PERNAMBUCO

Vamos, sí, decid que le robé la vida. Decid que no supe querer, que yo era una esclava pobre, que no leía libros y que no podía entender nada. Decid que no le di ninguna alegría; decid que le robé lo mejor. Vosotros que siempre habláis, vamos, levantaos, y negad que fui su sombra, su pareja, su afecto último. Negad que fui su abrigo en las noches frías, la brisa más fresca en los días del trópico. Levantaos, id a donde queráis, hablad como os plazca, vosotros que sólo sabéis hablar. Divulgad ofensas por la tierra de Pernambuco, en las ciudades y en las plantaciones, que vuestra lengua escupa veneno por el Brasil entero, si fuera necesario. Decid, proclamad, anunciad, gritad que yo, Rosa Fortaleza, acabé con aquella vida luminosa. Yo no pienso escucharos. Me da igual lo que digáis, ¿me escucháis? Porque lo tengo bien claro. Porque tengo la boca mojada, y marcada para siempre, con su beso ardiente.

- Una muerte pequeña -me dijo antes de partir- no hará caer esta casa, la casa de nuestro amor.

Con sus últimas palabras yo ya tengo suficiente, no necesito negar nada ni tengo que demostrar nada. La casa todavía está, la casa de nuestro amor, y siempre la llevaré conmigo. Dicen que me deshice de él, que obré como los gusanos y las serpientes y los perros carroñeros. Pues de acuerdo, lo hice; si así queréis entenderlo, lo hice. A mí el gusano, a mí la serpiente, a mí el perro asqueroso. En este país de los espíritus, de brujas y macumba, seré la orixá negra. Seré otra mano divina, o infernal, en una tierra generosa y abundante. Yo haré que los indios maten a los blancos, y que los negros maten a todo el mundo; ordenaré a los monos jupará que propaguen las plantas, que hagan brotar el azúcar y después el café; traeré tantos males, disfrazados de bonanza, que todos me invocaréis y me tendréis miedo. Seré vuestra malvada, y provocaré tantos cambios que, cuando abráis los ojos, ya no sabréis dónde estáis. Eso haré, si así lo queréis, en este frondoso jardín americano.

La verdad será para mí, sólo para mí. Yo sabré que Rosa Fortaleza se llamaba así porque desembarcó en el puerto de Fortaleza, y no por ser la más robusta o poderosa -que no lo era-. Recordaré, yo y no otro, que la arrancaron de las costas de África, que le cambiaron el padre y la madre por gruesas cadenas y la deportaron al otro lado de las aguas. Reconoceré a aquella niña asustada que llegó a Brasil, que pasó de un capataz a otro y de un hombre al siguiente. Sudaré los recuerdos de las cañas de azúcar, que cargué a miles, y sudaré la memoria de los blancos que me poseyeron a docenas. Seré quien queráis que sea, da lo mismo, pero recordaré como nadie el día en que el mundo cambió de arriba abajo, el día en que mi Félix apareció en las arenas de la playa de Olinda.

A primera vista vi que no era ningún hombre corriente. De esto quizá nunca se hablará, pero fue así. Entendí que había encontrado el primer hombre bueno, o el único hombre bueno, y que él tenía que ser mi dueño. Un dueño atento, un dueño de letras; un hombre que no parecía hombre, de lo bondadoso que era. Enseguida lo comprendí y lo quise, cuando se me acercó caminando por las arenas de Olinda. Llevaba el cansancio en el rostro, y era un amo blanco; podría haberme pegado una patada allí mismo. Él cargaba todo un mundo a sus espaldas, y yo no era nadie. Pero se dirigió a mí con deferencia.

- Disculpad, señora -dijo-; ¿conocéis algún hostal donde pueda pasar la noche?

¿Señora? Me había tratado de señora… ¿Acaso no veía que era negra, que era negra y esclava, que recogía azúcar, que creía en los santos prohibidos, en Xangó y Yemanjá y Exú? ¿Acaso mi piel no hablaba sola, anunciando que docenas de hombres habían abusado de mí? ¿Acaso no sabía él que yo era Rosa Fortaleza? Pues diría que sí, sí lo sabía, pero no le importaba. Él iba vestido con harapos, con ropa gris que un día había sido elegante, y me miraba con ojos grandes y nobles. Quiero decir nobles de verdad, sin rencor ni deseo. Me miraba a la cara, me enseñaba el agujero aquel de la ceja y las mejillas sucias de tanto navegar, y sin embargo era amable y delicado. Y yo me imaginé que algún día me llevaría en brazos, y que en sus brazos sería Rosa la princesa, Rosa la afortunada, Rosa el tesoro; un tesoro tan precioso como aquella planta de tres palmos que era todo su equipaje. Aquella planta que él tanto quería, y que había venido con él de tierras lejanas.

- Lo siento, yo no entiendo de hostales -respondí, y con aquella respuesta estuve a punto de perderlo.

- Es que no tengo mucha plata -confesó, mientras se rascaba los puños-. De hecho, no tengo nada de nada.

Que él era mono, no se podía discutir. Claro que otros dirían que no, que era raro y basta. Dicen tantas cosas y tan equivocadas… Para mí era mono y era gracioso, con aquellas orejas puntiagudas de fetiche sagrado, que se le disparaban hacia el cielo. Era mayor, mucho más que yo, pero no le crecían ni la barba espesa ni los pelos en la nariz y en las orejas que les crecen a todos los amos. Era blanco e iba sucio, como los demás, pero él era fino. Quizá por eso me atreví a hablar como era debido, y estuve a la altura de Rosa Fortaleza, que era yo misma.

- Yo vivo en una cabaña -le dije-, cerca de aquí, en lo alto de una colina. Es la casa más pobre del mundo, pero está abierta a la buena gente.

- Sería un palacio para mí. No lo sabéis bien.

Así fue como aquel regalo del cielo llegó hasta mí, por sorpresa, sin músicas solemnes. Mi Félix lindo. Lo acompañé a mi cabaña para que se arreglara un rincón, y me lo agradeció con una sonrisa. Entonces me preguntó dónde podía poner su planta, y le mostré el pequeño huerto. Se pasó un buen rato en él, cavando y enderezando aquel arbusto. Cuando terminó, lo regó, le dedicó unas palabras, lo sacudió y le besó las hojas. Entonces se sentó en el suelo y aceptó mis alubias, mi mandioca y mi agua. Rechazó el tabaco y la cachaza muy gentilmente, mi Félix diferente. Él no era ordinario, y por eso se dispuso a escuchar. Y dirán lo que querrán, pero lo cierto es que me escuchó muy bien. Nadie antes me había escuchado como él, porque nadie se había molestado en escuchar a Rosa Fortaleza.

Le expliqué que había venido de tierras africanas, encerrada en la bodega de un barco con centenares de hermanos negros. Yo todavía era una niña, nadie hablaba mi lengua, y quería morirme. Pensaba que me habían encadenado al infierno, un infierno que se balanceaba y que mareaba. No quería comer: tuvieron que abrirme la boca con tenazas y hacerme tragar las papillas con un embudo. Cuando desembarqué en el puerto de Fortaleza, me había hecho grande y fuerte de tanto acostarme entre hombres y meados y excrementos. Pero en el fondo continuaba siendo una niña, y me pregunto si no lo soy aún hoy. Tuve que besar una cruz enorme y me pusieron el nombre que me pusieron, el que llevo desde entonces.

- ¿Cuál era tu nombre de antes?

- Oya era mi nombre. Oya quiere decir río. Pero ya no lo utilizo, era el nombre de otra persona en otro país. Aquí soy Rosa, Rosa Fortaleza.

- Es un nombre bonito, Oya. Y Rosa también lo es.

Le expliqué que había vivido en unas cuantas fincas de azúcar. Trabajaba en los ingenios, en las pisas y en los campos, recogiendo la cañamiel. Antes del alba nos despertaban a golpe de campana. A golpe de látigo y de pito nos ponían en fila, pasaban lista y nos hacían rezar. Después desayunábamos y caminábamos hasta el trabajo; y venga a trabajar hasta el mediodía, que comíamos y dormíamos. Entonces otra vez a lo mismo, hasta la hora de terminar la jornada. Toda la vida la hubiera pasado de aquella manera, si no me hubiesen considerado cálida y deseable, y si no hubiese tenido olor a mar. Primero me buscaron mis compañeros, después los jefes de grupo; a continuación los mulatos, los capataces y domésticos; y al final me buscaron los blancos, los mayorales y los amos. Todos me buscaron y todos me encontraron, qué remedio. Dejé de ir a segar, y pasé a mejores lugares: a los molinos, a las cocinas y al servicio.

- Pero ahora -observó él-…ahora sois ama de vuestra casa.

- Sí y no. Mirad, el último amo blanco se peleó con su mujer por mi culpa. La dama portuguesa no me soportaba bajo el mismo techo. Me echaron de la finca. Me cedieron una parcela, que es ésta, y me convertí en esclava de ganancia.

- ¿De ganancia?

La luz del día se marchaba. Encendí una mecha de aceite.

- Trabajo cuando me llaman. Cuando viene la temporada fuerte, me llaman al molino o a preparar el rancho. De vez en cuando, el amo me visita, y otros también me visitan… a escondidas, porque yo todavía tengo propietario. Nadie me mantiene, me gano la vida, y todo es más fácil. Trabajo mi huerto, destilo ron y cachaza, vendo mis productos en la playa, y no me puedo quejar. La vida me sonríe: he tenido la suerte de ser deseable y cálida, y de oler a mar.

