Epílogo
Como ha señalado todo el mundo, empezando por Odiseo, un viaje sólo se entiende cuando uno ha llegado a su destino. Pero ¿qué significaba eso cuando el lugar del que regresaba estaba en todas partes?
Cuando me iba de Oregón, en el aeropuerto, abrí mi laptop para enviar algunos emails, leer varios posts de algunos blogs y hacer lo de siempre cuando me encontré frente a una pantalla de computadora. Después, y eso ya era más raro, seguí haciéndolo cuando estaba en el avión, tras pagar, eso sí, unos dólares por la conexión wi-fi. Estaba volando sobre la Tierra, pero seguía conectado a su red. Todo era una sola extensión fluida, el vasto continente podía irse al demonio —al menos por lo que se refería a Internet.
Pero no viajé decenas de miles de millas, no había atravesado océanos y continentes para creer que ésa era toda la historia. Tal vez no hubiera sido el más duro de los viajes —Internet se ubica en lugares muy agradables—, pero aun así había sido un viaje. El escritor de ciencia ficción Bruce Sterling dio voz a un sentimiento popular al escribir: «Siempre que disponga de banda ancha, no me preocupa que mi posición en la superficie del planeta sea arbitraria». Pero eso no tiene en cuenta gran parte de la realidad sobre cómo la mayoría de nosotros vivimos en el mundo. No estamos meramente conectados; estamos enraizados.
En determinado momento, poco después de regresar a casa desde Oregón, no recuerdo exactamente cuándo, saqué mi laptop y la abrí. Entonces, en silencio, sin esfuerzo, su antena oculta se conectó al hub inalámbrico blanco instalado tras el sofá, el que tiene un solo ojo verde. Aquello significaba muy poco en términos lógicos, pero para mí significaba mucho: estaba en casa, de nuevo en el lugar de la red que me correspondía. Cuando la ardilla mordisqueó el cable hacía un par de años, yo la veía desde el escritorio del cuartito que en aquella época usaba como estudio. Desde entonces, aquella habitación pequeña había pasado a ser de mi hija, y ahora era su cuna la que ocupaba el mismo espacio. La ardilla seguía ahí. Mi hija era lo bastante mayor como para ponerse en pie, acercarse a la ventana y saludarla. Su rincón del mundo era un lugar mágico, donde los animales contaban historias, horneaban galletas y daban los buenos días y las buenas noches. Y era, además, un lugar pequeño, una geografía limitada; su especificidad importaba. Y me importaba a mí también.
Aquello me llevaba a recordar que, aunque había visto los mayores monumentos de Internet, no había respondido a las preguntas de las que había partido. ¿Dónde iba el cable desde aquí? ¿Cómo se conectaba mi porción de Internet al resto? En la acera, al doblar la esquina, había un cercado de metal del tamaño de un baúl de viaje antiguo, y sospechaba que en su interior se escondía la respuesta. Había una placa en él que rezaba CABLEVISION, mi proveedor de Internet. Estaba decorado con calcomanías de propaganda y cuando pasaba por ahí, a última hora de la tarde, inevitablemente preocupado por estas palabras, oía su zumbido.
Pero, en una cruel ironía, después de que tantas puertas de Internet se me hubieran abierto, aquella permanecía cerrada. Cablevision es una empresa famosa por su mutismo y sólo tras dos meses de llamadas conseguí que un ingeniero se pusiera al teléfono y esbozara el camino completo de mi cable. Desde la sala pasaba a través de un agujero hasta el sótano de mi edificio de apartamentos, de más de cien años de antigüedad; desde ahí llegaba al patio trasero, esquivaba a la ardilla, atravesaba los patios de dos vecinos más y desembocaba detrás del baúl de viaje, en un grueso manojo de cables —más grueso que los cables tendidos a lo largo de todo el océano—. Junto a aquel cajón de acero estaba la tapa de un conducto que tenía grabadas las letras CATV. En su interior había una caja de unión de fibra óptica, un cilindro que se parecía mucho a un silenciador, donde todos los cables de las inmediaciones se agregaban en unas pocas fibras de vidrio. Sobre un mapa de calles, ese punto habría sido etiquetado como CARLTON AV; pero en el mapa de redes de Cablevision estaba marcado como nodo 8M48, siendo la M el distintivo de aquella zona del norte de Brooklyn. La red de televisión por cable había sido tendida por primera vez en la década de 1980; desde entonces se había actualizado en numerosas ocasiones, lo que en términos físicos significaba que los cables de fibra óptica llegaban cada vez más cerca de los hogares de los clientes, expandiéndose como las raíces de un árbol, y cada vez con mayor capacidad. Por el momento, el cable llegaba hasta la acera; pronto, inevitablemente, proseguiría su camino hasta la puerta misma.
