7Donde duermen los datos

The Dalles, en Oregón, siempre ha constituido una especie de cruce de caminos, un lugar donde la geografía ha forzado la mano de las infraestructuras. Su curioso nombre proviene del francés, significa «las losas» y se refiere a las piedras del poderoso río Columbia, que se estrecha en ese punto antes de desplomarse a través del gran salto de la Cordillera de las Cascadas conocido como las Gargantas del río Columbia. Aquí todo se ha seguido a partir de ese hecho.

En 1805, cuando Lewis y Clark llegaron en su exploración del oeste, encontraron el mayor lugar de encuentro de los nativos americanos de la región. Durante los desplazamientos anuales del salmón, la población crecía hasta alcanzar casi las diez mil personas, que es prácticamente la misma cantidad con que cuenta en la actualidad. Por un tiempo el Camino de Oregón terminó en The Dalles, donde los colonos del oeste se enfrentaban a la incómoda decisión de subir en mulas el monte Hood, de más de once mil pies de altitud, con toda su carga, o cruzar los rápidos. The Dalles era el punto más angosto en el camino de la emigración hacia el oeste. Y sigue siéndolo.

Desde la habitación del motel en el que me alojaba, el paisaje parecía un campo de batalla entre la geología y la industria. Al fondo se divisaban las faldas pardas y macizas de la cordillera de las Cascadas, cubiertas por jirones de niebla aquella tarde lluviosa de finales de invierno. Más cerca se encontraban las vías muertas de Union Pacific, donde los trenes de mercancías se detenían y resoplaban antes de descender a través de una construcción moderna que unía las dos elevaciones basálticas de la garganta. La carretera Interestatal 84 circula paralela a las vías, y fue la principal vía entre el este y el oeste a través de las montañas, hasta que se llega a la Interestatal 80, situada en California, casi seis mil millas al sur. Los camiones circulaban por ella durante toda la noche, hacia Portland, al oeste, y hacia Spokane, Boise y Salt Lake. El río era ancho y de aguas bravas. Observaba los autos avanzando como hormigas sobre el puente de Dalles, construido casi junto a una presa, una pequeña pieza del inmenso sistema hidroeléctrico construido por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército y gestionado por la Bonneville Power Administration, cuyas líneas de alta tensión salpican las colinas. The Dalles es un nudo básico en el entramado energético de todo el oeste de Estados Unidos. Sobre todo, se trata del punto inicial de una vía de transmisión de 3100 megavatios conocido como el Pacific DC Intertie, que transfiere energía hidroeléctrica desde la cuenca del río Columbia hasta el sur de California, como una gigantesca extensión que se llevara hasta Los Ángeles. Y su enchufe está en la Planta de Conversión de Celilo, situada colina arriba, muy cerca de mi motel. Tal vez The Dalles sea un lugar pequeño, pero no puede decirse que quede lejos de las rutas principales. Es la ruta principal: confluencia de infraestructuras, donde la topografía ineludible de las Cascadas y el río Columbia ha unido a salmones, colonos, líneas de ferrocarril, autopistas, líneas de alta tensión y, al parecer, también Internet.

Llegué hasta The Dalles porque allí se encuentra uno de los depósitos de datos más importantes de Internet; además, es, de facto, la capital de toda una región dedicada a almacenar parte de nuestros egos online. El lugar me pareció una especie de Katmandú de los centros de datos, una ciudad nebulosa a los pies de una montaña que resultaba ser el campamento perfecto para la exploración de los inmensos edificios en los que se almacenan nuestros datos. Mejor aún, The Dalles era un lugar lo bastante misterioso y evocador —un nexo natural— para destacar los extraños poderes de aquellos edificios. Un centro de datos no contiene sólo los discos duros que, a su vez, contienen nuestra información. Nuestros datos se han convertido en un espejo de nuestras identidades, en la encarnación física de nuestros hechos y sentimientos más personales. Un centro de datos es un almacén del alma digital. Me gustaba la idea de que los centros de datos estuvieran apartados, en montañas, como hechiceros, o tal vez cabezas nucleares. El símil con Katmandú también encajaba en otro sentido: yo iba en busca de iluminación, en busca de un nuevo sentido de mi yo digital.

Hasta ese momento me había concentrado, sobre todo, en los puntos de acceso a la red: los hubs centrales de Internet, los lugares donde las redes se encuentran y se convierten en interredes. Mi mente se había llenado de imágenes acumuladas de edificios de acero corrugado, cables amarillos de fibra óptica y sótanos abovedados. Pero los centros de datos presentaban un reto distinto en aquel recorrido. Parecían estar en todas partes. Mientras pensaba en ello, una imagen más esquemática de Internet se formó en mi mente, una percepción compuesta por dos embudos que se unían en sus extremos más estrechos, algo así como una vuvuzela siamesa. Los puntos de acceso se situarían en el espacio central, el más angosto. No hay muchos, pero constituyen el cuello de botella de casi todo el tráfico. Un embudo nos acoge a todos nosotros: los miles de millones de «ojos» esparcidos por todo el mundo. El otro embudo agrupa los edificios en los que nuestros datos son almacenados, procesados y enviados. Los centros de datos son lo que hay en el otro extremo de los tubos. Sólo pueden existir en lugares distantes gracias a la maraña de redes que se extiende por todas partes.

Antes guardábamos nuestros datos en escritorios (reales), pero a medida que hemos renunciado a ese control local a favor de profesionales lejanos, el «disco duro» —ese descriptor que es el más tangible de todos— se ha transformado en una «nube», la palabra comodín que se usa para cualquier dato o servicio que se mantiene «por ahí afuera», en algún lugar de Internet. Es evidente que eso no tiene nada que ver con las nubes. Según un informe de Greenpeace de 2010, el dos por ciento de toda la electricidad mundial puede rastrearse hasta los centros de datos, y ese uso crece a un ritmo de doce por ciento cada año[68]. Para los niveles de hoy, un centro de datos muy grande puede ser un edificio de 500.000 pies cuadrados que necesite cincuenta megavatios de potencia, que es aproximadamente lo que se necesita para iluminar una ciudad pequeña. Pero los mayores centros de datos, o «campus», pueden contener cuatro edificios como ésos, sumando más de un millón de pies cuadrados —el doble del tamaño del Javits Center de Nueva York, y el equivalente a diez Walmarts. Acabamos de empezar a construir centros de datos y su impacto acumulativo ya resulta enorme.

De todo ello tengo un conocimiento intuitivo, porque muchos de esos datos son míos. Tengo varios gigabytes de almacenamiento de emails en un centro de datos del bajo Manhattan (que crece cada día); otros sesenta gigabytes de almacenamiento de seguridad online en Virginia; los rastros acumulados de incontables búsquedas en Google; toda una temporada de episodios de Top Chef descargados de Apple; docenas de películas en streaming de Netflix; fotos en Facebook; más de mil tweets y unos doscientos posts de blog. Si multiplicamos eso por todo el mundo, la cifra obtenida resulta difícilmente creíble. En 2011, Facebook informó que mensualmente se subían a su servicio casi seis mil millones de fotos[69]. Google confirma, al menos, mil millones de búsquedas diarias, mientras algunas estimaciones triplican esa cifra[70]. Todo ello debe ser procesado y almacenado en alguna parte. Así, pues, ¿adónde va todo eso?