Me aparté el cabello, aquellas trescientas trenzas que me caían por los costados. Lo miré sin rubor, los ojos brillantes, a la luz de la vela, armada con aquella mirada que volvía locos a todos los hombres. Yo sabía que mi cuello brillaba con un sudor fino y delicado, sabía que la oscuridad de mi piel era lisa y brillante. Sabía que ningún macho, blanco o negro o mezclado, podía resistirse a mi gesto. Pero él me miró con afecto, no con hambre feroz. Le subieron los colores -qué gracia, se puso colorado…-; entonces sonrió y continuó la conversación.

- ¿No tenéis ningún hombre, ahora?

- Soy de mi amo, claro. -Encogí los hombros-. Es ley de vida. Pero ya no tengo compañero, ahora ya no. Tuve uno, que se llamaba Zé Moscardón. Un mozo que no daba ni un paso sin que cayera una mujer en sus brazos. Capturaba los ojos de todas las mujeres, que adoraban sus aires de negro malo, su manera de contar historias y de jurar que él lo había visto todo con sus propios ojos.

- Pobre señora. ¿No os sentíais celosa?

Le pedí que no me tratara como una dama. Yo era Rosa, yo no era la esposa del amo. A mí todo el mundo me trataba de tú, nadie me hacía reverencias. Agachó la cabeza, insinuó una protesta, pero prometió que lo intentaría. Mi Félix raro. Se lo agradecí, y le dije que sólo las damas podían sentirse celosas. Yo no.

- Zé Moscardón me enamoró -confesé-, a mí y a todas las demás. Las mujeres pasaban por su vida como las nubes del cielo. Algunas intentaban embrujarlo, le metían plumas de gallina en los calzones, le colgaban farofa con aceite en una bolsita, le montaban escenas; pero yo no. Yo no era una dama. Y, además, Zé tocaba el laúd como sólo él sabía hacerlo. Sonriente, tocaba las cuerdas. Lloraba, si era necesario. Me enseñó a hacer el amor y me enseñó a cantar. Por eso ahora soy la que canta por la noche, Rosa Fortaleza, la que huele a mar.

- ¿Qué fue del Moscardón?

- No se sabe. Un día ya no estaba -me encogí de hombros-, como suele pasar con los hombres. Un día están, y otro ya no están. Dicen que cayó del caballo cuando apagaba un incendio en la plantación; y dicen que se quemó, y que si no hubiese muerto todavía estaría, porque Zé Moscardón tenía que vivir eternamente. Eso es lo que dicen. Yo pienso que todavía está vivo, que un día volverá para tocar su laúd y enamorarnos a todas.

- Quizá encontraréis a otro, nunca se sabe…

- Quizá sí.

Lo miré con intensidad, los labios abiertos y generosos, haciéndole llegar mi aliento. Ningún hombre ha podido huir de mi mirada y de mis labios abiertos. Yo sé que todos quieren entrar en mi boca y perderse allí dentro. Pero mi Félix estaba hecho de otra pasta. Se tumbó y me pidió que le cantara alguna canción. Mi Félix cansado, el que cargaba un mundo a sus espaldas y quería reposar. Aquella noche, y la siguiente, y aún muchas más, le canté. Lo acogí, lo animé con canciones: las curas, pensaba, ya las haría cuando llegara la hora. Se las haría yo, Rosa Fortaleza, la que había sido un pequeño río en África. Yo, la mujer que cantaba por la noche y que olía a mar. Ya pueden decir lo que quieran, que yo le canté. Ya lo creo que lo hice, allá en la cabaña de la colina. Y ya pueden hacer correr voces y hablar hasta la muerte. Hasta que revienten, pueden hablar.

Se quedó unos cuantos días conmigo. Le hice las curas, las curas para el cansancio. Le preparé té de malva, y se lo bebió mientras yo invocaba a san Nicodemo, que en realidad era el dios Obatalá, al cual rogué que le conjurara el cansancio. Después fui a la playa y dibujé signos mágicos en la arena; cuando venía una ola, aquel signo se borraba y yo trazaba otro, y después otro, y aún otro. Así llamé a todos los orixás poderosos, con nombres de santos católicos, para que derrotaran a los fantasmas de su pasado. Todo eso hice, y aún más: enterré en mi puerta, delante de la cabaña de la colina, un saco con harina de mandioca, aceite de dendê, dos monedas de real y un pequeño urubú decapitado. Y vi que mi Félix cansado se recobraba. Pero no era suficiente.

Canté todas las noches. Canciones de naufragios, de pescadores ausentes y de la mar gruesa. Cánticos a la Virgen del Carmen, cánticos a la diosa Yemanjá, que es la misma cosa: la señora de las aguas y de las olas. Él se incorporaba, me sonreía y me agradecía todas las canciones que le devolvían las fuerzas. Rosa Fortaleza, me decía él, a ti te pusieron un buen nombre. E iba al huerto, regaba la planta y le hablaba. Una noche me acosté a su lado y le acaricié la cara. Él se dejó, cerró los ojos y se adormeció. Otra noche dormimos juntos, cogidos de las manos. Y así le apliqué la medicina del abrazo y el remedio de las caricias. No hicimos el amor, porque a mi Félix no le hacía falta.

Un buen día le avisé que el amo vendría a verme. Yo no podía hacer nada; tenía que ofrecer mi cuerpo al propietario, eran las leyes de la tierra. Él asintió, dijo que se encontraba fuerte y que aprovecharía para marcharse a la ciudad. Tuve miedo de que desapareciera para siempre, como había desaparecido Zé Moscardón y como desaparecía la gente en Pernambuco. Pero Félix me aseguró que volvería; me lo tuvo que repetir muchas veces, porque yo no quería creerlo. Y me suplicó que cuidara su planta. Entonces sí, entonces le creí. Empezó a llover, cada vez con más rabia. Él se dio la vuelta, y lo vi que bajaba la colina. Vi que se hacía pequeño y que las cortinas de agua se tragaban su figura.

Aquella noche vino el amo blanco, el de la barba y los pelos en la nariz y las orejas. Él, que siempre tenía urgencia por marcharse, que no solía perder el tiempo y que después corría hacia su mujer y hacia el ingenio, pues aquella noche parecía no tener ninguna prisa. Al final se fue, gracias a Dios, y yo me puse a cantar bien fuerte desde la colina. Quería que mi voz llegara allá abajo, allá donde quemaban las antorchas encendidas de la ciudad de Olinda. Pensaba que a lo mejor mi Félix me escucharía, que alargaría sus orejas puntiagudas y me recordaría. Canté aquella noche, y muchas más noches, y él tal vez me escuchaba, pero no regresaba hacia mí. Entonces me encogía de hombros y decía: bueno, nuestra tierra es así, un día están y después ya no están, los hombres siempre se van, como el Moscardón y como todos los hombres.

Compuse una nueva canción. ¿Cómo podía ser que los hombres tuviesen alas? ¿Y cómo era posible que las mujeres se quedaran enganchadas? El barro de Pernambuco, cantaba yo, sólo atrapaba a las mujeres. Miel viscosa, era la tierra. Miel viscosa a nuestros pies. Se pegaba y nos atrapaba de por vida. El barro de Pernambuco, cantaba yo. Miel viscosa, aquella tierra. ¿Cómo era posible que hubiera tantos coroneles, capitanes y doctores? Hombres sin títulos de verdad, hombres que mandaban. Todos tenían alas y volaban. También los esclavos, hombres que obedecían, ellos también huían y volaban. Las mujeres no, cantaba yo. El barro de Pernambuco. Miel viscosa para mujeres.

La canción nueva me hizo compañía, pero yo descubrí que quería a mi Félix: y él, si me escuchaba, no regresaba. Aún pasaron más días y más noches. Pensé que ya no se acordaba, que él también había volado. Y me decía que era igual, que yo era Rosa Fortaleza, la que cantaba por la noche, y que tanto daba un hombre. Pero no era igual, porque mi Félix no era un hombre corriente. Tenía miedo, sí, yo tenía miedo. Temía que se hubiera perdido; temía que lo hubiesen matado, temía que lo hubiese atrapado el Castrabrancos, un lobo que rondaba la comarca. El lobo era el espíritu de un antiguo amo, que no quería niños mestizos, y que castraba a todos los blancos que se acercaban a una esclava. También me daba miedo la serpiente Surucucú, los orixás malignos y el demonio, que campaban a su aire por los bosques encantados.

Fui a ver al viejo Jabavu. Decían que el anciano conocía todos los misterios, porque era un santo de los buenos, de los que todavía tenían un pie en África. Vivía en una cueva, todos lo saludaban, los ricos paraban ante su puerta y los blancos lo escuchaban con respeto. Jabavu me dijo que no tenía por qué sufrir, que él tenía al demonio prisionero en una botella. También me juró que la serpiente Surucucú y el lobo Castrabrancos no asaltarían a mi Félix, porque era un hombre diferente. Y me recomendó que acudiese al campo sagrado, la noche de luna llena, y que entrara en la macumba.

Así lo hice. Me mezclé en el ritual, a ritmo de tambores, sonajas y calabazas huecas. Me dejé poseer por la música, una música más antigua que la raza. El viejo Jabavu se transformó en dios de los truenos, san Jerónimo para los blancos, Xangó para los negros. Y entró danzando en el centro del círculo. Pronunció las palabras de inicio: ¡eduro demin, lonan o ié!, dijo. Dejad sitio, que danzaremos, quería decir, y todos los jóvenes lo entendimos, nosotros que habíamos olvidado el habla de los abuelos. Entonces saludó, oké, oké, y todos respondimos ¡oké, oké! Y ya no recuerdo nada más, pero dicen que entré en trance, que la diosa Yemanjá y yo fuimos una sola cosa, que me quedé con los pechos al aire. Dicen que bailamos toda la noche, los pies descalzos, los cuerpos sudados, y que la tierra tembló. Que el viejo Jabavu, o sea Xangó, me poseyó con su bastón luminoso. Y que yo acabé en el suelo, dando patadas, presa de espasmos, echando espuma por la boca y por el sexo.

