5Ciudades de luz

De regreso en Austin, en el NANOG, conocí a un tipo llamado Greg Hankins que se ocupaba de un trabajo de nombre poco afortunado: era «solucionador». Frecuentaba a la gente del peering, era rápido a la hora de pagar las copas y parecía ser miembro del circo ambulante de los ingenieros de redes, coordinadores de peering y operadores de puntos de acceso a la red. Era muy cercano a Witteman y Orlowski. Hankins trabajaba como empleado de Brocade, una empresa que fabricaba —entre otras cosas—, la serie de enrutador MLX. Se trataba de máquinas del tamaño de refrigeradores, caras como camiones y absolutamente esenciales para las operaciones internas de Internet. En Frankfurt y en Ámsterdam tuve ocasión de ver el modelo más potente de Brocade —el MLX-32— funcionando a toda su potencia. Pero lo vi —o versiones menos potentes— en casi todos los edificios de Internet que había visitado, fabricados por Brocade, o por alguno de sus competidores, como Cisco o Force10. Incluso cuando no llegaba a ver aquel gran enrutador en el interior de algún cubículo cerrado, veía la caja de cartón en la que venía embalado, arrinconada en algún pasillo oscuro del centro de datos, como si se tratara del excremento de un oso. Aquel era el sello inconfundible de la Internet física, la muestra más clara de que un edificio se dedicaba seriamente a la red. Pero, además, a mí me gustaba el modo en que los enrutadores constituían los elementos constructivos básicos de Internet. Actuaban escalonadamente: el aparato de veinte dólares que compré en Radio Shack era una clase de enrutador, como lo era el IMP original de Kleinrock. Los enrutadores eran y son las primeras piezas físicas de Internet.

Pero ¿qué sabía en realidad de lo que ocurría en su interior? Había averiguado algo sobre la geografía de Internet, dónde estaba, pero no sabía gran cosa sobre qué era. En casa todo era cobre: el cable que salía del patio trasero, los cables de mi escritorio, los últimos vestigios de línea telefónica terrestre. Pero en el corazón de Internet todo era fibra —hebras finísimas llenas de impulsos de luz—. Hasta entonces, me habían asegurado que en Internet siempre existe un camino físico definido: un solo hilo amarillo de fibra óptica, un cable submarino que atraviesa un océano entero o un grueso manojo de varios centenares de cables. Lo que ocurriera en el interior de un enrutador resultaba invisible a simple vista. ¿Cuál era el camino físico ahí dentro? ¿Y qué podría decirme sobre cómo se conectaba todo lo demás? ¿Cuál era la reducción al absurdo de los tubos?

Internet es una construcción humana y sus tentáculos se extienden por todo el mundo. ¿Cómo encajaba todo aquello con lo que ya estaba fuera? ¿Se metía por debajo de los edificios o viajaba por postes «telefónicos»? ¿Ocupaba almacenes viejos, abandonados, o se instalaba en barrios nuevos, urbanos? No pretendía doctorarme en ingeniería electrónica, pero albergaba esperanzas de que lo que tenía lugar en el interior de la caja negra y a lo largo de los cables amarillos pudiera quedar claro, aunque sólo fuera ligeramente. Hankins estaba siempre de viaje y no podía parar. Pero conocía a un tipo en San Jose que me contaría cosas sobre el poder de la luz.

La sede de Brocade ocupaba un edificio recubierto de espejos, a la sombra del aeropuerto de San Jose, en Silicon Valley. Me recibió en el vestíbulo Par Westesson, cuyo trabajo consiste en unir las máquinas más potentes de Brocade para simular el mayor punto de acceso a la red —y después las separa e idea la manera de mejorarlas.

—Extraeremos una fibra, o apagaremos uno de los enrutadores cuando todavía esté transportando tráfico —dijo Westesson—. Es a lo que me dedico todos los días.

Tuve la sensación de que no le gustaba que las cosas no funcionaran. Nacido en Suecia, llevaba una camisa beige a cuadros perfectamente planchada y unos pantalones marrón. Sus ojos azules se veían apagados por tantas horas pasadas bajo la luz fluorescente y el aire seco del laboratorio de la planta superior. Se trataba de una sala del tamaño de una tienda de cualquier esquina, llena de técnicos que trabajaban de pie en parejas o en grupos de tres, frente a monitores de doble pantalla o hablando en voz baja rodeados de latas de cables de fibra óptica y repuestos. Las persianas estaban bajadas, para tamizar la luz del sol. Westesson me invitó a que considerara aquel lugar como un zoológico para niños.

Yo podía desmontar una de aquellas máquinas —sin riesgo de afectar Internet. La pieza de mayor tamaño, y la menos inteligente, de las cuatro partes de un enrutador era el «chasís», la carcasa tipo archivador que proporciona a la máquina su estructura física más aparatosa, como la carrocería de un auto. Ligeramente más pequeña y más inteligente es la «placa base de circuito impreso», que en el modelo MLX-32 es una placa de acero mayor que una pizza, en la que hay grabadas hendiduras de cobre, en forma de laberinto de jardín. Fundamentalmente, la misión de un enrutador es proporcionar direcciones, como un portero situado en el vestíbulo de un edificio de oficinas. Un bit de datos entra, muestra su destino al portero y dice: «¿Hacia dónde debo ir?». Entonces el portero señala hacia el ascensor o la escalera correcto, que es la placa de circuito: los caminos fijos entre las entradas y las salidas del enrutador. El tercer elemento son las line cards, que toman la decisión lógica sobre hacia dónde deben dirigirse los bits; son como los guardias de seguridad. Finalmente, están los «módulos ópticos», que envían y reciben señales ópticas y las traducen de/a señales eléctricas. En realidad, una placa de circuito no es más que un conmutador multiposición —apenas distinto del selector de entrada de un estéreo. Un módulo óptico es una luz —un foco desnudo que se enciende y se apaga. Lo que lo convierte en algo milagroso es su velocidad.

—Así pues, un giga son mil millones —dijo Westesson sin inmutarse.

Sostenía en la palma de la mano un módulo óptico de un tipo conocido como SPF+, es decir: «small form-factor pluggable». Se parecía a un paquete de chicles Wrigley, pero de acero, pesaba como el plomo y costaba tanto como una laptop. En su interior había un láser capaz de parpadear diez mil millones de veces por segundo, enviando luz a través de una fibra óptica. Un «bit» es la unidad básica en computación, un cero o un uno, un sí o un no. Aquel paquete de chicles era capaz de procesar diez mil millones de bits por segundo: diez gigabits de datos. Se insertaba en una line card como una bujía. Después, la line card se introducía en el chasís como una bandeja de galletas en un horno. Cuando estaba «poblado al máximo», un MLX-32 podía alojar, sin problemas, más de cien módulos ópticos. Ello significa que podía manejar cien veces diez mil millones, o lo que es lo mismo, un billón de bits por segundo —lo que equivale a la unidad conocida como «terabit», y que era, aproximadamente, lo que pasaba por el MLX-32 de Frankfurt el lunes por la tarde en que estuve allí.

—Hasta la fecha, sólo hemos llegado hasta aquí —comentó Westesson—. El siguiente paso será empezar a usar enlaces de cien gigabits por segundo, en los que una sola fibra transmitirá a un ritmo de cien mil millones de bits por segundo. Ya los habían estado probando.

Gig[52] es una palabra que encontraba casi todos los días, pero en este caso significaba algo diferente para tratar de contar grupos de bits por separado.

Todo lo que me había estado contando Westesson tenía que ver con el «grosor» de los tubos, con cuántos datos se mueven por la máquina en un segundo. Pero a mí también me interesaba la conclusión. ¿Cuál era la velocidad de un solo bit? Aquello resultó ser un tema algo delicado.

—Algunos de nuestros clientes se fijan en el tiempo que tarda un paquete en ser conmutado a través de un enrutador. Tiende a ser del orden de un microsegundo, que es una millonésima de segundo —dijo Westesson.

