado cuando llegara la hora.

- Ahora, Feli Dafo, te contaré la rondalla del primerizo. A nosotros, desde muy niños, las madres nos cuentan este cuento. Es hora de que lo conozcas.

El primerizo, dije, era un gigante que vivía en un agujero. Aún era salvaje, y fuerte como siete bueyes. De hecho, él no lo sabía, pero hacía poco que había dejado de ser un buey para ser hombre. Desde su agujero, tiraba piedras y mataba a gente, a niños también. Después los recogía y se los comía. Un buen día, los ancianos prometieron un rebaño de vacas a la persona que acabara con el primerizo. Una mujer se presentó y aseguró que ella lo haría: sin garrotes, ni lanzas, ni puñales. Los ancianos dijeron que estaban de acuerdo, que no perdían nada con ello. Entonces la dama entró en el agujero y tentó al gigante: si la dejaba quedarse en su madriguera, aquella noche le ofrecía toda la carne que quisiera.

- ¿En qué sentido? -dijo el forastero.

- Espera, hombre… -le contesté.

Pues bien, continué, aquella misma noche, la mujer se tumbó y se abrió de piernas. Le enseñó el higo al primerizo, y el tonto le preguntó qué era aquello. La mujer le dijo que era para comer. El gigante, que nunca se había fijado en cosa semejante, preguntó si era bueno. «¿Bueno? Oh, es tan bueno -respondió la mujer- que jamás podrás olvidarlo.» Pero cuando el pedazo de bestia estaba a punto de morder el higo, la mujer le dijo que no, que aquello se comía con la otra lengua, la que tenían los hombres entre las piernas. Por eso el coloso entró con el pene bien tieso dentro de la mujer, y la probó tres veces seguidas. Después se quedó totalmente dormido, y fue cuando la mujer llamó a la gente para que mataran al gigante. Ésta era la historia del primerizo que me contaban de pequeño.

Feli Dafo se había quedado helado, paralizado. Le faltaba poco para ponerse de pie sobre una sola pierna, y mantenerse inmóvil como hacen todos los flamencos. Además tenía la cara roja como un pimiento, lo que me hizo mucha gracia. Nunca había visto una cara que se encendía. Las brasas del fuego sí, pero nunca una cara de persona.

- ¿Tu madre te contaba eso? -preguntó el extranjero.

- Sí, eso y muchas otras historias. Me decía que tenía que estar preparado, que no podía pasarme como al primerizo, porque las mujeres me engañarían. Tenía que aprender a ser hombre y, ya que vivía en el país de las ganas, tenía que conocer todas mis ganas.

- ¿Y no tenéis leyes para los niños? ¿No os esconden nada?

- Ya lo creo -reconocí-. Acerca de la muerte, acerca de la luna, acerca de las mentiras, acerca del robo, acerca de la desobediencia a los mayores… y acerca de la planta de la luz, que es muy especial. Hay muchas prohibiciones. Pero no acerca de la vida o las cosas principales, ni acerca del país de las ganas, porque es donde nos ha tocado vivir.

Feli Dafo estaba muy turbado, se le veía en las mejillas. Decidí que no hablaría más y que esperaría a llegar al pueblo. Esperaría a presentarlo a mis padres y a los ancianos, que sabrían tratarlo mejor que yo. El forastero había aprendido muchas cosas, y yo podía sentirme muy orgulloso. Pero no lo podía educar en todo porque yo, Tonyo el pastor, sólo había vivido doce grandes lluvias. Así que lo que yo no sabía, lo sabría mi padre; y lo que no sabía mi padre, lo sabría mi abuelo; y lo que no sabía mi abuelo, lo sabría… Siempre había sido así, los viejos eran los más sabios. Además, yo había estado casi un ciclo de luna con Feli Dafo, y ya empezaba a sentir la necesidad del pueblo. El pueblo es el grupo, y todo el mundo necesita a su grupo. Porque, veamos, ¿cómo puede hacer fuego una sola rama? ¿Cómo puede lavar bien una sola gota? ¿Cómo puede hacer música un solo dedo?

Yo ya había hablado bastante. Por eso, cuando llegó el ocaso, saqué mi fístula y mandé voces al cielo. Las estrellas me hablaron a caballo del viento: fiu fiu, fiu fiu… Y yo esparcí mis notas, simples y limpias, por la tierra de Kaffá. Toonyo, Toonyo, decían las notas. Qué bien. Al día siguiente llegaría al pueblo, todos me abrazarían, y se maravillarían de lo que había hecho con Feli Dafo. Me darían palmadas en la espalda y me dirían Tonyo, guapo, estamos orgullosos de ti. Yo hincharía el pecho y me sentiría el más afortunado del mundo. Yo, Tonyo el pastor, sería Tonyo el afortunado. O aquello es lo que decía el viento, que recogía la voz de las estrellas. Fiu fiu, fiu fiu… Toonyo, Toonyo.

Mi llegada al pueblo fue una auténtica sensación. Todos me abrazaban y miraban al forastero. Yo decía que traía a un flamenco solitario, y entonces le besaban la mano, le tiraban las lanzas a los pies y le ofrecían puñados de hierba arrancada. Él cogía la hierba, porque ya había aprendido a saludar, y también sonreía. Eso hacía él, gracias a mis enseñanzas. Cuando llegamos a la cabaña de mis padres, Feli Dafo llevaba tantas hierbas secas entre los brazos que no daba abasto, y le dije que dejara la pila de hierbas en el suelo. Mi madre gritó y me abrazó; mi padre no gritó, pero también me abrazó, y mis hermanos y mis hermanas también lo hicieron.

- Eres un chico muy listo, Tonyo -proclamó mi padre.

- Soy hijo de zorro -respondí, la cabeza gacha y una sonrisa en los labios.

- Has estado más de una luna fuera, con las cabras -continuó él-; y vuelves a punto de ser un hombre. Y has traído a un amigo.

- Se llama Feli Dafo. -Me hinché-. Es el hijo del viento.

Dejamos atrás la cabaña y nos adentramos en el pueblo. Todo fueron exclamaciones y palmaditas en la espalda. Todo el mundo quería tocar la piel rosada del forastero. Todos se peleaban por palpar su nariz larga, que había sido un pico, y sus orejas delgadas, que habían sido alas. Nadie le tocó la cicatriz de la ceja, porque todo el mundo sabía que las heridas antiguas no se tocan. Pero miraban y asentían, admirados. Era un auténtico flamenco solitario, decían. Y era el hijo del viento, lo era de verdad, aquello era una gran verdad.