- Has tenido una diosa en el cuerpo -me dijo el viejo Jabavu al día siguiente-. Tú no tienes que sufrir, porque has escogido a Yemanjá, y porque Xangó te ha penetrado. Eres invencible, Rosa Fortaleza. Los orixás te ayudarán.

Tal vez sí, pensé yo, pero mi Félix no regresaba de ninguna manera. Se había olvidado de su planta y de su amiga invencible, o se había dejado tragar por la tierra fangosa de Pernambuco. Él no regresaba por la mañana, no regresaba por la tarde, no regresaba por la noche. Hasta que un día, cargada de ron y de cachaza, bajé a la playa de Olinda. Preguntaría por él, decidí; preguntaría por todas partes, en las tabernas y en las iglesias, en las barcas y en los establos. Preguntaría a los peces muertos y a las mulas, si era necesario, y también a los cocoteros y a los monos jupará. Y sería yo, Rosa, la que olía a mar, sería yo quien iría a buscarlo.

Me senté en la playa y abrí el hato. Antes que nada, quería deshacerme de los destilados. No me costó demasiado, pues los marineros me los quitaban de las manos. Aquella tierra nuestra era tan calurosa, y tan poblada de penas, que los hombres necesitaban llevar algún espíritu en el cuerpo, ya fuera divino o terrenal. A todos les pregunté si habían visto a mi Félix, pero nadie tenía noticia. No habían visto a ningún hombre de ojos verdes y grandes, ninguna cicatriz en la ceja, ninguna oreja puntiaguda. Y entonces, cuando ya doblaba los trapos, una sombra se me dibujó delante. Levanté la vista, y el corazón me dio un brinco. Él estaba de pie, a contraluz. Mi Félix bonito, el primer hombre bueno y el único. Lo tenía plantado delante de mí. Pegué un grito y lo abracé con todas mis fuerzas. Quizá sí, yo era invencible. Quizá me habían visitado los orixás, y el viejo Jabavu tenía razón. El hombre gentil había vuelto a verme a mí. Rosa Fortaleza.

Me separé y lo contemplé de cerca. Tenía buen aspecto. Vestía una casaca y unos calzones escarlata. Se había ceñido un tricornio bordado, y parecía un blanco de verdad. Un hacendado, parecía, pero precioso.

- He ido hasta la Guyana, allá donde están los ingleses -dijo-. He ayudado a fundar una colonia de puritanos. Me han pagado muy bien.

- ¿Cuándo habéis vuelto?

- Hace un par de semanas -y me cortó, porque yo estaba a punto de protestar-; te quería dar una sorpresa.

- ¿Ah, sí? ¿Qué sorpresa puede ser tan importante? Me habéis tenido a la espera, el corazón en un puño…

- He comprado unas tierras. -Esbozó una sonrisa-. No es gran cosa, una pequeña posesión al norte. Y… -me regaló unos ojos brillantes, una maravilla de ojos-…también he comprado… bueno… te he comprado a ti.

Abrí la boca, sin decir nada. La abrí tanto, y tanto rato, que me salieron los demonios; todos los diablos, y la serpiente Surucucú y el lobo Castrabrancos. Se fueron todos los orixás que llevaba dentro, se fue Yemanjá y se fue el poderoso Xangó. Truenos y relámpagos, se fueron de mi cuerpo. Caí de rodillas, sobre las arenas de la playa de Olinda, y abrí las manos. Aquello sí era un dios. Mi Félix. Aquello sí era un amo, un amo caído del cielo. Aquello era un hombre que no parecía un hombre.

Me levantó, firme y delicado, y me acompañó a mi colina. Fue a hablar con su planta, que crecía lozana. Después se hizo un rincón en la cabaña, se dejó acariciar, se dejó besar la frente y los ojos, y se durmió. No perdió totalmente la sonrisa, no, ni en sueños la perdió. Yo salí fuera y lo observé dulcemente, como la luna, desde la otra punta de la noche. Después miré los fuegos de Olinda, a los pies de la colina, acompañados por mil murmullos: gritos, risas, voces de borrachos, y los ciegos que pedían limosna por caridad. Un laúd esparció sus acordes en el frescor de la noche, y yo reconocí aquella cadencia. No era el Moscardón, él tocaba mejor, pero era una de sus baladas. Puse voz a la música, lo hice para mi Félix. Canté como nunca había cantado para nadie.

Nos instalamos en una pequeña finca, a dos leguas de la villa de Olinda, camino del norte. Había palmeras, prados verdes, hierbas silvestres y un alcanforero enorme, que esparcía su perfume a los cuatro vientos. Creo que mi Félix escogió el lugar por el olor a alcanfor, y quizá por la playa, que yo necesitaba y que no estaba demasiado lejos. Allí transportamos el arbusto de café, y yo cuidé las legumbres, los bananeros y otras plantas. Con nuestro esfuerzo construimos una casita modesta, así como un corral para las gallinas y las cabras que poco a poco llegarían. Reconozco que nuestro terreno no era un jardín celestial de los grandes, pero era nuestro, y no queríamos ningún otro. Sin ser gran cosa, era mucho.

Yo había dejado de ser esclava. Él me había comprado y, a continuación, me había emancipado. Según la ley, pues, ya no tenía propietario. Mi Félix siempre me lo echaba en cara, cuando yo le decía que él era el amo mono, o que le debía cuerpo y alma. Él no entendía que el papel decía una cosa, y la gente otra bien distinta. La gente siempre dice lo que le parece. Una negra no podía vestir como una dama, por mucho que fuese liberta; no podía viajar sola; no se podía enjoyar, ni podía ir a la escuela. Una negra podía tener papeles de mujer libre, pero siempre tendría piel de cautiva. Eso él no lo entendía. No entendía que me convenía tener un amo, un amo bondadoso como él, para evitar muchos quebraderos de cabeza y ser bien vista. Tan atento y sensible como era, y en cambio aquello no conseguía comprenderlo. Era, probablemente, su gran carencia, y no consentía que yo fuese demasiado servil, ni le gustaba que lo tratara de vos. Pero yo no lo quería menos, a causa de su defecto. En el fondo, su carencia, aquella resistencia al mundo de verdad, lo hacía más tierno. Y, claro, cuando lo veía tan forastero, tan obstinado en ser un extraño, aún lo quería más.

- Vos también tenéis amo -le recordaba yo.

- ¿Vos? ¿Quién es ese vos? -Chasqueaba la lengua, dándome por inútil-. No tienes razón, Rosa, yo soy totalmente libre, no tengo ni una patria que me encadene… ¿De quién soy esclavo? ¿De ti? ¿Del señor café?

- No, no -le decía yo-, esto lo habéis escogido, forma parte de vuestra elección. Sois cautivo de un pequeño amo que lleváis dentro. Os habéis pasado la vida a las órdenes de un niño, aquel niño que fuisteis un día y que aún os manda. Por eso tenéis esa carita y esos ojos que se lo tragan todo.

- Mi pasado… -decía él con un suspiro, y enseguida callaba, con sus silencios de siempre, que hablaban mucho pero que uno nunca sabía de qué hablaban.

Cuando podía, intentaba tratarlo a cuerpo de rey. Le preparaba abará, las hojas de banana rellenas con pasta de judía; o chinchín de gallina con salsa picante; o acarajé, las bolitas fritas de pasta de alubias. De todo le cocinaba, para que entendiera que yo era feliz a su servicio. Él refunfuñaba, decía que yo no era su cocinera sumisa, y después se lo comía a gusto, ya que lo encontraba suculento de verdad. Y, si no le servía los platos más deliciosos -es decir, si no le ofrecía en bandeja mi cuerpo-, era porque no me lo pedía. Mi Félix era raro, no había dos como él en el mundo. Era un hombre único, tan único que no parecía un hombre.

La gente nunca hubiera entendido nuestra relación; aquello era tan difícil como que el sol saliera por poniente, o que la lluvia cayera hacia arriba. Él era un hombre blanco, y había nacido para ser amo. Yo era Rosa Fortaleza, la devoradora de hombres, la que olía a mar, la más cálida y deseable de las negras. Aquello era claro como el agua, y de puertas para afuera yo tenía que ser la concubina del amo. Pero ¿y de puertas para adentro? ¿Acaso entendía yo lo que me estaba pasando? ¿Cómo podía dejar de perseguir al fantasma de Zé Moscardón, o de perseguir a cualquier otro moscardón de palabra fácil y cuerdas melódicas? Pues ya pueden decir lo que quieran, pueden negar la verdad y difundir tantos fisgoneos como les guste, porque la verdad es la verdad.

Yo adoraba a mi Félix porque me respetaba. Insistía en tratarme como a una señora; me había regalado un techo de verdad, me había comprado la libertad; y, aunque yo no pudiera sacar todo el provecho, era lo mejor que jamás me habían dado. Pero no todo era agradecimiento, admito que él me gustaba mucho. Ya hubiera querido tenerlo dentro, ya, y más de una noche me estremecía, desde el vientre hasta los pies, suspirando por su calor. Claro que, puesta a desear, lo que más deseaba era su compañía. Tenerlo como hermano era mejor que perderlo como amante; saberme necesaria me llenaba más que saberme poseída; y capturar a aquella criatura encantadora, su tiempo, su aprecio, su corazón, era mi auténtica fantasía.

