PARÍS
- Tendré que escribir algo sobre los cándidos. Son una raza sorprendente.
Voltaire me miraba con sus ojos traviesos, adornado con su pañuelo de seda y su nariz de ratón. El escritor cavilaba, pero aquello no lo distrajo del todo: bajó la vista un instante, avanzó su reina y me hizo un jaque al rey. Diantre, había vuelto a hacerme la misma jugada, por tercera vez consecutiva, y me había hecho perder la apuesta del día. Protegí el rey detrás de un peón, pero sabía que el juego estaba acabado. Sí, pensé, la visita de aquella mañana también me había intrigado a mí. No era muy habitual, un hombre como el que acabábamos de conocer. ¿Félicien, se llamaba? Qué nombre tan modesto. Y qué pinta más deplorable… Y qué gran historia, escondida en aquella apariencia tan pobre.
- ¿Realmente se puede ser tan inocente? -pregunté.
- No podemos subestimar el poder del ingenuo, señor mío -dijo el autor, guiñándome un ojo-; el ingenuo no deja de ser un inadaptado social, y como tal puede armar una auténtica revolución.
Movió una pieza.
- ¡Esto es jaque mate, Voltaire! ¿No seré yo el ingenuo? -Detesté por un momento el joven talento que tenía delante-. Y, pues, ¿cómo jugaréis cuando tengáis mis sesenta años?
Me recliné en la butaca y lancé un resoplido. El se retocó la peluca, presumido como era.
- No podéis echar a perder, a ese Félicien.
- No, no pienso hacerlo -dije-. Pero me pregunto si no vamos errados, si no tomamos como tontería una antigua malicia, mucho más astuta que la nuestra. Porque, veamos, ¿qué es peor? ¿Ser un huérfano vagabundo, como este hombre; ser atacado por los piratas, esclavizado, condenado a hambre y a galeras, empujado hasta el mundo más primitivo, hasta las últimas penalidades? ¿O permanecer aquí como nosotros, en el café Procope, jugando al ajedrez?
- Ésta, doctor -dijo, levantando las cejas-, es una magnífica cuestión.
Nos reímos. Era todo un genio el escritorcillo. No llegaba a los treinta años y tenía el ingenio de los mejores sabios de pueblo. Quizá no era la más recomendable de las compañías para mí: yo era el cirujano del rey, y frecuentar a alguien que había pasado un año en la Bastilla, condenado por libelo, no era una buena idea. Yo tenía cierta edad, tenía cierta reputación y ciertos amigos. Pero las había pasado moradas, y sabía que una conversación aguda valía más que todas las coronas y todas las faldas del mundo. Además, estábamos en el café Procope, el más liberal de París. Yo me dejaba caer por allí todas las mañanas desde que había llegado a la capital, hacía unos treinta años. Era un local de primera, justo frente a la Comedia, en el barrio de Saint Germain des Prés. En el curso de esos treinta años, allí había tropezado con Moliere, Racine, La Fontaine y tantos otros. Ninguno de los personajes que había conocido era, por descontado, recomendable. Todos eran casi tan sinvergüenzas como yo.
- ¿Os habéis fijado en su aspecto? -Voltaire volvía a lo mismo con auténtica obsesión-. Pelucas tan baratas no las he visto ni en el mercado de cosas viejas; y aquel tricornio tan lleno de bultos… Más bien un pentacornio, diría yo.
- Sí, parecía que viniera del extremo del mundo. -Levanté un peón y lo miré por los cuatro lados-. Y con su mirada de búho asustado, como si dijera: no, señores, yo vengo del ombligo del mundo, he visto las grandes verdades. Qué ojos, qué ojos tan especiales…
- Me pregunto cómo los camareros han dejado entrar a alguien tan módico.
Realmente, el tal Félicien no encajaba en los salones de Procope. Verlo reflejado en los espejos de montura dorada era un contrasentido. Allí, entre candelabros y arañas de plata, porcelana de Sèvres y mesas de mármol, su casaca sucia no pegaba nada. Años atrás, el siciliano que había fundado aquel establecimiento había comprendido que lo que podía atrapar a los franceses no era una simple bebida, sino una moda furiosa. Con la ayuda de los orientalistas, de las traducciones de Las mil y una noches, de los comediantes y del lujo, había convertido el café en una obligación para la flor y nata de la sociedad licenciosa. Después, otros cafés se habían extendido en el margen derecho, al lado del palacio real. Se habían prodigado como setas. Pero Procope había sido el primero.
Era evidente que aquel Félicien no apreciaba la esencia de Francia. Había viajado mucho, y hablaba un francés casi decente, pero la educación inglesa que nos confesó lo tenía impedido. ¿Cómo podía comprender él, educado entre gente austera, a aquellos camareros vestidos de ninfas orientales? ¿Cómo podía admirar la gran peluca empolvada del chef? Los sorbetes, el chocolate, los licores, los dulces y las peladillas, ¿cómo podían seducir un paladar tan sobrio? Aquel trotamundos quizá había superado tres mil apuros en las comarcas más remotas, pero Voltaire tenía razón: era un cándido monumental. El rostro curtido, la cicatriz en la ceja, los zapatos reventados no lo hacían más cínico. Realmente, no se entendía cómo lo habían dejado pasar por la puerta.
- El hombrecillo ha dicho -Voltaire arrugó la nariz- que cuando se marchó hacia Oriente, todavía reinaba Luis el Grande; es lo que ha dicho, ¿verdad? Pues de eso debe de hacer… -Contó con los dedos-. Bueno, da lo mismo. Hace un montón de años.
- Sí, ha muerto el Rey Sol, han pasado la guerra y la regencia, hemos abrazado la paz y el café, y hemos coronado al nieto del gran rey. Ahora somos felices bajo la gracia de Luis XV, el bien amado. Que Dios le dé salud -con la figura del peón desplacé a mi rey-…y lo mantenga bien alejado de mis recetas.
A mí no me quitaba el sueño la felicidad del reino. De hecho, me importaba un comino el reino. Es más: sospechaba que la felicidad general podía llegar a disminuir, en términos relativos, mi propia felicidad. En cuanto a la condición física del rey, debo admitir que me preocupaba bastante; pero no porque quisiera mucho al monarca, sino porque mi fortuna dependía de aquel cuerpo de catorce años. Yo no tenía ningún interés en trabajar más de la cuenta, ni en hacer pruebas sobre las carnes regias. Las pruebas ya las había hecho, de principiante, en multitud de carnes vasallas. Y tenía claro, sobre todo, que mi rango no se debía a mis manos de cirujano, sino a mi olfato de cortesano. Siempre había perseguido más el nombre que el éxito. En Francia, el nombre y el renombre daban privilegios, mientras que el éxito sólo daba un montón de trabajo.
Tal vez por eso despertó mi curiosidad el intruso del día, aquel Félicien que quería trabajar conmigo. Se me presentó sin intermediarios, de sopetón. Ni siquiera se molestó en adular a Voltaire, cuando ya entonces el autor era bien célebre -y diría que Voltaire se lo agradeció-. Se me plantó delante, exhibiendo su ropa polvorienta como única carta de presentación. Me dijo su nombre, y cuando le pedí el apellido, me replicó que no le hacía falta, porque en Francia sólo importaban los linajes de los que poseen títulos y tierras. Yo le exigí alguna referencia, y él se limitó a informar que venía de La Rochelle, el puerto donde había desembarcado, y que allí lo habían dirigido hasta mí. No lo había dicho con malas formas, ciertamente: su hablar era suave y aflautado. Pero juraría que no le había costado nada atar la lengua y el gesto, como si la floritura y él fuesen enemigos acérrimos. Era tan gentil como salvaje. Una mezcla que encandilaba a Voltaire.
- Pólvora dulce -dijo el escritor con un suspiro-. Este Félicien es, todo él, pólvora dulce. Estoy seguro de que, bajo su expresión serena, las ideas se mueven como ejércitos grandiosos.
- Me pregunto qué querrá de mí.
- Ya os lo ha dicho, doctor. Quiere trabajo. Sois el físico del rey, y vuestras indagaciones sobre el café son muy conocidas.
- Insisto, amigo Voltaire, he ganado más reputaciones que batallas médicas. No lo veo persiguiendo medallas, al infeliz este. ¿Félicien se llama? Curioso, ¿no os parece? Félicien el infeliz. Tiene gracia.
- Pero no se puede negar que a él le interesa el brebaje. ¿Habéis visto cómo olía, cómo distinguía las categorías y las propiedades? Aptitudes no le faltan, por lo menos en contraste con los adoradores más banales del café. -Se arregló el pañuelo, presto a atacar-. Los hagiógrafos del café me ponen enfermo, ¿sabéis? Como aquel cretino, ¿lo recordáis? Mejor que mil besos, más dulce que el moscatel, decía aquél. ¿Se puede ser tan ramplón? O el otro, aún peor: negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel y azucarado como el amor. No, lo que hemos visto hoy no era presunción, era conocimiento en bruto.