A mí me interesaban menos las sumas estadísticas que lo concreto, las partes de todo aquel detritus online que se podía tocar. Yo sabía que los centros de datos que antes ocupaban closets se habían expandido hasta llenar plantas enteras de edificios, las mismas que habían crecido hasta convertirse en almacenes compartimentados, y que éstos habían llegado a ser campus construidos expresamente para aquel propósito, como el de The Dalles. Lo que en un principio habían sido ideas a posteriori, físicamente hablando, había acabado adquiriendo una arquitectura propia. Pronto necesitarían planificación urbanística. Un centro de datos había empezado siendo un clóset, pero ahora se parecía más a un pueblo. El tamaño siempre creciente de mi propia hambre de Internet me ayudaba a comprender el porqué. Lo que tenía menos claro era el dónde. ¿Qué hacían aquellos edificios inmensos en aquel lugar tan apartado de la Meseta de Columbia?

La eficiencia de Internet para mover el tráfico —y el éxito de los puntos de acceso a la red para actuar como hubs de ese tráfico— ha dejado abierta la cuestión de dónde duermen los datos. Cuando solicitamos información por Internet, ésta tiene que venir de alguna parte: o de otra persona, o de algún lugar donde se almacena. Pero el milagro cotidiano de Internet permite que todos los datos, teóricamente, queden almacenados en alguna parte —y que aun así las cosas encuentren el camino para volver hasta nosotros. Así, pues, para los centros de datos más pequeños, lo que predomina es la comodidad: suelen encontrarse cerca de sus fundadores o sus clientes, o de quien tenga que visitarlos para manipular las máquinas. Pero lo cierto es que cuanto más crecen los centros de datos, más espinoso se vuelve el asunto de su ubicación. Irónicamente, tratándose de edificios tan enormes, con aspecto de fábricas, puede parecer que la conexión de esos centros de datos a la tierra es muy poco firme. Pero aun así se agrupan.

Son muchas las consideraciones que se tienen en cuenta a la hora de ubicar un centro de datos, pero casi todas se reducen a mantener en funcionamiento y a la temperatura adecuada un disco duro, de modo que resulte lo más barato posible —mucho más cuando no es uno, sino 150.000 discos—. El diseño del edificio y, sobre todo, cómo se controla su temperatura, tiene un impacto enorme en su eficiencia. Los ingenieros de los centros de datos compiten para diseñar edificios con el menor uso de energía de manera eficiente o PUE (por sus siglas en inglés[71]), que es algo así como la eficiencia en el consumo de gasolina de los autos. Pero entre las variables externas más importantes de esa eficiencia energética se encuentra la ubicación del edificio. Al igual que un vehículo consumirá menos combustible si circula en un lugar plano y poco transitado que si lo hace por una ciudad llena de cuestas, un centro de datos funcionará más eficazmente si puede obtener aire del exterior para enfriar los discos duros y las potentes computadoras. Pero como los centros de datos pueden estar en cualquier parte, algunas diferencias aparentemente pequeñas acaban amplificándose.

Ubicar un centro de datos es como la acupuntura del Internet físico; los lugares se escogen con precisión absoluta para explotar una u otra característica. En la pugna de las empresas competitivas por conseguir ventajas, se hace evidente que algunos lugares son mejores que otros, y el resultado son las concentraciones geográficas. Los mayores centros de datos empiezan a amontonarse en los mismos rincones de la Tierra, como la nieve arrastrada por la ventisca.

Quizá Michael Manos ha construido más centros de datos que nadie —según su cuenta, unos cien, primero para Microsoft y después para Digital Realty Trust, un importante desarrollador a gran escala—. Es un hombre grande, de piel clara y buen humor que habla rapidísimo, como si fuera John Candy haciendo de agente inmobiliario. Todo ello encaja bien con el juego de los centros de datos, en el que se trata de llegar a acuerdos y plantar banderas. En 2005, cuando se unió a Microsoft, la empresa contaba con unos diez mil servidores repartidos en tres instalaciones, ubicadas en lugares distintos del mundo, que llevaban sus servicios online como Hotmail, MSN y los juegos de Xbox. Cuando cuatro años después Manos abandonó la empresa, había ayudado a expandir la huella de Microsoft a «centenares de miles» de servidores esparcidos por todo el mundo, en «decenas» de instalaciones.

—Aunque todavía no puedo decirte en cuántas —me advirtió.

La cantidad seguía siendo un secreto. Se trataba de una expansión a una escala que no tenía precedentes en la historia de Microsoft, y que hasta el día de hoy sólo ha sido igualada por unas pocas empresas.

—No muchas personas en este mundo se enfrentan a asuntos de ese tamaño y esa escala —me dijo Manos.

Y son menos aún las que han rastreado el mundo como lo ha hecho él.

En Microsoft, creó una herramienta de rastreo que tenía en cuenta cincuenta y seis criterios para generar un «mapa caliente» que indicaba la mejor ubicación para un centro de datos, en una gradación que iba del verde (buena) al rojo (mala). Pero el truco estaba en acertar en la escala. En el ámbito estatal, un lugar como Oregón parecía horrible —sobre todo por los riesgos medioambientales, como los terremotos—. Pero cuando se observaba con más detalle, las cosas cambiaban: la zona de terremotos está en la parte occidental del estado, y en cambio el centro cuenta con la ventaja de ser un lugar frío y seco, perfecto para enfriar los discos duros usando aire del exterior. Sorprendentemente lo que apenas tenía importancia en esa ecuación era el costo del suelo, y aún menos el costo de la construcción del edificio.

—Si se estudian las cifras, ochenta y cinco por ciento del costo, aproximadamente, proviene de los sistemas mecánicos y eléctricos que se encuentran en el interior del edificio —me explicó Manos—. En promedio, más o menos un siete por ciento es suelo, cemento y acero. ¡Y eso no es nada! La gente siempre me pregunta: «¿Es mejor construir en vertical en un terreno pequeño, o en horizontal en un terreno amplio?». La verdad es que eso no importa. Al final, las cuestiones de suelo y los mayores costos de construcción no son, en absoluto, un problema para la mayoría de estos edificios. El costo depende de la cantidad de equipo que uno puede llegar a meter en su caja.

Y también depende de cuánto cueste conectarla, lo que en el sector de los centros de datos llaman «op-ex», es decir, «operating expenses», o gastos de operación.

—La gente de los centros de datos siempre va en busca de dos cosas —me comentó Manos—; mi esposa creía que me pasaba el día contemplando el paisaje, pero en realidad lo que hacía era fijarme en las torres eléctricas y las líneas de fibra óptica que cuelgan de ellas.

En otras palabras, lo que él buscaba era lo que yo veía desde mi motel de The Dalles.

A principios de la década de 1990, la Bonneville Power Administration (BPA) había empezado a instalar cables de fibra óptica siguiendo el trazo de sus líneas eléctricas de largo recorrido, una red extraordinaria que atraviesa el noroeste en varias direcciones y se une en The Dalles. Una misión complicada, que en ocasiones requería el uso de helicópteros para fijar los cables a las altas torres en terrenos difíciles, y aunque el objetivo principal de los directivos de la empresa era mejorar las comunicaciones internas, se dieron cuenta de que les resultaba apenas un poco más caro instalar fibra extra, mucha más, de hecho, de la que necesitaban para el uso de la compañía. A pesar de las insistentes objeciones de las empresas de telecomunicaciones, que no creían que una instalación subvencionada por el gobierno debiera competir con ellos, la BPA no tardó en arrendar esa fibra extra. Se trataba de un sistema de comunicaciones poderoso, de un recorrido regional de fibra óptica resistente, protegida de picos y palas errantes porque viajaba por las alturas, de torre en torre, una golosina para los promotores de centros de datos.