Feli Dafo estaba contento, se le veía en la cara. Se agachaba ante los niños, se inclinaba ante las mujeres y sonreía ante los hombres. También miraba a todas partes, se lo tragaba todo con el cielo que había dentro de sus ojos. Estudió a los hombres, y se fijó en las incisiones en las mejillas, aquellas tres rayas tan viriles y firmes; y miró de cerca las pinturas en la cara, que convertían las narices en hocicos de zorro. Desde más lejos, espiaba las pieles que recubrían el pene de los hombres, aquellas colas tan preciosas que yo llevaré pronto. No tocó a nadie, sólo observó. Y miró a las mujeres, también, y se dio cuenta de que no iban desnudas, porque llevaban brazaletes en los brazos y en los pies, y pendientes y collares. Supongo que por eso, porque no iban desnudas, se encendió como una brasa; y todos lo miraron y rieron mucho. ¡Se ha puesto rojo, decían, el blanco se ha puesto rojo!

No se quitó aquella ropa tiñosa ni aquella cruz que le habían dado los hombres del libro. Siempre iba disfrazado. Pero nadie se alarmó, excepto los niños más pequeños, porque todos sabían que era inofensivo; y si no se quitaba los trapos, pobrecillo, era por no mostrar la piel rosada y las piernas débiles, y quizá alguna pluma de flamenco, que es lo que era. Con la túnica puesta, pues, nos acompañó hasta el claro del bosque, donde los ancianos y los hombres casados ya lo esperaban. Y allí sucedió una cosa impensable, una cosa que yo nunca hubiera imaginado. Las mujeres y los chiquillos se retiraron, como marcaba la ley, y me despedí de Feli Dafo antes de dar media vuelta. Pero justo entonces, cuando ya me marchaba, escuché una voz que era un trueno.

- Tú te quedarás, Tonyo.

Era mi abuelo, el maestro curandero y el viejo con más poder entre los Gamo. Que mi abuelo se dirigiera a mí no era tan raro, lo hacía a menudo. Tampoco era raro que hablara con esa voz tan poderosa, porque era su voz. Lo que era fabuloso era que yo pudiera asistir al consejo, cuando no tenía la edad ni la condición. Aquello era increíble. El orgullo se me hinchaba tanto que me salía por las orejas y me hacía temblar las manos. Mi abuelo tronó que yo pronto pasaría el rito de hombre, y que hacían una excepción conmigo porque había llevado al hijo del viento. Yo lo había instruido y lo conocía mejor que nadie, de manera que tenía que estar en el consejo. Y mi abuelo tronó que ya podía sentarme. Mi padre tuvo que cogerme y hacer que me sentara, porque me había quedado de pie en medio del corro. A mi lado hicieron que se sentara el forastero. Quiero decir Feli Dafo, el hijo del viento.

- Buenos días, forastero -tronó mi abuelo.

- Buenos días -respondió Feli Dafo-. Estaba muerto, pero al veros he vuelto a nacer.

El consejo entero se maravilló de la corrección del recién llegado. Movieron la cabeza en silencio y se tocaron las pieles del pene, que era el modo de hacer ver que la respuesta les producía placer. El forastero arrugó la frente al ver aquel gesto, porque, claro, él no era un hombre formado como mis mayores. Entonces mi abuelo preguntó de dónde venía y qué hacía allí, entre el pueblo Gamo. El hijo del viento explicó que venía de muy lejos, y que había llegado a la tierra de Kaffá para encontrar la verdad. El consejo en pleno asintió y se tocaron las pieles, porque aquélla era una buena cosa. Todos sabían que la tierra de los zorros era el lugar adecuado para encontrar la verdad. Allí estaba el país de las ganas, pero también el país de la verdad. Y cuando Feli Dafo añadió que quería saber todo lo relacionado con la planta de la luz, respetando nuestras leyes, los ancianos y los cabezas de familia aún se rascaron más fuerte. Asintieron durante largo rato, y después habló mi abuelo.

- Sabemos que tú no eres un hombre del libro -afirmó-, aunque vistas su ropa y lleves su cruz. Tu piel es blanca, no negra; y tienes la cara fina, no llena de pelos que te crecen. Además, enseguida se ve que tu espíritu es bueno.

- No sé. En mi casa también hay libros -dijo el forastero, y causó mucha extrañeza.

- Ya lo sé -intervino mi padre-. Tú debes de ser un «islama». Los «islamas» nunca visitan la tierra de Kaffá -anunció a diestro y siniestro-, porque viven muy lejos. Pero yo he viajado bien lejos, yo he estado en la cabaña de las cagadas, y sé que existen. Y sé que los «islama» también tienen un libro, porque lo copiaron de las hienas.

Feli Dafo aclaró que él no, que él no pertenecía ni a unos ni a otros. Él había nacido mucho más lejos todavía, donde no había ni gente del libro ni «islama». Los conocía a los dos, pues había pasado por sus comarcas, y era viajando por allá que había oído hablar de la tierra de Kaffá y de la planta de la luz. Había atravesado medio mundo para conocer a los Gamo. Había pasado lagos que no se terminaban nunca; había subido montañas que rascaban las nubes; había vencido ríos furiosos, subido en barcas de troncos y calabazas; y había visto pueblos con más gente que un rebaño de búfalos. Se había escapado de tribus con flechas envenenadas, había estado a punto de perder la vida muchas veces, lo habían hecho esclavo y consejero de reyes, y muchas cosas más.

- El forastero ha aprendido a relatar historias preciosas -dijo mi abuelo-. Lo que quiere decir que tú, Tonyo, lo has educado muy bien, porque no hay extranjeros que hablen tan bien y que cuenten cosas tan bien contadas. Ahora di tú, Tonyo querido, qué le has enseñado y qué has hecho con él todos estos días.