Tenía razón. En París pesaba más la moda que la bebida y, claro, salía lo que salía; un saco de retórica, destinado a cultivar las más diversas vanidades. El recién llegado se estrellaba como una pelota de barro contra aquel cortinaje de pretensiones, porque lo que lo movía era la esencia del café. Me había pedido trabajo, y enseguida se había puesto a oler tazas de procedencias distintas. Los camareros iban sirviendo variedades, en tacitas de porcelana, y él iba sentenciando: Moca aguado, decía; Nasmurada fino, exclamaba; o auténtica semilla de Kaffá, dictaba con solemnidad. De vez en cuando sorbía, pero nunca se lo tragaba entero, siempre hacía catas discretas. Y cuando probó café holandés, se quedó pasmado. ¿Qué diantre era aquello?, exclamó con sus ojos enormes. No había encontrado jamás nada peor. Era grano de Batavia, le aclaramos. Él ni siquiera sabía que los holandeses tuviesen plantaciones en Asia, desde hacía poco, y que habían inundado los mercados de Europa.
Le dije que lo contrataría, pero que se tendría que poner al día. Y que no tenía claro hasta cuándo solicitaría sus servicios. Respondió que de acuerdo, que estaba dispuesto a empezar enseguida. Sólo tenía previsto estar unos meses en Francia, añadió, y por lo tanto no tenía por qué preocuparme: no quería ninguna sinecura a perpetuidad. Un día u otro tendría que irse, seguramente hacia el Londres de su juventud, donde aún debía afrontar su pasado. Eso dijo, que tenía que hacer frente a su pasado, con una mística foránea que hizo reinar un silencio incómodo. Voltaire le dio una sonada bienvenida al país de las luces, y él se encogió de hombros. Yo fui más prosaico: le di un par de sueldos, para que se comprara ropa decente, y lo cité la semana siguiente en la conserjería de palacio.
- Aún no lo entiendo, amigo Voltaire. -Suspire-. ¿Qué puedo ofrecer a un hombre así? Juraría que no necesita demasiado dinero, ni para comer, ni para vestir, ni para viajar. Lo lógico sería que se fuera de cabeza a Londres, a encontrar aquel pasado suyo tan trascendente. Y si quiere aprender mi oficio… ¿Qué queréis que os diga? No puede ser tan ingenuo el hombre. Hace años, quizá le hubiera servido… ¿pero ahora? Ahora he conseguido el respetable rango de gandul de altos vuelos.
- No sois un inútil. -El escritor me regaló la chispa de sus ojos-. Estáis ofreciendo a Francia un gran servicio, porque sois uno de los malos ejemplos más notables que conozco.
Reí y me ricé las puntas del bigote, con toda la elegancia de mis sesenta años.
- Muy bien dicho, hombre de letras -dije-. La pereza es la madre de los vicios, y como madre se le debe rendir tributo.
- Eso mismo. Y ahora volvamos a nuestro huertecillo predilecto, el que nos ocupaba antes de la llegada del personaje.
- ¿Qué huertecillo? -Fingí desinterés.
- Bien lo sabéis -dijo Voltaire-. El huertecillo de las señoras. Hemos jugado al ajedrez, pero en realidad estábamos jugando a las damas.
- Y, como habéis ganado la partida -dije-, ahora pretendéis cobrar vuestro trofeo.
- Oh, ya lo creo. Cumpliréis el trato, si queréis conservar mi aprecio.
- Pensaba, querido -protesté-, que nos unía una franca amistad.
- Pues estabais equivocado. -Se levantó de la silla-. Como mucho, el buen conversador obtiene aprecio. Igual que el lujurioso asegura la compañía, el político obtiene partisanos, el negociante socios, el príncipe cortesanos… El único que consigue amigos, el único, es el virtuoso. Y ni vos ni yo somos lo que se llama un virtuoso… ¿verdad que no? Pues dejémoslo en aprecio.
- Habéis vuelto a dar en el clavo -admití-. Llevo toda una vida esquivando el matrimonio de los cuerpos, y ahora no se trata de liarme en un maridaje espiritual. Apreciado compañero, pues, entendidos. Podéis ir a buscar a la dama. E id alerta, ya sabéis lo que pienso: no te enamores hoy, porque a saber a quién puedes conocer mañana. Id a buscar a mi amante, Voltaire, que a partir de hoy será vuestra.
- ¿No os vais, vos? -preguntó.
- No, beberé más café.
- Pues bebed, bebed, que en el otro mundo no habrá.
- Hasta la vista, Voltaire.
- Hasta la vista, señor De Chirac.
Pasaría mucho tiempo antes de volver a ver a Voltaire. Su nueva amante era una dama exigente, yo lo sabía bien; de las que chupaban los humores viriles. Lo llevaría de cabeza, aquella mujer, y más cuando ella se había librado de un cuerpo pausado -como el mío- para abrazar uno nervudo -como el del literato-. Confieso que, en un principio, había perdido la apuesta con pesar; pero, una vez consumado el relevo, me había quitado un peso de encima. Todo el mundo se había sentido complacido del cambio; excepto las letras francesas, claro, que perdían por un tiempo la dedicación de Voltaire.
Al que volví a ver fue a Félicien. Hizo acto de presencia, como le había indicado, en la conserjería del Louvre. Me esperaba allí al final de la escalera, inmóvil, solo; y se había procurado una indumentaria muy humilde. Con el estipendio que le había pasado, habría podido comprar una terna de seda amarilla o carmesí, y un tricornio emplumado, y puños de brocado, y una corbata de muselina. Pero no. Se escondía bajo una gama de grises que, aunque eran limpios y ordenados, lo confundían con el común de los burgueses. La peluca le tapaba las orejas, y quedaba rematada en una cola modesta que moría en la nuca. Era evidente que el hombre cumplía su programa de mínimos, y lo hacía tanto en el vestir como en el hablar. Nunca me podría hacer daño un individuo como aquél, falto de vanidad y de ambición terrenal.
- Vamos a mi berlina -ordené-. Quiero que me acompañéis a una disputa bien curiosa.
Subimos al carruaje y le dije al cochero que nos llevara a la Academia Real de Cirugía. Me senté y me puse el bastón entre las piernas, como hacía habitualmente; crucé las manos encima del pomo nacarado, y reposé en ellas la barbilla. El coche empezó a moverse, y me dispuse a estudiar a Félicien. Él me aguantaba la mirada, pero no abría la boca. Lo interpelé.
- Así que llegasteis por La Rochelle… -dije-. Viví allí unos cuantos años, es verdad, pero hace mucho tiempo. ¿Quién os dirigió hasta mí?
- No sabría decirlo. -Se rascó los puños-. Alguien del mercado, creo.
- Os cuesta mentir, veo. Qué lástima.
Le participé que, de joven, yo me había estrenado en la capital de la Charente. Allí tenía una consulta que me permitía hacer carrera en todos los sentidos imaginables. En todos, aclaré. Quizá no había curado muchos enfermos, pero me habían llegado las voces y las nuevas más diversas sobre mis clientes. Había llegado a tener una relación muy precisa de los pobladores de la ciudad, y también de las comarcas rurales. Con aquella información había servido el interés del rey, y también mi interés. Las autoridades, con la revocación del edicto de tolerancia, iban locas buscando herejes. Y yo buscaba los favores de la corona. Era una alianza ideal. Aquella época fue muy turbulenta, y muy propensa a hacer carrera.
- También hice carrera entre las mujeres -admití-, porque las manos de un cirujano y el cuerpo de una mujer han nacido para ser amigos.
- ¿Eso es lo que dicen? -Me miró con los ojos abiertos, sin esbozar la mínima sonrisa.
- Sí. Aprendí muchas cosas en La Rochelle. Las leyes fundamentales de la carne, por así decirlo. Primero, que ninguna mujer es invencible; segundo, que el amor eterno dura una noche, como mucho; y tercero, que no hay mujer fea, sino belleza rara.
- No eludisteis ninguna tentación -murmuró él.
- ¡Oh, lo intenté! -exclamé-. Pero soy lento, y las tentaciones, que son muy veloces, siempre me atrapan.
Félicien se había puesto rojo como un tomate. La conversación le molestaba, estaba claro. El hombre era como una doncella virgen. ¿Podía ser que fuera virgen?, ¿que nunca hubiese probado a una hembra? En tal caso, sería la primera criatura de mediana edad, sin desflorar, que conocía en todo el reino. Sonreí, con la cabeza aún apoyada sobre el bastón.
- Yo era joven, ya se sabe… -Suspiré-. Y no es que tuviera menos fuegos que ahora, pero quemaba mejor. Mucho mejor.
- Hasta que se os bajaron los sofocos -dijo él-, y vinisteis a París para dedicaros a la búsqueda del café.
- No, no. -Sacudí la cabeza-. Cuando llegué a la corte ya lo había hecho todo. Las búsquedas las hice en La Rochelle. Una vez aquí, una vez lograda mi posición, me afectó una grave alergia al trabajo. Quizá sea cierto que el trabajo no mata a nadie; pero, por si acaso, decidí no arriesgarme.
El cochero frenó los caballos con un grito, y la berlina se detuvo. Mi acompañante hizo un gesto hacia la puerta, pero yo lo detuve. No bajamos hasta que el lacayo abrió la puerta, colocó el escalón, y nos puso los listones para evitar el barrizal. Y entonces, claro, bajé yo primero. Fuimos hasta la escalera del edificio y entramos en la Academia de Cirugía. Un criado me reconoció enseguida, hizo las reverencias de turno y nos llevó hasta la sala de plenos. En el anfiteatro de madera había dos docenas de facultativos, que se levantaron de golpe. Les di licencia para continuar y me acomodé en la fila delantera. Llamé a Félicien para que viniera a mi lado, nos quitamos los sombreros, y ambos nos preparamos para escuchar las doctas deliberaciones de la ciencia.