Microsoft se conectó desde una localidad llamada Quincy, situada por encima de The Dalles, en el estado de Washington.

—Para nosotros se trataba del lugar más verde de Estados Unidos —dijo Manos, en referencia a su mapa de localizaciones, y no tanto a los árboles ni a otras consideraciones ecológicas. Como The Dalles, Quincy estaba cerca del río Columbia, alojado en el interior de la maraña de infraestructuras de la Bonneville Power Administration. Como era de esperar, el ejemplo de Microsoft no tardaron en seguirlo otros. Poco después de abrir camino con su centro de datos de 470.000 pies cuadrados y 48 megavatios (posteriormente ampliado con un segundo edificio), lo que Manos denomina «la gente de Burger King» apareció por ahí —son los que se instalan en segundo lugar, las empresas que esperan a que el líder del mercado haya construido en una localización concreta, y después construyen a su lado. En Quincy, este grupo lo componían Yahoo!, Ask.com y Sabey, un mayorista propietario de centros de datos.

—En cuestión de dieciocho meses, se estaban construyendo unos centros de datos inmensos, por un valor de casi tres mil millones de dólares, en una localidad conocida, sobre todo, por el cultivo de menta, frijoles y papas —prosiguió Manos—. Ahora, cuando pasas por el centro, ves esas granjas enormes, y después estos monumentos masivos de la era de Internet que sobresalen entre estos campos de maíz.

Mientras tanto, más abajo, en The Dalles, uno de los mayores competidores de Microsoft estaba escribiendo su propia historia.

The Dalles había sido cruce de caminos desde hacía siglos, pero hacia el año 2000, en la cresta del boom de la banda ancha, parecía como si Internet fuera a pasarle de largo. The Dalles carecía de acceso de alta velocidad en empresas y hogares, a pesar de las redes troncales que transitaban junto a las vías férreas y de la gran red de la BPA. Y, lo que era peor aún, Sprint, el proveedor local, dijo que la ciudad no obtendría ese acceso en los siguientes cinco o diez años.

—Era como estar en una ciudad situada al lado de una autopista pero sin entrada a ella.

Así fue como Nolan Young, gestor de la ciudad, me lo explicó en su vieja oficina, espaciosa e iluminada por luz fluorescente, como la del director de un instituto de secundaria, instalado en el interior del edificio del ayuntamiento de Dalles. Envejecido, se expresaba en voz baja, en un tono que recordaba al de los hobbits, y se encogió de hombros al ver que llevaba una grabadora. Como político veterano que era, estaba acostumbrado a los periodistas curiosos, aunque por allí, últimamente, hubieran pasado más de los que correspondían a una ciudad de aquel tamaño.

The Dalles había sufrido el golpe del derrumbe de la industria que había afectado al noroeste del Pacífico y el olvido de Internet añadía oprobio a la herida.

—Les dijimos: «Eso es demasiado tiempo para nosotros. Lo haremos nosotros mismos» —rememoró Young.

Fue a la vez un acto de fe y de desesperación, una maniobra final del tipo: «Si lo construimos, ellos vendrán». En 2002, la Quality Life Broadband Network, o Q-Life, se presentó como servicio independiente, y entre sus clientes se contaban hospitales y escuelas locales. Se inició la construcción de un tramo de fibra óptica de unas diecisiete millas alrededor de The Dalles, desde el ayuntamiento hasta un hub situado en la subestación de Big Eddie de la BPA, a las afueras de la ciudad. Su costo total fue de 1.8 millones de dólares, cincuenta por ciento costeado con ayudas federales y estatales, y el otro cincuenta por ciento gracias a un préstamo[72]. No se usaron fondos de la ciudad.

La situación de The Dalles era característica de las localidades situadas en el «lado equivocado» de la frontera digital, que es como los políticos se refieren a la falta de acceso a la banda ancha de las comunidades más pobres. Las grandes troncales de Internet se construían aprisa, y con gran vigor, pero a menudo pasaban por zonas rurales sin detenerse. Las razones eran tanto económicas como tecnológicas. Las redes de fibra óptica de larga distancia se construyen en segmentos de unas cincuenta millas, que es la distancia a la que las señales de luz de los cables de fibra pueden viajar antes de agotarse y tener que ser reamplificadas. Pero incluso en esos puntos de «regeneración», para extraer las señales de larga distancia y distribuirlas localmente hacen falta unos equipos muy costosos y muchas horas-hombre de trabajo para realizar la instalación. Así, pues, resulta más económico construir y operar redes de fibra óptica de larga distancia y gran capacidad si van directamente de un hub a otro. Incluso si puede inducírseles a detenerse, una ciudad pequeña no cuenta con la densidad suficiente de clientes que hacen falta para acelerar la construcción de proyectos de empresas de alcance nacional, como Sprint. Ese vacío lo cubren las redes de «media milla», tendiendo fibra óptica entre una localidad y su hub regional más cercano, y conectando pequeñas redes locales a las troncales de larga distancia. Los ingenieros de redes llaman a eso el backhaul, y sin ello no existe Internet. Q-Life era un ejemplo de aquella «media milla» —aunque, en el caso de The Dalles, la distancia era en realidad de cuatro, desde el centro de la ciudad hasta la estación de Big Eddie, donde convergía la fibra óptica de la BPA.

Una vez que la fibra de Q-Life estuvo en su sitio, los proveedores de servicios locales de Internet no tardaron en presentarse para ofrecerlos. Sprint no. Pero seis meses después, incluso Sprint se presentó, bastante antes de que se cumplieran los cinco años estipulados originalmente en sus previsiones.

—Lo consideramos uno de nuestros éxitos —dijo Young—. Podría decirse que son nuestros competidores, pero ahora existen distintas opciones.

Aun así, la ciudad no podía prever lo que ocurrió a continuación. En aquel momento, pocos podrían haberlo anticipado. The Dalles estaba a punto de convertirse en el centro de datos más famoso del mundo.

En 2004, sólo un año después de que la red de Q-Life se terminara, un hombre llamado Chris Sacca, representante de una empresa de nombre sospechosamente genérico —Design LLC—, se presentó en The Dalles en busca de terrenos en «zonas de emprendedores», donde se ofrecieran ventajas fiscales y otros incentivos para animar a los negocios a instalarse en ellas. Era joven, iba vestido con ropas anchas e informales, e interesado en tales cantidades de energía que los responsables de una localidad vecina pensaron que podía tratarse de un terrorista y se pusieron en contacto con el Departamento de Seguridad Interior. The Dalles, en cambio, sí tenía un terreno para él, doce hectáreas junto a una fundición de aluminio en desuso, que en su día había requerido ocho megavatios y medio de potencia —cantidad que superaba, en mucho, las necesidades diarias de una ciudad mucho más grande.