Dirán que yo, la que cantaba por las noches, no tenía alma. Yo era negra, era esclava y era mujer. Me tragaba a los hombres con el ansia de una bestia. Como mucho, dirán, Rosa Fortaleza tenía el alma de un pajarillo, quizá de un niño pequeño. Yo no escucharé, ni me preocuparé, porque nunca lo he hecho. Cuando estaba con mi amo gentil, no me preocupaba. Tenía bastante con ver a mi Félix y saber que un hombre como aquél existía, que yo lo podía adorar sin tocarlo con los dedos. Y, si yo amaba más allá de la carne, pues yo debía de tener algo más que piernas, y pechos, y labios carnosos. Algo más que olor a mar, algo más que voz cantadora. Yo no sabía nada de las almas. Como tampoco sabía nada de las estrellas, pero las veía en el cielo, y sabía que eran la belleza de la noche. Ya tenía suficiente con la belleza de lo que yo sentía por mi amo bonito. Mi Félix bueno. No necesitaba entender si mi alma era grande, mediana o del tamaño de un mosquito.

Pensaréis que él no miraba a las mujeres. Que era un hombre contranatural, que no admiraba la redondez de un pecho, la morenez de un muslo, o el encantamiento de unos ojos. Diréis lo que queráis, y os equivocaréis. Mi Félix quería al mundo con los cinco sentidos, y todo lo estudiaba con afecto. Mostraba devoción por su planta de café, claro, pero también por el olor de un carrizal segado, por las sombras del atardecer y por el canto de un grillo. Era muy observador, el amo precioso. Un día descubrí que me espiaba. Yo repartía pienso a las gallinas -ya teníamos cinco, entonces-, y él estaba delante de mí, sentado, atrapado por mi mirada oscura. Yo sólo esparcía grano en el corral, pero él se fijó en mis ojos. Me sentí festejada.

- ¿Queréis mirar más de cerca? -le propuse.

- ¿Por qué será… -dijo él, pensativo- que las mujeres orientales tienen la dulzura en los ojos, y el temperamento en el habla?

- No lo sé, amo mío. ¿Y las mujeres americanas no os interesan?

- Aquí quería ir a parar, Rosa. -Levantó las cejas y apretó los labios-. Las mujeres americanas sois muy distintas. Vosotras lleváis la dulzura en el habla, y el temperamento en los ojos.

Pocas mujeres se hubieran sentido halagadas por un comentario tan… ¿cómo lo diría? Tan general, tan de sabelotodo. Algunas hubieran pensado que el trotamundos se las quería dar de entendido en hembras. Él, dirían, que era tan torpe como seductor, de golpe quería echar piropos insulsos. Pero yo no, yo me hinché de satisfacción. Lo encontré tierno y especial. Quizá torpe, sí, pero un poco infantil, mi Félix mono. Lo miré de lado, a través de las trenzas que me caían por la cara. Volví a las gallinas y noté un calor en el corazón. Qué criatura tan adorable, pensé. Y qué vida tan serena, la mía, al lado de aquel hombre único.

Pero todo cambió una mañana. Habíamos vivido más de un año en nuestra posesión, habituados a una calma que también era muy nuestra. Diréis que formábamos una pareja curiosa, y tal vez tendréis razón. Pero éramos felices, y no hacíamos ningún daño: nadie nos molestaba, y nosotros no molestábamos a nadie. Ya no esperábamos grandes cambios en nuestra condición. Por eso aquella mañana, cuando amainaban las lluvias, una pequeña novedad se convirtió en un fabuloso presagio. Resulta que nos despertamos al rayar el alba y mi Félix, como siempre, se fue hacia su arbusto. Yo todavía holgazaneaba en la cama cuando escuché su grito. Me levanté de un brinco y lo vi de rodillas, delante de la planta, preso de un fuerte temblor.

- Ha florecido, Rosa, el café ha florecido… -Se le quebró la voz.

Tensó una rama con los dedos, y con la otra mano pescó un pétalo rosado, un brote diminuto de flor. Se volvió hacia mí y le vi los ojos aguados. Yo había visto muchas flores, pero nunca había visto a mi amo tan emocionado. Toqué la flor, la olí, después lo toqué a él y lo olí. El se tragó mi olor a mar, y me acarició el rostro con los dedos, de arriba abajo. Nos miramos de cerca, empañados por las lágrimas, y reímos. Le cogí la cabeza con las dos manos y me lo acerqué. Me perdí en su mirada verde, enorme, y él se hundió en el temperamento oscuro de mis ojos. Le recorrí la herida de la ceja con un dedo, muy despacio. Después las mejillas lisas, y también la boca fina. Abrí los labios, mojados, calientes, indecisos. Mi aliento fue de él, y su aliento fue mío. Le rocé los labios y los uní a los míos, con fuerza. Y lloré, yo, Rosa Fortaleza. Lloré porque nosotros también habíamos florecido. Dios mío, habíamos florecido.

Pasó aquel beso tan largo y no supimos qué hacer. No supimos qué decirnos. Me froté los ojos y me fui hacia el corral, y después cociné, y no le quitaba ojo de encima. Él se volcó en la planta, la removió por todas partes, y tampoco me quitaba ojo de encima. Mientras yo soñaba en construir una gran estancia y hablaba de agrandar la casa de nuestro amor, él se veía sembrando las semillas y hablaba de una plantación muy especial. Hablábamos de muchas cosas para no pensar en aquel beso que nos había trastornado. Sobre todo a él, que se sentía muy perdido. Dijo que haría brotar un cafetal en nuestra finca, el primer cafetal del Nuevo Mundo. No una plantación cualquiera, como las de azúcar, no un negocio ordinario. No quería casar el olor del café con el sudor negro de los esclavos, ni con el tacto frío de la plata. Recogería café para nosotros dos y basta, y quizá para la gente que se lo mereciera. Entonces haría hervir la mejor infusión para la mejor gente.

Todo eso dijo, y era cierto, lo pensaba de verdad. Pero también tenía la cabeza en otro lugar, y de aquel lugar no habló ni una palabra. Llegué a creer que lo asustaba, yo Rosa Fortaleza, la que había conocido a tantos hombres. Pensé que estaba celoso, qué gracia. Le dije que no era demasiada mujer para él, que ni se lo imaginara, que yo me sentía virgen a su lado. Que cuando había estado en brazos de otro, incluso de Zé Moscardón, ya era él quien me abrazaba. Que antes de haberlo conocido a él, mi amo precioso, yo ya lo llevaba en la mente, ya era el primer hombre bueno y el único. Pero mi Félix decía que no era aquello, que no sufría por los hombres que me habían poseído. El amor era de fuego, murmuró, purificaba el pasado y lo enaltecía. No, su prisión no estaba poblada de mis antiguos fantasmas: era algo muy distinto.

- Madre mía, ¿entonces qué es?

Le retiré el plato, porque estábamos almorzando y se refugiaba demasiado en la pasta de ñame. Él no levantó la vista.

- Es otra cosa, enterrada en mi pasado. -Se rascó los puños con las manos-. Y enterrada en mi cuerpo.

- Pues dadme el cuerpo, amo mío. Dadme vuestro ayer. ¿No decís que el amor limpia el pasado? Pues dádmelo todo, yo sabré curarlo.

- No puede ser. -Apretó los labios.

- Habladme, Félix mío. Habladme, por caridad. Yo también tengo un pasado oscuro, y os lo he entregado entero. Ahora habladme de vos, de vuestro fuego, de vuestra piel. Del niño que lleváis dentro. Habladme de esos labios que me han besado, esos labios que ahora se cierran y aún tiemblan.

- No puedo. Te hablaría del beso, y ya sería besarte un poco.

Dejé que terminara de comer. Qué hombre más adorable y más desesperante, pensé. Durante más de un año lo había tenido muy cerca, había dormido a su lado, y habíamos sido hermanos. Lo apreciaba tanto que, de hecho, hubiera podido continuar de ese modo hasta el final de mis días. Estaba segura de que yo, Rosa, la que cantaba por las noches, hubiera podido. Pero, a partir del momento en que nos habíamos besado, y que su aliento se había mezclado con mi aliento, ya no podía. A partir de entonces, yo amaba su gesto y amaba la finura de su piel. Era muy cierto que las palabras se querían en él. Pero habíamos viajado más allá de las palabras, y ya no podíamos volver atrás.

Le cogí la mano y lo llevé hasta la playa. Los pescadores ya habían terminado su trabajo; habían dejado sus jangadas, las toscas barcas de troncos, durmiendo sobre la arena. Estuvimos un buen rato allí. Él se peleaba con las palabras, ahora se dejaba tocar y ahora no se dejaba. Yo olía a mar, era Rosa Fortaleza, cálida y deseable. Él me olía con timidez y protestaba. ¿Cómo podíamos estropear el amor, refunfuñaba, con el sudor y el roce? Yo me acercaba a mi amo bonito, le dedicaba el poder de la caricia y la medicina del abrazo. Él iba y venía, quería y no quería, se acercaba y se alejaba.

Le propuse un juego. Pondríamos una barca en el agua, una de aquellas jangadas pesadas. Nos meteríamos los dos y allí, en medio del mar, nos haríamos promesas. Yo le regalaría lo mejor, él me regalaría lo mejor. Nos sentaríamos cada uno en un extremo de la barca, no sería necesario ni mirarnos. Él asintió con la cabeza. Lo hicimos, y, cuando ya nos mecía la primera ola, abrí fuego.

- A vos… -dudé-, a vos el mejor café.

Él sonrió.

- A ti -dijo-, el hombre más bueno.