Por suerte no tuve que ponerme de pie, porque me temblaban las piernas. Afortunadamente mi padre estaba a mi lado, y me acarició la nuca. Por suerte yo era Tonyo el pastor, uno de los chicos más listos del pueblo, y mi espíritu de zorro me ayudó. Por suerte empecé a hablar y, si en principio me faltaba aliento, después pude respirar. Por suerte todos me escucharon muy atentamente, y nadie se rió de mí. Suerte por todo, porque gracias a todo hablé. Y relaté, punto por punto, mis días y mis noches con Feli Dafo. Les dije que era un flamenco solitario, pobrecillo, que apenas empezaba a recordar sus orígenes. Era el hijo del viento, eso estaba claro, y necesitaba nuestra ayuda. El consejo asintió como un solo hombre. Pero no se tocaron las pieles del pene, aquella vez no. Todos estaban preocupados pensando cómo podían ayudar a Feli Dafo.

- ¿Dónde está tu esposa, hijo del viento? -interrogó mi abuelo-. ¿Y tus hermanos, o hermanas? ¿Y tus hijos?

El extranjero iba negando con la cabeza. Decía que no, que él no tenía ni mujer ni hijos ni hermanos. Algunos hombres rieron, porque aquello era impensable; no tener familia de ningún tipo era imposible: nunca ocurría tal cosa, ni siquiera con los forasteros. Pero mi abuelo los cortó en seco.

- No hace ninguna gracia, hombres del pueblo. -Se palpó la barriga, en señal de tristeza y de infortunio-. Este hijo del viento es de verdad un flamenco solitario. Bien solitario, diría yo.

- Tal vez sí -intervino Feli Dafo-; pero así es. Y mis padres ya no están.

- ¿Que no están, dices? -Mi abuelo se tocó la barriga, afligido-. No puede ser, los padres y las madres no se van así como así. Si acaso se transforman. Veamos, Feli Dafo: ¿tu padre no te quería?

- Sí, creo que sí, a su manera -confesó-. Creo que me quería mucho. Lo que pasa es que no quería que fuera lo que soy, y cuando murió…

- Aaaah, es eso -interrumpió mi abuelo-. El viento quiso romper la cuerda de su hijo. Claro, quiso romperle la cuerda. -Miró a los cofrades, y todos asintieron solemnemente-. Y, cuando sopló, el hijo del viento cayó al suelo. Aquel lugar, tan lejos de la verdad, ya no era su lugar. Por eso echó a volar, y aquí lo tenemos.

- Bueno, no os lo sabría decir, tal vez sí. Pero os aseguro que no me fui de casa hasta que mi padre estuvo enterrado.

- ¡Enterrado no significa muerto, forastero! -exclamó mi abuelo-. El viento aún existe, seguramente dentro de ti. O quizá corre entre las estrellas y tus orejas. Bueno, da igual. Ahora di: tu madre ¿también quiso romper la cuerda? ¿Qué pasó con tu madre?

- Pues a mi madre… -se rascó los puños- la mataron. Fueron los soldados. Le cortaron el cuello y dejaron su cabeza, que desprendía un raro olor.

- ¡Ooooh! -gritó mi abuelo, y también todos los demás-. Y entonces, ¿qué ocurrió?

- Entonces buscamos su cuerpo, pero no estaba. Los soldados se lo habían llevado.

Todos los consejeros se palparon y se frotaron la barriga, presos de un gran dolor. La pena se extendió entre los hombres y los murmullos también. Entonces mi abuelo, que era el maestro curandero y el sabio con más poder entre los Gamo, pidió silencio. Dijo que aquello era muy grave, y que se tenía que hacer algo. Continuó pidiendo detalles a Feli Dafo: cómo era su madre, si la quería, si él era muy pequeño cuando la decapitaron, y qué olor desprendía. Cuando el hijo del viento dijo que su madre olía igual que la planta de la luz, otro gran murmullo se extendió entre los consejeros. Y cuando explicó que su madre les había pedido, a él y a su padre, que se fueran antes de su muerte, aún más. Pero lo que alteró más a los hombres fue un terrible recuerdo de Feli Dafo, una cosa que no me había confesado a mí. Ni a mí me había dicho aquello, y mira que habíamos pasado muchos días juntos. Dijo que le venía a la mente un recuerdo que hasta el momento no había tenido. Su madre salía a ratos, cuando él era muy pequeño, y aquellas ausencias molestaban mucho a su padre.

- Esto es muy importante, Feli Dafo -sentenció mi abuelo-. Muy importante, amigo. Cuando una mujer no está, y el marido se lamenta, quiere decir que los malos espíritus rondan la familia. Tu madre era un hipopótamo, está claro: era gorda y fuerte, y te protegía, pero de vez en cuando desaparecía bajo el agua. Era un hipopótamo.

- No sabría decirlo -murmuró el hijo del viento-. Tal vez no tiene tanta importancia…

- Feli Dafo -alertó mi abuelo-, has venido a encontrar la verdad, y nosotros te ayudaremos. Pero no te tienes que escapar. Mira, forastero, te diré lo que debes hacer. Primero, tienes que recordarlo todo. Después, tienes que ser tú mismo, el flamenco solitario. Y al final tendrás que recuperar a tus padres. Tendrás que saber qué pasó con el cuerpo de tu madre, tendrás que hacerlo. Sólo así verás su alma de hipopótamo. Y sólo así podrás hablar de nuevo con el viento, con tu padre.

- ¿Qué os parece que haga, pues?

- De entrada, por las noches, contemplarás la luna.

Todas las miradas se dirigieron hacia mi abuelo, después hacia mí, y después hacia mi abuelo nuevamente. Todas las miradas le preguntaban qué pensaba explicar, allí y a aquella hora, ante un chico que no había sido iniciado en los misterios del hombre. ¿No pretendía hablar de la luna y de la muerte delante de mí, Tonyo el niño? Porque hablar de los secretos del mundo delante de un forastero ya era raro, ¡pero delante de un niño…! La ley del pueblo Gamo era muy clara en lo que se refería a las cosas principales, y de los enigmas de la luna no se hablaba con los que no habían pasado el rito. ¿Qué intenciones tenía el abuelo? Y yo también estaba muy agitado, porque no me sentía preparado para escuchar las historias prohibidas. No, aún no; yo no llevaba pieles en el pene, no me habían cortado las mejillas ni me habían pintado la cara. Sentía miedo, quería echar a correr, y sólo el respeto debido a los ancianos me mantenía en mi sitio, con el culo pegado en el suelo. Mi abuelo hizo tronar su voz.