- Estimados colegas -proclamó el único médico que se había quedado de pie-, como os decía antes, esta mezcla es funesta. Más allá de perjudicar el consumo de nuestros vinos, más allá de escapar a nuestra autoridad prescriptiva, más allá de cualquier perjuicio al gremio o la corporación, este maldito café está degradando la raza. Mis pacientes, damas de probidad in-du-da-ble -recalcó la palabra-, dicen que…
- ¡No me extraña, Trousseau! -gritó un espontáneo-. ¿Qué mujer querría perder la virtud con un medicastro como vos? La vida, quizá sí, ¿pero la virtud?
El tal Trousseau se había ganado a pulso la fama de provocar más víctimas humanas que los cañones del rey Luis. Aparte de eso, el doctor era bajito, tenía el labio torcido y exhibía una boca con más agujeros que dientes. Era la prueba viviente de que, si no había mujeres feas, ciertamente existían los monstruos masculinos. Resopló y retomó su discurso.
- Pues mis pacientes, pedazo de burro, padecen esterilidad y leucorrea. Leu… co… rrea-arrastró las erres-. De tanto tomar café. Y se quejan de que sus maridos han quedado reducidos a la impotencia más absoluta. Estamos hablando de un anafrodisíaco, señores, ¡un a-na-fro-di-sí-a-co!
Narró la anécdota de la reina de Persia, que yo ya había oído en incontables ocasiones. Los persas abusaban del café, dijo, y no querían admitir que. aquello reducía su fuerza prolífica. Hasta que un día la soberana, que ya estaba harta, vio a unos hombres que sujetaban un caballo. La reina preguntó qué estaban haciendo, y le respondieron que querían emascular al animal. Ella dijo que no era necesario: le tenían que dar café, como a su esposo, que llevaba cinco años bebiendo aquella porquería… ¡y ya no había habido necesidad de caparlo! Desde aquel día, según Trousseau, los persas habían abandonado la popular tisana. Por todo aquello, y por otros motivos, solicitaba que la casa del rey prohibiese el café en Francia. Y me miró a mí, pero yo me encogí de hombros.
- Si me permitís, ilustres académicos -había tomado la palabra el doctor Dufour-, me veo obligado a discrepar. Sobre la base de los exámenes más minuciosos, a lo largo de una dilatada práctica, yo me inclino a pensar que el café posee facultades positivas. Entre las más corrientes, como ya sabéis, quita el sueño y cura el dolor de barriga, porque actúa como diurético…
- ¡Oh, y tanto! -saltó Trousseau-. Primero acaricia los intestinos… ¡y después los quema hasta deshacerlos!
- A vos -intervino un tercero- lo que os pesa es que el café aleje del vino… ¡y de vuestra consulta!
Dufour, hombre juicioso, puso paz en tan erudita conferencia. Me giré hacia Félicien y le confié que Dufour era uno de los más listos del grupo. La inteligencia lo perseguía, dije en voz baja. Lástima que él, a la hora de la verdad, conseguía ser más veloz que la inteligencia.
- Por favor, señores, somos gente civilizada. Y tenemos al distinguido físico del rey entre nosotros, no lo olvidemos. -Hice una leve inclinación de la cabeza, y él continuó-: Lo único que afirmo es que, con los estudios en la mano, los efectos parecen provechosos. El café corrige las irregularidades de la menstruación, y está claro que actúa contra el exceso de alcohol en la sangre. Otra cuestión es que haría falta poner el remedio en manos de la farmacopea, ya que ésta siempre hará un mejor uso que la gente corriente, propensa a…
- ¡Tonterías! -exclamó Trousseau, las facciones encendidas-. Esa porquería destruye las circunvoluciones del cerebro, sí, las cir… cun… vo… lu… ció… nes. Provoca el agotamiento general, la parálisis de los miembros, la impotencia y un secado definitivo del líquido encefalorraquídeo. Sí, colegas, ¡el líquido en-ce-fa-lo-rra-quí-deo!
Félicien se me acercó y me preguntó si aquel físico sabía realmente de lo que estaba hablando. Le contesté que me temía que sí: estaba hablando de su bolsillo. No soportaba que se le escapara un producto de bondades terapéuticas, eso era todo. En cuanto al lenguaje médico, no podía discernir si era fiable o no. Pero, si nos guiábamos por la destreza con que aquel Trousseau vestía la peluca, teníamos motivos de sobra para desconfiar de él y de su vocabulario.
- ¡… hincha los fluidos y seca los riñones -el hombre se había embalado, y tenía la peluca casi en la nuca-, seca los flujos espinales, abre los poros de la piel, los jugos nerviosos pierden fuerza, acidifica la sangre, adelgaza hasta el agotamiento y aturde! ¡A-tur-de, señores!
- ¡Vos sí que nos aturdís, atontado! -bramó una voz anónima.
- Con la venia, doctores. Con la venia, ilustrísimo ministro del reino. -Quien acababa de ascenderme era Fourqué, un médico anciano-. Os quiero decir una cosa. Apelo a Avicena y a Próspero Albanus, así como al gran Galeno, y estaremos de acuerdo en lo… lo de los cuatro humores del cuerpo. El producto que nos ocupa, todos lo sabemos, aumenta la hiel negra, a expensas de la hiel amarilla, la flema y la sangre. ¿O es la hiel amarilla la que crece? Bien, da igual. El frío seco que esto desprende, bueno, los sanguíneos o los flemáticos, o incluso los biliosos, de acuerdo… pero los melancólicos, bueno, es un problema.
Fourqué no poseía el don de la palabra. Era embrollado y pesado, no conseguía hacer las paces con su monóculo, que se le caía continuamente, y aburría por igual a partidarios y detractores.
- Eso ya lo escuchamos en la Escuela de Medicina, Fourqué -interrumpió Dufour-. ¿Dónde queréis ir a parar?
- Quiero decir -recogió el monóculo- que el insomnio y el ansia asociados al café, así como la delgadez y la inhibición viril… Y las migrañas y las almorranas, o incluso los abscesos que se pueden producir… todo eso…
- ¿Qué?
- Los franceses, ¿no os parece?, somos melancólicos, nos sobra hiel negra… Y, claro, fatal. Los mahometanos, bueno, ellos son de sangre cálida, ¿verdad? Con nuestro clima, qué he de deciros…
- Nada, doctor, no es necesario que digáis nada más -lo cortó Dufour-. Pero dejad que añada algunos méritos más del café. Bien administrada, la tisana puede ser un antídoto contra la adicción al opio, combate el cólera y el morbo, las afecciones reumáticas y, posiblemente, la peste. De paso, digamos que modera el derrame lacrimal y, mezclado con mantequilla y grasas, facilita las lavativas. Estoy seguro de que, distribuido correctamente en las farmacias, el café…
- Tenéis razón, no hace llorar, pero hace cagar a gusto. -Trousseau volvía a la carga-. ¡Ya lo creo que hace cagar! ¡Hedor es lo que hace! En todas partes han penalizado al café de los cojones. Los árabes, los otomanos, los ingleses, los prusianos… en uno u otro momento, la gente con juicio lo ha prohibido, aunque ahora no sea así. ¿Y sabéis por qué lo han prohibido? Pues porque el café extermina, eso es todo. Sí, queridos académicos, ex-ter-mi-na. El introductor del café en Viena, doctores, murió de tuberculosis. Y no puedo dejar de citar que una princesa de Francia, que todos recordáis, cayó víctima de ese veneno. Yo mismo le practiqué la autopsia, y tenía unas úlceras estomacales negras y duras como granos de café. Ex-ter-mi-na, señores.
Entonces llegó el momento que todos habían esperado: la peluca de Trousseau cayó al suelo. Aproveché el alboroto general para levantarme y empezar a marcharme, con Félicien detrás de mí. Pero antes de llegar a la puerta me detuvieron los ruegos de la concurrencia. Querían que el físico del rey, antes de marcharse, aportara su opinión. Sobre los efectos del café y, en particular, sobre la conveniencia de regular su consumo.
- Académicos -esgrimí el bastón-; el rey deja hablar a los médicos, pero nunca nos deja decidir. Y hace bien, porque las arcas del reino hablan con voz más alta que nuestros fármacos. Quiero decir que la corona no puede prescindir de los impuestos del café. A nuestro pueblo le gusta esta droga, es un hecho: ¿qué queréis que haga, un pobre médico como yo?
- Queremos vuestra opinión -bramó Trousseau, agitando la peluca con una mano-. Señor De Chirac, exigimos un dic-ta-men.
- Muy bien, académicos. Mirad, mi dictamen es el siguiente: el café será quizá un veneno de los peores, pero debe de ser el más lento que conozco. Hace cuarenta años que lo tomo, y aquí me tenéis.