- A vos, amo mío, la paz.

Lo encajó con los ojos abiertos. La mar se le reflejaba en las pupilas.

- Sí. Y a ti, Rosa, la dignidad.

- A vos la piel.

- A ti -se incorporó en la fusta-, a ti el amor sincero.

- A vos mi cuerpo. -Me levanté-. A vos toda yo. A vos las trescientas trenzas, a vos mi roce y mi sudor negro. A vos -me apoyé en su brazo- el olor a mar, a vos las canciones. A vos mi aliento y mis labios abiertos. -Le besé la herida en la ceja-. A vos esta noche, a vos la morenez, a vos la negra noche que llega.

La noche es negra, los pobres son negros, ya lo sabemos. En aquel momento, dentro de la barca, cerca de nuestra playa y de nuestra casa, el amor fue negro y fue rico. La luz del sol desapareció totalmente y nos dejó solos. Me acerqué a su boca y le rocé los labios. Notaba cada roce, y notaba también lo que casi rozaba pero no lo hacía. La punta de mi lengua le lamió los dientes, la encía y los labios. Nuestras lenguas jugaron. Le estreché el pecho, y sus pezones y los míos también jugaron a través de la ropa. Acompañé su respiración pesada. Deshice su resistencia, cada vez más débil. Mis dedos se escaparon bajo sus pantalones, buscando la dureza del hombre.

Me quedé paralizada. No lo solté, ni me levanté. Lo tenía atrapado entre los brazos, y lo estrechaba con fuerza. Pero sólo podía mover los dedos. Exploré su vientre, el vello sedoso entre las piernas, el arranque de sus muslos ardientes. Él sorbía. No lloraba, sorbía por la nariz. Lo palpé otra vez, despacio. El corazón me latía. Dios del cielo, mi Félix estaba mojado de placer y de deseo. Mi amo fino, mi amo delicado. Que cayesen las aguas de Yemanjá y los truenos de Xangó. Él no era el primer hombre bueno, él no era el único hombre bueno. Que se hundiera la tierra firme, porque él era una mujer. Él era ella.

Dioses del cielo y de la tierra, orixás todos, yo era Rosa Fortaleza y ella era una mujer. Me incorporé, despacio, con el sudor en las manos y en la cara. La miré desde la otra punta de la barca. Quizá la contemplé un momento, quizá una eternidad. Dioses del cielo, la serpiente Surucucú y el lobo Castrabrancos. El mundo estaba embrujado, la noche era negra y mi amo bonito era una hembra.

- Cómo… -dije-, cómo no lo he sabido ver…

- Has visto lo que querías ver -dijo, encogiéndose.

Me miró con su verde indefenso. Negué con la cabeza, me cubrí la boca con la mano. Me acerqué, le rocé la mejilla con el dedo y me alejé. Me acerqué nuevamente y le acaricié el cuello. Él, ella, me suplicó con el rostro contraído, me suplicó que continuara. La atrapé con los dedos, primero muy suave y después con fuerza. Entonces le quité la ropa de un tirón, me desnudé yo, uní sus labios a los míos y las dos nos fundimos en aquella larga noche negra.

- Nunca había hecho el amor con una mujer -dije-, y no me lo imaginaba.

- Yo tampoco me lo imaginaba, yo que nunca había hecho el amor con nadie.

Estábamos abrazadas en el fondo de la jangada. Los nubarrones se despejaban, encima de nosotras aparecían las estrellas y nos saludaban con complicidad. Resultaba que el único hombre bueno era una mujer. Mi amo era una ama, y mi Félix… ¿cómo tendría que llamarla, a partir de ese momento? Porque mi Félix bonito ya no se podía llamar Félix, y no podía ser bonito. Bonita lo era, por descontado, lo era tanto como el hombre que yo había conocido, pero no era bonito.

- Si ahora te fueras -murmuró-, lo entendería muy bien.

- No pienso marcharme. -La miré a los ojos-. Eres el primer hombre bueno que he conocido, y ahora no me iré sólo… sólo porque sea una mujer.

Nos reímos juntas, aún nerviosas. Su piel blanca tembló un poco contra mi morenez.

- ¿Qué haremos, pues?

- Nada, no haremos nada. Siempre he querido a la persona que llevabais dentro, y no al hombre que mostrabais por fuera. Viviremos juntas, no diremos nada a nadie, y ya veremos.

Se vistió con pereza. Se puso los pantalones, la blusa y la casaca. La miré de arriba abajo: las mejillas lisas, aquella palidez exagerada, los ojos grandes, las orejas estiradas y frágiles. Como hombre era suave y joven, claro. Pero, como mujer, era más bien robusta y madura. Una vez destapado el secreto, yo descubría que era una criatura a medio camino entre los dos sexos, a medio camino entre las edades, a medio camino entre todos los deseos. Quizá era aquello lo que tanto me seducía. Buscaba a un hombre y me había tropezado con una mujer -¿y qué?-. La gente diría que aquello era una aberración, muy bien. Pues la gente no sabría nada, y punto. No me quitaba el sueño lo que dijera la gente.

- No lo sé, llevo muchos años haciendo de hombre -afirmó, mientras me ayudaba a enfundarme el vestido-. Me he escondido de mi condición, me he protegido, y creo que lo he llevado bien. Pero contigo, no lo sé. No estoy seguro, quiero decir segura, de querer continuar. Me gustaría dejar de fingir, ahora que te he encontrado.

- Ya veremos.

Tiré de ella. Clavamos la barca en la arena, caminamos descalzas por la playa y, cogidas de las manos, nos adentramos en el bosque de palmeras. Nos ayudábamos una a la otra a esquivar las zarzas y las rocas más angulosas. Cuando tuvimos la casa a la vista, ella se detuvo y respiró a pleno pulmón.

- El alcanfor… -Suspiró-. Con este aroma ya lo tengo todo. Creo que he llegado al final, Rosa. Ya no necesito oler más. Tengo el mejor café, el elixir del buen saber. Acabo de probar el amor más franco. ¿Qué más puedo querer?

- Yo también soy feliz, amo mío. -Arrugué la frente-. Bueno, ama, quiero decir.

- Je… No sufras, yo también tardaré en acostumbrarme. Pero lo que te estaba diciendo -me estrechó la mano- es que ya no necesito ser hombre. Hasta ahora, siendo una dama, no estoy convencida de que hubiese podido hacer lo que he hecho. Del vinagre de Londres pasé a la menta de Estambul, lujosa y conspiradora; de allí a la flor de Arabia, mística y amanerada; al almizcle confuso de las tierras de Abisinia, y a la patria del éter, la Negrería de los espíritus. Entonces noté el hedor de la Francia más sucia y cínica, y ahora estoy aquí, rodeado por el alcanfor de los trópicos.

- Un total de siete, siete tierras distintas. -Había contado con los dedos-. Tenéis razón, como mujer no hubierais podido, no hubierais llegado muy lejos.

- Es bien cierto, yo lo veo así. De niña, no hubiera podido huir de Francia con mi padre. No hubiera podido ser un eunuco en el harén de los turcos, no hubiera trepado a las montañas del Yemen, ni hubiera sido un príncipe de los etíopes; quizá me hubieran querido igual en la África remota, una vez allí, pero en París no hubiera podido engañar al asesino de mi madre. Y aquí en Pernambuco…

- Los pies se os hubieran enganchado en el barro viscoso de esta tierra, ya os lo digo yo. Ahora no seríais propietaria, y por lo que a mí respecta, bueno, creo que me hubierais encontrado igual, porque soy invencible. Me lo aseguró el viejo Jabavu, que conoce muy bien la fuerza de los orixás.

- Quizá sí. En cualquier caso, estoy aquí. Y ahora que lo he conseguido, ahora que tengo el tesoro del café, regado por las siete fragancias de la tierra, ahora que te tengo a ti, ahora me veo a mí misma. ¿No crees que ha llegado la hora de descansar?

- Vamos a casa, Félix. Esto… -Sacudí la cabeza-. ¿Cómo os tengo que llamar, ahora? Cuando estemos en casa, entre nosotras, claro.

- Me pusieron Félicienne, al nacer. Pero he tenido muchos nombres, casi uno distinto en cada lugar. Puestos a escoger, veamos… -Estudió los prados, la casa, el corral, el árbol de alcanfor y el huerto donde crecía su planta, todo extendido bajo la bóveda estrellada de la noche-. ¿Qué te parecería, no sé, Felicidade?

- Me parecería el mejor de los nombres. -La estreché por la cintura-. Vamos, Felicidade, te haré una buena cena.

Llegamos a casa, comimos a gusto y nos sentamos fuera, allí donde la brisa marina ayudaba a digerir. Aquella noche yo no hablé de mí, de Rosa Fortaleza. Tampoco canté a los cuatro vientos, ni usé la medicina de los abrazos, ni el poder de las caricias. Aquella noche escuché la historia de Félix, de Felicidade y de tantos personajes unidos bajo una misma piel. Ella habló como nunca lo había hecho, como no había hecho con nadie. Aprendí los hechos de su vida, y dirán lo que querrán, pero yo fui la primera y la única. Ya pueden hablar y fisgonear, ya pueden cantar misa si les apetece, que yo fui la afortunada. A mí la verdad, a los demás el rumor.

Me confesó los secretos de su infancia. Las rarezas de su padre, recto como un palo, que se pasaba el día con las escrituras y luchando contra el más pequeño de los placeres. Para la pequeña Félicienne no había dulces ni confites, no había lazos de colores, no había juegos ni juguetes. Su madre, curtida por las faenas del campo, la protegía de los excesos: un beso furtivo, un abrazo firme, una canción en voz baja… Sobre ellos pendía la espada de los católicos, y la persecución de sus creencias lo ahogaba todo con oscuros presagios.