- Hay demasiados espíritus cautivos -aseguró-; tenemos que resolver este asunto. Y no podemos hacer nada sin el pequeño Tonyo, ya que él es quien conoce mejor al forastero, es quien más confianza le tiene y quien más le ha enseñado. Lo necesitamos.

- Pero Tonyo no ha sido iniciado, y la tradición dice que… -protestó mi padre, y una serie de murmullos lo apoyaron.

- Estoy de acuerdo. Conozco muy bien la tradición -sentenció mi abuelo-; pero tenemos algunos precedentes. Ven aquí.

Llamó a mi padre con la mano, y conferenció con él y con los notables. Estuvieron un rato, al otro lado del corro. Un buen rato agitando las manos y parlamentando. Cuando terminaron de discutir, mi padre salió disparado hacia el pueblo. Ni me saludó. Regresó poco después con un saco. Y de aquel saco extrajo una máscara y una cola de zorro. Me ató la máscara a la cara y me enfundó el pene. Entonces mi abuelo habló.

- Cuando yo era muy pequeño -anunció-, el curandero me requirió en un consejo como éste. Hace muchos años de aquello, pero seguro que los más viejos lo recordáis. -Los ancianos asintieron-. Me convirtieron en hombre durante un rato, y al final me quitaron la máscara y las pieles y volví a ser un niño. Gracias a un encantamiento, aseguraron que si yo hablaba con mujeres o niños, quiero decir si yo explicaba lo que había visto u oído, se me haría un nudo en la lengua y me quedaría mudo. Hoy haremos lo mismo con Tonyo. Lo hemos disfrazado, y ahora lo embrujaremos.

Mi abuelo pronunció el encantamiento, y todos se mostraron muy satisfechos. Aquélla era una buena solución, dijeron con la mirada. Sí, aquello era una buena idea. Y yo, tras mi máscara, luchaba contra el pánico y contra el sudor. Y pensaba que lo último que haría en el mundo sería hablar de aquella reunión con mujeres o niños. Yo no quería que se me hiciera un nudo en la lengua, claro. Quería conservar mi lengua de siempre.

- Tendrás que mirar la luna. -El abuelo retomó la conversación con Feli Dafo-. La luna, que guarda tantos secretos.

- ¿Qué secretos? -preguntó el hijo del viento.

Mi abuelo repasó con la mirada a todos los consejeros, y uno a uno le dieron su consentimiento. Podía continuar.

- Mira, forastero, la luna es la vida, porque nunca muere. Siempre se marcha pero siempre vuelve para crecer, e incluso las noches en que creemos que ha muerto, resulta que no ha muerto. Siempre está viva, la luna.

Miré a Feli Dafo de reojo: parecía calmado, él que sabía tan pocas cosas. Yo no, yo sabía que conocería las grandes verdades, y estaba trastornado, alterado más que si tuviesen que abrirme allí mismo en canal. Como un cordero indefenso. Entonces el abuelo bajó la voz, y reveló que los hombres del pasado habían pedido algo a la luna. Era cuando la gente ya no eran animales, porque habían conocido el país de las ganas; ya no eran zorros, ni hienas, ni flamencos: eran personas. Había demasiada gente en la tierra, demasiados viejos sobre todo, que nunca morían, y los alimentos no alcanzaban para todos. Por eso por todas partes había desavenencias. La tierra estaba llena a rebosar, ya no se respetaba la vejez, y aquel mundo era un tormento. Así que fueron a hablar con la luna, que creaba la vida. En aquel tiempo tan remoto, los hombres rogaron a la luna que les mandara la muerte.

La luna no quiso hacer tal cosa. ¿Cómo puedo destruir lo que yo misma he creado?, dijo. Así que la gente acudió a la planta de la luz, para pedir el mismo favor: que les mandara la muerte. La planta dijo que sí, que de acuerdo; pero, claro, la vida y la muerte aún no obraban en su poder. Durante siete días y siete noches, se peleó con la luna para reinar sobre las criaturas vivientes. Al final, la planta de la luz se quedó con los cuerpos, y la luna se quedó con las almas. La columna que unía cuerpos y almas cayó, y provocó buena parte de los valles y de los barrancos que hoy existen. Después los cuerpos empezaron a morir, al morir se fueron pudriendo, y así nutrieron la planta de la luz con toda la fuerza y la sabiduría de los cuerpos muertos. El único cuerpo que no quiso morir fue el de la serpiente, que renace cada año. A cambio, la serpiente se arrastra por el suelo y no tiene alma, y por este motivo es la peor criatura de todas, la que trepa por la acacia hueca.

- ¿Por eso -preguntó Feli Dafo- decís que la planta de la luz tiene propiedades? ¿Porque transmite la sapiencia de los difuntos?

- ¡Oh, mucho más aún, forastero! -afirmó mi abuelo-. ¡Mucho más que eso! ¿Tonyo te explicó la historia de la niña que lanzó las estrellas? ¿Sí?.

Por los agujeros de la máscara vi que mi abuelo me espiaba y me guiñaba un ojo. Le agradecí mucho que me hiciera un guiño, porque yo estaba sudando la gota gorda. ¿Y si no lo había explicado bien, pensaba, y si mi historia no se ajustaba a la verdad? Pero mi abuelo me tranquilizó, y continuó:

- La niña esparció los frutos de la planta y creó las estrellas. Las luces de la noche, pues, son hijos de la planta. Por eso, cuando la planta se da cuenta de que un cuerpo ha muerto, ordena a una estrella que caiga. Es lo que hacen las estrellas: justo cuando cae nuestro corazón, también cae la estrella.

Feli Dafo me dio un golpe con el codo, y yo me alarmé.

- Cuando me vaya, Tonyo, mira bien las estrellas -me dijo-; así sabrás si he muerto.

Me quedé pasmado. Y detrás de los agujeros de la máscara, mis ojos se pusieron tristes. Pero los consejeros no se pusieron tristes, no: ellos castigaron con la mirada a aquel extranjero, que interrumpía el más sagrado de los misterios con sus comentarios. Mi abuelo suspiró y retomó el hilo.

