PRÓLOGO
A los trece días del mes de agosto del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo de mil setecientos cuarenta y siete, divisamos la costa de la capitanía de Pernambuco. Poco podía imaginarme, aquel día, que empezaba una de las historias más fenomenales que jamás ha escuchado oído humano. Corría el primer año de reinado de S. M. Fernando VI, soberano de las Españas y de las Indias. La mar estaba en calma pero el cielo anunciaba tempestad, de modo que el capitán resolvió iniciar el cabotaje, y dispuso que yo bajara a tierra con la mayor premura. La fragata debía continuar su largo periplo hasta el Río de la Plata, pero nos encontrábamos aún en posesiones portuguesas, de dudosa afinidad: no era cuestión de alargar la maniobra de desembarco. Así fue como, pasada la hora del mediodía, una chalupa me dejó a mí, un servidor de ustedes, de nombre Antoni de Gilabert, en las playas de la próspera villa de Olinda.
Me complace reseñar los hechos, de distinta fortuna, que me habían llevado a aquellas latitudes. Yo había nacido en Barcelona, el mismo año del desdichado sometimiento de la nación catalana por la fuerza de las armas. Mi padre había fallecido en la defensa de las antiguas libertades, poco después de haber venido yo al mundo. Y, claro, un servidor de ustedes, por naturaleza y por providencia, se había inclinado por la nada gloriosa y mundana práctica de los negocios. De joven me había establecido en la venturosa isla de Cuba, y ya me había quedado a vivir allí. Desde aquel privilegiado santuario había conducido una empresa de marcada orientación agrícola, dedicada al azúcar y al tabaco. Entrado en la edad de la primera madurez, que como es sabido despierta en los hombres la inquietud de las últimas grandes oportunidades, tomé la determinación de zarpar del puerto de La Habana y viajar hacia tierras más meridionales.
Es legítimo que se me interrogue acerca de los motivos que me empujaban hacia otros parajes, lejos de mi Cuba de adopción. Podría asegurar que me movía el lucro de la empresa, pero probablemente caería en el peor engaño, que es el que cometemos en propia persona. De hecho, pocos años antes había empezado una pertinaz búsqueda del producto de moda, el cultivo que se extendía con furia por los campos de las Américas, y que se conocía con el nombre de café. La planta movía fortunas, precipitaba envidias y armaba conspiraciones, porque su consumo en el Viejo Mundo se había disparado más allá del delirio. Algunos profetizaban que, muy pronto, su mercadeo pasaría por delante de los intereses y esfuerzos que nutrían la fabulosa trata negrera. Yo dudaba bastante de semejantes especulaciones desmedidas, pero sentía una particular afición, casi espiritual, por trasplantar las fragancias cafeteras a la perla de las Antillas. Aquella semilla tan singular había arraigado en muchas colonias americanas, pero no en las haciendas cubanas, aún no.
Se podrá decir, con sólidas razones, que no era necesario perderse en las playas de Pernambuco para hacerse con un brote de tan preciado vegetal. Pero era evidente que yo, Antoni de Gilabert, hijo de mártir vencido, también conservaba en el cuerpo alguna herencia del soñador inefable. Había pasado media vida ocupado en reunir un modesto patrimonio y, una vez conseguido mi anhelo de solidez material, la llama del ideal incierto empezaba a quemarme las entrañas. Debe de ser cierto lo que dicen, que nos pasamos media vida labrando nuestro futuro, y la otra media trabajando para deshacerlo. Fuera como fuese, me había hecho el firme propósito de introducir el café en la isla de Cuba. No un brote cualquiera, cogido de las plantaciones que se prodigaban en las Antillas o en la Batavia holandesa, sino el mejor esqueje, el más sublime, el que generara el grano más fino y la infusión más sabrosa.