Ella no se dio cuenta, pero a partir de cierto momento su madre empezó a estar ratos fuera de casa. Ella y Justin Dufoy, o sea su padre, pasaban mucho tiempo encerrados. El humor del padre aún se agrió más: recorría los soportales de punta a punta, los dientes apretados, las manos a la espalda, y maldecía sus propios huesos. Entonces ella empezó a recibir golpes por el más pequeño desliz. De repente, sin aviso, caía un coscorrón desde arriba, o un cachete en la mejilla, o una reprimenda salvaje. Y un día funesto, un día que sus padres estaban muy nerviosos, un día que la tierra parecía a punto de encenderse, su madre les pidió que se fueran. Quería una medida de manteca, enseguida, no podía esperar. Y ella y Justin se fueron con el carro: ella temblorosa y él con las cejas juntas.

Cuando regresaron, supieron que el horror había visitado aquella casa. La puerta estaba abierta de par en par; entraron y vieron, en el suelo, un gran charco de sangre. En el centro había una Biblia medio quemada y empapada. Justin cogió el libro, se agachó, miró bajo el arquibanco, y lanzó una exclamación. Entonces tiró de una cabellera, la de la madre, y sacó la cabeza solitaria. La levantó y la sostuvo con mano trémula ante los ojos de ella, de la niña. Ella lloró con los ojos desorbitados, alargó la mano y acarició con los dedos la cara azulada de su madre. De arriba abajo, como siempre había hecho, desde que era bebé. Le dio un montón de besos y retuvo aquel olor raro que le empapaba el rostro, y que no recobraría hasta mucho tiempo más tarde.

Enterraron la cabeza y subieron al carro. Los soldados aún rondaban por la región, y si querían salvar el cuello tenían que huir. Pero las mujeres y las niñas no podían huir, lo prohibía el decreto del rey de Francia. Su padre dijo que ya se ocuparían de aquel problema. Antes era necesario que él, Justin Dufoy, se convirtiera en un tullido, porque a los hombres inhábiles sí se les permitía marcharse del reino. Así que detuvo el carro en plena ruta, y obligó a su hija a pasarle por encima.

- Los brazos no me respondían -dijo Felicidade-, gemía y no podía ni azotar a los bueyes. Él estaba en el suelo, me gritaba como un endemoniado. Cuando me di cuenta, los bueyes ya habían arrancado solos, e intenté detenerlos. Pero entonces oí aquel chasquido sordo, de fractura, de pierna que se partía en dos. Diría que aún lo puedo oír hoy.

- Pobre ama, Felicidade mía. Pobre niñita.

Prosiguió. Habían bajado a la ciudad de La Rochelle, que era un puerto importante. Allí habían ido a la casa de un médico conocido, un tal De Chirac. Aquel cirujano, un supuesto amigo, era el que se había beneficiado a la madre, el que les había prometido impunidad, y era el marrano que los había denunciado y les había enviado a los soldados. Se dieron cuenta cuando estaban a poca distancia de su consulta: los oficiales entraban y salían de la casa del médico como si de un cuartel se tratara. El padre, Justin, todavía estaba tumbado en el carro, a ratos delirando y a ratos despierto. Al levantar la cabeza y ver aquel trajín, le ordenó que diera la vuelta y fuera directo al muelle.

Antes de embarcar buscaron a un barbero, para que le hiciera las primeras curas a su padre. Al acabar, Justin le alargó unas monedas a ella, y le dijo que entrara en una tienda de ropa. Que le despacharan una muda completa para un hermano gemelo, ordenó. Ella preguntó que qué hermano gemelo, pero él insistió en que hiciera lo que le decía. Poco tiempo después regresó con la ropa, y él le mandó cambiarse. La camisa, el chaleco y los pantalones le entraron bastante bien. Con los zapatos tuvo que esforzarse más, pero lo consiguió. Entonces el padre se sacó la cuchilla que llevaba en el bolsillo, la que llevaban todos los campesinos, y le cortó el cabello. Aquello le dolió. Al terminar, el padre metió la ropa de la niña en un saco, y contempló a su hija con una mueca.

- Dios mío, qué aberración -murmuró-. Perdonadme, Señor, no soy digno de entrar en vuestra casa. Soy un cobarde, soy un pecador indecente.

Le anunció que se llamaría Félix por un tiempo. Que no se despistara, le avisó, o los matarían a los dos. Entonces se procuró un palo, el padre, y con el palo se arrastró como pudo hasta un barco inglés, que estaba amarrado. Ella fue detrás de él. La guardia real los miró, pero los dejó pasar. Eran dos hombres inhábiles, la ley no se les podía aplicar. Eran un padre tullido y su hijo pequeño. Podían salir del reino, atravesar el canal y acogerse a la hospitalidad del tío, un hombre que vivía en Londres desde hacía tiempo. Se instalaron en la bodega, solos, y no movieron ni un dedo hasta que notaron el potente balanceo de alta mar. Entonces el padre cogió el saco de ropa, lo desgarró a tiras y se vendó la pierna entre gruñidos de dolor. A continuación le devolvió la ropa de niña a su hija.

- Ya puedes cambiarte -masculló.

- No -dijo ella-, no lo haré.

- Vamos, cámbiate -repitió-. Ya estamos fuera de peligro.

- No pienso hacerlo.

Dentro de aquella embarcación, aquel día, me confesó ella, algo se había roto. En algún rincón secreto de la cabeza le había nacido un hombre. Sin darse cuenta del giro que estaba dando, tomó una determinación, tozuda y profunda, como son las decisiones de algunos niños. La vida tiene extrañas maneras de defenderse, y aquélla sería una. Quería ser un niño, y quería crecer como hombre. No quería acabar como su madre, maltratada por todo el mundo, hasta el punto del sacrificio más alto. Quería ser fuerte, quería ser hombre para romper con su ahogo, y también con su padre cuando fuera necesario. A aquella edad tan precoz, sin saberlo, ya había decidido que tenía que ir tan lejos como fuera posible, a buscar lo más sublime y a escapar de la miseria de una mujer.

Su padre le pegó con ganas, cogió el vestidito e intentó pasárselo por el cuello a la fuerza. Ella se levantó, cogió la ropa de niña, y se fue corriendo. Salió a cubierta y tiró las prendas por la borda. Cuando bajó de nuevo a la bodega, su padre aún intentaba levantarse, con el bastón entre las manos. La vio y le salió fuego por los ojos.

- Desgraciada, ¿qué has hecho?

Ella se había rascado los puños, o creía recordar que lo había hecho.

- He tirado la ropa.

- Eres un demonio -bramó él-. ¡Eres el diablo en persona, infeliz! ¡No puedes hacer esto, Dios nuestro Señor nos lo hará pagar! No puedes ser un niño, las leyes de Dios no…

- Me dan igual las leyes de Dios.

- ¡Blasfemia, hija, blasfemia!

Levantó el palo, y la niña lo esquivó. Se enfureció, y la pescó por el cuello. Ella volvió a escaparse.

- Padre, no, por favor, padre, por favor…

Él volvió a levantar el palo, y aquella vez le acertó de lleno. Ya lo creo que le acertó. Le descargó un golpe brutal en la ceja, de manera que cayeron los dos entre sacos, cuerdas y barriles. Justin había perdido el juicio, había enloquecido totalmente. Se incorporó a medias, como pudo, y se le echó encima.

- Tú eres una mujer, ¿me oyes? Eres una mujer, ¡mira cómo eres una mujer!

Le arrancó los pantalones, le atenazó las piernas y le dejó el sexo al descubierto. Se sacó el miembro duro y tenso, y le dijo: esto es un hombre, ¿lo entiendes? Le separó los muslos, con los dedos que eran garras de hierro, y la penetró con la estaca heridora. Gritaba: eres una mujer, eres una mujer pecadora, ¿lo ves, cómo eres una mujer? Y le mordía el cuello, le esparcía la sangre de la ceja por los ojos y por la cara, y a cada embate le desgarraba una telilla de carne menuda.

No llegó al final. De repente, se quedó rígido, las facciones se le tensaron, y empezó a llorar. Ella aprovechó para salir de debajo, se fue hacia un rincón y se abrochó la ropa. También empezó a gemir.

No se hablaron durante mucho tiempo. Después de aquello, su padre nunca más viviría en paz. Toda la vida se sentiría sucio, toda la vida sería una tortura, una confesión y una penitencia de aquella obra execrable. En cuanto a ella, si había tenido alguna duda, a partir de entonces ya no quiso echarse atrás. Nunca más la violaría nadie. Nunca más sería vulnerable. Nunca más perdonaría a su padre, y la brecha abierta en la ceja recordaría su crimen. Nunca más sería débil. Dejaría de ser niña, y de ser mujer, y haría camino. Hasta que encontrara lo que perseguía, y pudiera volver a ser ella misma. Hasta que llegara la hora más clara, más serena, más querida.

- Diría que la hora ya está aquí, Rosa. -Tenía la mirada aguada y se mordía el labio-. He probado lo que quería, y he visto que era bueno.

¿Que yo maté a Félix Dufoy? Pues sí, lo hice. Fui yo, Rosa Fortaleza, la que cantaba por las noches. Ya se pueden callar todos, no hace falta que difundan más voces, no hacen falta los rumores, ni las habladurías, ya os lo digo yo. Fui yo, negra y mujer; y esclava hasta el final, al margen de lo que digan unos papeles que no sé leer. Lo envié a otra vida, porque mi Félix me lo pidió. Y porque lo quería. Mi amo bonito, el primer hombre bueno, el único bueno que había caminado sobre la tierra fangosa de Pernambuco. Me deshice de él yo, Rosa la furcia, la que olía a mar. La cálida y deseable, la de las trescientas trenzas.