Pero, comparado con el tiempo que tarda un bit en atravesar Estados Unidos, por ejemplo, ese tiempo dedicado a cruzar un enrutador era una eternidad. Era como caminar diez minutos para llegar a la oficina de correos y descubrir que tenías que hacer una cola de una semana, día y noche. Las máquinas de Brocade, por más potentes que fueran, eran las ciudades congestionadas de tráfico en un viaje por la red abierta. Una millonésima de segundo era lentísimo, si es que algo así es concebible.

Según las leyes de la física, un bit que no se encuentre con ningún obstáculo debería ser capaz de atravesar el enrutador —un cubo de menos de tres pies— en cinco milmillonésimas de segundo, o cinco nanosegundos. Westesson me mostró las cifras, anotándolas en un papel con un marcador: la velocidad de la luz a través de la fibra óptica dividida por el tamaño del enrutador. Después, verificó el resultado con el de un programa de calculadora de una computadora cercana —algo que no dejaba de tener su gracia, porque entre todas las cosas que creemos que nuestras computadoras son capaces de hacer, esa clase de cálculo matemático está entre las últimas. Contó los ceros que aparecían en la pantalla.

—Este punto es el milisegundo… éste es el microsegundo… y éste suele expresarse como nanosegundos, o la millonésima parte de un segundo.

Reflexioné unos instantes sobre aquellos ceros de la pantalla. Y, al alzar la vista, lo vi todo distinto. Los autos que pasaban a toda velocidad por la autopista 87 parecían llenos de procesadores informáticos por segundo —sus radios, sus celulares, sus relojes, sus GPS zumbando en su interior—. Todo lo que me rodeaba parecía dotado de una nueva vida: las computadoras de escritorio, el proyector LCD, las cerraduras electrónicas de las puertas, las alarmas de incendios y las lámparas de los escritorios. La habitación contaba con un enfriador de agua dotado de un LED verde, ¡y con su propia placa de circuitos en el interior! El propio aire parecía eléctrico, cargado con miles de millones de decisiones lógicas por segundo. Todo, en la vida contemporánea, se basa en esos procesos, en esos cálculos matemáticos. Sólo en la espesura de los bosques podemos lograr desconectarlos, y ni siquiera del todo. En las ciudades, no merece la pena ni intentarlo siquiera. Los sistemas en red están por todas partes: celulares, faroles, parquímetros, hornos, audífonos, interruptores de luz. Pero todo es invisible. Para verlo hay que imaginarlo, y en aquel preciso instante yo podía hacerlo.

Llegados a ese punto, Westesson empezaba a retrasarse para su reunión siguiente, y se veía algo inquieto. Tuve la sensación de que no era de los que suelen llegar tarde a sus citas. Me acompañó hasta el ascensor.

—Bien, apenas hemos arañado un poco la superficie —me dijo.

No obstante, parecía que, de hecho, llegamos bastante lejos. En su ensayo «Nature», Ralph Waldo Emerson atraviesa «un prado desnudo, medio nevado, al atardecer, bajo un cielo nublado»[53]. Sin embargo, incluso ese viaje habitual le proporciona «un gran entusiasmo. Estoy tan contento que casi me da miedo… Me convierto en un ojo transparente: no soy nada. Lo veo todo». En un viaje al centro de Internet mi prado desnudo resultó ser aquel laboratorio de enrutador. Y lo que vi allí no fue la esencia de Internet, sino su quintaesencia: no los tubos, sino la luz.

Aun así, ¿a dónde me conducía aquello? Sentado en un banco, en el exterior, mientras tomaba notas, me preguntaba si aquella revelación restaba sentido a mi peregrinación. Después de todo, no se había producido a una escala de edificio, ni siquiera a una escala de ciudad, sino a una «nanoescala». ¿Y si resultaba que Internet no podía entenderse adecuadamente como «lugares», sino que era mejor pensar en ella como en una manifestación matemática; no como una serie de tubos duros, físicos, sino como números inefables y etéreos? En cualquier caso, para entonces ya había llegado la hora de dirigirme al aeropuerto, y recordé que a pesar de todos los avances milagrosos del silicio, el planeta sigue siendo inexpugnable, lo mismo que la velocidad de la luz y el deseo humano de estar conectados. El ancho de banda podía aumentar, pero no por ello California, Nueva York y Londres se acercarían más las unas a las otras, lo cual me resultaba dolorosamente obvio durante el largo e incómodo vuelo de regreso a casa. El mundo sigue siendo un lugar extenso. En el taxi que tomé en el aeropuerto JFK, mientras avanzábamos lentamente por calles que me resultaban conocidas, me asombró comprobar la gran cantidad de mundo que había. Si Internet estaba hecha de luz, ¿qué era entonces toda esa otra «cosa», que llenaba los edificios, incluso barrios enteros, toda aquella extensión resplandeciente de la ciudad que se alzaba ante mí aquella noche?

En diciembre de 2010, Google anunció la compra del edificio ubicado en el 111 de la Eighth Avenue de Manhattan por 1900 millones de dólares, en la que fue la transacción inmobiliaria más importante del año en Estados Unidos[54]. Se trata de una construcción inmensa, de casi tres millones de metros cuadrados distribuidos por toda una manzana, una parte era, desde 2006, la sede neoyorquina de Google. Los ejecutivos de la empresa afirmaban que la empresa necesitaba un edificio completo para ubicar al número creciente de empleados que trabajaban en la ciudad. Ya contaban con dos mil personas y contrataban a un ritmo extraordinario. Adquirir el edificio les proporcionaría, a largo plazo, la flexibilidad que necesitaban.

Pero los entendidos en infraestructuras de Internet arqueaban las cejas ante aquel argumento. Además de ser un importante espacio dedicado a las oficinas en un vecindario popular, resulta que el 111 de la Eighth Avenue también está entre los puntos de encuentro de redes más importantes del mundo, y sin duda está entre los tres más relevantes de Nueva York. Que lo comprara Google era algo así como que American Airlines adquiriera el aeropuerto de La Guardia —y afirmara que sólo lo quería como estacionamiento—. Entre muchas otras empresas, Equinix tenía allí alquilados 55 mil pies cuadrados de espacio. Pero, a diferencia de Ashburn o de Palo Alto, también los tenían muchas otras empresas de centros de datos, así como redes individuales. En el «Uno-Once», como todo el mundo lo llama, el edificio mismo era el punto de acceso a la red, y la fibra óptica conectaba espacios alquilados individualmente de manera compleja, traslapándose en algunos casos.

Pero lo que llamó mi atención sobre la compra de aquel edificio por parte de Google fue un detalle aparecido en un artículo de periódico, redactado para exponer los intereses de Google: el «Uno-Once» se encontraba situado sobre algo llamado «la autopista de fibra óptica de la Ninth Avenue»[55]. Así expresado, sonaba como el Río Hudson, o como la vía rápida Brooklyn-Queens. Cuando empecé a formular preguntas, resultó que aquello era una invención creativa de algunos agentes inmobiliarios. No era que por allí no pasara mucha fibra óptica (pasaban toneladas); era que no pasaba sólo por la Ninth Avenue: Nueva York estaba llena de «autopistas de fibra óptica».

Paseando por la ciudad, en mi día a día, me cautivaba la idea de una luz que palpitara, intermitente, bajo las calles. Cuando tomaba las escaleras que descendían al metro, me imaginaba unas luces rojas asomando entre los techos de cubierta de concreto. Aquel era el corolario local de lo que ocurría en el interior del enrutador. Pero ése no era el ámbito de unos ingenieros sabihondos —unas filas de números reflejadas en sus lentes—. Allí se trataba de gruesos manojos de cables, y de calles sucias: una realidad incluso mucho más densa. Empezaba a preguntarme cómo llegaba bajo tierra aquella luz.

La Hugh O’Kane Electric Company fue fundada en 1946 para suministrar energía a imprentas de editoriales, pero desde entonces había evolucionado hasta convertirse en el proveedor independiente de fibra óptica dominante en la ciudad. «Por aquí tenemos muchos tubos» —me dijo Victoria O’Kane, nieta de los fundadores, cuando telefoneé—. A mí me interesaba ver cómo introducían la fibra óptica bajo las calles: la pieza más nueva de Internet. Los equipos de la Hugh O’Kane lo hacían prácticamente todas las noches, por lo que una tarde de invierno subí al metro y realicé un trayecto de veinte minutos desde mi casa hasta la esquina en la que habíamos acordado y donde me esperaba una camioneta blanca con unos relámpagos pintados.