Al inicio de las negociaciones, Sacca exigió discreción absoluta, y Young empezó a firmar acuerdos de confidencialidad. El costo del terreno, en sí mismo, no supuso un gran problema (como Manos habría anticipado). Los escollos surgieron en relación con la energía y los impuestos. Llamaron al representante del congreso de aquella circunscripción para que ayudara a convencer a la Bonneville Power Administration para que incrementara sus descuentos. El gobernador tuvo que aprobar la exención fiscal de quince años que Design LLC solicitaba, dados los centenares de millones de dólares en equipos que la empresa pensaba instalar en The Dalles. Pero cualquier población de Oregón de un tamaño razonable habría estado dispuesta a obtener la misma energía y los mismos incentivos. El as en la manga que hizo que el mapa de localización de Design LLC se tiñera de verde al llegar a The Dalles era algo que había creado la propia localidad: Q-Life.

—Fue algo visionario: a aquella ciudad pequeña sin ingresos por impuestos se le había ocurrido que si quería transformar una economía llevándola de la manufactura a la información, debía hacerlo a través de la fibra óptica —comentó Sacca[73].

A principios de 2005 se llegó a un acuerdo: 1,87 millones de dólares por el terreno, con opción a tres parcelas más. Pero Young debía seguir guardando silencio, incluso después de que se iniciara la construcción.

—Había firmado tantos acuerdos que llegó un momento en que cuando me encontraba en el sitio y alguien me decía: «Demonios, veo que están construyendo ahí». Yo decía: «¿Qué? No veo nada».

Pero ahora ya se sabe el secreto: Design LLC era Google.

Se ha convertido en un cliché la idea de que los centros de datos siguen las mismas reglas que los combates celebrados en cubículos que aparecen en la película Fight Club: «La primera regla de los centros de datos es que no hay que hablar de los centros de datos».

Esta tendencia de imponer silencio se extiende, a menudo, a las expectativas de la gente sobre otros tipos de infraestructura física de Internet, como son los puntos de acceso a la red, que son, de hecho, lugares bastante abiertos. Así, pues, ¿por qué tanto secreto en torno a los centros de datos? Un centro de datos es un almacén de información, lo más cerca que está Internet de ser una bóveda física. Los puntos de acceso a la red son sólo lugares de tránsito, como señaló en Frankfurt Arnold Nipper; la información pasa a través de ellos (¡y a qué velocidad!). Pero en los centros de datos esa información es relativamente estática, y está contenida en equipos que deben protegerse, y que en sí mismos son de un inmenso valor. Aun así, a menudo el secretismo no tiene que ver con asuntos como la privacidad o el robo de información, sino con la competencia. Saber lo grande que es un centro de datos, cuánta potencia usa y qué contiene exactamente es la clase de información que las empresas tecnológicas intentan mantener oculta por todos los medios. (Y, de hecho, es muy posible que Manos y Sacca hayan compartido al atravesar el río Columbia en busca de terrenos). Esto es así especialmente en aquellos centros de datos construidos por una sola empresa, que también es su propietaria, donde los edificios pueden compararse con los productos que ofrecen. En el mundo de los centros de datos se ha desarrollado una cultura del secretismo, y existen empresas que protegen con uñas y dientes tanto el alcance de sus operaciones como las particularidades de las máquinas que alojan en su interior. Los detalles de los centros de datos se han convertido en algo así como la fórmula de la Coca-Cola, y se encuentran entre los secretos corporativos más importantes.

Como consecuencia de ello, desde el punto de vista de un usuario promedio de Internet, la pregunta de dónde duermen nuestros datos resulta a menudo difícil de responder. Sobre todo las grandes empresas basadas en la web parecen disfrutar ocultándose en el interior de «la nube». Con frecuencia se muestran reacias a revelar dónde guardan nuestros datos y a veces dan a entender que ni ellas mismas están del todo seguras. Como me comentó un experto en centros de datos:

—A veces, la respuesta a la pregunta «¿Dónde está mi email?» es más cuántica que newtoniana —una manera peculiar de decir que parece estar en tantos sitios a la vez que es como si no estuviera en ninguno.

En ocasiones, la ubicación de nuestros datos se ve oscurecida aún más por lo que se conoce como «redes de entrega de contenidos», que mantienen copias de datos a los que se accede frecuentemente, como los videos o los programas televisivos más populares de YouTube, en muchos servidores pequeños cercanos al domicilio de los usuarios, del mismo modo en que una tienda local almacena productos de consumo habitual. Tenerlos cerca minimiza las posibilidades de que se produzca un embotellamiento y, además, abarata los costos de la banda ancha. Pero, en general, la nube nos pide que creamos que nuestros datos son una abstracción y no una realidad física.

Pero eso no es cierto. Si hay momentos en los que nuestra vida online se disgrega y nuestros datos se descomponen en piezas cada vez más pequeñas, hasta el punto que resulta teóricamente imposible saber dónde está, existe una excepción. Es sólo una verdad a medias que divulgan los propietarios de los centros de datos en un intento deliberado por alejar la atención de sus lugares reales —bien por razones de competitividad, porque tienen algo que esconder desde el punto de vista medioambiental o por algún otro aspecto relacionado con la seguridad—. Pero lo que me frustra es que esa oscuridad fingida se convierte en una ventaja malintencionada de la nube, en un ronroneo condescendiente que nos susurra: «Nosotros nos ocuparemos de eso por ti», que en su alegato en favor de nuestra ignorancia me recuerda a los mataderos. Nuestros datos siempre están en alguna parte y, con frecuencia, se encuentran en dos sitios. Puesto que son nuestros, me atengo a la creencia de que deberíamos saber dónde están, cómo han llegado hasta ahí y qué aspecto tienen. Parece un requisito básico en la Internet de hoy: si confiamos una parte tan importante de lo que somos a grandes empresas, éstas deberían transmitirnos la sensación de que lo guardan todo y permitirnos conocer el aspecto que tiene.

Nolan Young estaba feliz al mostrarme su centro de datos, como buen funcionario que es. Sin pensarlo demasiado, poco después de que el circuito de fibra óptica de The Dalles fuera completado, Young había abierto un espacio en el sótano del City Hall para que los clientes pudieran instalar sus equipos y conectarse los unos con los otros —algo así como un Ashburn en miniatura pero en el área del río Columbia—. Yo, claro está, deseaba verlo; me sonaba como un fragmento interesante de Internet.

—¡Sólo son cajas y luces, pero si quiere…! —me dijo, y fue a buscar la llave que guardaba su asistente. La corte de The Dalles se encontraba al otro lado del vestíbulo, y pasamos frente a un adolescente muy serio que aguardaba fuera, junto a su madre, antes de descender por la imponente escalinata situada en el centro del edificio. Bajamos los peldaños de la entrada y, tras doblar la esquina, llegamos frente a una puerta lateral pequeña, por la que se accedía al sótano. Allí había un pequeño vestíbulo, revestido con linóleo e iluminado con luces fluorescentes. Young abrió una puerta de acero y me recibió el rugido de la ventilación y el conocido olor a electricidad de los equipos de interredes. Tal vez el centro de datos de The Dalles tuviera el aspecto de un clóset grande, pero me pareció que se trataba de un punto de acceso a la red en su encarnación más pura: sólo un puñado de enrutadores enchufados unos a otros en la oscuridad. Young, satisfecho, me señaló las rutas:

—Los clientes entran, acceden a nuestra fibra óptica, se conectan unos a otros, hacen lo que tengan que hacer, y a través de nuestra fibra llegan a Big Eddie, y desde allí van adondequiera. El fin técnico de todo esto me rebasa. Yo lo único que sé es que todas esas cosas se concentran en un solo punto y desde allí salen disparadas.