Mis indagaciones me aconsejaron, al cabo de un tiempo, fijarme en las frondosas tierras de las Guayanas y de Brasil. Y también oí citar el nombre de Félix Dufoy, un misterioso personaje que nadie podía jurar si realmente había existido. Ya tenía, pues, dos inspiraciones, una geográfica y otra biográfica, y no necesitaba muchas más para empezar mi periplo. En cuanto a la región, lo tenía bien fácil; me bastaba con embarcarme y bajar en los prometedores destinos que, delimitados por los trópicos, empezaban a producir el mejor café. En relación con el personaje en litigio, sin embargo, la cosa se complicaba, ya que era más difícil separar la verdad de la falsedad, en el caso del tal Dufoy, que en cualquier hagiografía de beato milagroso. Entre expertos cafeteros, aquella figura estaba hecha a base de rumores: que si era inglés, que si francés; que si había recorrido medio mundo, que si era un charlatán; que si había producido café, que si no; que si su bebida era un elixir de los dioses, que si agua sucia; que si era una ficción, que si una persona de carne y hueso… Era como una criatura fantástica, de las que tan pronto tienen dos cabezas como una cola de pescado, a tenor de los delirios y las quimeras de cada cual.
Al recalar en La Martinica, confronté por primera vez la leyenda con la realidad. Fue en un encuentro con un capitán normando, el primer hombre que había podido plantar café en el Caribe francés. Allí, la fantasía empezó a ser vencida por la veracidad. El capitán me aseguró que Félix Dufoy no era ningún mito, que era un personaje de carne y hueso. Él nunca lo había conocido en persona, pero había sufrido sus ardides. Dijo que unos años antes, en la ciudad de París, el tal Félix le había hurtado una planta excelente, de la mejor especie, y se la había llevado quién sabe dónde. Él, el normando, se había tenido que conformar con unos brotes de tercera clase: a pesar de todo, los había hincado en la generosa tierra de La Martinica, y a partir de entonces había alterado las glorias agrícolas de la Francia. No era necesario estudiar mucho el ademán ofendido, su talante engreído, para comprobar que el capitán normando estaba fuertemente resentido contra un hombre más hábil que él.
Perseveré en mis inquisiciones, de modo que pronto supe que, en caso de existir realmente aquel célebre Dufoy, tenía que haber encaminado sus pasos hacia la capitanía de Pernambuco. Y así fue como subí a una fragata de su majestad católica, surqué las aguas de medio mundo y, aquel trece de agosto, seis meses después de haber zarpado de La Habana, estaba a la vista de la próspera villa de Olinda. Tan pronto como hube desembarcado, busqué hostal en la plaza y pregunté a toda alma viviente por el paradero del curioso Dufoy. De pronto, me di cuenta de que, a medida que me acercaba a mi objeto, la confusión no se aclaraba, sino al contrario. El desconcierto crecía.
Algunas voces detestaban la vaporosa memoria del prohombre. Que si el señor Félix había seducido esclavas a diestro y siniestro, que si era un rabioso partidario de la abolición, que si no conocía ni moral ni confesión. Tenía ojos de loco, verdes y enormes, y orejas de demonio, terminadas en punta: en la ceja exhibía una cicatriz, una innegable señal de maldad. Otros guardaban una memoria más misericordiosa: que si el señor Félix era un gentilhombre cordial y afable, culto y refinado, que si era buen pagador… En algunas cosas, sin embargo, coincidían las habladurías: ese hombre destacado había hervido un brebaje divino, como nunca antes se había conocido; y había muerto a manos de su esclava, una Rosa Fortaleza de reputación ínfima, que había vivido a costa de él un puñado de años. Apuntaban que en los últimos tiempos, antes de ser enviado a mejor vida, había ocupado una pequeña finca, en el camino hacia el norte, en una absoluta reclusión. Hasta que un buen día había desaparecido, y su pérfida ramera había huido de la justicia sin dejar ni rastro.