Me ceñí el tricornio, enderecé la figura y con paso firme, más rejuvenecido que nunca, abandoné la sala de plenos con Félicien. Bajamos la escalera, y el coche ya nos esperaba en la calle. Nos instalamos en los asientos y piqué en el techo: la berlina arrancó de inmediato. Hecha la visita de excepción, el cochero sabía perfectamente el itinerario matinal. Primero, un paseo por el jardín botánico, y después, naturalmente, un café en Procope. Saqué un pequeño espejo de debajo del asiento y me observé. No, pensé, la disputa médica no me había despeinado nada. De todos modos, me retoqué los rizos blanqueados, y me ensortijé las puntas del bigote. Las arrugas de la cara, qué remedio, seguían en su lugar. Guardé el espejito y me fijé en Félicien, que espiaba por la ventanilla. Él sí que tenía suerte: la finura de las mejillas le conservaba el aire juvenil, a pesar de las grietas que ya le rondaban los ojos y la boca. No debía de afeitarse siquiera. Tenía una ligera pelusilla en los labios, y poco más. Qué suerte.
- ¿Y pues -rompí el silencio-, qué opináis?
- ¿Del debate? Bueno, yo diría… Diría… que me da lo mismo, diría yo.
Su respuesta era la que habría obtenido de mi cochero, o de cualquier parisino corriente. Sin embargo, aquel hombre no era vulgar. Ingenuo sí, pero no ordinario. La demostración que nos había hecho en Procope, delante de Voltaire y de mí mismo, me alertaba sobre su singularidad. Alguien que podía determinar la calidad de un brebaje con tanto aplomo tenía que ser alguien especial, muy bien dotado y con fuertes inquietudes.
- Félicien… -pregunté-, ¿de dónde habéis sacado vuestras aptitudes para el café?
- Supongo que oliendo el mundo -repuso-. No lo sé, creo que he olido los aromas que lo componen. La mayoría de ellos, por lo menos.
- Ah, los siete aromas -afirmé-. El vinagre, la menta, la flor, el almizcle, el éter, el alcanfor. Uno, dos, tres…-Contaba con los dedos de la mano-. Veamos, ¿qué he olvidado?
- No lo sé, solemos olvidar lo que tenemos más cerca.
- ¿Cómo? Ah, claro. -Chasqueé los dedos-. El hedor. El séptimo aroma. ¿Y qué decís? ¿El hedor es el que tengo más cerca? ¿Aquí, en mi París? Je, quizá sí. El hedor, je, je… ¿Pues queréis que os confiese una cosa? Nunca había dado crédito a los olores. Siempre he tenido más fe en el paladar. Cuando un cirujano abre un muerto, en la nariz no encuentra ningún tipo de rastro. Pero en la lengua encuentra de todo. Y, si os fijáis bien, podréis localizar los sabores: lo dulce en la punta de la lengua, lo salado en los lados, lo amargo junto a la garganta…
- No sabría qué decir, doctor. -Levantó las cejas, cicatriz incluida-. La lengua no la utilizo demasiado.
Se me ocurrió más de una réplica aguda a su comentario. Pero el carruaje se había detenido frente a la reja principal del jardín botánico, e invité a Félicien a bajar.
- Estoy convencido de que esto os complacerá -le dije-. Por lo menos, os distraerá más que una sesión de la Academia de Cirugía.
No me equivocaba. Enfilamos el paseo central, y trabajo me costó arrancarlo de los parterres. Había miles de especies ornamentales; él quería contemplarlas todas, olerlas y examinarlas una por una. Le mostré los árboles chinos, enviados desde Oriente por los jesuítas, y los evaluó por todas partes. Cuando llegamos a la acacia centenaria, una especie venida de África, actuó de manera muy insólita. Metió la mano dentro del tronco, comprobó que estaba vacío por dentro, y se apartó alarmado, para mirarla desde cierta distancia. Pero el momento culminante, yo ya lo sabía, fue cuando nos adentramos en el invernadero. Olió a diestro y siniestro y, sin ninguna vacilación, los ojos bien abiertos, siguió el rastro del cafeto. Se arrodilló frente a los arbustos -dos, había- y por un instante pensé que se pondría a adorarlos. Lo que hizo, en cambio, fue incorporarse y mover la cabeza. A derecha e izquierda, negando con convicción.
- ¿De dónde han salido estas plantas? -preguntó al fin.
- Jasminus arabicum laurifolio -apunté-. Los holandeses nos las regalaron hace unos cuantos años. Era cuando se estaba negociando la paz europea, y nuestro rey…
- En Moca los tirarían, estos ejemplares. No valen nada. Y en Negrería… allá probablemente los quemarían.
- Las cultivaron en Batavia, en la isla de Java -expliqué-. Hemos intentado plantarlas al aire libre, pero se mueren. También hemos intentado llevarlas a ultramar, pero no llegan vivas.
- No me extraña, mirad qué aspecto tienen…
Yo no veía ningún aspecto en especial.
- Cada mañana vengo aquí -confesé-. Mi sueño es poder transportar algún esqueje a las Américas, multiplicar el brote, y cubrir aquellas tierras de cafetales. Me convertiría en el hombre más adinerado de Francia, y recibiría el título de marqués. Pero nunca lo haré, ya lo sé, soy demasiado mayor. -Incliné todo el peso sobre el bastón-. Y demasiado perezoso. Sobre todo, demasiado gandul.
- El éxito no depende del hombre, doctor. -Me midió con aquella mirada suya, de poseedor de la verdad-. Depende de la planta. Con estas malas copias no llegaréis a ningún sitio, señor De Chirac.
- Las plantas son como las mujeres, Félicien. -Le guiñé un ojo-. Si uno espera toda la vida a la criatura perfecta, se morirá sin probar ninguna. Debemos tomar lo que nos cae por el camino.
- No estoy de acuerdo -proclamó-. No puedo estar de acuerdo, porque el camino lo abrimos nosotros mismos. Yo he hecho mi camino, y tengo la mejor planta. Bueno, tengo las semillas. Recogidas de la tierra de Kaffá.
- ¿Que tenéis qué? -Un escalofrío me recorrió el espinazo.
- Granos del mejor café. Capaces de germinar. Sí, exactamente lo que oís. Y, si me consiguieseis el permiso del rey, los plantaría aquí mismo en el jardín botánico.
- No es posible. -Tosí-. ¿Me estáis diciendo que…? No lo entiendo. ¿A cambio de qué? -Me salió un hilo de voz-. ¿Cuánto dinero pedís? ¿Queréis una participación en la empresa? ¿Una concesión?
- No, doctor. Sólo quiero cuidar las plantas. Y transportarlas yo mismo a ultramar.
Qué hombre tan desconcertante, por Dios. No podía ser tan corto de alcances. Porque veamos: si tenía el fruto precioso, ¿qué le impedía plantarlo él mismo?
De acuerdo, los jardines reales tenían los mejores invernaderos, y cualquier cultivo en otra parte requería un pequeño dispendio. Pero él mismo lo había dicho: lo importante era la planta. Y la planta la tenía él. ¿Qué le llevaba a confiar en mí, cuando habría podido buscar un centenar de socios mejores? Confiar en mí, precisamente, de todos los seres vivos del planeta… ¡El más indolente, el más descreído, el más falso y oportunista de los hombres! ¿Cómo podía ser tan escaso de luces, pobre? Voltaire tenía razón: aquel cándido se merecía un libro. ¿Qué digo? ¡Toda una enciclopedia, la enciclopedia del estupor! ¿De dónde había salido el tal Félicien? Qué infeliz más misterioso, de verdad. Y aquellos ojos tan sinceros… ¿Qué me estaban diciendo aquellos ojos, en el fondo?
Unos meses más tarde, nos acercamos al jardín botánico, como hacíamos ya casi cada día. Félicien dio instrucciones precisas al abnegado curador, que estaba hasta la coronilla de él. Se tenía que regar menos, insistió, y limpiar las hojas de los árboles para abrir paso a la luz. El cafeto quería mucha luz, dijo. Después estudió las hojas, del derecho y del revés, y olió el tronco de arriba abajo. Y también le habló a la planta, como hacía siempre, con una confianza que no mostraba hacia ningún ser humano. Aseguró al arbusto que sentía sus voces por la noche, que lo escuchaba, y que había hablado con las estrellas, que eran sus hijos. O alguna bobada similar. Y afirmó que pronto saldrían, ambos juntos, hacia mejores tierras.
Yo había modificado mis tratos iniciales con él. Que pudiese distinguir todas las variedades de la bebida ya no me importaba demasiado. La gran prioridad pasaba a ser aquel brote, nuestro tesoro delicado que crecía despacio. Demasiado despacio subía, y todos sabíamos que no podríamos moverlo hasta que tuviese cerca de un año de edad. Félicien se había volcado en cuerpo y alma en él, y diría que había aplazado, o descartado totalmente, su marcha hacia Londres. Así que establecimos, él y yo, una asociación inusual, más bien fría pero correcta. Él ponía la semilla y la devoción por la planta, y yo no ponía nada; bueno, ponía mi rango, una nada de cierta prestancia.