En la zona de carga había un carrete de cable negro del tamaño de un Volkswagen. Estaba estacionado junto a una tapa de alcantarilla que tenía grabadas las letras «ECS», correspondientes a «Empire City Subway». Pero, allí, la palabra «Subway» no significaba «Metro». Empire City era anterior al sistema de transporte subterráneo de la ciudad de Nueva York. Desde 1891, ECS —hoy una subsidiaria propiedad de Verizon en su totalidad— poseía la franquicia para construir y mantener un sistema subterráneo de conductos, que ofrecía en régimen de alquiler a unas tarifas del dominio público que no han cambiado en el último cuarto de siglo: un conducto de cuatro pulgadas de diámetro cuesta 0,0924 dólares por pie al mes, mientras que otro de dos pulgadas de diámetro puede obtenerse por sólo 0,0578 dólares el pie[56]. Recorrer Manhattan de punta a punta cuesta unos cuatro mil dólares al mes, siempre que haya espacio disponible en los conductos.

Aquella noche, Brian Seales y Eddie Diaz, ambos miembros de Local Three, la Hermandad Internacional de Trabajadores de la Electricidad, debían instalar mil doscientos pies de cable bajo las calles, haciéndolo pasar por conductos ya existentes de Empire City. Los dos trabajaban para Hugh O’Kane, pero el cable en sí era propiedad de una empresa llamaba Lightower, y era de un grosor extraordinario: 228 fibras individuales embutidas en el interior de un tubo del grosor de una manguera de jardín.

Como hacen muchas noches, Seales y Diaz salieron del garaje del Bronx a las 19:00 y «destaparon» la alcantarilla a las 20:00, levantando la tapa con unos ganchos de acero —juntos, como en cumplimiento de una norma sindical—. Bajo mis pies, el asfalto reverberó. Al quedar expuesto, el hueco emitió un vapor débil que se extendió por las calles resplandecientes por los primeros copos de nieve, lo que no tardaría en convertirse en una gran tormenta. Hacía un frío glacial. A Seales no parecía importarle y llevaba abierto el cuello de su camisa de pana.

—A mí me da igual cuánto nieve, dentro del conducto no te mojas —comentó.

Con las puntas de los pies apuntando hacia la acera, me asomé al hueco. No había fondo visible, sólo un abismo de cables retorcidos. Para disponer de más espacio para trabajar, Diaz y Seales extrajeron dos grandes bobinas, recipientes de goma del tamaño de perros labradores, que llevaban escrito AT&T y Verizon, y las depositaron sobre el asfalto de Broadway. Parecían calamares gigantes iluminados por la luz de los faroles, con sus cuerpos grises de los que partían cables negros, oscilantes. Algunos huecos están tan llenos de cables que la tapa se levanta enseguida, y se ven como si fueran serpientes que salen disparadas de una lata. Aquel conducto se encontraba situado junto al perímetro de seguridad de la Bolsa de Nueva York. Había banqueros que pasaban a nuestro lado, camino a casa. Un policía, protegido por un traje antibalas, nos miró con cierta complicidad. Formábamos parte de los ritmos nocturnos de la ciudad: tras un día de transacciones monetarias había llegado el momento de construir y reconstruir las piezas más tangibles de la ciudad.

Seales llevaba dieciséis años trabajando para Hugh O’Kane en las calles de Nueva York y durante los dieciocho años anteriores había tendido cables de cobre a lo largo de las vías del metro. Se parecía a George Washington, con su pelo blanco y su nariz puntiaguda. Diaz era más joven y más corpulento, y tenía el pelo oscuro y el gesto expresivo. El día de san Patricio, Seales lo llama Eddie O’Diaz[57]. Los dos llevaban sus walkie-talkies fijados a unas correas de sus trajes de faena, a la altura de los hombros; para evitar que chirriaran cuando estaban demasiado cerca el uno del otro, cubrían el micrófono con la mano cada vez que su compañero hablaba, y al hacerlo parecía que se llevaran el corazón a la mano.

El cable de la camioneta era una sola cinta continua de fibras. Un ingeniero, desde su oficina, había trazado la ruta sobre un gran mapa del vecindario, indicando el camino del cable con una gruesa línea roja, y cada conducto que atravesaba con una marca. Allí no había nada electrónico. Aquellos eran caminos puramente ópticos, el mínimo común denominador de Internet. Una fibra es una fibra: lo único que ellos tenían que hacer era distribuirla por toda la ciudad.

El tramo que instalaban aquella noche era lo que se conoce como un «lateral»: un enlace transversal que conectaba dos redes troncales de Lightower ya existentes, una que subía por Broad Street con otra que lo hacía con Trinity Place. La meta inmediata era conectar «a la red» el número 55 de Broadway, a petición de un solo cliente que tenía (al parecer) necesidad de una mayor capacidad en la transmisión de datos. Finalmente, aquel tramo nuevo de fibra óptica también recogería a clientes adicionales por el camino. Aquello funcionaba según una verdad física incontrovertible: un impulso de luz entra por un extremo y sale por el otro. Hay mucha magia en la luz misma —el ritmo y el ancho de onda de sus impulsos determinan la cantidad de datos que pueden transmitirse a un tiempo, lo que a su vez depende de las máquinas instaladas en ambos extremos—. Pero nada de ello impide que siga necesitándose un camino continuo. Los hilos individuales de fibra óptica pueden unirse derritiendo sus extremos, como si se tratara de cabos de velas, pero se trata de un proceso delicado que lleva tiempo. El camino de la menor resistencia queda ininterrumpido. Con suerte.

La semana anterior, Seales y Diaz habían preparado la ruta. Usando una varilla de fibra de vidrio que se dobla en secciones, como si fuera un bastón plegable, habían introducido una cuerda de nylon amarillo a través de los conductos y la habían atado a cada alcantarilla que se encontraban por el camino. Después, habían «revestido» las alcantarillas tendiendo tuberías de plástico a lo largo de cada uno de los huecos para guiar el cable. Esa noche extenderían el cable —mil doscientos pies— usando la cuerda amarilla. Habían empezado por la mitad de la ruta, que además resultaba ser el punto más alto, la espina dorsal geológica de la isla de Manhattan.

Con ellos trabajarían otras dos camionetas, que introducirían el cable por los conductos y lo extraerían. Cuando estuvieron en su sitio, Diaz se metió en el conducto subterráneo. Él era «la asistencia», el «hombre de en medio» como en una brigada de cubos con agua para apagar un fuego. En la calle, Seales envolvía la cuerda-guía amarilla alrededor del torno del vehículo y después hacía llegar el extremo hasta Diaz, situado abajo. El cable salía de la alcantarilla, se enroscaba en el torno y regresaba camino de la siguiente parada, donde repetían el proceso. La camioneta traqueteaba ociosamente, su flecha anaranjada de autopista iluminaba las calles mojadas, destacándose en la secuencia de los semáforos. Cuando llegaba el aviso por el walkie-talkie: «Torno listo: VA, VA, VA», Seales accionaba la palanca, del tamaño de un palo de escoba, situada en la parte trasera de la camioneta, y la devolvía a su lugar con un chasquido. A medida que el cable iba pasando, Seales lo engrasaba con un compuesto amarillento que llamaban «el jabón» y que él extraía de un cubo con las manos.

—Es como el K-Y, el Astroglide, esas cosas —comentó Seales—. Esta cosa ya está sucia. Al principio es blanca.

Diaz gritó desde el hueco.

—Hace un par de viernes, una de esas noches que tuvimos bajo cero, la cosa esa se nos helaba en los guantes, en la bobina, partía la fibra a medida que iba saliendo. Aquella noche hubiera preferido continuar con la escuela. Pero me gusta mi trabajo. Soy claustrofóbico. No podría trabajar en un edificio.