Aquella era una de las habitaciones más pequeñas a las que uno llamaría centro de datos —a la sombra de uno de los más grandes—. Pero, en su simplicidad doméstica, era una confirmación palpable de que Internet está siempre en alguna parte.

Tras ponerme en contacto con el departamento de relaciones públicas de Googleplex —la sede de «Design LLC» en Silicon Valley—, había concertado una visita a su inmenso centro de datos para aquella tarde, pero Young me advirtió que no esperara gran cosa.

—Le aseguro que no pasará del comedor —me dijo.

Nos despedimos y me aseguré que Young tuviera mi dirección de correo electrónico.

—Lo tengo. Ahora estamos conectados. Me montaré en esa fibra óptica y listo.

Desde el ayuntamiento tardé cinco minutos en auto en atravesar la ciudad. Crucé la interestatal y me metí en el distrito industrial, a orillas del río Columbia, cerca ya del desfiladero. El extenso campus se veía desde lejos, junto a la autopista. Parecía una cárcel, por sus torres con focos de seguridad, sus dispersos edificios bajos de color marrón claro y la imponente valla que rodeaba todo el perímetro. Unas altas torres eléctricas conectaban el campus a la base de las montañas que, a partir de media altura, todavía estaban cubiertas de una capa fina de nieve. Las cimas desaparecían tras la niebla. En la esquina había un centro para animales abandonados. Al otro lado de la calle, una planta de cemento. Cada cien metros, más o menos, me encontraba con un poste blanco de seguridad sobre el que podía leerse: CABLE DE FIBRA ÓPTICA ENTERRADO – Q-LIFE. Dejé atrás una señal de «calle sin salida» y pulsé el timbre del intercomunicador, en el exterior de la verja doble. Cuando se abrió, me estacioné frente al edificio de seguridad, del tamaño de una casa. Había un cartel fijado a la segunda valla que, en letras góticas, anunciaba: VOLDEMORT INDUSTRIES, una jocosa referencia al villano de la saga de Harry Potter, conocido por los magos como «El-que-no-debe-ser-nombrado». La única pista que en realidad indicaba quién era el dueño de ese lugar era una mesa de picnic con asientos fijos, cada uno de ellos pintado de un color primario: rojo, azul, verde y amarillo, que recordaban la imagen omnipresente del logo de Google.

Cuando me puse en contacto con su departamento de relaciones públicas sabía que ver el interior del centro de datos sería complicado, dado el famoso hermetismo que la empresa aplicaba a sus instalaciones. Pero cuando recalqué que no me interesaban las cifras (de todos modos, cambian muy rápido), sino más bien el lugar en sí mismo —The Dalles y su carácter—, aceptaron mi visita. La presencia de Google en The Dalles ya no era ningún secreto, claro está. Tal vez no hubiera ningún cartel en el exterior (salvo el de Voldemort Industries), pero la empresa se había inscrito en la cámara de comercio local, participaba en actividades comunitarias, donó computadoras a las escuelas, plantó un jardín al otro lado de su alta valla de acero y tenía previsto instalar una red pública de wi-fi en el centro de la ciudad. Todo aquello había llegado después de varios años de mala prensa, durante los que el centro de datos de Google era pintado como una fábrica contaminante apenas camuflada —una imagen que no encajaba con las páginas blancas, impolutas, el trato cordial y el acceso inmediato que asociamos con Google. Los portavoces de la empresa hablaron de otra etapa, de divulgar algunas estadísticas de sus centros de datos en todo el mundo, e incluso llegaron a grabar un breve recorrido en video. Parecían coincidir en que ocultar sus centros de datos ya no era la mejor política. Por todo ello, la farsa que se produjo a continuación me sorprendió.

En el interior del edificio de seguridad encontré a un par de guardias sentados frente a un panel de monitores. Llevaban camisetas azules con una placa de sheriff bordada sobre la primera «o» de «Google». Tres visitantes más se me habían adelantado y esperaban el visto bueno de seguridad, lo que implicaba dejarse escanear las retinas con un aparato que recordaba esos telescopios que funcionan con monedas y que permiten ver detalles de paisajes, pero en versión ultramoderna.

—¿Número de empleado? —les preguntaba el guardia cuando se acercaban al mostrador—. Colóquese junto a la máquina.

A partir de ahí, el escáner proseguía con la conversación, una voz robótica, de mujer, como en la nave espacial de una película de ciencia ficción. «Mire el espejo. Por favor, acérquese más». Chasquido. «Escaneo ocular completado. Gracias». Los visitantes de Google soltaron unas risitas simultáneas. Después el guardia pronunció una advertencia: asegúrense de proceder al escaneo al entrar y al salir del centro de datos, porque si la computadora cree que todavía se encuentran en las instalaciones del centro de datos, no les permitirá entrar de nuevo.

Ese problema no iba a tenerlo yo, porque —tal como sospechaba Young— no sólo no llegaría a ver el suelo del centro de datos, sino que no entraría en ningún edificio, salvo el del comedor. Empezaba a darme cuenta de que me había desplazado hasta The Dalles para realizar un recorrido por los estacionamientos. La primera regla de la gente de relaciones públicas de Google era: «Que no entren en el centro de datos».

Me recibió un pequeño séquito: Josh Betts, uno de los directores de la instalación; una asistente administrativa, Katy Bowman, quien había encabezado las iniciativas encaminadas a acercarse a la comunidad, y una encargada de las relaciones con los medios de información llegada desde Portland. Las cosas fueron incómodas desde el principio. Cuando saqué mi grabadora, la encargada de los medios se acercó para observarla con detalle y comprobar que no se trataba de una cámara. Entre sonrisas forzadas, salimos al exterior (llovía), franqueamos una puerta abierta en la valla y nos dirigimos a pie a través del campus. Me sentía como si estuviera en la parte trasera de un centro comercial, con sus inmensos estacionamientos, zonas de carga y descarga y un guiño mínimo hacia el paisaje. La semana anterior había hablado con Dave Karlson, director del centro de datos, quien en aquellos días iba a estar de vacaciones. «Una vez en las instalaciones, esperamos poder mostrarle qué es encontrarse en un centro de datos de Google», me comentó en aquella ocasión. Pero me bastaron unos momentos de silencio para darme cuenta de que nadie iba a guiarme en aquella visita.

—¿Pueden decirme qué es lo que tenemos delante y qué función cumplen esos edificios? —aventuré.

Betts evitó cuidadosamente establecer contacto visual con la encargada de tratar con los medios de información, apretó mucho los labios y bajó la vista —un vacío informativo que era algo así como una página web que se hubiera colgado—. Intenté ser más específico:

—¿Y el edificio de ahí? —una construcción con aspecto de almacén, de color amarillo, en donde había unos conductos de ventilación de los que salía vapor de agua. ¿Era para almacenaje? ¿Contenía las computadoras que rastrean la web para confeccionar el índice de búsqueda? ¿Se procesaban allí las peticiones de búsqueda? Ellos se miraban entre sí, nerviosos. La encargada de medios se acercó más a mí para no tener que levantar la voz.

—¿Quiere saber para qué sirve The Dalles? —respondió, finalmente, Betts, aunque con otra pregunta—. Eso es algo que no solemos hablarlo con terceros. Pero estoy seguro de que esos datos están disponibles en el ámbito interno.