Salimos del jardín y él prefirió marcharse a pie. Yo podría haber subido a la berlina y dedicarme a lo mío, pero desde hacía unos días el hombre iba demasiado a su aire, y me convenía tenerlo a la vista. Emprendimos, pues, el camino de San Víctor, de regreso a la ciudad. Las astas de los molinos giraban sin prisa en aquella fogosa mañana de verano. Pasaban los carros y nos regaban de polvo y nubes de moscas enfadadas. Como mis zapatos eran para los paseos lisos de Versalles y las Tullerías, y no para las pistas rugosas de paisanos, progresamos con gran lentitud. Cuando estábamos a la altura de San Benito, ya no había tiempo para tomar el café habitual, así que atajamos y atravesamos el río por el puente Pequeño. Siempre me había preguntado por qué llamaban río a aquel brazo enfermo del Sena. Las barcazas, pobladas por mujeres y criaturas, cubrían el canal; y, cuando se insinuaba el agua por alguna grieta, era de personalidad tan viscosa que las ratas caminaban por encima.
Pronto nos dio de lleno la vaharada caliente de la isla de la Cité. El gentío se espesaba, pero costaba trabajo encontrar pelucas o medias decentes. Por los alrededores de Notre Dame nos adentramos en las callejuelas estrechas que nunca habían conocido la luz del sol. Ahora veía el cólera en un perro muerto, ahora la viruela en un abuelo medio desnudo, ahora la gripe en una lavandera esquelética. Félicien ensanchaba las narices para captar las más diversas fragancias. Pero el perfume que se gastaba en aquel sector era el del sudor rancio, mixturado con la dulzura pesada del estiércol y las evacuaciones humanas. Yo siempre había defendido la idea de derribar aquel hormiguero y dejar únicamente la mole desnuda de la catedral, para airear de este modo el corazón de París.
- ¿Qué olor os llama, aquí? -pregunté a mi acompañante.
- No os lo sabría decir. -Levantó las orejas-. Algún olor de mi infancia, creo.
Naturalmente, pensé. La infancia sólo huele a mierda. Como la mía, mi infancia también.
- ¿Nunca os habéis preguntado -aventuré- por qué París es el centro de la moda, de las lavandas y de los talcos?
- Decídmelo vos, doctor.
- Pues porque huele mal -barrí el aire con el bastón-. Cuando tenemos cuatro perras, lo primero que hacemos es perfumarnos hasta la punta de los dedos. Es la única manera de olvidar nuestra infancia, y aquella ciudad pequeña que no queremos volver a pisar. La aristocracia cierra los balcones, llena las alcobas de fragancia oriental, y a las primeras de cambio huye hacia los palacios campestres.
La aristocracia, continué, combatía la suciedad con agua de pétalos y esencia de frutas. Después la aprisionaba entre gamuzas de Flandes, damasquinos y telas venecianas, bien ligadas con cintas y cordonerías. Sobre todo las damas de Francia, subrayé. Porque las mujeres inglesas eran débiles, blancas como la nieve, y corrían peligro de fundirse si se acercaban demasiado al fuego. ¡Pero las francesas! Las de París, en especial, degeneraban en monstruos. Vestidos absurdos e hinchados, cabello rizado y blanqueado como la lana, las mejillas con colorete brillante, y alguna peca artificial. No estaba bien que lo dijera, pero nuestras damas cada vez se parecían más a ovejas acabadas de marcar. Aquello era la aristocracia, el estamento que batallaba para huir de la peste del pueblo -y en cuyo seno todos queríamos ingresar.
Atravesábamos el otro brazo de río, por el puente de los Cambios, y entrábamos en las calles más ruidosas de la ciudad. Nos acercábamos al gran mercado de Les Halles, célebre por los gritos estridentes, el género aplastado en el suelo y los rateros más rápidos del universo. Evitamos aquel mundo tan emprendedor y nos dirigimos al Louvre.
- Diría que la única aristocracia verdadera -murmuró Félicien- es la del espíritu. Ciertos pueblos la conocen, pero los franceses, no lo sé…
- ¿A qué pueblos os referís?
- Más bien a los que viven en los extremos de la tierra, allí donde aún se puede vivir de lo que es esencial. Allí donde la vida vale la pena, porque es sencilla y digna. Allí donde sobran los adornos.
Aquélla era una idea digna de tenerse en cuenta. No para llevarla a la práctica, claro, porque acabaría con nuestra civilización. Pero, como juego mental, tenía gracia; sí, tendría que hablar de ello con mis amigos ilustrados, quizá con Voltaire. Félicien les podría servir como caso de estudio, dado que en su comportamiento se veía la huella del buen salvaje. El detestaba la sofisticación, aborrecía el lujo y desconocía la hipocresía. Era un sedicioso por naturaleza, porque atentaba contra la base misma de nuestro reino. Él sólo perseguía la verdad absoluta de la condición humana… cuando lo único absolutamente cierto, ya se sabe, es que la verdad absoluta no existe. Qué ingenuo descomunal.
No era religioso en el sentido estricto. Su Dios era muy íntimo, y nunca lo había visto entrar en una iglesia. Cuando hablábamos de creencias heréticas, de protestantes o de jansenistas, él enmudecía y se refugiaba en su piel de ángel. Es justo decir que, en ese aspecto, no desentonaba con la mayoría de los franceses, que se escondían de la fe y llevaban el rito católico como un disfraz más. Llevábamos, vaya. Yo sólo mantenía una disputa religiosa con una sola persona, que era el bien amado rey Luis. Y es que el chico estaba convencido de que él era Dios, y yo no. He aquí nuestra disputa. Más de una vez le había dicho al monarca: veamos, ¿qué sentido tiene un cirujano ocupándose de una divinidad? Ninguno, ¿verdad? Pues aquí está, majestad, le decía; no podéis ser divino. Yo tenía que justificar mi salario.
- ¿En qué creéis vos, De Chirac? -preguntó Félicien, en un acceso insólito-. ¿No creéis en nada?
- ¡Oh, sí! -declaré-. Creo en una pila de cosas. En todas aquellas que oficialmente se niegan, por ejemplo. En la peste que se desmiente una y otra vez, y allí la tenemos. O en la decadencia de Francia. O en las facultades terapéuticas del café.
- Y en las persecuciones ¿creéis? ¿Admitiríais que los católicos tienen que exterminar a los disidentes?
Habíamos llegado a la parte noble de la ciudad, en los alrededores de palacio. Las mansiones, los criados, los carruajes y los salones de café desprendían otro olor distinto. Estaba claro que aquellos barrios ya no le decían casi nada, porque había dejado de mirar y de oler, e incluso se interesaba por mi persona. De hecho, me maravilló que quisiera comprender mi fuero interno -una ambición que ni siquiera yo me tomaba seriamente-. Además, aquel hombre se había mostrado muy reservado desde el principio. Digamos que no perdía la ocasión de mantener la boca cerrada, y aquello contribuía a hacerlo oscilar entre la estampa del ignorante y la del enigmático. Su inquietud era tan inusitada, que decidí lucirme. Me detuve, apoyado en mi bastón.
- Las persecuciones han sido feroces, y hoy todavía lo son bastante. Creo que son bien ciertas, por lo tanto, a pesar de lo que se nos diga. Y creo que todos los hombres vivientes de cierta posición han tomado parte en ellas, en uno u otro momento. Si no, habrían perdido la condición de vivientes. O habrían perdido la posición.
- ¿Y vos, doctor?
Me confronté a sus ojos inacabables, a su verde azulado intenso. Demonios, ¿qué me estaban diciendo aquellos ojos? Resoplé y saqué pecho.
- Ya lo sabéis, yo hice fortuna con los hugonotes. -Me retoqué la peluca-. Pasaron a centenares por mi consulta. Los tenía vistos a todos. Y, cuando anulamos el edicto de tolerancia, los delaté. Ni el señor obispo ni la guardia real tenían listas tan exhaustivas como las mías. Y, gracias a eso, hoy soy quien soy. Mirad si es fácil. ¿No erais un admirador de la sencillez?
- ¿Queréis decir que fue tan sencillo?
- Bueno, algunos ofrecieron resistencia -dije-, pero era suficiente con no estar allí. En el momento de la detención, quiero decir.
Los oficiales venían a casa, expliqué; yo les iba comunicando los nombres, y ellos salían a cazarlos como conejos. Después volvían los oficiales, borrábamos de la lista a los desaparecidos, y vuelta a empezar. ¿Que aquellos infelices habían sido pacientes míos? Sin duda, y yo no los había maltratado jamás. Incluso había rescatado a alguno de achaques incurables. Bueno, quizá un puñado de incautos habían caído bajo mis fármacos experimentales. Pero, más allá de aquellos avatares, yo no tenía ninguna culpa de que fuesen tan rematadamente tozudos y prefirieran la fe a la vida. Pensarían que la fe les daba derecho a otra vida, más plena y repleta de bienaventuranzas. ¿Qué mejor favor, pues, que asistirlos en el paso hacia su jardín eternal? ¿O tal vez no era aquél su sueño de siempre, el de volar a las nubes de la paz austera y evangélica?
- No pongáis esa cara, Félicien. -Miré al cielo-. No me recreé demasiado, obré como me correspondía.