Un poco más adelante, la punta de un cable empezó a asomar por el suelo, junto al otro camión, empujado a medias y tirado por el torno de la camioneta de Seales. Los tipos situados allí lo condujeron hasta su posición con paso uniforme, rítmico, cruzando las piernas y doblando los brazos como si fueran cantantes de doo-wop. Como si estuvieran haciendo un baile tradicional de cuatro tiempos, tendieron el cable haciéndolo girar sobre sí mismo, formando con él una serie de ochos superpuestos. Parecía una cesta tejida del tamaño de una bañera.

—Algunos de estos conductos tienen ochenta o cien años de antigüedad —dijo Seales—. Los crearon a medida que se construía la ciudad. Esta noche estamos en conductos de hierro de 2.5 pulgadas, que son muy viejos, pero más abajo hay ductos cuadrados de terracota que instalaron albañiles en secciones de dos pies.

A veces los conductos aparecen ornamentados, presentan forma de arco de medio punto. Seales se sabe la historia de cada uno de ellos —como la del «seiscabezas» del cruce de la calle 32 con la Avenue of the Americas, que siempre está lleno de agua—. La mañana del 11 de septiembre se suponía que él tenía que estar tendiendo cable para llevarlo dentro de las Torres Gemelas. En lugar de ello se encontraba en el sótano del número 75 de Broad Street, tirando cable no hacia las Torres Gemelas, sino desde ellas. Su elección resultó muy afortunada.

—La noche anterior consulté la ruta en el mapa y me dije: «Si se nos hace tarde, vamos a salir a la Autopista del West Side por la mañana, y los del Departamento de Transporte van a echarnos».

Así que invirtió el sentido de la ruta. Cuando cayeron las torres, él estaba al otro extremo del cable y sus compañeros a salvo.

Nos subimos en la camioneta y nos dirigimos a la siguiente parada, a dos manzanas de distancia, traqueteando sin prisas hasta la mitad de la calle desierta, mientras el conducto, por debajo, seguía su propia ruta torcida. Diaz se bajó del vehículo dando un salto y Seales se estacionó de manera que el torno quedara inmediatamente sobre la alcantarilla, dispuesto a hacer pasar por ella la fibra óptica. Su rueda enorme se acercó tanto al borde que creí que iba a meterse en él.

—No, no se mete. Es una rueda doble —me aseguró Diaz.

El inspector sindical revisaba la documentación a la luz de los faros de la camioneta y, como si se tratara de un gag, Seales le dio un golpecito con la defensa de su vehículo de dos toneladas, como si fuera un cura dando la confirmación. El inspector soltó los papeles al momento. Pasaron dos mujeres con botas de tacón alto.

—Para qué te tengo aquí, ¿eh? —bromeó con él Diaz—. No será para vigilarme a mí. Acaba de pasar no una, sino dos nenas.

Cuando todo el mundo estuvo listo, la radio emitió un graznido: «VA, VA, VA».

Diaz devolvió la orden:

—VA, VA, VA.

El torno giró suavemente durante unos segundos, hasta que la cuerda amarilla se soltó de la bobina.

—Oh, no; eso no me gusta nada.

Los trabajos se interrumpieron, mientras ellos buscaban el origen del problema. En algún lugar del subsuelo el cable se había dañado.

—Yo mismo preparé la ruta —dijo Seales en su defensa—. He trabajado en estas rutas muchas veces, con muchos clientes.

El problema resultó ser una sección «desnuda», es decir, donde el cable se movía libremente en lugar de hacerlo por el interior de un conducto. La unión entre la fibra y la cuerda amarilla, conocida como «la nariz», se había soltado. Diaz la fijó y volvió a avisar por el walkie-talkie:

—VA, VA, VA.

Mientras el cable volvía a deslizarse, Seales entrecerró los ojos, parapetados tras unas lentes, para leer la longitud, marcada en el cable cada dos pies.

—Estos jodidos números se hacen cada vez más pequeños —dijo.

Los de la otra camioneta, impacientes por terminar, aceleraron con el torno y Seales se quejó por radio: «Más despacio, más despacio». Como no obtuvo respuesta, dio un grito para que lo oyeran desde el otro extremo de la manzana:

—¡Eeeh! ¡Despacio y de buen modo!

El cable se tensó. Diaz les dio otros sesenta pies, los rodeó con cinta aislante y los pegó a la pared de la alcantarilla —lastre suficiente para el «camión de fusionado», que llegaría pronto a extraer un par de hebras de fibra del cable para fundirlos con otra fibra que sobresaldría del edificio adyacente—. Seales apiló los conos de color anaranjado, dobló la valla de acero de seguridad que rodeaba la alcantarilla y colocó la tapa de nuevo en su sitio. Se cerró con un chasquido seguido de un ruido sordo.

—Otra noche de éxito —comentó.

Una noche, algunas semanas después, aquel nuevo enlace sería «conectado». Sus fibras se empalmarían con sus equivalentes, en el interior del sótano del número 55 de Broadway, y se conectarían al equipo emisor de luz correspondiente —haciendo aumentar así, en un grado mínimo, la acumulación total de tubos diminutos iluminados bajo la zona baja de Manhattan.

El 111 de la Eighth Avenue no era el único gran edificio de Internet de Manhattan, aunque sí el más nuevo. Los otros dos principales —el que ocupaba el número 60 de Hudson Street y el situado en el 32 de la Avenue of the Americas— tenían una historia más larga como hubs de telecomunicaciones. Pero los tres compartían una misma característica: la fibra óptica que circulaba bajo la calle era tan importante en su creación como lo era el equipo de sus torres. Pero la razón de ello no tenía nada que ver con Google y se remontaba a una noche de junio de hacía cien años.

«Sin un solo obstáculo, la compleja tarea de transferir todas las líneas de telégrafo del viejo edificio de Broadway 195 a la nueva sede de Walker Street 24 la culminó con éxito Western Union a primera hora de la mañana de ayer», informaba el New York Times el 29 de junio de 1914[58]. Aquel recién estrenado edificio de operaciones, situado en la esquina de Walker Street con la Sixth Avenue —conocido hoy como el número 32 de la Avenue of the Americas—, iba a ser compartido por dos gigantes: Western Union y AT&T, ocupando el primero las doce plantas iniciales y el segundo las cinco superiores. (Conviene señalar que la segunda T de AT&T corresponde a «Telégrafos»). «Cuando el negocio funcione a pleno rendimiento, hoy, las 1500 operadoras que han trabajado con las clavijas en Broadway 195 disfrutarán de las ventajas de la planta de telégrafos más moderna del mundo», afirmaba el Times. Hacia 1919, el edificio se contaba entre las oficinas centrales de llamadas de larga distancia mayores del país, con un total de 1470 posiciones de centralita, 2200 líneas de larga distancia y una centralita de radio-teléfono para trasatlánticos —lo que, a pesar de todo, resultaba insuficiente para las necesidades de telecomunicaciones del país. Hoy, el edificio es una de las piezas clave de la Internet de Nueva York, por más que la coexistencia entre AT&T y Western Union no haya perdurado.

En 1928, Western Union contrató a la firma de arquitectura Voorhees, Gmelin & Walker para que diseñara un edificio de veinticuatro plantas, tres manzanas al sur, en el 60 de Hudson Street. Para no ser menos, AT&T contrató al mismo equipo de arquitectos para que ampliara el viejo edificio y ocupara toda la manzana y se convirtiera en la nueva sede de la «larga distancia». Inmunes al crash de la Bolsa, los rivales en telecomunicaciones construyeron sendos palacios art-déco del mismo nivel, ambos con gimnasio, biblioteca, escuela de formación e incluso dormitorios. La clave de su separación hay que buscarla bajo Church Street: un extenso recorrido de conductos de arcilla llenos de cableado de cobre de gran capacidad que enviaba mensajes entre los dos sistemas —una especie de protointernet, que algún día sería de utilidad a la Internet de verdad—. Los dos edificios estuvieron en pleno uso hasta la década de 1960, cuando el declive del telégrafo erosionó la importancia del número 60 de Hudson Street como centro de comunicaciones.