Pronto empezaron a hablar. Los pescadores no, ellos no, pescan voces; bastante trabajo tienen con pescar las criaturas de las aguas. Pero un día apareció un cadáver de un hombre blanco en la playa. Estaba hinchado y morado, tenía la nariz medio devorada por los peces y ruiditos de pequeños cangrejos bajo la piel. Los pescadores no dijeron nada, pero las mujeres sí, ellas que tienen los pies pegados a la tierra se aburren; y también los criados de la plantación de más arriba, sí, y los de la hacienda de más abajo, aquellos que murmuraron que en la casa del alcanfor había pasado algo gordo.

El amo ya no estaba, decían. La mujer que cantaba por las noches se había deshecho de él, aseguraban, y lo había tirado al mar. Dijeron que yo lo había embrujado, y que lo había entregado al lobo Castrabrancos y a los peores orixás. Dijeron que lo había amansado, como hacían algunas criadas, que trinchaban las cabezas de serpientes de cascabel, y con el polvo envenenaban al amo poco a poco. Dijeron de todo, y negaron que yo lo hubiera querido jamás. Las malas lenguas llegaron hasta Olinda, y un día de lluvia, un día que no invitaba a salir de casa, llegó un lacayo de la capitanía. Desmontó del caballo y me ordenó que saliera el amo.

- No está.

- Pues ve a buscarlo ahora mismo.

- No puedo -repliqué.

- No seas estúpida, negra. ¿Quieres hacer el favor de…?

- No puede ser, el amo está muerto.

- ¿Cómo?

- Ha pasado a mejor vida -afirmé, sin vacilar-. La gente nace, vive y se muere. El amo Félix ha muerto.

El hombre se quedó plantado bajo la lluvia. El agua le caía por las alas del sombrero y le chorreaba por la barba. Se rascó los pelos. Estaba pensando qué tenía que hacer: si tenía que atarme y llevarme a la ciudad, si tenía que empujarme dentro de casa y violarme, o si se tenía que marcharse a informar a las autoridades. Estaba dudando entre las tres cosas, lo puedo decir porque conozco a ese tipo de hombre. Al final, hizo lo que realmente sabía hacer. Subió al caballo y desapareció al galope. Yo entré en casa corriendo.

- ¡Felicidade! -grité-. Ah, estáis aquí. Recoged las cosas, enseguida. Tenemos que marcharnos.

- ¿Tan rápido? Pues sí que ha durado poco.

Después de matar a Félix, o sea después de cambiarle el nombre, de comprarle ropa de mujer, de enterrarlo como hombre y de hacerlo renacer como mujer, había resuelto que allí no nos podíamos quedar. Yo escondía a Felicidade de día, y sólo la sacaba por las noches. Las pocas visitas que recibíamos las atendía yo, y siempre evitaba hablar de mi amo. Pero sabía que aquella situación despertaría sospechas, y fui disponiendo la partida. Cuatro pertenencias, una gallina, y la planta, por descontado: lo tenía todo listo. Decidí que iríamos a Palmares, uno de los pocos lugares libres del país, lo tenía muy claro. Claro que cuando Felicidade me rogó apurar hasta el último momento, lo entendí muy bien. Nos había costado mucho encontrar aquel trozo de paraíso, tan verde, tan impregnado de alcanfor y de amor. A ella le dolía tener que marcharse. Y a mí también.

Pero el respiro se había terminado. Cogimos lo que pudimos y nos adentramos en la mata espesa, apresurando las sombras del anochecer. Nos internamos en el país, evitamos las ciudades y los caminos, atravesamos los grandes cañizares, y dos semanas más tarde ya estábamos en la región de Palmares. ¿Qué buscábamos allí? Pues lo mismo que todos los que se habían unido, procedentes de los cuatro extremos de Brasil. Allí había lo que llamábamos un quilombo, es decir, una comunidad de fugitivos. Poblada de indios y de blancos renegados, pero sobre todo de esclavos fugados.

Todos los negros habíamos oído historias de libertad, en la puerta de nuestros barracones. Los que lo recordábamos, cantábamos la libertad de los bosques de África; y los que no lo recordaban, se lo inventaban. Todos habían cantado sueños de regreso a un mundo justo, pero muy pocos lo habíamos probado. Sólo los perseguidos, los que escapaban a la ley escrita y a la ley hablada, ellos sí. Cuando estuve cerca del quilombo, pues, recordé las historias de las noches de luna, cantadas en la puerta del barracón. Aquél era el único lugar donde dejaría de ser esclava, de verdad, y el único lugar donde Felicidade podría ser una mujer, un hombre, un pajarillo solitario o lo que quisiera.

Atravesamos un río, y al otro lado ya tropezamos con una partida de negros armados. Nos encañonaron con los fusiles, diría que con poca convicción, y nos preguntaron dónde íbamos. Era evidente que no pretendíamos derribar aquella república de libertades, así que creyeron lo que les dijimos y nos acompañaron hasta la casa del capitoste. Un tal Zumbi, nos dijeron. Era muy valiente, llevaba la fuerza de Xangó dentro del cuerpo, y mandaba en todo el quilombo entero. Él decidiría, dijeron, si nos podíamos quedar con ellos. Entramos en la casa, que estaba hecha de caña pero muy amplia, y que tenía las paredes cubiertas de pieles de serpiente. Compareció un hombre corpulento y risueño, que nos mostró unos dientes blanquísimos y se nos presentó como el gran Zumbi de Palmares.

- ¿Zumbi? -exclamé-. ¡Tú eres Zé Moscardón!

Él tuvo cierta dificultad para reconocer a mi persona. Aquello me disgustó un poco e hizo reír por lo bajo a Felicidade. Pero entonces el gran Zumbi cayó en la cuenta, y todo fueron grandes abrazos y elogios. Nos invitó a instalarnos en su palacio -sí, dijo palacio-, a compartir sus manjares y escuchar su laúd por las noches. No había cambiado tanto, era el mismo animal embaucador de siempre. Le agradecí el ofrecimiento, pero le dije que no, que preferíamos construir nuestra casa y vivir en un lugar más modesto. Respondió que de acuerdo, que nos podíamos hacer un hueco donde nos conviniera. Pero que no nos olvidáramos de él, añadió; que fuéramos alguna noche, yo y la señora blanca, a cantar bajo las estrellas.

Fue de ese modo tan sencillo, y al mismo tiempo tan inesperado, como nos instalamos en el lugar más libre de la tierra. Levantamos una choza, plantamos el arbusto del café, y nos acomodamos a una existencia tranquila. De vez en cuando nos llegaban voces sobre los ataques de los soldados, que siempre eran repelidos por nuestros pelotones. El coraje de los hombres negros era impresionante, y el de Zumbi en particular era legendario: todo el mundo estaba de acuerdo en que las balas enemigas, cuando lo veían, daban media vuelta. Fuera como fuese, en aquel valle de Palmares se vivía muy tranquilo. No era ninguna aldea; probablemente entre unos y otros, blancos y negros, mulatos e indios cafuzos, podíamos contar unos cuantos miles de personas. Pero teníamos buenos guerreros, vivíamos de los huertos y del ganado, montábamos una macumba cuando nos parecía, y nos gobernábamos a nosotros mismos.

La planta continuó dando fruto, y Felicidade preparó unos brebajes exquisitos, que aclaraban la mente y que todo el mundo quería probar. Se hacía mayor, el cabello se le aclaraba, pero había ganado serenidad y firmeza. Nunca quiso vender ni una semilla de café: hervía la tisana ella misma, para nosotras dos, y a menudo invitaba a los vecinos. Incluso un día hizo que viniera el gran Zumbi en persona, que probó el elixir, la felicitó sinceramente, y nos entretuvo con el laúd. El caudillo negro intentó llevarme a su cama otra vez; no podía ser que una diosa como yo, dijo, no hiciera feliz a algún hombre. Felicidade lo miró con celos, qué gracia, y yo le di calabazas al gran Zumbi. Porque a pesar de ser el más destacado de los guerreros, aún arrastraba una cara de moscardón considerable, y yo no tenía ninguna intención de liarme con alguien que siempre estaba a punto de levantar el vuelo.

Pasaron los años, cayeron muchas lluvias y llegamos a creer que aquello duraría para siempre. Pero no hay fortuna eterna, y la adversidad empezó a meter las narices. Los malos presagios arrancaron con una traición. Bueno, no sé cómo recogerán estos hechos los libros, pero para nosotros fue un acto desleal. Un grupo de gente joven, chicos que habían nacido en Palmares, y que debían pensar que el mundo de fuera era una maravilla, cerraron un trato con las autoridades de Olinda. Se intercambiaron mensajeros, acordaron la libertad a cambio de abandonar el quilombo y, un buen día, se fueron. Después supimos que los habían detenido, los habían marcado al fuego, y los habían vendido a un plantador. Se acabaron las deserciones, pero el abandono extendió la duda y el desánimo entre mucha gente.

Poco tiempo después, Felicidade enfermó. No sabría decir si tenía un mal u otro: se sentía débil, le subían unas fiebres muy fuertes y tenía que guardar reposo. Yo le aplicaba la medicina del abrazo y el remedio de la caricia, le ofrecía infusiones de malva o acudía a las macumbas, que allí en el quilombo eran libres y abiertas. No parecía que nada le hiciera demasiado efecto, más allá de su café precioso, que la reanimaba durante un rato. Los siete aromas del mundo la llenaban de vigor: olía la taza, sorbía sin prisa, y dejaba que la verdura de los ojos recuperara el brillo de antes. Entonces se sentaba en la cama y me miraba con ternura.