El abuelo relató que, después de aquellos grandes sucesos, la luna decidió que conservaría las almas eternas. Si la planta de la luz se comía los cuerpos, y hacía caer las estrellas para anunciarlo a todo el mundo, ella se llevaría los espíritus. Así, al morir, nuestro aliento sopla y se va tras nuestro cuerpo. Se va, y forma las nubes con el cabello de los que han muerto. El aire levanta el polvo y se lleva nuestra huella, la que hemos dejado caminando de un lado a otro. Las nubes son cabello de la lluvia, que viajan por el cielo sin rumbo hasta que la luna coge nuestra alma y nos da reposo. Y entonces nuestro espíritu descansa en la luna, en uno de tantos agujeros, agujeros que son la casa de aquellos que han soplado el último aliento.

- Por eso queréis que mire la luna -intervino Feli Dafo-. Para saber si mis padres ya reposan en ella. Tal vez sí, tal vez tenéis razón. Os prometo que miraré la luna con mucha atención.

- Hazlo, hijo del viento -dijo mi abuelo-, debes hacerlo.

Todos callaron, todos estuvieron tranquilos. Feli Dafo había comprendido lo que tenía que hacer. Todos se tocaron las pieles del pene, porque todos estaban contentos. Pero no mucho, no totalmente, porque había que hacer otras cosas. Los grandes quebraderos de cabeza que habían llegado con el extranjero no se resolverían sólo mirando la luna. Todos se pusieron en pie y se dispersaron en silencio. Mi padre y mi abuelo me quitaron el disfraz de hombre y me llevaron a un rincón. Me dijeron que harían un ritual de adivinación, que abrirían las entrañas a una vaca y leerían el futuro. Pero, incluso antes de hacer aquello, dijeron, era necesario curar al forastero desventurado. Era evidente que había que curarlo, aun antes de abrir la barriga de la vaca. Haría falta una cura de las buenas, dijo mi abuelo.

- Tonyo -me ordenó mi abuelo-, tendrás que ayudarnos.

- ¿Yo? ¿Qué puedo hacer, yo?

- A ti te tiene confianza -dijo mi abuelo.

- No sospechará de ti -dijo mi padre.

- Deberás hacerlo a escondidas, sin que se dé cuenta -me confió mi abuelo-. Lo prepararemos todo nosotros, pero tú tendrás que engañarlo. Tú eres muy importante, Tonyo guapo.

Aquella noche no dormí. Tampoco toqué la fístula, ni escuché las voces del viento. Aquella noche temblé y ahogué los temores. Porque yo, Tonyo el pastor, del pueblo Gamo, de la tierra de Kaffá, había escuchado las verdaderas historias de la luna y la muerte. Y porque conocía los poderes de la planta de la luz. Y también porque tenía una misión muy destacada. Pobre de mí, Tonyo, el de las doce lluvias. Y pobre hijo del viento, que no entendía dónde se había metido. Ambos habíamos venido al mundo para hacer un difícil camino. Ay, Feli Dafo, amigo, a ver si la luna te sonreía. Ay, Tonyo, Tonyo. Qué fácil era conducir cabras y escuchar historias, como antes, cuando estabas tan lejos del mundo de los hombres.

Pasaron algunas lunas. Feli Dafo le dedicaba unos momentos a la luna, cada noche, antes de ir a dormir. La miraba con esos ojos venidos del cielo, alargaba las orejas por si escuchaba alguna voz, y estudiaba los agujeros de la gente muerta. No podía ver nada, decía, nada especial que no fuera la luna y sus agujeros. Eso decía, pero aun así miraba tal como nos había prometido, por si descubría la casa de su padre y de su madre. Una noche, y otra* y aún muchas más. Él miraba y no veía nada.

También preguntaba por la planta de la luz. Quería saber dónde se encontraba, dónde la cogíamos nosotros; y si hacíamos un caldo con agua, o si masticábamos los frutos, o qué. Yo le decía, y mi padre le decía, y mi abuelo le decía, que ya llegaría la hora de la planta. Mientras tanto, había muchas cosas por aprender en la tierra de Kaffá. Le presenté a la gente, la de mi familia y la de las otras familias. Conoció a todo el mundo, y unos días más tarde podía llamar a la gente por su nombre. Incluso conocía a los niños de leche: los cogía en brazos y compartía sus risas. También les cantaba canciones forasteras cuando lloraban -quiero decir, cuando lloraban los niños de leche, claro-. Sus canciones eran extrañas, porque las cantaba con los dientes y la lengua, no con la garganta, que es como se deben cantar. Pero los niños lo escuchaban.

Después salimos a las comarcas para saludar a los árboles, los arroyos, las colinas y las rocas. Hablamos con las abejas, los lagartos, las gacelas y los pájaros, que eran primos del flamenco solitario. Cada criatura tenía su nombre, su historia y su manera de ser, y siempre había que saludarlas. Había seres grandes y pequeños, y también algunos que eran conocidos como niños, otros como hembras y otros como machos. No como él, que no era ni mayor ni pequeño, ni hombre ni mujer, porque no era conocido. El era un forastero.

Una noche, cuando los fuegos del pueblo estaban encendidos, subimos a mirar la luna. Yo enviaba mi música al mundo y entonces, de repente, escuché voces traídas por el viento. Fiu, fiu, decían las voces, que venían de las estrellas. Agucé el oído y escuché más cosas. Fus fus, escuché muy bajito, y después más fuerte. Fus fus, era el ruido, fus fus. ¡La planta! ¡La planta de la luz estaba hablando con sus ahijados, las estrellas! Le pregunté a Feli Dafo si oía aquella conversación, y él dijo que no. Él no sabía escuchar las voces de la noche. Todavía no sabía hacerlo, pobre. Le dije que se esforzara, que las voces eran muy claras, que las tenía que oír por fuerza. El lucero del alba, el más brillante de todos, hablaba bien alto, y llamaba a su madre, la planta de la luz. Cualquiera podía oírlo. Pero no, él no. Así que escuché yo solo y, cuando las palabras se acabaron, eché a correr hacia el pueblo. Al hijo del viento lo dejé atrás, y fui a ver a mi padre.