De acuerdo, concedí. En un puñado de casos no pude resistir el ansia de ir a ver a la víctima. Sobre todo cuando se trataba de doncellas solitarias, que bien se merecían un último homenaje antes de marcharse hacia el vaporoso reino de los espíritus. Yo apenas intenté, como caballero, que hicieran su último viaje con un poco de colorete en las mejillas. No había nada malo en ello; y es justo recordar que yo era joven, que tampoco era una figura de hielo. Pero, por encima de todo -había que tenerlo bien presente-, yo procuré grandes aportaciones al progreso de las ciencias. Aquélla fue la época más activa, y ya no volvería a hacer estudios tan valiosos. De hecho, yo ya no volvería a hacer estudios de ningún tipo. Los progresos que alcancé verificando las patologías del café serían de consideración. Mucho más que mil debates en la Academia de Cirugía, por descontado. Con comprobaciones empíricas, seguimiento de historiales e incluso un par de incursiones en el prodigioso mundo de la química. Y allí terminaron, en La Rochelle.
Félicien se había vuelto de espaldas. No le veía la cara, pero parecía que observara el pavimento de la calle. Qué raro en él… con el delirio que tenía por todo aquello que guardara relación con la infusión de moda. Quizá se había impresionado. Qué hombre más débil, por Dios; débil, ingenuo y estrambótico. Le participé algunos de mis resultados, sobre los efectos estimulantes de la bebida, la reducción de la flema y, por supuesto, la contención de las secreciones en general. Los ajusticiados que tomaban café justo antes de morir se mostraban por una parte más lúcidos, pero por otra más inquietos. Los que ya lo habían tomado durante muchos años, gracias a mis dosis, no acusaban síntomas singulares. Eso sí: estos últimos, cuando les hacía la autopsia, revelaban mejoras de algunas visceras y deterioro de otras. ¡Ah! Y si los abría en plena agonía, entonces…
- Basta.
Lo había dicho sin gritar, bajito, aún de espaldas a mí. Juraría que se había encogido en sí mismo y que temblaba. Qué personaje. Me callé muy a mi pesar, porque creía que aquellos estudios eran de verdad valiosos. Era lo único valioso que había hecho en la vida. Bueno, era igual, ya me lo volvería a preguntar cuando se encontrara mejor dispuesto. Miré la fachada del Louvre, y pensé que era hora de acudir a las alcobas reales. No fuera que me retardara en el incumplimiento riguroso de mi rutina. Antes de subir, sin embargo, me pareció que era el momento de hacerle saber lo que esperaba desde hacía tiempo.
- He hablado con su majestad -informé a su espalda gris-. Me ha ofrecido la gracia de su consentimiento para trasplantar el arbusto. Cuando esté maduro, por supuesto. El asunto no le es indiferente al rey, y podría llegar a armar una pequeña flota para escoltar la planta a las Antillas. ¿Qué os parece?
Tardó en responder.
- Bien…, me parece bien.
¿Qué? ¿Le parecía bien y nada más? Dios del cielo, ¿acaso no era lo que había venido a buscar? ¿Aquélla no era su quimera? ¿No había recorrido medio mundo para obtener un favor como aquél? El individuo seguía de espaldas, haciéndose el dolido, fingiendo pena por unos campesinos de provincias, una gente anónima, muerta y enterrada hacía décadas. O tal vez no era aquello, pero el caso es que estaba incurriendo en una falta de cortesía imponente. Hacia mí y hacia el bien amado monarca. Le estaba haciendo ver que él sería el elegido, que la empresa y la gloria serían de él, y el tonto lo pagaba con ingratitud, o con indiferencia.
- ¿Pero querréis hacerlo o no?
- Sí, claro.
Su voz apenas se dejaba oír. Se había desplomado encima de una bobina de cuerdas, sentado de cualquier manera, y no se había vuelto ni para hablar.
Tal vez sabía que yo mentía. Pero no, el personaje no era tan listo. Y, al fin y al cabo, yo no decía ninguna mentira. Como mucho, exageraba. Era verdad que el soberano había concedido su visto bueno. Era cierto que entretenía la idea de montar una expedición naval. Era evidente que el tema ocupaba la mente del monarca, si bien era sabido que las cabezas coronadas nunca disponen de demasiado espacio, aparte de las grietas abiertas a los panegíricos desmedidos. No, no había dicho ninguna falsedad. El único detalle que aún no estaba resuelto era si sería él, el buen Félicien, quien custodiaría la planta hasta las Indias. Una minucia en la cual yo no había entrado, puesto que cada día me inclinaba más por desestimar su candidatura. De hecho, yo nunca le había asegurado que sería él en persona, en cuerpo y alma, quien asumiría la misión. El me lo había pedido, pero yo no le había prometido nada.
Yo habría esperado una reacción alegre, la del crédulo. Podría haberme imaginado una respuesta fría y desconfiada, la del necio que ve fantasmas en todas partes. O incluso la explosión airada de alguien que sabe que le están haciendo una jugada. Lo que nunca me hubiera imaginado, francamente, era aquella monumental falta de etiqueta. ¿Qué pájaros tenía en la cabeza aquel Félicien? No era servil, no era desconfiado… Entonces, ¿qué era? Tenía que ser un ingenuo complicado, ya que, además de cándido, era maleducado y tonto. Sí, sobre todo tonto. Nuestro Señor tenía que querer mucho a los tontos, porque había creado unos cuantos. Y, encima, los había hecho muy tontos, rematadamente tontos. Soberanamente tontos. Dios, ¿cómo podía yo confiar en un Dios que obraba de este modo?
Tenía que conservar a Félicien como perdedor. Los perdedores son importantes, mucho más que los ganadores. Nadie puede ganar solo, necesita algún derrotado con quien compararse. El perdedor forma parte de una categoría suprema, que tanto se puede sostener a solas como en compañía, y que además tiene el mérito de dejarse vencer para permitir que otro sea proclamado triunfador. Félicien, pensaba yo, era uno de esos hombres vitales, sin los cuales ninguna hazaña histórica puede suceder. Él había sudado sangre para llevar las semillas del mejor café; había hecho un periplo hasta Negrería y había vuelto con el preciado tesoro. Después se había trabajado su propio fracaso, ocupándose del brote y velando por su crecimiento. Volcaba su ternura y sus conocimientos en la planta, llegando al extremo de quererla y hablar con ella. El hombre había representado con talento su papel, y únicamente había que rematarlo.
Tenía la pieza fundamental, pues, pero me faltaba el complemento, el héroe. Era obvio que yo no podía ser el escogido, ni por edad ni por temperamento. Tenia que descubrir a un hombre más joven, un poco loco y prisionero de su determinación. Lo encontré en un capitán de marinería de treinta y pocos años. El capitán era normando, un aventurero de vocación incapaz de desfallecer; conocía bien el Caribe y desconocía los escrúpulos, era soltero y ya había intentado, en una ocasión, transportar café a ultramar. En los círculos de expertos, el normando era conocido. Todo el mundo sabía que se había embarcado con un esqueje y que, durante dos meses, había sacrificado parte de su ración de agua para nutrir la planta. Había fracasado al llegar a La Martinica, seguramente por culpa del propio brote, que no era suficientemente fecundo. Pero había vuelto a París, decidido a perseverar. Estábamos destinados a colaborar, y así lo empezamos a hacer después de una breve conversación en Procope.
Félicien no tenía que saber nada de aquello, claro. A él sólo le quedaba redondear su misión, como mantenedor de la planta, y a continuación recoger la gloria sublime del estafado. Mientras tanto, yo tenía que despistarlo con talento, tenía que distraer su interés por las minucias de la expedición final. Con frecuencia recurrí a las truculencias de tiempos pasados, de cuando me estaba labrando una posición en La Rochelle. Era evidente que aquellas narraciones lo turbaban, y que le impedían pensar en nada más. Y encima, por qué engañarnos, yo empezaba a cogerle gusto. Sus estremecimientos me divertían, su pavor infantil me espoleaba y su repulsión ciega favorecía la empresa principal. Lo más curioso era que él, de entrada, se abonaba a la conversación. Una oculta morbosidad hacía que aborreciese los términos, pero que reclamara los detalles. Un día, hecha la visita al botánico, nos sentamos en una mesa de Procope.
- Creo que ya está lista, doctor -diagnosticó él-. La planta, quiero decir.
- Muy bien, magnífico. Pero no nos precipitemos, ¿eh? Recordad: no es necesario hacer hoy lo que podamos hacer mañana.
- Hace casi un año que vine, y la veo madura. Ya podemos poner en marcha los preparativos. ¿Cuándo creéis que la flota…?
- Está al caer -afirmé-. Ya lo sabéis: cuando despachen el oficio de la cancillería, todo será coser y cantar.
- Quizá mientras esperamos el oficio, sería cuestión de…
- ¿Estáis nervioso, Félicien? -Me ensortijé el bigote-. Perded cuidado, todo va sobre ruedas. Los despachos son como las campesinas, que se cierran si reciben demasiadas atenciones. Por cierto -me apoyé en la mesa-, nunca os he contado mi historia con aquella hereje… ¿Cómo la llamaban? Espérance, Vertue… ¡Todas tenían nombres como éstos, caray! Veamos, veamos… ¡Ahora, ya lo tengo! Grace, se llamaba, sí. Vaya pieza, la Grace…
Los ojos se le ensancharon como dos lunas, diría que hasta con pequeños cráteres. Era un panorama, aquel pedazo de inocente. Cualquiera hubiera pensado que hablaba de su madre. Yo aún no había explicado nada, y ya lo conmovía la historia de una campesina ordinaria, más bien robusta y curtida, de pocas palabras y huérfana de letras.