Pero ése no fue el fin del edificio, y mucho menos el fin de los tubos que pasaban bajo Church Street. La reinvención del número 60 de Hudson Street llegó con la desregulación de la industria de telefonía, una vez que el monopolio de AT&T fue cuestionado por los tribunales federales. Western Union desalojó el edificio en 1973, pero mantenía el derecho sobre su «red» —básicamente, sobre los conductos que se conectaban con AT&T. Los tribunales de justicia empezaban a obligar al anterior monopolio a permitir que los competidores se conectaran a sus sistemas —pero ello no implicaba que tuvieran que proporcionarles la infraestructura para hacerlo. Tuvo que entrar en escena William McGowan, fundador y presidente de MCI —la empresa de comunicaciones de rápido crecimiento, que encabezaba la lista a favor de la desregulación y que no tardaría en gestionar una de las primeras líneas troncales de Internet— para encontrar la manera de lograrlo. Tras descubrir la existencia de los conductos en desuso entre los viejos edificios, alcanzó un acuerdo para poder utilizarlos y estableció una cabeza de playa en el interior del número 60 de Hudson Street, con enlaces directos al sótano del 32 de la Avenue of the Americas. Los otros proveedores de telefonía competitivos se apresuraron a seguirle los pasos y, uno tras otro, fueron ocupando plantas del 60 de Hudson Street. Como no podía ser de otro modo, aquellas redes empezaron a conectarse entre sí en el interior del edificio, y el 60 de Hudson acabó convertido en hub. Una vez más se ponía en evidencia la paradoja de Internet: la supresión de la distancia sólo tiene lugar si las redes se encuentran en el mismo sitio. «Es lo físico. Es la proximidad. Es la dirección», comentó Hunter Newby, ejecutivo que contribuyó a hacer del 60 de Hudson Street un importante edificio de Internet.

En la actualidad, el 60 de Hudson Street alberga a más de cuatrocientas redes, el mismo número y casi las mismas redes que ya nos resultan familiares por haberlas hallado en otros grandes centros. Pero media docena de ellas resultan de especial importancia: los cables submarinos, trasatlánticos, que desembarcan en distintos puntos de las costas de Long Island y Nueva Jersey y posteriormente llegan al 60 de Hudson Street, donde se conectan entre sí y con todos los demás. Asombrosamente, la mayoría de ellos proviene exactamente del mismo lugar: de un edificio en Londres llamado Telehouse. Que haya tantos en esos dos edificios no fue algo planeado, y probablemente no sea prudente. Pero tiene su lógica, del mismo modo que todos los vuelos internacionales aterrizan en el aeropuerto JFK.

—Se trata de algo recurrente: la gente va allí donde están las cosas —me recordó Newby.

Cada red tenía su propio equipo esparcido en el 60 de Hudson Street en cubículos y habitaciones de distintos tamaños, pero muchos de los conductos de fibra óptica montados en los techos se unen sólo en unos pocos lugares, conocidos como meet-me rooms, operados por una empresa llamada Telx, importante competidor de Equinix. La mayoría de esos meet-me rooms estaba en la novena planta. Resultó que tenía una vista magnífica de la zona alta de la ciudad y el edificio de AT&T, que se encontraba cuatro manzanas más adelante. Aunque lo importante no era la vista. Lo importante era el camino subterráneo. Aquellos dos edificios existían —eran Internet— a causa de aquel enlace. Y yo quería verlo de cerca.

Hacía mucho calor el día de verano en que me reuní con John Gilbert, en el vestíbulo abovedado del número 32 de la Avenue of the Americas. Gilbert es el jefe de operaciones de Rudin Management, la gran inmobiliaria familiar de la ciudad de Nueva York que, en 1999, se convirtió en la segunda propietaria, junto con AT&T, del 32 de la Avenue of the Americas. Su aspecto era imponente, con su camisa blanca almidonada y su corbata de seda, todo un cambio respecto de los ingenieros de redes y sus sudaderas con capucha. Estaba de pie bajo un mosaico del vestíbulo: una proyección Mercator bajo la cual aparece escrito el lema del edificio: «Los cables de telefonía y la radio se unen para acercar a las naciones».

—¿Por qué incluye «radio»? —preguntó Gilbert retóricamente, sin soltarme la mano—. Cuando se inauguró este edificio, no había cables telefónicos trasatlánticos, sólo radios montados sobre boyas. Después, en 1955, construyeron esto.

Me entregó un cilindro de cobre que cabía en la palma de una mano, parecido a una estilográfica, considerablemente pesado y denso: una copia de recuerdo del primer cable telefónico trasatlántico, llamado TAT-1, que conectó Estados Unidos por cable con Europa por primera vez. Partía de Nueva York —de ese edificio— y llegaba a Londres, pero el tramo submarino, estrictamente, iba de Terranova a Oban, en Escocia. La había diseñado el abuelo de Gilbert. Como ingeniero en Bell Labs, J. J. Gilbert había anotado unas especificaciones para el tendido de «un cable telefónico submarino con repetidores sumergidos». Gilbert guardaba aquel pedazo de cable en su escritorio, un tótem a la fisicidad de las telecomunicaciones y a su papel de custodio.

Desde que Rudin compró el lugar por 140 millones de dólares, Gilbert se ha encargado del uso continuado del edificio como centro de comunicaciones; ha aprendido las necesidades específicas del negocio y ha renovado el edificio para atraer a la nueva oleada de empresas de Internet. Al principio, su conexión familiar fue pura coincidencia, pero pronto supuso que se le asignaría la misión de custodiar la historia del lugar, desde los operadores telefónicos que al principio llenaron sus plantas hasta los inmensos rieles de distribución de fibra óptica que se encargan de lo mismo en la actualidad.

Pero en la década posterior a la adquisición por parte de Rudins, el número 32 de la Avenue of the Americas evolucionó hasta convertirse en un animal distinto de su edificio hermano. En el 60 de Hudson Street, docenas de empresas arriendan y subarriendan espacio para su equipo. Pero en Avenue of the Americas los Rudins poseen el edificio entero y, además, gestionan el espacio de telecomunicaciones al que han bautizado como «The Hub». En otra zona del edificio se sitúa una firma de arquitectos, agencias de publicidad y la Cambridge University Press. Pero en la planta veinticuatro está Internet.

Allí, el meet-me room, más que una «habitación», era un pasillo, un solo espacio de unos setenta pies con sesenta y cuatro estantes, lleno, de suelo a techo, de fibras amarillas arqueadas, como un telar gigantesco, que albergaba decenas de miles de enlaces individuales. Gilbert me condujo a buen paso, sorteando a un hombre de mantenimiento que se había encaramado a una escalera y llevaba cables nuevos por aquellas bandejas elevadas —un proceso más delicado del que había visto en la calle.

—Éste es nuestro moderno mercado, donde se realizan las transacciones, donde la fibra toca la fibra, donde unas redes tocan a otras redes —comentó Gilbert, como si presumiera del baño de mármol de un edificio de lujo de Park Avenue. En ese sentido, el edificio no difiere tanto de Ashburn o Palo Alto —más allá del hecho de que fue ahí donde AT&T conectó las llamadas de larga distancia durante medio siglo.

Si Ashburn es un accidente afortunado de la geografía, este edificio es lo contrario: un hecho de la geografía. Fue construido sobre una infraestructura telefónica de cien años de antigüedad, alojado entre la Bolsa y las vías del tren. Se encontraba encajado en un edificio de lo más natural, en un ángulo del centro de la ciudad, junto a la primera salida —el puente Holland, que comunicaba con Nueva Jersey y otros puntos del oeste. Y, a diferencia de la uniformidad intencionada de los Equinixes del mundo digital, su diseño es singular, sus recovecos, agudos y misteriosos. Parecía haber evolucionado orgánicamente, como influido por su entorno —alimentando su sistema original de conductos y extendiendo otros nuevos con el tiempo.

Recientemente, una empresa llamada Azzurro HD se había instalado allí para beneficiarse de la increíble abundancia de ancho de banda del edificio, para ayudar a los emisores de televisión a transferir electrónicamente grandes cantidades de video y así permitirles dejar de grabar cintas físicas durante las noches. La pequeña sala de la empresa estaba ocupada las veinticuatro horas del día, y cuando entramos a saludar, el técnico de guardia tenía una película cargada en las pantallas de su inmenso tablero de control, tipo misión espacial: se trataba del filme de espionaje Three Days of the Condor, de 1975. Allí, de pie, en el interior de uno de los mayores «nexos de información» del mundo, todos permanecimos un largo rato contemplando al agente de la CIA interpretado por Robert Redford, quien en ese momento cruzaba la plaza del World Trade Center.