En la otra dirección, el cable iba hasta la «cabecera», un edificio pequeño, de aspecto industrial, que también quedaba cerca y que estaba rodeado por una verja. Contenía un equipo conocido como Cable Modem Termination System, o CMTS. Se trataba de una clase especial de enrutador: una máquina de acero del tamaño de una lavadora, de la que partían cables amarillos, que zumbaba en una habitación solitaria. Todas las cabeceras de Cablevision se conectaban, a su vez, en unas pocas «cabeceras principales». La de Hicksville, Long Island —donde Cablevision tenía su sede corporativa—, también era el centro de servicios de Internet de banda ancha, o BISC. Los grandes enrutadores allí instalados eran del mismo tipo que había visto en PAIX, en Palo Alto. Agregaban todas las señales que iban y venían desde los clientes de Cablevision y el resto de Internet. Y, a partir de ahí, el camino se ponía interesante.
Tal vez a Cablevision no le gustara decir gran cosa, pero los ingenieros de red de la empresa no pueden evitar ser algo más comunicativos. En la página web del poco utilizado dominio cv.net, mantenían una lista de los lugares en los que Cablevision se conectaba con otras redes. Se me hacían familiares: 60 Hudson Street, 111 Eighth Avenue, Equinix Ashburn, Equinix Newark, Equinix Chicago y Equinix Los Ángeles. Y como que las rutas lógicas eran intrínsecamente visibles, con un poco de extrapolación podía incluso hacerme una idea de dónde se conectaba Cablevision a las demás redes: Level 3 (mi compilador favorito de Oregón), AT&T (me pregunto si tendrán una calcomanía nueva para el buzón de su estación de llegada), Hurricane Electric (con el álbum de fotos de enrutadores de Martin Levy) y KPN (situado junto al corazón del AMS-IX). Sabía que al residir en Nueva York no me encontraba físicamente lejos del centro de Internet, pero me asombraba descubrir lo cerca que estaba desde el punto de vista lógico.
Había dejado de ver la red como una masa amorfa y ahora la entendía como una serie de caminos específicos superpuestos a la geografía de la Tierra. Las imágenes que conservaba en mi mente eran precisas: una lista breve y familiar de lugares concretos. Sí, seguramente algunos de ellos eran banales; había visto muchos edificios anodinos, de cemento, con pisos de linóleo y pasillos iluminados por luces fluorescentes. Pero también los había hermosos —en su caso, su belleza se basaba en el conocimiento de las verdades de la red y en el simple acto de prestar atención al mundo. Para observar Internet había salido de ella. Me había alejado de mi teclado para echar un vistazo a mi alrededor y para conversar. No era de extrañar que algunos de los momentos más vívidos —aquellos en los que me había sentido más unido a determinados lugares— se hubieran producido fuera de las puertas cerradas electrónicamente. Recuerdo especialmente las noches —como le sucedería a cualquier viajero—, las comidas: la pescadería de la Costa da Caparica, en Portugal, con el sol poniéndose sobre el Atlántico (y el cable en las profundidades), la posada de Cornualles, con sus más de cuatrocientos años de antigüedad, donde los granjeros, calzados con botas de hule, se congregaban en torno a una chimenea de piedra; la cervecería de Oregón, llena de esquiadores que consultaban las páginas de su Facebook en las pantallas ribeteadas de azul de sus teléfonos (sus datos almacenados en las inmediaciones).
Cuando recuerdo esos momentos pienso también en la añoranza por estar lejos de casa, sobre todo por estar rodeado de personas que sí estaban en su tierra. Recuerdo a Rui Carrilho, el director de la estación de Tata en Portugal, cuando lo saludaban su esposa y su familia política, que habían ido a ver cómo llegaba el cable a tierra (motivo por el que se había perdido la cena en casa varios días seguidos). Y pienso en Jol Paling, quien me llevó a conocer los muelles de pescadores, después de que dejáramos a su hijo en el entrenamiento de futbol —y que, en el camino, respondió una llamada de un colega que estaba en la otra punta del mundo (y al que todavía le quedaba medio día para terminar su día de trabajo)—. O en Eddie Diaz, quien tras pasar toda la noche bajo las calles de Manhattan se fue a su casa para darse una ducha rápida antes de salir de nuevo a la calle, a celebrar el cumpleaños de su esposa. O en Ken Patchett, dejando sobre la mesa su inmensa taza de café para leer el mensaje de texto que acababa de enviarle su hijo, francotirador de la fuerza aérea que en ese preciso instante se encontraba en el aeropuerto de Qatar, sentado en un avión de transporte. Esas personas no son Steve Jobs ni Mark Zuckerberg. Ellos no han inventado nada, no han dado nueva forma a ninguna industria ni han ganado un montón de dinero. Trabajaban dentro de la red global y hacían que funcionara. Pero todos vivían localmente, como hacemos casi todos nosotros.
Lo que comprendí al llegar a casa fue que Internet no era un mundo físico ni un mundo virtual, sino un mundo humano.