Él lo había escuchado, dijo mi padre. Y mi abuelo, el curandero más sabio de los Gamo, él también lo había escuchado todo. Aquélla era la noche, me dijeron; podía ir a acostarme, que ellos se ocuparían de todo, y a la mañana siguiente ya me llamarían. Obedecí, o sea que fui a mi cabaña, y allí me reuní con Feli Dafo. Me acosté en mi lecho e intenté dormir. Obedecí a mis mayores, pero no dormí mucho, porque lo de dormir no me lo habían mandado. Aunque me lo hubiesen mandado, no estoy seguro de que hubiese dormido mucho, porque aquélla era la noche que nos llevaría al día señalado.

Por la mañana nos levantamos y ya estaba todo dispuesto. Mi madre se reía para sus adentros; todas las mujeres y los niños se reían para sus adentros, porque sabían que les tocaba hacer comedia pero no sabían por qué. Los hombres no, los ancianos y los más jóvenes no se reían. Sabían que había que engañar a Feli Dafo por un motivo sagrado; ellos sí conocían el motivo. Cogí la mano de mi amigo y le fui exponiendo lo que me habían mandado. Aquel día se celebraba la fiesta de los sabores, le dije. Yo sabía que no existía aquella fiesta, que tal cosa nunca se había hecho, pero tenía que convencerlo. Desde que somos hombres, le anuncié, festejamos que estamos en el país de las ganas, y la manera de festejarlo es con las ganas de probar sabores distintos. Tenía que acompañarme y tenía que hacer lo que yo le dijera.

- ¿Cómo puede ser -dijo él- que nunca me hayas hablado de esta fiesta?

- Nunca hablamos de ello entre los Gamo -respondí, y me palpé la barriga, porque decía una mentira, y las mentiras son difíciles de digerir.

- Ah. Pues vamos. -Encogió los hombros-. Vamos a oler, y ya veremos qué pruebo, de todo lo que tenéis.

- No, hijo del viento -advertí-. Tienes que probarlo todo. Así es la costumbre.

Me toqué de nuevo la barriga, pero él no se percató de mi dolor.

- Bueno, no sé, Tonyo. Ya veremos. Intentaré no haceros ningún feo.

Cuando llegamos al corro, el pueblo entero ya estaba allí. Las mujeres se aguantaban la risa, los niños reían abiertamente y los hombres estaban sentados en el suelo, muy solemnes. Mi abuelo se inventó una historia que yo nunca había escuchado, pero que era muy bella. Todas las rondallas que explicaba mi abuelo eran siempre muy bonitas. La novedad era que, mientras sus palabras siempre solían ser ciertas, aquel día no lo eran.

- El sol sabía a calor -recitó el abuelo-, las flores sabían a perfume, y los árboles sabían a madera. Hace mucho tiempo de ello, antes de que existiera el país de las ganas.

Entonces nacieron los hombres, dijo, cuando sintieron las ganas y dejaron de ser animales. También vino la muerte, que antes no existía. Y una madrugada fresca, con sabor a miel, llegó una buena cocinera que sabía a cocina. Fue ella quien empezó a repartir olores a diestro y siniestro. Poco a poco, los olores conquistaron los sabores, y pasó que los sabores y los olores empezaron a casarse. El sol hizo olor de calor, las flores olor de perfume, los árboles olor de madera. Así fue el país de las ganas, desde que llegaron los olores. Por eso, hoy todas las cosas tienen sabor y olor. Si no lo creéis, proclamó, probad y oled.

Los hombres se tocaron el pene con ganas; las mujeres rieron; los niños saltaron como terneros jóvenes; y el hijo del viento sonrió. Él, que no sabía nada, sonrió. Él era el centro de la broma, pero no le habíamos dicho nada, y por lo tanto no sabía nada. Lo habíamos inventado todo para engatusarlo, y por este motivo yo ni reí ni salté, ni tampoco me toqué el pene. Yo me froté la barriga con las manos. Pobre Feli Dafo, me daba pena engañarlo.

Sacaron los frutos de la tierra: raíces llenas de jugos, melones y grosellas silvestres. Agradecimos a los frutos que quisiesen ser parte de nosotros. Todos comimos. Nuestro invitado olió y comió. Después salimos a coger bichos pequeños, y un rato más tarde volvimos con unos capazos cargados de hormigas blancas, gusanos, grillos y caracoles. También les agradecimos que quisiesen entrar a formar parte de nosotros, comimos y Feli Dafo olió y comió. Con muecas raras, pero comió. Por la tarde los hombres fueron a cazar, y regresaron con liebres y un antílope joven: les dimos las gracias por querer entrar dentro de nosotros, y nos los tragamos. El forastero olió, comió y digirió toda aquella caza. Entonces, hacia el anochecer, las mujeres trajeron los brebajes.

La leche pasó de mano en mano, y nadie se sorprendió. Pero con la miel fermentada tuvimos más problemas. Quiero decir que el flamenco solitario la rehusó, porque decía que aquello le alteraba el sueño. Los hombres arrugaron la frente, y es que los hombres sabían lo importante que era que el extranjero tomara aquella miel espiritosa. Animamos a Feli Dafo a tomarla, y él dijo que no y que no. No hubo manera. La tisana de bulbos morados sí la aceptó, porque la encontró dulce y amable: no le parecía peligrosa. Ay, si lo hubiese sabido todo… ¡Ay, qué poco había aprendido el forastero, a pesar de haber aprendido mucho! La tisana, mucho más que la miel fermentada, mucho más que cualquier alcohol, cambiaba los ánimos y aturdía los sentidos. Los hombres respiraron, ellos que lo conocían bien: sabían que la nariz, los dedos y la lengua se volvían ciegos. Con la tisana de bulbos, el país de las ganas desaparecía, se perdía el gusto, y eso lo sabía hasta el más pequeño de los niños. Pero también todos sabían que la tisana era muy corta, o sea muy pasajera. Había llegado la hora, no nos podíamos distraer.

- ¿Cómo estás? -le pregunté.

- No sabría decírtelo… -Me sonrió-. Muy a gusto, sí, pero diría que me habéis dado demasiadas cosas. Tantos manjares, tantas catas, ya no noto ni los olores.

- La fiesta de los gustos es así -dije, y no me toqué la barriga porque no quería que se me viera la pena-. Tanto gusto acaba asustando las ganas. De eso se trata.