Fuera, en el rellano de los ascensores, Gilbert abrió una puerta de acero, que ocupaba lo que debería haber sido un ascensor. Tras ella se abría un hueco atravesado por una plataforma de rejilla, con barandillas que llegaban a la altura de la cintura, fabricadas con unos tubos finos. Nos subimos en ella, sobre veinticinco plantas de oscuridad —sin tener en cuenta, claro está, la luz oculta en el interior de los miles de fibras iluminadas. Por las paredes del pozo circulaban unos conductos de acero, y los tubos de plástico conocidos como «interductos» —algunos anaranjados, otros rojos, o de un blanco sucio, en ocasiones abiertos en canal para dejar al descubierto gruesos cables negros pulcramente atados a otros, formando manojos. A las redes que pretendían instalar algún cable nuevo se les exigía que lo protegieran introduciéndolo dentro de un interducto, aunque la mayoría optaba por una capa extra de acero. Los cables se arqueaban, alejándose de los caminos verticales, para unirse a las bandejas de fibra óptica del techo que corrían sobre el espacio del centro de datos, como si la rampa de una autopista se elevara al aire.

A continuación, Gilbert y yo nos dirigimos hacia el sótano —al lugar donde MCI se colaba en la fortaleza de AT&T. Perdí la cuenta de cuántas puertas franqueamos, pero al menos fueron seis, antes de mover hacia la derecha un cono anaranjado de seguridad, seleccionar la llave correcta entre las que colgaban de una cadena inmensa y abrir una puerta sin marca de ninguna clase. Cuando las luces se encendieron, vi una habitación espaciosa, algo así como un clóset para gigantes. El techo, alto, terminaba en un altillo que tocaba la pared de la fachada, uno de esos espacios que un joven habría podido transformar en desván. Los cables de fibra óptica bajo la calle atraviesan los cimientos del edificio a través de un tubo conocido como «punto de entrada». En la categoría de las infraestructuras únicas y costosas de Nueva York —lugares de estacionamiento a 800 dólares mensuales, estudios de doscientos pies cuadrados—, esas tuberías tan cortas ocupan un lugar destacado en la lista de las más raras y costosas. En la primera época de los grandes tendidos de fibra óptica, es decir, a mediados de la década de 1990, los dueños de los edificios apenas les daban importancia, y autorizaban las peticiones de llevar nuevos cables a medida que se iban necesitando. Pero cuando las redes proliferaron en edificios como ése, fueron intuyendo cuál era su valor. Gilbert no lo especificó, pero yo oí que cien mil dólares al año no era un precio insólito por un espacio de una longitud que se podía alcanzar con los brazos extendidos.

—Cuando compramos el edificio, la sala entera estaba llena de cables con etiquetas —Des Moines, Chicago— que conectaban sin cesar con esas ciudades. Deberíamos haber conservado al menos un par —dijo, algo nostálgico.

Pero lo que hicieron fue contratar a tres hombres para que vinieran todos los días a cortar los cables viejos, no sin comprobar que no transmitieran todavía llamadas telefónicas antes de eliminarlos. Tardaron dos años en devolver aquella sala a su estado de vacío original, y sólo entonces pudieron repintar las paredes ennegrecidas del mismo gris industrial que el resto de los sótanos del mundo. Y entonces llegó la fibra óptica, algo nuevo.

Alcé la vista para fijarme en el punto en que el techo y la pared se tocaban. Un montón inmenso y retorcido de cables negros con gruesas etiquetas de papel fijadas con cables descendía esparciéndose desde las alturas. Había cilindros de acero y resistentes cajas de empalmes de plástico para fibra óptica, enredados los unos a los otros como cordeles, en su descenso desde la calle. Algunos se montaban sobre otros y dejaban fragmentos más sueltos, susceptibles de ser abiertos y empalmados según conviniera. Otros cables eran gruesos y rígidos, imposibles de doblar. En una pared instalaron unos rieles metálicos verticales para guiar los cables adicionales que descendían en ordenadas hileras, como mangueras de jardín. Si la sala equivalente de Ashburn poseía el carácter intrínseco de un baño de centro comercial, la curiosa forma de aquella habitación revelaba su larga historia, su construcción y reconstrucción, los fantasmas esquivos de un siglo de llamadas telefónicas y los vestigios de diez mil noches de trabajo en la calle que se extendía sobre ella. Me vino a la mente hasta qué punto la presencia física estaba definida por los espacios intermedios —ya fuera en el interior de los enrutadores, o en los puntos de acceso de los edificios.

He estado en muchos lugares secretos de Nueva York, pero pocos poseían ese tipo de presencia. En parte era el modo misterioso por el que habíamos llegado hasta allí —dejando atrás una entrada subterránea, subiendo unos peldaños, bajando otros, franqueando puerta tras puerta (algunas con cartel, otras no), entre el tintineo de llaves y el rumor del metro, iluminados por luces parpadeantes y después la ligera tensión en el aire cuando Gilbert me preguntó qué era exactamente lo que yo deseaba ver, y se preguntaba si mostrármelo sería buena idea. Pero, sobre todo, lo que me entusiasmaba era lo que veía —o, más bien, imaginaba— en aquella inmensa cascada de cables gruesos: el montón incomprensible de todas las innumerables cosas que enviamos a través de ellos. De nuevo me daba cuenta de que las palabras que usamos para describir las «telecomunicaciones» no hacen justicia a su actual relevancia en nuestras vidas, mucho menos a su presencia corpórea. Pero tampoco entonces era momento para quedarse en reflexiones. Llevábamos apenas cuarenta y cinco segundos en aquel sótano cuando Gilbert regresó junto a la puerta y acercó el dedo al interruptor de la luz.

—Y, básicamente, esto es todo —dijo, antes de apagarla.

Considerado a cierta escala, más allá de los cimientos, en el 32 de la Avenue of the Americas estaban los conductos bajo las calles. Se trataba de una de aquellas esquinas misteriosas del bajo Manhattan que parecen existir, concretamente, en otra dimensión —donde unos pasadizos zigzagueantes llevaban a peluquerías perdidas en el tiempo y en el espacio—. Siguiendo las paredes revestidas con azulejos, que creaban ángulos raros, oyendo un convoy de metro que pasaba por aquella misma esquina, era imposible saber cuánto habías descendido entre las tripas de la ciudad, como si el mundo que se extendía bajo las calles no tuviera fin. Pero en el rato que pasabas caminando por allí, aunque sólo fuera un minuto, un viaje mucho más largo podría haber ocurrido, muchas veces más. Porque, visto desde otra perspectiva, más allá de los cimientos, en el 32 de la Avenue of the Americas estaba Londres.

Según TeleGeography, la ruta internacional de Internet más transitada es la que existe entre Nueva York y Londres, como si las ciudades fueran los dos extremos del tubo de luz más brillante de Internet. Para la red, como para muchas otras cosas, Londres es la bisagra entre este y oeste, el lugar en que las redes que atraviesan el Atlántico se conectan a las que se extienden desde Europa, África e India. Un bit que vaya desde Bombay hasta Chicago pasará primero por Londres y después por Nueva York, lo mismo que uno que vaya desde Madrid hasta Sao Paulo, u otro que vaya desde Lagos hasta Dallas.

Pero, a pesar de ello, la manifestación física de Internet en las dos ciudades es completamente distinta. Partí de la idea preconcebida de que Londres es el viejo mundo y Nueva York el nuevo. Pero, en el caso de Internet, resultó ser al revés. Si en Ámsterdam Internet estaba oculta en edificios industriales de poca altura, situados en la periferia desolada de la ciudad, y en Nueva York colonizaba palacios art-déco, en Londres formaba un único distrito, concentrado, un «barrio de oficinas», en terminología londinense, situado al este de Canary Wharf y la City, en lo que se conoce formalmente como East India Quay, pero que los ingenieros de redes y prácticamente todo el mundo llama los «Docklands». Se trataba de un inmenso conglomerado, un distrito entero dedicado a Internet. Me preguntaba qué había en su núcleo. Y qué tan lejos, dentro de su centro, podría yo llegar.