- ¿Grace? -dijo con un hilo de voz.
- Sí, así la llamaban. Una mujer gruesa, siempre vestida con el velo y la ropa negra de los protestantes. Primero le hacía de médico y, si no recuerdo mal, le reventé una pústula. ¿O fue un absceso? Bueno, da lo mismo…
- ¿La conocíais… bien?
- Ja, mira el casto! Quieres saber más, ¿verdad? -Sorbí la taza de café-. Pues sí, la llegué a conocer muy profundamente. También conocía a su esposo; veamos, ¿cómo se llamaba? No sé qué Du Foi era. Pero no puedo recordar su nombre de pila. Caray, ¡cómo pasan los años! Bueno, da igual. Era un hombre estirado como una escoba. Iba para predicador, y no dejaba pasar ni una: tenía amargada a su mujer, enseguida me di cuenta. O sea que desplegué mis artes, y todo resultó muy fácil.
- ¿Fácil? -Estaba horrorizado, el muy bobo. -Hombre, le prometí dos cosas imposibles de resistir. -Dejé la taza en el plato y removí con la cucharilla-. Mi virilidad y mi protección. Y yo diría que ambas la complacieron, quizá incluso más la primera, de hecho. Bajo aquel disfraz de labradora piadosa se refugiaba la sangre más caliente del reino. La poseí por delante, por detrás y por la boca aquella tan callada y tan jugosa, hasta las amígdalas, la muy puta…
- Basta, De Chirac.
- Hmmm. -Me aclaré la voz-. Duró dos años, el asunto. -Lamí la cucharilla a conciencia-. Su esposo lo sabía, claro. En provincias, todo acaba sabiéndose. Pero el hombre, tan virtuoso y tan beato, era un gallina y confiaba en mí para salvar a su familia. Así que, cuando Grace venía a mi casa, él se tragaba el orgullo y la decencia, y dejaba hacer. -¿Él lo sabía? -medio gimoteó.
- Sí. Con unos cuernos más aparatosos que los del pobre san José. Y Grace venga menear el culo, ja, ja… Pero pronto empezó la depuración. -Hablaba sin mirarlo, la mueca en los labios-. Y renuncié al entretenimiento, por supuesto. No habría sido bien visto. Grace y el tarugo de Du Foi fueron a parar a las listas. Lo lamenté, pero el mundo de las faldas es así: o uno perjudica a las mujeres, o ellas lo perjudican a uno. -¡¡No!!
Descargó su puño encima de la mesa, y con la misma fuerza del golpe hizo saltar su cuerpo. La porcelana de Sèvres tintineó. El gesto no cuadraba mucho con su figura: era la primera vez que veía a Félicien en combustión, las mejillas sulfuradas y la mirada colérica. Su comportamiento se había desbordado, él que siempre era tan discreto y endeble. Tampoco puedo decir que fuera preso de una erupción, porque el enfado no le explotaba con un torrente de palabras. Era una olla maciza que hervía en plena fiebre, muy bien cerrada. Su válvula de escape eran los ojos. Y qué ojos, madre mía, llenos de blasfemias, agravios y pavor. Los mismos ojos que los de… No, aquello no tenía ni pies ni cabeza, no era imaginable. Los ojos de un hombre ofendido no podían ser los de una persona a punto de morir. Nunca serían igual, eran otra cosa.
- Vamos, hombre -le dije mientras me incorporaba-; no os lo toméis tan a pecho. Miradme a mí…
Me fulminó. Esquivé su mirada y, ayudado por el bastón, me abrí paso hacia la puerta. Le hice un gesto para que me siguiera.
- … miradme a mí -lo desafié-, no me tomo nada seriamente. Ni siquiera la vida. Bueno, la vida lo que menos, porque sé que no saldré vivo de ella. En fin, que no vale la pena alterarse por nada. Acompañadme, tengo que hacer una visita que os puede interesar. Vamos, venid conmigo.
Me siguió, no sé si empujado por la inercia o por el juicio que, poco a poco, iba enfriando su caldera. No cruzamos ni una palabra en todo el trayecto, y yo volví a preguntarme qué pretendía Félicien a mi lado. Si lo movía el puro interés, era un bobo que no se guardaba las espaldas; y, si lo movía la falta de criterio, pues era un bobo por definición. El caso es que, en resumidas cuentas, llegamos a las puertas de la Academia de Cirugía y entramos. El anfiteatro estaba otra vez lleno de facultativos, que examinaban un cuerpo exánime en la mesa de disecciones. Era el cadáver de una mujer joven, y desde la primera fila lo veíamos a la perfección. Lo habían abierto en canal: las tripas le colgaban y se mezclaban en el suelo con un charco de sangre.
- Las vejigas parecen ennegrecidas -dictaminó el médico que manipulaba el cuerpo-, pero no muestran ninguna patología especial. Las paredes del estómago, en cambio, presentan ulceraciones notables. ¿Lo veis?
Dos docenas de culos abandonaron los bancos por un instante, y acercaron dos docenas de narices a la difunta. Pero las nalgas volvieron enseguida a su sitio. El vientre de aquella doncella, que en su hora de gloria debía de haber encendido -hasta un grado sumo- los instintos de legiones enteras, resultaba repulsivo. Las célebres úlceras se perdían en un potaje de asaduras y jugos que aturdía al académico más valiente. El cadáver desprendía una pestilencia a mierda, a mierda y agrura podrida, que tiraba de espaldas. Dos docenas de pañuelos de encajes se apresuraron a socorrer las dos docenas de narices ultrajadas. Mi acompañante no se tapó la nariz, pero se pasó la mano por la frente e intentó secarse el sudor frío. En el transcurso de la acción, desplazó su peluca.
- El abdomen de Grace -le dije al oído- no presentaba tumoraciones ni llagas de ninguna clase. Nos están tomando el pelo; el café no puede ser responsable de…
Félicien me lanzó una mirada empañada. Se le estaban cruzando los ojos, y su rostro tenía el aspecto de la nieve sucia. Quizá no tendría que haberlo llevado hasta allí, de acuerdo, pero ya estaba hecho. Y supongo que podría haberme ahorrado los comentarios, sobre todo después de la escena en Procope. Pero no podía evitarlo: sus reacciones de escándalo me incitaban; y, cuanto más dolido se sentía él, tanto más fuerte embestía yo. Y, todo sea dicho, él no se levantaba y se marchaba, no; se quedaba allí inmóvil, y aún tenía ánimo para hacer alguna pregunta. En el fondo, se prestaba a ello. La morbosidad era superior a él. Sacudió la cabeza y me interpeló.
- ¿Le disteis…, le disteis café? -dijo con el temblor que le quedaba.
- Ya lo creo. A lo largo de un par de años. La introduje en el brebaje, y le dosifiqué las tomas. Y, cuando supe que los soldados iban a asaltar su granja aquel mismo día, le hice llegar un aviso. Después llené un frasco de café y me acerqué con el carro.
En la tabla de disección, el cirujano continuaba removiendo y disertando. Había progresado por el colon y había bajado hasta el recto, donde encontraba cierta dificultad para seccionar. Los bancos, entretanto, se iban despoblando: la docta concurrencia había recordado que sus obligaciones domésticas, de repente más importantes que la vocación médica, los reclamaban. Pero Félicien no se movía. El anfiteatro no existía, las especulaciones de la operación le eran extrañas, todo el aire pesado y pestilente de la sala se difuminaba en los vapores que rodeaban aquella historia de treinta años atrás. Sólo me miraba a mí, a través de una telilla de estupor o de mareo.
- En el conducto -me llegaba la fría voz del físico- todavía se observan restos del brebaje…
- Grace era campesina -dije-, pero no era corta. Había enviado a los suyos a hacer unos encargos, y se había quedado sola ante el peligro. El primer peligro en llegar fui yo. La reconforté, que es lo que corresponde a un hombre como debe ser: siempre he creído que la mejor extremaunción no es la del alma, sino la de la carne. Y a continuación le serví el último café. Estaba alterada, la criatura, porque se salpicó con la infusión y le chorreó por toda la cara.
- Dios… -Félicien se pasó la mano por la frente, y se retiró un poco más la peluca.
- Entonces llegaron los verdugos e hicieron su trabajo. La decapitaron, la cabeza saltó por un lado y el cuerpo de Grace cayó como un saco. Los soldados estaban furiosos porque el marido se les había escapado. Yo les dije que se fueran, que no les faltarían herejes para mojar la espada. Entonces, yo solo, cargué el cuerpo en el carro y me lo llevé. En mi consulta le dediqué el mejor homenaje póstumo que se le puede hacer a una persona: entregarla al progreso de la ciencia. Procedí a un examen minucioso, no como el de este canalla -señalé el quirófano-, y concluí que el café otorga una lucidez extrema. Antes de la muerte, ordena los humores y dilata el riego sanguíneo, y también…
Félicien perdió los sentidos. Se hundió en el banco, sin hacer ruido, de lado. Le cayó la peluca. Le tomé el pulso en las venas del cuello, y comprobé que el desvanecimiento no era grave. Cogí mi tricornio y lo abaniqué, hasta que empezó a reanimarse. Entonces pedí ayuda a uno de los médicos presentes para arrastrarlo hasta la entrada. Hicimos que se sentara en la escalera de fuera, donde el aire de París, cargado como está, obró milagros.