Por aquellas fechas acaeció un contencioso que me asistió en mi tarea. Resulta que un contingente de negros, unos fugitivos que se habían resguardado en el traspaís, en el campamento rebelde de Palmares, negociaron con las autoridades su vuelta a la civilización. Un buen día comparecieron ante la puerta de la villa de Olinda, en número de trescientos y pico, y se entregaron a la ley. Los sometidos organizaron un motín, bajo el pretexto de que la capitanía les había prometido la emancipación; pero las tropas los rodearon y los redujeron a fuego y espada. Después llegaron los mayorales, procedentes de las plantaciones vecinas, los marcaron con hierros candentes y se los llevaron a recoger caña de azúcar. Aquellos hechos y mi historia no se habrían cruzado si no me hubiese tropezado, poco después, con uno de aquellos esclavos infelices.
El hombre cargaba sacos en la playa. Era joven y fuerte, iba medio desnudo y lucía la marca del hierro en la espalda. Me acerqué a él y le ofrecí un trago de aguardiente, método reconocido e infalible para soltar las lenguas más anudadas. Le pregunté si venía de la zona insurrecta. Me respondió que procedía de la república libre de Palmares, y que en mal día se había marchado de allí. Yo no tenía ninguna obligación inmediata, así que desplegué mi manera de ser, curiosa por naturaleza, con una batería de preguntas amables. Cuando se sintió suficientemente halagado, le pregunté lo que más me interesaba: si había oído hablar de una esclava renegada, una tal Rosa Fortaleza, que había asesinado a su amo.
El ganapán me miró con aquellos ojos de esclavo, que nunca se sabe los secretos que esconden. Afirmó que no sólo había oído hablar de ella, sino que la había conocido. Era una mujer maravillosa, dijo, bella y valiente, que todavía vivía en Palmares. Tenía una casita allí, donde vivía con una anciana amiga suya. Y desconocía si había matado a su patrón o no, añadió; pero, si lo hizo, seguro que el bastardo se lo había buscado. Rosa, añadió, no era una mujer cualquiera. Sabía cantar como los ángeles y caminaba con la cabeza erguida, muy bien puesta entre los hombros. Maldito el día, concluyó, que había abandonado la compañía de gente tan maja como Rosa Fortaleza.
Quedé tan ensimismado por las palabras de aquel mozo, que no pensé en darle una pequeña limosna. El hombre sólo obtuvo una reprimenda del capataz y un golpe de caña en los riñones. Me quedé completamente desconcertado, es cierto, y cuando la cabeza me volvió a funcionar la cuadrilla de mozos ya no estaba. Pero en los siguientes días profundicé en mi investigación y abordé a todos los prisioneros devueltos que encontré. Sus informaciones eran coincidentes, y pronto me formé la idea más peregrina que se podía formar una mente decente. Decidí que me internaría en la selva, hasta la comunidad de Palmares, y hablaría con la antigua esclava de Félix Dufoy.
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Hice los preparativos, por tanto, y me encaminé hacia el país donde la ley, la letra y el decoro quedaban borrados del mapa. No quisiera extenderme narrando las penalida des que pasé; el caso es que, unas cuantas semanas más tarde, ya estaba en la frontera última del progreso y la cultura. Y, mientras descansaba en un claro, unos negros colosales me asaltaron con sus machetes y me obligaron a seguirlos. Me robaron todo lo que llevaba, me pincharon con sus cuchillas de dos palmos y estuvieron a punto de partirme en trozos. Por fortuna, se me ocurrió citarles el nombre de Rosa Fortaleza, y entonces pensaron que era mejor llevarme al campamento, donde algún salvaje un poco menos analfabeto podría escuchar mis explicaciones.
En suma, diré que poco tiempo después me encontraba en la cabaña de la prófuga en cuestión, donde verifiqué que se trataba de una mujer imponente, de gran belleza y con un olor salado que embargaba los sentidos. También estaba bastante dotada en cuanto a intuiciones, y diría que enseguida comprendió que yo no pretendía engañarla. Me escuchó con atención mientras le detallaba los motivos de mi viaje, incluso sonrió en un par de ocasiones, y elogió mi coraje. Pero cuando le pregunté si conservaba el café de su amo, se incomodó. Le prometí que por aquella semilla única pagaría lo que fuera, lo que ella me reclamara. Los bárbaros que me habían asaltado tenían todo mi oro, admití, pero estaba dispuesto a bajar hasta Olinda y regresar con más dinero, si fuese necesario. Aquello no sería un obstáculo.