Se trataba de una respuesta hueca, prefabricada, expresada de un modo peculiar. Por supuesto que él sabía para qué servían aquellos edificios; él se encargaba de dirigirlos. Lo que ocurría era que no tenía intención de hablar sobre ello. Aun así, aquel tránsito por el estacionamiento era una invitación para describir lo que iba viendo. Había dos edificios principales en el centro de datos, a ambos lados de la autopista, ambos parecidos, en forma y en características, a almacenes de distribución —un módulo largo y bajo y un remate más alto— que, juntos, formaban una «ele» que se elevaba al cielo. Sobre aquella «ele» había unas torres de refrigeración que emitían un vapor espeso que se arrastraba por todo el edificio, como una barba de Santa Claus. La construcción estaba rodeada de zonas de carga y descarga, pero carecía de ventanas. Las cubiertas estaban limpias y despejadas. Al fondo de cada edificio había una serie de generadores metidos en estructuras de acero y unidos por gruesos cables que hacían las veces de cordones umbilicales. De cerca, la desagradable tonalidad beige-amarillenta de los edificios indicaba que sólo se había escogido para que éstos pasaran inadvertidos, o fueran tomados por una cárcel. Su señalización —basada solamente en números— estaba perfectamente pintada, y destacaba en azul sobre el beige de las paredes. Las calles contaban con aceras limpias, y la grava ocupaba los bordes. Había unas luminarias inmensas repartidas por todo el campus, todas ellas rematadas por un halo plateado. El campo vacío —que pronto albergaría un tercer edificio— estaba lleno de camiones y oficinas instaladas en módulos. Al otro lado de la alta verja, las aguas del río Columbia fluían constantes.

Cuando nos acercábamos al límite del terreno, Betts llamó a seguridad con su teléfono móvil y momentos después apareció un guardia en una pickup gris. Abrió un acceso peatonal, y entramos. Todos admiramos el jardín, que cuidaban los empleados en su tiempo libre, aunque todavía era pronto para ver algo demasiado crecido. Junto al jardín había un poste de plástico anaranjado y blanco que indicaba la ubicación subterránea de la fibra óptica de Q-Life. Después regresamos por donde habíamos venido.

Cerca de la entrada a la Columbia House, que albergaba los comedores, Betts habló.

—Puede ver el campus por sí mismo. Ha recorrido todo su perímetro. Pudo ver todo a lo que nos hemos enfrentado y lo que hemos puesto en marcha. En términos de lo que será el futuro, puede usted formarse una idea echando un vistazo a su alrededor.

Parecía que estuviéramos jugando a los acertijos —tal vez la clase de pruebas que Google entrega a sus futuros empleados a modo de solicitudes de trabajo—. ¿Qué era lo que no decían? ¿Hablaban en código? ¿Qué era lo que se suponía que yo estaba viendo?

Un hombre con barba pasó pedaleando, montado en una bicicleta azul celeste.

—Creo que ya podemos entrar —dijo la empleada que se ocupaba de mí.

El almuerzo fue delicioso. Yo comí salmón ecológico, una ensalada mixta y, de postre, pudín de mantequilla de cacahuate. Habían invitado a unos cuantos empleados de Google a unirse a nosotros, y a medida que se sentaban, mi cicerone los invitaba a pronunciar unas palabras sobre lo mucho que les gustaba vivir en The Dalles y trabajar en Google.

—¿Pueden contarle a Andrew qué es lo que les gusta de trabajar en Google y de vivir en The Dalles? —les preguntó.

Betts es un experto en centros de datos, el segundo de a bordo de lo que yo no podía sino considerar una de las instalaciones más innovadoras del mundo, un componente clave de la plataforma informática más importante jamás creada hasta entonces. Pero se mostraba taciturno, prefería no decir nada que arriesgarse a salirse del estrecho guion que el área de relaciones públicas le había escrito. Hablábamos del tiempo.

Consideré expresar mi decepción por la pantomima que se estaba representando. ¿No era la misión de Google velar para que la información estuviera disponible? ¿No son los mejores y los más brillantes, dispuestos a compartir lo que saben? Pero concluí que aquel silencio no era decisión suya. Venía de más arriba. Habérselos reprochado habría sido injusto. Parapetado tras mi copa de mantequilla de cacahuate, sólo me atreví a decir que me sentía algo decepcionado por no tener la oportunidad de entrar en el centro de datos. Me habría gustado verlo. La respuesta de la empleada que se ocupaba de mí fue inmediata:

—¡Ha habido senadores y gobernadores que también se han sentido decepcionados!

En ese momento apareció en la fila del comedor un joven con una camiseta con la siguiente leyenda: LA GENTE QUE CREE QUE LO SABE TODO NOS IRRITA A LOS QUE LO SABEMOS TODO.

Hasta que me alejé de allí en mi auto no fui del todo consciente de lo extraña que había sido aquella visita, de principio a fin, seguramente la más rara de todas las que había realizado a Internet. No había aprendido nada de Google —salvo todo lo que no podía saber—. Me preguntaba si estaba siendo algo injusto, si aquel ambiente orwelliano era sólo el inevitable efecto secundario derivado del derecho legítimo de Google de mantener secretos empresariales, y de proteger nuestra privacidad. Incluso en su página web corporativa había llegado a leer una pequeña nota al respecto (la cual desapareció después[74]):

«Somos conscientes de que los centros de datos pueden parecer a muchos “cajas negras”, pero existen razones de peso por las que no revelamos todos los detalles de lo que ocurre en nuestras instalaciones, ni de dónde se ubican todos nuestros centros de datos […] Entre otras cosas, invertimos muchos recursos en hacer que nuestros centros de datos sean los más rápidos y eficaces del mundo, y nos preocupa preservar esa inversión. Pero incluso más importante es la seguridad y la privacidad de la información que nuestros usuarios nos confían. Mantener los datos de nuestros usuarios sanos y salvos es nuestra máxima prioridad, y una gran responsabilidad, más aún cuando con un clic del ratón se puede pasar a los productos de nuestros competidores. Por ello recurrimos a la mejor tecnología disponible para asegurarnos que nuestros centros de datos y nuestros servicios estén seguros en todo momento».

Según el conocido enunciado de la misión de Google, ésta consiste en «organizar la información de todo el mundo y hacerla universalmente accesible y útil». Sin embargo, en el caso de The Dalles, habían llegado al extremo de borrar la imagen satelital del centro de datos que aparecía en Google Maps —no sólo la fotografía era antigua, sino que había sido oscurecida deliberadamente. En docenas de visitas a los lugares de Internet, la gente que había conocido se había mostrado más que dispuesta a comunicar que Internet no era un lugar sombrío, sino sorprendentemente abierto, que se basaba, en esencia, en la cooperación y en la información. Con el ánimo de lucro, por supuesto, pero con un sentido de responsabilidad. Google se salía de esa norma. Me habían dejado franquear sus verjas, pero sólo en su sentido más artificial. El mensaje, ni siquiera demasiado subliminal, era que no cabía esperar que yo, y por extensión mis lectores, entendiéramos lo que ocurría en el interior de su fábrica —el espacio en el que nosotros, deliberadamente, confiábamos a la empresa nuestras preguntas, nuestras cartas, incluso nuestras ideas. Aquellos colores primarios y aquel tono lúdico e infantil ya no me parecían amables y me hacían sentir como un colegial. Aquella era la empresa que posiblemente supiera más sobre nosotros, pero se mostraba como la más reservada de todas.