Meses después, al arribar a Londres, llegué a la zona de un modo futurista: en uno de los trenes sin conductor del sistema de tren ligero de los Docklands, que no tardó en dejar atrás los elegantes túneles de medio punto, embaldosados, del viejo metro, antes de dirigirse hacia el este, tras las resplandecientes torres de Canary Wharf, con los nombres iluminados de los grandes bancos internacionales coronándolos. Era una especie de utopía empresarial, un paisaje urbano extraído de las páginas de una novela de J. G. Ballard, «ambientada en una milla cuadrada de muelles abandonados y almacenes a lo largo de la margen izquierda del río», descripción tomada de High Rise, de Ballard, publicada en 1975[59]. Sus «altas torres se alzaban sobre el perímetro oriental del proyecto, con vista a un estanque ornamental —actualmente un lecho seco de cemento rodeado de estacionamientos y equipos de construcción—». Y «la escala gigantesca de la arquitectura de cemento y cristal, y su asombrosa situación en una curva del río, separaban claramente aquel proyecto de desarrollo urbano de las zonas deprimidas que lo rodeaban, viviendas bajas, escalonadas, unifamiliares del siglo XIX, muy destartaladas, y fábricas vacías, consideradas zonas que debían ser rehabilitadas».

No era un lugar amable. En varias ocasiones me encontré plantado ante una alta puerta de acero, siendo observado por un guardia de seguridad, a través del ojo impávido de una cámara de vigilancia, o subiendo, resignado, a un autobús vacío tras cancelar mi tarjeta multiviajes; pero siempre era devuelto al «Sistema», siempre acababa «en la Cuadrícula». Sin duda éste es el mundo de Ballard, aunque con una función que él no podía imaginar. El East India Quay es un icono de lo «supermoderno», término de doble filo usado para describir un paisaje de arquitectura estilizada y profunda soledad, omnipresentes cámaras de seguridad y almas perdidas. En High Rise, Ballard describe la sensación de su protagonista de haber «viajado cincuenta años hacia el futuro, alejándome de las calles atestadas, los embotellamientos, los desplazamientos en metro en horas pico», alejándose de la vieja y sucia metrópoli para ir al encuentro de un futuro más pulcro. La descripción de Ballard parecía tan premonitoria que me costaba creer que la zona no hubiera quedado terminada hasta veinte años después. El aire casi futurista del East India Quay resulta inconfundible —la evidente asepsia inodora del control empresarial, la sensación de hallarse en un lugar definido por fuerzas que no pueden verse—. Tras cada esquina el lugar parecía impaciente por demostrar que la realidad es más rara que la ficción. ¿O era posible que aquélla fuera modelada a partir de ésta?

Al otro lado del Támesis se alzaba la cubierta blanca, lunar, del Millenium Dome, construida exactamente sobre el principal meridiano, como una afirmación cósmica de su importancia. La propia estación de East India se encuentra a escasos cien metros del hemisferio oriental. Los grandes edificios de Internet se alinean sobre una plaza vacía, con aspecto de muestrario de gigantescos hornos de chef, compitiendo por ver cuál de ellos incorpora más cantidad de acero. Carecen de rótulos, lo que es una lástima, pues los nombres de sus ocupantes parecen de los que Ballard habría podido inventar: Global Crossing, Global Switch, Telehouse. No vi a ningún peatón, y el tráfico era escaso, sólo se veía pasar, de vez en cuando, una de aquellas camionetas blancas con el logotipo de alguna empresa de telecomunicaciones, o un autobús rojo de dos pisos, detenido, ocioso, en la última parada de su recorrido. Las calles mismas toman sus nombres de las especias que llenaban los muelles de la Compañía de las Indias Orientales que en otro tiempo se alineaban aquí: Nutmeg Lane [Travesía de la Nuez Moscada], Rosemary Drive [Calle del Romero], Coriander Avenue [Avenida del Cilantro]. Pero el único vestigio tangible de aquel pasado era un fragmento del muro de ladrillo que rodeaba los muelles. Junto a un estanque artificial rodeado de sauces llorones, la estatua de bronce de dos figuras angelicales ponía una nota de vaga esperanza: la Victoria Alada del centro de datos.

El distrito nació como hub de redes en 1990, cuando un consorcio de bancos japoneses abrió Telehouse, un edificio alto, de acero y formas angulosas, diseñado especialmente para sus computadoras centrales. Una fotografía aérea de la época lo muestra sobresaliendo en una tierra baldía, con el edificio del Financial Times Print Works al lado (hoy convertido en edificio de Internet). Los bancos se instalaron allí, en parte, porque el mayor estatus de los Docklands como zona empresarial generaba incentivos económicos significativos, pensados para animar su desarrollo después de que los astilleros optaran por trasladarse a puertos de aguas más profundas, Támesis abajo. Pero, en realidad, acudieron por una razón que nos resulta más conocida: el lugar se situaba sobre las principales rutas troncales de comunicación, por las que la fibra óptica circulaba como un río subterráneo bajo la autopista A13. Lo que ocurría en Nueva York se repetía también ahí: la gente va donde están las cosas. Y Telehouse empezaba a funcionar.

Apenas el edificio estuvo terminado, la City se vio sacudida por una serie de atentados terroristas a manos del Ejército Republicano Irlandés, lo que llevó a las entidades bancarias a apresurarse a instalar oficinas de seguridad para «recuperación de datos en caso de desastre». Telehouse no tardó en llenarse de salas comerciales vacías, cada una de las oficinas era un espejo de las de la City. Aquellos primeros ejemplos de recias infraestructuras de telecomunicaciones prepararon el edificio para lo que vendría después: en primer lugar, la desregulación del sistema británico de telecomunicaciones. Y después para Internet. Al estar fuera de la influencia de la British Telecom, Telehouse era el lugar ideal para que las nuevas y competitivas compañías telefónicas conectaran físicamente sus redes. Todas aquellas líneas telefónicas atrajeron a uno de los primeros proveedores británicos de Internet, Pipex, que ubicó allí su «consorcio de módems»: varias docenas de cajas del tamaño de libros, fijados a un marco de cubierta de madera, cada uno de ellos conectando una única línea telefónica a una conexión de datos compartidos. Pipex sacaba partido de la infraestructura que entraba y salía del edificio, canalizando las líneas telefónicas locales hacia los enlaces de datos internacionales —lo que en aquella época equivalía a llevarlos a un circuito trasatlántico que los devolvía al MAE-East—. A partir de ahí, el conocido crecimiento de la Internet física cuajó. Las decisiones informales de un puñado de ingenieros de redes para construir a partir de aquella infraestructura tuvieron un profundo impacto en la forma futura de Internet.

La posición central de Telehouse obtuvo el visto bueno semioficial en 1994, cuando el punto de acceso a la red de Londres, o LINX, se estableció ahí, usando un hub que le donó Pipex, e instalándose junto al consorcio de módems ya existente. En aquella época, una red sólo podía conectare al punto de acceso si poseía conectividad «fuera del país», lo que en la práctica significaba su propio enlace con Estados Unidos. Aquella regla se consideraba tan elitista que inspiró el comentario de que LINX funcionaba como «un club campestre para caballeros». Pero lo cierto es que aquello tuvo una consecuencia importante, si bien no deliberada: los mayores proveedores de Internet empezaron a usar Telehouse para revender sus conexiones internacionales a proveedores más pequeños. Si no eras lo bastante grande para cruzar el Atlántico por ti mismo (y, por tanto, para que te permitieran intercambiar tráfico a través del tránsito de acceso), al menos podías conectarte a alguien que sí lo fuera alquilándole un estante en Telehouse e instalando en él tu equipo. El último paso era el más concreto:

—Podías venir a Telehouse y obtener la conexión arrastrando un tramo de fibra óptica por el suelo —recordaba Nigel Titley, uno de los fundadores de LINX.