- Sois un monstruo -resopló.
- Podría ser -repliqué-. Pero juraría que más bien es un problema de memoria. Recuerdo demasiadas cosas. Las normas más básicas dicen que no hay que recordar lo que uno pueda permitirse olvidar. ¿Qué creéis que es la buena conciencia, sino una acusada desmemoria?
- ¿Y no…, no tenían hijos? -preguntó.
- ¿Hijos? ¿Aquello pequeño y ruidoso? No lo sé, lo he olvidado. Podría ser, uno o dos. Un hijo, o una hija… No lo recuerdo, hace muchos años. Y yo no hacía de comadrona, yo era un médico diplomado. ¿Por quién me habéis tomado?
Llegó el carruaje, y me incorporé. Él aseguró que estaba bien, que quería recobrarse, y que iría a pasear un poco. Así que me metí en la berlina, piqué el techo y el coche arrancó. Allí se quedó él solo, sentado en la escalera, sin peluca. Con sus ojos exagerados y su blancura. Y aquellas orejas puntiagudas que… Dios mío, qué orejas. Casi nunca las exhibía, pues las cortinas de la peluca las cubrían. Pero, cuando quedaban al aire y uno se fijaba en ellas, caray, es que parecía un duendecillo del bosque.
Cuando llegué a palacio, aún tenía aquellas orejas metidas en la cabeza. Sin querer, volvía una y otra vez a ellas. Hice que me sirvieran la comida, pero casi no la toqué. Después reconocí a su majestad -bueno, le eché un vistazo y basta-y le dije, en broma, que un paciente de catorce años era peor que un reino sin problemas: uno no podía lucirse. Al acabar, salí a estirar las piernas por las Tullerías y los Campos Elíseos. Algunos cortesanos, y también algunas damas, se me acercaron ávidos de conversación. Pero yo no estaba para ingenio y banalidades. La estampa de Félicien me rondaba, y los treinta años que habían pasado desde los días de La Rochelle se encogían en nada. La cara de aquel hombre se fundía con la de Grace, sus ojos con los de ella, y aquellas orejas de cristal… aquellas orejas… ¿por qué me llamaban tanto la atención?
De repente, se me apareció bien claro el rostro de Du Foi. Me quedé clavado en medio del paseo, apoyado en mi bastón. No podía ser. Estaba perdiendo el juicio, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Intentaba expulsar la idea, ignorar la coincidencia, pero volvía insidiosa, y cada vez más evidente. Las orejas de Félicien eran clavadas a las de Du Foi. Y los ojos eran los de Grace. Dios mío, ¿era posible? El marido de Grace había salvado la piel, o por lo menos había desaparecido del mapa. Y también sus hijos, o el hijo, o alguna criatura. ¿Tenía hijos aquella gente? No acertaba a recordar la familia al completo, y una insignificancia que nunca me había preocupado se convertía de golpe en motivo de alarma, en un auténtico asunto de estado.
Di media vuelta y apresuré el paso. No era posible, el pasado no tenía por costumbre regresar y buscar venganza. El solo pensamiento de que un pequeño hugonote resurgiera del ayer y viniera a buscarme era una locura. Aquello no sucedería, era un disparate. Pero yo apresuraba el paso, me sostenía el tricornio contra el viento y marcaba el trote con el bastón. Francia aún era demasiado peligrosa para un protestante, nadie se hubiera atrevido… Encontré al cochero durmiendo; le di una patada en las costillas, salté dentro del carruaje y piqué el techo con furia. Salimos de palacio. Si aquel individuo era un hereje retornado, y había venido a jugar al ratón y al gato, se las vería conmigo. Y vería bien claro quién era el gato y quién el ratón. Lo aplastaría. Volví a picar el techo, rabioso. Íbamos a paso de tortuga -aquel maldito conductor todavía no había aprendido la diferencia entre una berlina y una tartana-. Saqué la cabeza por la ventanilla, y me di cuenta de que la calle estaba obstruida.
- ¿Qué pasa?
- El Pont Neuf, señor. Hay un tapón. No lo sé, parece que…
Salí del carruaje sin molestarme en cerrar la portezuela. Mulas, hombres, fardos, ciegos, soldados, perros; todos mezclaban sus sudores, en un cuerpo a cuerpo que no avanzaba. Abandoné mi coche allí y retrocedí a golpe de bastón. Llegué a pie hasta el puente siguiente, y al otro lado del río detuve una sillita. Prometí a los dos porteadores un luis de oro si corrían como el viento, y por Dios si lo hicieron. En un santiamén ya estaba en mi destino -había caído dos veces al suelo, pero ya había llegado-. Me acerqué a la reja, que estaba cerrada, y piqué con fuerza. No me la podía haber jugado, no era capaz, aquel Félicien era demasiado bobo. El portero gritó desde el otro lado: que volviera mañana por la mañana, decía, y que dejara de picar de una puñetera vez.
- ¡Abre, hijo de la grandísima puta -bramé-, si no quieres que mañana venga el rey en persona y te abra en canal!
Me abrió, y al verme intentó disculparse, pero yo lo empujé y eché a correr por el jardín. No se habría atrevido, pensaba, no habría podido entrar, me repetía. Pero yo corría. No podía ser hijo de Du Foi, aquel loco no tenía hijos, y si los tenía ninguno hubiera venido a preguntar por su madre, a jugarse el pescuezo. Pero el gusanillo me roía por dentro y me empujaba. Entré en el invernadero, con el corazón desbocado, el aliento agotado, y pensé que no, que todo parecía tranquilo, que la cabeza me había traicionado, que me había dejado llevar por fantasmas, que había fabricado historias, que no, que la vería en su lugar, la planta aquella, que…
- ¡Los cojones del Santo Padre!
El arbusto ya no estaba. Había un agujero en el suelo, y punto. Un poco más lejos, las tristes figuras de los dos brotes holandeses. Aquéllos sí: pero mi planta de buen café, mi sueño particular, ya no estaba.
- La candidez es un don muy especial, doctor. Los que no la compartimos creemos que es cruel y demente. Pero no podemos despreciarla, porque tiene gran fuerza.
- Tenéis razón, como siempre.
Voltaire había vuelto a Procope. Tenía ojeras; sin duda llevaba la marca de la amante que lo había chupado a fondo, y que después había desaparecido. Las letras francesas estaban de suerte, porque habían recuperado un astro. Y yo también me podía sentir afortunado, porque en una hora triste había recuperado a mi compañero de tertulia. Le ahorraría según que minucias, pero le podía explicar los avatares con Félicien y el fracaso de mi conchabanza. Sin sentirme ofendido. Quiero decir ofendido por vulgaridades, no por ironías, que gastaba más que nunca.
- ¿Y ahora, qué haréis? -Removió el café-. Yo os aconsejaría que no hicieseis nada.
- Eso mismo -dije-, nada. O mejor aún: obligaré a otros a hacer de todo, mientras yo no hago mucho. Tengo un capitán, un normando, que está dispuesto a llevar los brotes de Batavia a las colonias, en concreto a La Martinica. Ya veremos qué sale de ellos.
- ¿Es de fiar ese capitán? -Voltaire extremó la cara de ratón listo-. Quizá sería mejor que escogierais uno malvado, ahora… es decir, uno normal.
- Yo diría que éste es un malpensado, envidioso, violento y perverso.
- Bien, De Chirac, bien. Creo que tendréis éxito.
- Una cosa, Voltaire. -Sorbí mi taza-. Vos sois un librepensador, os habéis enfrentado a las prelaturas, a los obispos y a todo. Y al rey. Decid: ¿vos creéis que las matanzas, quiero decir las acciones contra los hugonotes, creéis que son una barbaridad?
- Mirad, doctor. -Sorbió de nuevo-. Los que pueden hacernos creer absurdidades, pueden hacernos cometer atrocidades. Y, en este terreno, la corona y el báculo se llevan un lugar de honor. Creo que sí, que son barbaridades, y movidas por principios absurdos.
Culpable de una barbaridad, pues. Yo era un bárbaro. Pues hay que ver la suerte que había tenido. Si mi retribución por haber tomado parte en las atrocidades era lo que me había pasado, si allí terminaba mi castigo, no me podía quejar. Me habían robado una planta, de acuerdo. ¿Y qué? Había más plantas y más locos dispuestos a embarcarse en aventuras. Que me robasen la planta era como castigar un genocidio con tres padrenuestros.
- Siempre me reconfortáis, Voltaire.
- Pues cerremos esta historia. Y bebamos café, doctor, que en el otro mundo no habrá.
- Eso mismo, bebamos.
Lo único que no podía cerrar del todo era la historia de la familia de las narices, los Du Foi. Félicien no podía ser hijo de aquella gente. Por la edad sí, encajaba a la perfección, y las facciones de la cara engañaban muy bien. Pero no podía ser. Me había esforzado mucho en recordar, había hecho revisar archivos locales, y había llegado a la conclusión de que el hombre sería sobrino, primo, o simplemente algún tipo de farsante. Ahora lo tenía bien claro: Grace y su esposo no habían tenido ningún hijo. Alguna hija, podía ser. Pero un hijo, un fantasma que habría vuelto en la figura de Félicien, no señor. De ninguna manera.