De regreso a The Dalles, me detuve en la presa de Bonneville, la inmensa planta eléctrica construida y gestionada por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, que ocupa todo el cauce del río Columbia. Se trataba de una fortaleza. Al salir de la autopista, pasé por un túnel corto en el que había una inmensa reja de hierro. Una guardia me saludó, me preguntó si llevaba armas de fuego y revisó el auto. Después se llevó la mano a la gorra y me autorizó a pasar. Había un gran centro de visitantes con tienda de regalos incluida, una exposición sobre la construcción de la presa y el ecosistema del río y una sala con paredes de cristal desde la que podía verse el «ascenso del salmón» a contracorriente para desovar. Se trataba de la clásica atracción de carretera americana, una mezcla algo corriente de gran instalación en medio de un gran paisaje, todo ello combinado con una historia compleja de triunfo tecnológico y tragedia medioambiental. Para un fanático de las infraestructuras —un tanto menos para alguien a quien le gustara ver peces—, la presa era una parada ineludible.

No pude evitar contrastar la presa con el centro de datos. Una es propiedad del gobierno, el otro de una empresa de inversionistas. Los dos son orgullosos ejemplos de la ingeniería estadunidense. Y, funcionalmente, están interrelacionados: es la Bonneville Power Administration la que, en parte, llevó a Google hasta la zona. Pero allí donde la presa daba la bienvenida, el centro de datos ponía una barrera. ¿Por qué Google no abría un centro de visitantes, con su tienda de regalos y una galería desde la cual contemplar todos sus servidores? Creo que sería una atracción turística popular, un lugar para aprender qué ocurre tras la pantalla blanca de Google. Pero, en la actualidad, es todo lo contrario: el centro de datos está cerrado, oculto tras un oscuro velo.

Mientras visitaba Internet, a menudo me había sentido como un pionero, como el primer turista. Pero aquella presa me hizo darme cuenta de que eso podía ser algo temporal, detrás de mí vendrían otros. Hay tanto de nosotros mismos en esos edificios que a Google le resultará difícil mantener su postura. Yo había acudido a Internet para ver qué podía aprender de la visita. De Google, no había aprendido gran cosa. Mientras me alejaba, prefería no pensar en lo que Google sabía de mí[75].

Había otra manera de hacer las cosas. Google no era el único gigante de la región. Más al norte se encontraba Quincy, donde Microsoft, Yahoo!, Ask.com y otras empresas cuentan con importantes centros de datos. A poco más de cien millas al sur de The Dalles se situaba la localidad de Prineville, que tal vez estuviera en una situación difícil como aquélla, pero quedaba muy lejos de todo. Aun así, allí era donde Facebook había decidido construir su primer centro de datos, a una escala que igualaba el de The Dalles. Aquello, en sí mismo, me llamaba la atención, pues daba fe de las ventajas de Oregón como lugar de almacenamiento de datos. Cuatro años después de Google, Facebook había vuelto a escogerlo.

Al salir de The Dalles, una carretera de dos carriles ascendía abruptamente desde el valle del río Columbia hasta la alta meseta que ocupaba el centro de Oregón. La nieve la salpicaba a franjas discontinuas y crujía bajo mis ruedas. Incluso vi algunas de aquellas típicas bolas de ramas que cruzan los desiertos, que me recordaban a las bolsas de plástico que arrastraba el viento en la ciudad. Y en todo momento divisaba las torres de alta tensión de la Bonneville Power Administration, que desfilaban entre la vegetación baja como soldados gigantes.

Prineville quedaba a poco menos de doscientas millas. ¿Qué significaba aquella distancia? ¿Por qué Facebook no se había instalado también en The Dalles? ¿O en Quincy? Sobre el mapa, parecían vecinas. Al estar lejos, y en un lugar que poca gente visita, era fácil ver el asunto como parte de un mismo todo. Pero bajo la inmensa bóveda celeste, avanzando lentamente, pasando por pueblos pequeños y cruces desiertos, se hacía evidente que cada lugar poseía su propio carácter, su historia y una gente distinta con sus propias historias que contar. La «nube» de Internet, e incluso cada una de sus porciones, correspondía a un lugar específico; una realidad evidente que sólo resultaba rara por culpa de la inmediatez con la que nos comunicamos constantemente con esos lugares.

Del mismo modo en que me había sentido atraído por la vasta extensión del paisaje, lo que aparecía en segundo plano me distraía: cada pocos centenares de yardas aparecían, clavados en el borde de tierra rojiza, postes de plástico blanco rematados por capuchones anaranjados. Al cabo de un rato decidí parar para echarles un vistazo. Sobre el capuchón se leía ATENCIÓN. CABLE DE FIBRA ÓPTICA ENTERRADO. NO CAVAR. LEVEL 3 COMMUNICATIONS.

Level 3, con base en Denver, gestiona una de las principales redes troncales. Una de sus rutas de largo recorrido pasa por ahí, bajo tierra, probablemente cien hilos de fibra —aunque seguramente sólo un puñado de ellos estará «iluminado» por señales, mientras que el resto permanece «oscuro», a la espera de necesidades futuras—. Cada fibra individual es capaz de transportar terabits de datos. Pero la inmensidad de la cifra (¡billones!) y el alcance geográfico de Level 3 eran lo contrario de lo que a mí me excitaba. Era la imagen congelada: la presencia momentánea de todo aquello en aquel lugar específico. Cuando uno hace clic sobre una foto pequeña y espera a que se descargue la grande, esos pulsos diseminados de luz pasan por el borde de US 197, cerca del punto en el mapa marcado como Maupin, Oregón, aunque sólo fuera durante una fracción de segundo casi infinitesimal. Es difícil saber a ciencia cierta por qué ruta, y en qué instante. Pero basta recordar que entre el aquí y el allí siempre hay un poste blanco y anaranjado al borde de una carretera. El camino es continuo y real.

Algunas millas más allá, llegué a lo alto de una montaña y fui recompensado con el premio especial del turista de Internet: una planta de regeneración de fibra óptica, que alojaba el equipo que amplificaba las señales de luz en su viaje a través del país. Una alambrada rodeaba el perímetro del tamaño de dos pistas de tenis, junto a un estacionamiento de grava y tres edificios pequeños. Cuando me bajé para observar con más detalle, una fuerte ráfaga de viento del desierto cerró de golpe la puerta del auto. Dos de las construcciones tenían las paredes de acero, como si fueran contenedores de barco. El tercero era de cemento y enlucido, con diversas puertas, y recordaba un hangar de autoalmacenaje. Entre ellos destacaba un depósito de combustible con forma de zeppelin y del tamaño de un sofá. Sobre la valla había un cartel blanco con letras rojas y negras: NO PASAR. LEVEL 3. EN CASO DE EMERGENCIA LLAMAR AL… Puesto que no había nada alrededor, las señales no se detenían allí, sino que sólo se recibían y se reenviaban a través del equipo alojado en el interior, una parada necesaria en el viaje de los fotones por el vidrio.