- Me hago vieja, Rosa. Tal vez tendrías que encontrar a otra persona. No te faltarían pretendientes…

- Hace tiempo -la interrumpí- que no creo en vuestro cabello blanco. Vuestra cabeza se ha aclarado, ama, pero mi corazón continúa bien rojo.

- Pero, mujer -dijo con un suspiro- tu podrías aspirar a más, aún eres joven, y muy guapa.

- Ser feliz no es hacer todo lo que uno desea, ama bonita. Ser feliz es desear lo que uno está haciendo.

Me observó las trescientas trenzas, que me caían como una cortina delante de los ojos. Le gustaba el temperamento oscuro de mi mirada, ya me lo había dicho más de una vez.

- Además, reina mía -añadí-, para ser totalmente feliz, alguien lo tiene que saber. Y este alguien sois vos.

Una tarde apareció un mercader blanco, un tal Antonio, que perdía el sueño por comprar semillas de café. Había viajado mucho, venía de la isla de Cuba o de las Españas, no lo sé, y se las había visto y deseado para llegar al quilombo. Lo habían tomado por un espía, y faltó poco para que nuestros mozos lo cuartearan a golpe de machete. A mí me pareció buena persona, tan tozudo y soñador, un poco como el Félix que yo había conocido años atrás. Pero el ama, inmóvil en la cama con un ataque de fiebre, no quiso saber nada de él. Su café no saldría del quilombo, como un desertor cualquiera. Y menos aún por cuatro monedas de oro. A pesar de que aquel dinero del forastero, estaba segura de ello, habría servido para poner a Felicidade en manos del mejor médico del país, y curar su afección. Nada, no pude hacer nada. El tal Antonio se fue con el rabo entre las piernas.

Acababa de marcharse, como quien dice, cuando empezaron a llegar malas noticias. Tres regimientos de bandeirantes habían irrumpido en nuestros valles y sembraban el terror por todas partes. Con sus fusiles, sus barbas, sus narices y sus orejas llenas de vello, exterminaban todo lo que se les ponía delante. Eran una panda de salvajes, mucho más sucios y escandalosos que los soldados de uniforme, y mucho más peligrosos. Nuestros guerreros salieron, liderados por el gran Zumbi, y combatieron con las armas, con los machetes y con las uñas. Muchos nunca regresaron, y otros aparecieron con los ojos rojos y derrotados. Habían salvado la vida, pero habían perdido los dedos o las orejas bajo la espada enemiga, y cuando llegaban caían rendidos en brazos de las madres, las esposas y las amantes.

Mientras tuvimos al gran Zumbi entre nosotros, aún hubo esperanza. Pero en una segunda salida, la lucha fue encarnizada: oímos los estallidos muy cerca, y el viento trajo hasta la casa el olor de la pólvora. De repente, hubo una dispersión general. Los niños gritaban con las gallinas en brazos; las mujeres cargaban hatos y miraban al cielo; los ancianos no sabían dónde ir. Y los guerreros, los pocos que habían sobrevivido, lloraban. Aquellos hombres que eran estatuas, aquellos valientes, aquellos hijos de la poderosa África, lloraban sin consuelo. Gritaban que habían perdido el norte, su estrella brillante, la fuerza y la bravura. Porque el gran Zumbi ya no estaba. Unos decían que lo habían visto caer, reventado por las balas; otros decían que no, que había volado muy alto para convertirse en estrella eterna; otros decían que, simplemente, había desaparecido. Pero todos lamentaban su pérdida, que también era el fin de un sueño.

Entré en la cabaña, decidida a cargar con la pobre ama y huir de aquella pesadilla. Até cuatro cosas dentro de un saco y me arrodillé al lado de la cama. Felicidade no se movía, tenía los ojos brumosos y los fijaba en el techo de caña. Fuera se oían los bramidos de los bandeirantes, quizá a la entrada del quilombo. Le dije que nos íbamos, y le pregunté qué tenía que hacer con la planta. Tragó y tardó un rato en contestar.

- Nada. Quiero que la plantes en mi sepultura… si puedes.

- Por el amor de Dios, ama. -Junté las manos, rogando al lado de su cuerpo-. Ya están aquí. Se nos comerán vivas.

- Huye, Rosa… Te espera toda una vida.

Escuché unos truenos, seis o siete casas más abajo. La cogí por el tronco. Vencí su resistencia, que era poca, y me la cargué a la espalda. Los brazos le colgaban delante de mí. Salí fuera. A poca distancia, las llamas crecían, y podía oír el crepitar del fuego. Estaban quemando nuestra libertad. Di unos pasos hasta el huerto, y me fijé en la planta. No sabía qué hacer: veía el arbusto, y veía los brazos blancos que colgaban sin fuerza, rozando mi cintura. Los gritos se alejaron un poco, o me lo pareció. Dejé a mi ama en el suelo, acompañándole la nuca con la mano. Entonces me agaché delante de la planta, y hundí las uñas cerca de las raíces. Empecé a sacar arena, pero estaba muy compacta; arañé, clavé las uñas en el tronco, me sangraron las manos. Un perro corrió hacia mí, ladrando, saltó y me mordió el brazo. Me levanté, me lo quité de encima como pude, y lo eché a patadas. Los gritos se oían en la cabaña de más abajo.

Me acurruqué al lado de ella. No podía, gemí, no podía salvarlas a las dos, ella y la planta. No era lo bastante buena, no sabía suficiente. Entonces el ama bonita tiró de mí hacia ella, con las fuerzas que le quedaban, y me obligó a mirarla. El verdor de sus ojos se apagaba, y la dulzura de la voz también. Pero aún pudo hablar.

- Una muerte pequeña -dijo-…la mía.

- No, ama, ni hablar de partir, de ninguna manera. Felicidade, preciosa mía, no me dejéis, no me dejéis, no os vayáis…

Levantó unos dedos, para hacerme callar.

- Pequeña muerte, Rosa… y no hará caer esta casa… La casa de nuestro amor.

Se me hizo un nudo en el pecho, y por un instante pensé que tenía que acostarme a su lado, allí cerca de nuestra casa. Pero sentí un escalofrío, y empecé a moverme. ¿Acaso no era Rosa Fortaleza? ¿No era la que olía a mar, la diosa invencible? ¿Acaso no había sido investida por Xangó? Cargué de nuevo al ama y caminé hacia la selva, sin la planta pero con Felicidade a la espalda. Cuando ya dejaba atrás las últimas casas, un fuerte empujón y un trueno me hicieron caer de bruces. Todavía la tenía encima, allí en el suelo, y aguanté con los brazos para no acabar boca abajo. Entonces noté un chorro espeso y caliente que me caía por la barriga.

Giré con mucho cuidado, vigilando el cuerpo de ella. Cuando la tuve tendida, me di cuenta. Tenía una brecha en el vientre, y por allí se le vaciaba el cuerpo entero. Una bala la había atravesado, y me había ahorrado a mí el impacto. Levanté la vista, y vi a un bribón que se acercaba, el fusil aún humeante. Di un beso a Felicidade, diría que el más veloz y más intenso que nadie ha dado jamás, y eché a correr. Corrí hacia la mata espesa de Pernambuco, corrí como una endemoniada. Corrí hacia el recuerdo y hacia la nada, hacia la negra noche de los amores perdidos.

Y ahora diréis que le quité la vida. Decidlo, si no tenéis otra cosa de que hablar. Decid que no supe querer, que yo era una pobre esclava, que no leía libros y que nada podía entender. Decid que no le di ningún placer, decid que le robé lo mejor. Vosotros que siempre habláis, vamos, levantaos, y negad que fui su sombra, su oído, su afecto último. Decid que no la llevé a las puertas del cielo, que no le ofrecí el último aroma, que no vi y acaricié con ella su gran sueño. Negad que fui su abrigo en las noches frías, la brisa más fresca en los días del trópico.

Todo aquel que quiera hablar, que lo haga. Todo aquel que me quiera ofender, adelante, yo soy Rosa, la que cantaba por las noches, la que vino al mundo para ser insultada. Todo aquel que piense mal, que no se reprima, que difunda la maldad y que la mezcle con el alcanfor precioso de los árboles. Todo aquel que no quiera creer en el poder de la sabiduría, que no crea, y todo aquel que se beba el café sin provecho, que se lo beba de un trago mezquino. Todo aquel que niegue el amor, que lo niegue, y que no busque los siete aromas del mundo. Todo aquel que piense que la vida es cruel, que lo piense. Porque el café es una delicia, querer es un regalo, y la vida, la vida… todo aquel que piense que la vida no vale nada, que sepa que se engaña, que la vida es una hermosura.

Y ahora mirad, bobos. Id a donde queráis, hablad como os plazca, vosotros que sólo sabéis hablar. Difundid ofensas por la tierra de Pernambuco, en las ciudades y en las plantaciones, que vuestra lengua escupa veneno por todo Brasil. Sois unos sinvergüenzas. Decid, proclamad, anunciad, gritad como cuervos que yo, Rosa Fortaleza, acabé con aquella vida luminosa. Yo no os pienso escuchar. Me da igual lo que digáis, ¿me oís? Porque yo lo tengo muy claro. Porque tengo la boca mojada, ¿me oís? Aún la tengo mojada. Y para siempre marcada, la boca, ¿lo veis? Para siempre, bobos, para siempre marcada con aquel beso tan fiel.