Antes de finalizar 1994, BTNet —el pujante servicio de Internet de British Telecom— arrendó una línea de dos megabits a través de Londres e instaló un enrutador junto a Pipex, e hizo evidente que Telehouse había llegado a lo más alto. Y cuando, unos años después, nuevos cables de fibra óptica empezaron a cruzar las aguas atlánticas, no hubo duda acerca de dónde desembarcarían. El hemisferio oriental disponía de un nuevo centro de Internet. En Telehouse todo confluía en una maraña infinita de pequeñas empresas telefónicas, vendedores de productos, pornógrafos, plataformas comerciales y centros de alojamiento de sitios web congregados en un cerebro global, casi como si fueran neuronas.

En la actualidad, todo el que se conecta a la comunidad de interredes de Londres tiene un equipo en Telehouse y, por tanto, una clave. Casi todos los ingenieros de telecomunicaciones con los que me puse en contacto en Londres se ofrecieron a mostrarme las instalaciones. Había una valla automática que se abría para permitir el paso a los vehículos, pero yo entré por un torniquete de cuerpo entero, que desbloqueó un guardia que lo observaba todo con atención desde el interior de una cabina. Telehouse se había convertido en un complejo de varios edificios rodeados de una alta verja de acero. Las medidas de seguridad eran considerables. En 2007, Scotland Yard descubrió un plan de al-Qaeda para destruir el edificio desde su interior. A juzgar por las pruebas obtenidas a partir de una serie de discos duros capturados a radicales islámicos en una redada, parece que habían sometido a Telehouse a una intensa vigilancia y habían hecho lo mismo con un complejo de terminales de gas en el Mar del Norte. «Las grandes compañías arrendadoras como Telehouse son organizaciones estratégicamente importantes en el corazón de Internet», declaró al Times de Londres el director de servicios técnicos de Telehouse[60].

Atravesé un estrecho estacionamiento y llegué al reluciente vestíbulo, con una altura de dos plantas, vidrio en tres de sus cuatro paredes y grandes plantas de ficus en las esquinas. Allí me encontré con Colin Silcock, un joven ingeniero de redes del punto de acceso a la red de Londres, que se había ofrecido para mostrarme uno de sus centros neurálgicos: el descendiente de la caja original de Pipex. Nos introdujimos en sendos tubos de cristal contiguos, cada uno de ellos lo bastante amplio para alojar a una sola persona, con puertas frontales y traseras que rotaban al abrirse, como las cabinas de seguridad de algunos bancos, y con un suelo de goma algo inestable que flotaba y no llegaba a unirse a las paredes —en realidad una balanza que te pesaba al entrar y al salir del edificio para comprobar que no te llevaras algún componente pesado (y costoso) del equipo—. Mientras permanecíamos allí atrapados durante un largo y silencioso instante, esperando a que la computadora invisible terminara de verificar nuestras respectivas masas e identidades, Silcock me dedicó una mirada de asombro a través del cristal redondeado: no había podido reprimir una carcajada, una especie de ronquido estridente. No pude evitarlo: ¡me encontraba dentro de un tubo!

No obstante, a medida que nos adentrábamos en el edificio, las alarmas y los silbatos de última tecnología quedaban atrás y dejaban paso a una realidad más envejecida. Si en el exterior todo parecía absolutamente bajo control —reluciente, impoluto, antidickensiano—, en el interior de Telehouse el ambiente tendía a mostrarse más descontrolado. Al edificio original, que ahora se conocía como Telehouse North, se le habían sumado otros dos en años posteriores, ambos de mayor tamaño y más modernos que el primero: Telehouse East, inaugurado en 1999, y Telehouse West, en 2010. La sucesión de los tres podía leerse como una breve lección sobre la historia de la arquitectura de Internet. El edificio original estaba en deuda con el llamado estilo high-tech, famoso a partir del Centro Pompidou. Contaba con protectores solares de acero y un aspecto general de máquina. Su interior se veía claramente desgastado, con una alfombra gris deshilachada, unas paredes amarillentas y grandes rollos de cables de cobre sin usar que brotaban de paneles de techo rotos. El segundo edificio era de líneas limpias y sobrias, y su interior, un estudio cubierto de linóleo. El más nuevo de los tres contaba con una fachada sin ventanas, formada por paneles de acero siguiendo un patrón como los pixeles. Olía a pintura y a menta, y sus espacios eran recorridos por técnicos que arrastraban carritos en los que se amontonaban equipos recién estrenados. Un sistema radial de pasarelas elevadas y escaleras conectaba los edificios. Me recordaba a un hospital, con sus pesadas puertas en las salidas de emergencia y sus diversas capas de señalización y elementos estructurales del edificio a la vista, surcando las paredes. Pero en lugar de médicos y enfermeras había técnicos de redes, casi todos hombres de pelo muy corto y barba, con aspecto de estar a punto de irse a un club nocturno o, incluso, de llegar de uno. El estacionamiento mostraba su gusto por los autos tuneados, y usaban unos smartphones voluminosos y raros, y mochilas especiales para laptops. Casi todos iban con camisetas negras y sudaderas con capucha, prácticas si había que pasar muchas horas en las salas de los servidores, enfrentados a las bocanadas de aire seco que desprendían los inmensos enrutadores.

Como si estuviéramos retrocediendo en el tiempo, Silcock y yo entramos en Telehouse North a través de un puente peatonal cubierto por un techo de acero y ventanas sucias que daban al estacionamiento. Seguimos la dirección de una escalera llena de cables rojos —la única nota de color en aquel entorno pálido—. La entrada estaba llena de cajas de cartón y vallas que anunciaban «precaución», sobre algunas baldosas rotas. Había un guardia sentado en una silla de respaldo recto, leyendo una novela de espías. A través del cristal de una puerta vi escritorios vacíos, vestigios de cuando el edificio había sido centro de recuperación de datos en caso de emergencia. Pero casi todos los recintos estaban llenos de pasillos y más pasillos de altos estantes en los que reposaban los mismos equipos que había visto en Palo Alto, en Ashburn, en Frankfurt y en Ámsterdam. En las esquinas había inmensos ovillos de cables que salían del techo, tensos, anchos como troncos de árboles selváticos. En su mayor parte estaban en desuso. Suele decirse, en broma, que en Telehouse hay una mina de cobre que vale una fortuna. Afuera, las calles presentaban un aspecto raro en Londres: vacías, ordenadas y binarias: pero aquel mundo virtual del interior parecía desordenado, caótico. Se trataba de un fragmento de Internet increíblemente malhecho. Ahora entendía a qué se refería un ingeniero cuando me describió Telehouse North como «el Heathrow de los edificios de Internet». Pero aun así se trataba de un fragmento de gran importancia. El estatus del edificio como uno de los más conectados de la Tierra hacía que se le perdonaran las baldosas rotas. En ese sentido, es lo que es, y sería casi imposible cambiarlo. Sería como quejarse de que las calles de Londres resultan demasiado estrechas.

Finalmente llegamos al espacio del punto de acceso a la red de Londres, el LINX, del tamaño de una habitación de hotel, encerrada y acogedora, llena de los desechos dejados por los ingenieros que pasaban allí largas jornadas. Había cables Ethernet azules que colgaban como corbatas de varios ganchos, junto con unos abrigos. Silcock me hizo una breve visita guiada, identificando los distintos elementos del equipo y contándome algo de la historia del punto de acceso. Se acercaba la hora de almorzar, tenía hambre y estuve a punto de irme de allí sin notar que al fondo de un pasillo estrecho lleno de aparatos, parpadeando inocentemente, había otra de aquellas máquinas del tamaño de refrigeradores: un Brocade MLX-32, procedente de uno de aquellos edificios con fachada de espejo de San José, California. Silcock apoyó la laptop sobre una caja de herramientas y consultó sus cifras de tráfico en tiempo real. En aquel preciso instante transitaban trescientos gigabits de datos por segundo, del total de los ochocientos gigabits que pasaban por todo LINX en conjunto. En lo más profundo del corazón de Telehouse oía la voz de Par Westesson que me hablaba al oído, como si lo hiciera por teléfono: «Un gigabit son mil millones de bits», me había dicho. Mil millones de bits hechos de luz.