Había pronunciado las palabras que me había dicho mi abuelo. Esas fueron las palabras exactas que dije. Feli Dafo se mostró muy de acuerdo. Hizo un silencio y se rascó los puños.

- Me lo temía, Tonyo. Creo que siempre he temido esto.

- No te preocupes -dije con un hilo de voz-, ya se acaba. Ahora tomamos el último caldo, y se ha terminado la fiesta.

Le pasamos el bol del último brebaje. El bol había pasado de mano en mano, y todos los hombres habían hecho ver que bebían. Sólo habían sorbido un poco, para que pareciera que tomaban, pero casi no lo habían probado. El extranjero olió y no hizo ninguna mueca, él que ya no podía oler. Miró el contenido, aquella agua rosada como su piel, y no sospechó nada, él que no sabía que la leche y los zumos de fresa le habían cambiado el color. Levantó el tazón y paladeó un poco; después volvió a levantarlo y tragó aún más. Todos lo mirábamos y lo animábamos a beber, a beberse el bol y apurarlo hasta el final. Lo hizo, hasta que lo terminó todo, y entonces nos miró.

- ¿Qué os pasa?

- Nada -intervino mi abuelo-. Se hace de noche, y la fiesta ha acabado. Ha sido un honor compartirla contigo.

El abuelo soltó cuatro fórmulas de despedida. La gente se levantó y todos regresaron a su cabaña. Acompañé a Feli Dafo hacia nuestra roca preferida, allí donde escuchábamos la luna y los vientos. Las estrellas empezaban a despertar, pero aquella noche yo no conversaba con ellas, ni con ningún astro. Estaba muy cansado aquella noche. Sólo oía los aullidos de las bestias, el ric ric de los grillos, y mi respiración pesada. Me iba diciendo: Tonyo, qué has hecho, Tonyo, has mentido a tu amigo. Y me respondía a mí mismo: Tonyo, has hecho lo que te han mandado, y lo has hecho con buen fin, Tonyo guapo. Has entrado en el mundo de los hombres hechos y derechos, Tonyo, has conocido los secretos de la luna y has mentido, pero lo has hecho obedeciendo al abuelo y al padre. Esto decía yo, pero aún tenía resquemor en la barriga y no podía sostener la mirada de Feli Dafo, con esos ojos que eran como aguas del color del cielo. Él sí me miró, y de repente me miró mucho. Se le estaba pasando el efecto de la tisana de bulbos morados. Los gustos le volvían. Tragó saliva y chasqueó la lengua. Entonces arrugó la nariz.

- Creo que huelo el éter. El mundo etéreo -dijo.

- ¿Qué dices? -pregunté, confuso.

- Tonyo… -Suspiró, y después enmudeció. Estaba tan ocupado descubriendo el mundo, que no dijo nada más.

- Lo siento, amigo mío. -Me enjugué la primera lágrima-. Me aseguraron que era necesario.

Pero él no estaba triste, ni enfadado, ni resentido. Tenía los ojos enormes, las orejas bien aguzadas, y todo él estaba abierto de par en par. Incluso la cicatriz de la ceja se le había abierto, diría yo. No había duda alguna, la planta de la luz lo tenía capturado. Sus ojos eran hogueras, pero hogueras de espíritu, azules y verdes. Ni una bestia ni un enemigo se le acercaría, con aquellas hogueras claras.

Estuvo toda aquella noche en vela, con la luz dentro. Yo debí de quedarme dormido, porque a la mañana siguiente me desperté, acurrucado a su lado, cuando el sol ya quería despuntar. No sé si lo que vi lo contemplé en sueños o despierto; no lo sé con certeza, pero, como lo recuerdo, supongo que estaría bien despierto. Todo lo que sucedió lo recuerdo claro y perfecto, de manera que cuando me viene a la mente diría que todavía puedo tocar a mi amigo. Recuerdo muy, muy bien cuando se levantó, allí encaramado a la roca, y se desnudó. Sí, sí, lo tengo muy presente. Se desnudó completamente, dejó caer la túnica a los pies y vi a aquella persona como no la había visto nunca antes.

Se encaró a la luna, se fijó en los agujeros de la luna, y contó las estrellas, las que caían y las que no caían del cielo. Sin disfraces, me mostraba quién era de verdad, y recuperaba su alma. A su alrededor, los bosques danzaban, las palmeras agitaban el cabello, y las montañas reían con voz ronca y llena. La planta de la luz cantaba, las estrellas silbaban, y el sol se alzaba sonriendo. Toda la tierra era una fiesta, porque Feli Dafo despertaba.

Ya recordaba quién era en realidad. Lo descubría sin prisas, maravillado de los hechos de su pasado. Entonces el cuello se le alargó, le crecieron las plumas, y las orejas se le convirtieron en alas. Ya no llevaba ninguna ropa, era el flamenco solitario que era. Y emprendió el vuelo, desde nuestra roca, hasta cabalgar el viento. Dio unas cuantas vueltas al cielo de la noche, las alas extendidas, solemne. Volvía a ser el hijo del viento, y no había vuelo más libre que el suyo. En lugar de caminar volaba, empujado por los aires de su padre, y cuando batía las alas pronunciaba su propio nombre. Hijo del viento, decían las alas, hijo del viento. Hijo del viento, y levantaba el vuelo: hijo del viento, y aterrizaba veloz. Hijo del vieeeento, Feli Dafo, hiiiijoooo del vieeeento.

Feli Dafo ya sabía quién era, y ya podía volver al país de su pasado. Ya no era un pobre vagabundo que dormía en el suelo y que no sabía nada de nada. Era otra cosa.

¿Se sentían de aquella manera las madres? Cuando un hijo o una hija las abandonaba y partía hacia tierras desconocidas, ¿era aquel pesar, aquel mal, lo que notaban en la tripa? Yo estaba a punto de despedir a Feli Dafo, y nadie que nos hubiese visto nos habría comparado con una madre y un hijo. Porque era mayor que yo, mucho más; tenía la piel rosada de los flamencos, y yo la piel oscura de la tierra de Kaffá; era hijo del viento, y yo no era su padre, el viento. ¿Pero quién le había enseñado las cosas principales de la vida? Yo, el pequeño Tonyo. Yo lo había educado. ¿Quién lo había acompañado, protegido, quién lo había llevado ante los Gamo, ante los ancianos y los notables, ante los secretos y las verdades? Lo había hecho yo, Tonyo el pastor. ¿Quién lo había recogido cuando era una criatura indefensa, olvidada por las hienas, y lo había llevado a la seguridad de los zorros? Yo, Tonyo, yo lo había conducido.