Ella negó con la cabeza, una y otra vez. Nada de su amo bonito -usó estas palabras- le pertenecía. Cuando se hartó de mi insistencia, la mujer se levantó y fue hasta el fondo de la cabaña, donde una señora blanca descansaba en una cama. Podéis preguntaros lo que hacía aquella vieja allí, en la cueva de los fugitivos; pero tenéis que saber que a cuchitriles como aquél van a parar los residuos de la sociedad, sean del color que sean. Y ella no fue la única persona de piel clara que vi en Palmares. Bien, da lo mismo. La tal Fortaleza se acerco a la anciana y la acarició. Le pasó las manos por el cabello y le dio un beso en la frente. Como si la reconfortara en una enfermedad, o como si la calmara en una avanzada demencia senil. Si la evidencia de las pieles no me lo hubiese quitado de la cabeza, hubiera jurado que se trataba de madre e hija. Al final la vieja murmuró algo, que no llegué a entender, y Rosa regresó hacia mí.
Me quedó claro que la negra no tenía prisa por echarme y que no me deseaba ningún mal, pero también pude comprobar que no quería hacer ningún tipo de trato. Todo apuntaba a que mi aventura terminase allí, en una triste cabaña de un campamento de esclavos sediciosos. Me embargó la serenidad extrema del fracaso, aquel sentimiento llano y definitivo que nos invade cuando nos damos cuenta de que ya no podemos hacer más de lo que hemos hecho, y cuando al fin y al cabo hemos hecho mucho más de lo que recomienda la prudencia. Despojado de cualquier recelo, por lo tanto, y sin ninguna otra esperanza que la de volver a casa sano y salvo, elegí el camino del más puro cotilleo. Le pregunté acerca de un extremo que no guardaba ninguna relación con la planta del café, pero que me había intrigado desde que había oído hablar de ella y de Félix Dufoy.
- ¿Es cierto lo que dicen, que mataste a tu amo?
- La gente dice muchas cosas -replicó ella.
- ¿Es cierto o no?
- Sí, lo envié a mejor vida.
Me lo dijo con una tranquilidad insólita. Sólo las criaturas más salvajes, reflexioné, son capaces de expresar verdades tan crudas de una manera tan sencilla.
- Ah… -dije-. ¿Y por qué?
- Porque me lo pidió él.
Eso fue todo; de la tal Rosa Fortaleza no obtuve nada más. La mujer enmudeció, y yo me quedé con un palmo de narices. Al día siguiente, cuando emprendía el largo camino de vuelta a la ciudad, pensaba que nunca sacaría nada más, ni de ella ni de ningún otro testigo, ni de Palmares ni de Pernambuco ni de Brasil entero. No obtendría ni un miserable grano de café. De muy poco me serviría una confesión de culpa por boca de una fugitiva negra, cuando yo nunca en la vida había perseguido la vocación judicial. Nada más lejos de mi ánimo que atravesar medio mundo para determinar las causas de un delito común. De acuerdo, muy bien, una negra había liquidado una especie de fantasma. Muy bien, o muy mal, pero yo había fracasado en el objeto de mi largo viaje, que era la búsqueda del grano más cautivador de la tierra.
Bajé hacia los palmerales de la costa, convencido de que un servidor, Antoni de Gilabert, se había estrellado contra un muro macizo. Las bestias salvajes, las malas hierbas que entorpecían mi descenso, y sobre todo la pena que cargaba encima, me impidieron cultivar la esperanza que la divina providencia nos reserva en cualquier situación de estrechez. Reconozco que desfallecí, pobre de mí, y que estuve a punto de convertir aquella visita en un simple episodio estéril, en una anécdota extravagante de mi vida. Porque olvidé que a cualquier hora, en cualquier rincón del mundo, los caminos del Señor están presentes y se abren ante nosotros. Por inescrutables que nos parezcan.