Por todos esos motivos me correspondió a mí hacerle los obsequios de partida. Yo tenía las bolas dentro de un cesto, a mis pies, listas para regalárselas. Antes, sin embargo, yo tenía que aceptar su tributo. Así lo hice, cuando recibí de sus manos la hierba arrancada. No me recriminó nada, no dijo que yo lo había confundido: en ningún momento recordó que había probado la planta de la luz en contra de su voluntad. Sólo me alargó el puñado de hierbas y habló.

- Estaba muerto -anunció-, y al encontrarte volví a nacer.

Sus palabras me llenaban el pecho de hormigas. ¡Qué orgullo, caramba, qué gran tarea la mía! Me dijo aquello delante de todo el pueblo, y todos me miraron en silencio, con una admiración grande y pesada que no se la llevaba ni el viento. Qué alegría tan ancha y larga… La pena de verlo irse seguía allí, más abajo, en la barriga. Pero la alegría de sentirme el centro de mi gente, aquel reconocimiento de mi amigo Feli Dafo, arrinconaba la tristeza. De momento, por lo menos. Tenía la hierba seca en las manos y yo, Tonyo, era el chico más importante del país. Incluso antes de iniciarme como hombre, yo ya era todo un personaje. No era el más sabio, claro, ni podía serlo: mi abuelo era el más sabio. Fue él quien avanzó y dio los últimos consejos.

- Ahora no tienes tantas ganas, hijo del viento -dijo-; y una criatura viva, sin ganas, está mucho más viva.

- Yo pensaba que, si combatía las ganas -respondió Feli Dafo-, siempre las mantendría vivas. Y que, si sucumbía a las ganas, perdería mi misión, y la vida ya no tendría sentido.

- Pues ya lo ves, forastero -recalcó el abuelo, despacio-. Has recuperado parte de tu vida. De cuando eras flamenco, quiero decir. Porque los animales no han entrado en el país de las ganas, y por eso encuentran sentido en la creación. No en las ganas, sino en las necesidades. Los animales son muy vivos, hijo del viento. Necesitan nacer, necesitan crecer y necesitan morir. Los hombres, desde que somos tal cosa, nos disfrazamos y buscamos necesidades allá donde no las hay. Felicidades, pues, porque has progresado. Pero no has terminado. ¿Lo sabes, verdad, que no has acabado?

- No, venerable abuelo. Me falta el ayer. Pero creo que lo encontraré, estoy bastante seguro.

Se lo veía lleno de seguridad. Había recobrado la serenidad de los animales, más sabios y afortunados que los hombres. La cara le había cambiado, era más afinada; y aquellos ojos que todo lo tragaban empezaban a seleccionar entre las cosas principales y el resto. Era capaz de volar, yo lo había visto con mis propios ojos. Y desde allí arriba, rozando las nubes y las estrellas, el mundo se había extendido ante él tal como era. Qué suerte, pensé. Qué buena suerte, ya podía buscar su pasado sin miedo. Podía ir tan lejos como quisiera, y recogerse en sus adentros tanto como fuese necesario, porque sabría cómo hacerlo. Qué bien.

Me agaché y cogí el cesto. Dentro estaban las bolas que corresponden a cada viajero, y había que hacerle la ofrenda. Cada pelota, del tamaño de un puño, contenía un fruto de la planta de la luz. Habíamos protegido las semillas, aún frescas, con toda su pulpa y su tela plateada, dentro de unos envoltorios gruesos de manteca. Por encima, habíamos recubierto las bolas con una capa prensada de excrementos de cabra. Aquello aguantaría heladas y tormentas, y llegaría en buenas condiciones hasta donde fuese necesario, hasta más allá de la raya del horizonte, si era menester. Era un buen presente, que no todo el mundo se merecía. Pero Feli Dafo sí se lo merecía.

Vi cómo se daba la vuelta y se marchaba. Su caminar era grácil: llevaba la túnica roñosa de siempre, pero caminaba mejor, en brazos del viento. Adiós, hijo del viento, pensé. Sé que estarás en algún lugar de la tierra, me dije a mí mismo. Parte de ti se queda en mí, y parte de mí se va contigo. Qué pena y qué alegría, Feli Dafo. Y, si algún día veo caer tu estrella, yo te recordaré. Porque es lo que hacen las estrellas; justo cuando cae nuestro cuerpo, también cae la estrella, que siente cómo se hunde nuestro corazón. Las estrellas conocen el momento en que morimos, y avisan a nuestros amigos. Por eso yo sabré cuándo reposas en paz, flamenco solitario, por eso no seré un pobre desgraciado. Tu muerte nunca me será extraña, ya nunca serás un forastero para mí. Cuando te busque, alzaré la mirada hacia la luna y siempre te veré allí, en uno de los agujeros del astro que jamás muere.

Será entonces cuando hablará mi música. Tonyo, Tooonyo, harán las lengüetas de la fístula. Fiu fiu, harán las estrellas, fffiu fffiu. Fus fus, soplará la planta de la luz, hacia arriba, bien alto, para que la oigan desde el cielo. Ric ric, harán los grillos. Fusss fusss, la planta, y Toonyo Tonyo, mis voces, que resonarán en las montañas. Hijo del viento, dirán los aires, y se desharán las nubes, que son el cabello de las almas difuntas. Hiiijo del viento, cantará el mundo entero, Feli Dafo, hijo del viento… Tu historia volará con el viento, que es un padre muy potente, y se meterá en los oídos de todos. La tierra será un coro de voces y músicas, que todos los niños escucharán. Nunca estarás ausente, flamenco, mientras haya un Tonyo en la tierra de Kaffá.

Y tú manda tus palabras, ¿eh? Dime Tonyo, todavía estoy aquí; dime Tonyo, estoy cerca; dime Tonyo, guapo, tú no estás solo. Y yo te prometo, hijo del viento, que ya no serás un flamenco solitario. Yo te escucharé sin falta, y serás un flamenco precioso. Qué bien, Feli Dafo. Qué bien. Qué bien que lloro por ti.