Enfrente, al otro lado de la carretera, había una versión más antigua de la misma idea: un sitio de microondas de AT&T, protegido contra ataques nucleares; su edificio era más grande que una casa con aspecto de búnker siniestro, rematado por antenas puntiagudas. El campamento de Level 3 se parecía a esos almacenes que uno encuentra detrás de las gasolinerías. Recordé que ese mismo contraste lo había visto en Cornualles, donde el búnker brutal de British Telecom se veía muy distinto a la construcción de Global Crossing, mucho más discreta. Pensé en los edificios elevados de Ashburn y en los almacenes de acero corrugado de Ámsterdam. Internet carecía de plan rector y, estéticamente hablando, de mano maestra. Allí no había ningún Isambard Kingdom Brunel —el ingeniero victoriano de la Estación de Paddington y del buque de cable Great Eastern— que pensara a gran escala en cómo debían encajar todas las piezas y celebrara sus logros tecnológicos a cada oportunidad. En Internet sólo existían los lugares intermedios, como aquel, que intentaban desaparecer. El énfasis no estaba en el viaje; el viaje fingía no existir. Pero evidentemente existía. Me subí a lo alto del auto para ver mejor, haciendo todo lo posible por contemplar aquel cielo panorámico. No había nadie cerca, la autopista estaba desierta y no había ninguna otra edificación a la vista. El viento soplaba con fuerza y no permitía oír el zumbido de las máquinas.

Prineville quedaba a unas setenta y cinco millas de allí. Si The Dalles está a poca distancia de Portland, Prineville vive perdido en el centro de Oregón, lejos de la autopista interestatal más cercana, en un área tan remota que fue una de las últimas zonas de Estados Unidos en poblarse, hasta que los colonos que se desplazaban hacia el oeste se percataron de que en las pezuñas del ganado que trasladaban había restos de oro. Prineville sigue siendo un pueblo de vaqueros y allí se organiza el Crooked River Roundup, el gran rodeo anual. Se trata de un lugar que siempre ha luchado por conseguir lo suyo, hasta el punto de crear un ferrocarril propio, después de que la línea principal pasara de largo —una red de media milla en pleno siglo XIX que Nolan Young habría valorado positivamente—. El Ferrocarril de la Ciudad de Prineville sigue en funcionamiento («La puerta de Oregón Central») y sus vías son las últimas de todo el país de propiedad municipal. Pero la mayor lucha de Prineville llegó tras el traslado reciente de su principal fuente de empleo, Les Schwab Tire Centers, conocidos por su promoción de «carne gratis», a Bend, una floreciente ciudad que vive del esquí y cuenta con doce Starbucks y un gran Whole Foods, a treinta millas de allí. Prineville había luchado por llevar hasta su distrito a Facebook, ofreciendo exenciones fiscales que ahorrarían a la empresa hasta 2,8 millones de dólares anuales, como premio por su presencia en una zona empresarial situada a las afueras de la ciudad. Así, mientras Google insistía en el secretismo, Facebook se instaló en Prineville con gran fanfarria. Mientras conducía por la avenida principal de la localidad, salpicada de muestras de la arquitectura de carretera de la década de 1950, en el escaparate de un comercio vi un cartel: WELCOME FACEBOOK.

El centro de datos se ubica en un promontorio, sobre la ciudad, con vista al río Crooked. A ambos lados de la amplia carretera que conducía hasta allí se veían los indicadores blancos y anaranjados de la fibra óptica, como migas de pan que conducían al centro de datos. Lo primero que llamó mi atención fueron sus dimensiones: se trataba de un edificio bajo y alargado, como un centro de distribución de mercancías situado a un lado de la carretera. Era sorprendentemente hermoso, más seguro de sí mismo, visualmente hablando, que cualquier otro de los edificios de Internet que había visto hasta entonces, construido sobre una elevación leve, como un templo griego. Si las construcciones de Google eran estéticamente laxas, con zonas de carga y descarga y anexos que apuntaban en todas direcciones, el de Facebook parecía completamente racional, una forma humana muy definida en medio de los arbustos. En medio del paisaje es como una limpia losa de cemento rematado por una estructura superior de acero corrugado. Cuando lo visité todavía estaba en construcción, y sólo estaba terminada la primera gran sala del centro de datos. Había tres fases más que se extendían como un ciempiés al que crecieran segmentos nuevos del cuerpo —la última de ellas mostraba aún los paneles amarillos de aislamiento de su endoesqueleto—. Juntas, aquellas cuatro secciones sumarían más de 300.000 pies cuadrados de espacio, el equivalente a un edificio urbano de diez plantas de altura. Pronto se iniciaría la construcción de otro edificio del mismo tamaño y en los terrenos había espacio para un tercero. En la otra punta del país, en Forest City, Carolina del Norte, Facebook había iniciado la construcción de un edificio gemelo, con el mismo diseño, que casualmente se encontraba a unas cincuenta millas del inmenso centro de datos que Google poseía en Lenoir, también en Carolina del Norte.

Antes de visitar las instalaciones, iba predispuesto a pensar que esos grandes centros de datos son como fábricas de la peor calaña —manchas negras en un paisaje virgen—. Pero al llegar a Prineville descubrí que, de hecho, la localidad ya era muy industrial, desde la gran infraestructura hidroeléctrica de la región hasta los edificios supervivientes de la industria maderera que salpicaban la ciudad —y, en ese momento, lo que más le convenía a la ciudad era atraer más industrias—. Me asombraba que el centro de datos hubiera terminado construyéndose allí. Aquel edificio inmenso plantado entre arbustos era un monumento extraordinario al mundo en red. Lo que hay ahí también existe en Virginia y en San Jose —lo que no sorprende—, pero la lógica de la red había llevado a aquel gigantesco almacén, a aquel enorme disco duro, hasta aquella particular ciudad de Oregón.

En el interior me encontré con Ken Patchett, apoyado en una silla Aeron recién estrenada, que conservaba aún las etiquetas. Estaba sentado frente a su escritorio, en sus oficinas soleadas, diáfanas, con los blancos auriculares de su iPhone puestos, terminando una llamada. Antes de llegar a Prineville para dirigir el centro de datos, había ocupado el mismo puesto en The Dalles, aunque costaba imaginarlo en Google.

—A mi perro le costaba menos que a mi familia acceder hasta mí —me comentó.

En contraste con el silencio de Google, Patchett no se censuraba a sí mismo. Era muy alto, extravertido, hablaba con voz atronadora y poseía un chispeante sentido del humor. Cuando se puso el casco para mostrarme las secciones del edificio en construcción, habría podido pasar por uno de los obreros metalúrgicos del lugar. Y tenía sentido. Su labor en Facebook no era dar forma a la información (al menos no enteramente), sino lograr que aquella enorme maquinaria funcionara correctamente.

Patchett se había criado entre militares, y después había vivido con sus abuelos en una granja de Nuevo México, donde antes de ir a la escuela ordeñaba vacas. Por aquel entonces quería ser metalúrgico o policía, pero cuando no pudo seguir jugando futbol americano dejó la universidad. Recorrió el país con un empleo de gestión y mantenimiento de equipos en aserraderos.

—Si hay algo que quiera saber sobre las virutas de madera, yo se lo cuento —dijo—. Y si sus virutas no son buenas, sé cómo hacer que sean mejores.

Su empleo lo había llevado incluso hasta Prineville, donde, a los veinticuatro años, había instalado una virutadora en el aserradero de la ciudad para el actual alcalde. Tenía cuatro hijos y se había metido en el mundo de la informática por dinero. Durante una feria del empleo, celebrada en Seattle en 1998, supo que había una vacante en un centro de datos de Google, y que pagaban 16 dólares la hora. Cuando se incorporó al puesto, se dio cuenta de que tendría que ayudar en su construcción —un verano como obrero metalúrgico.

—Entré y ¡fue como si ya hubiera estado aquí! Después vi pasar a un leñador que conocía y pensé que era de mantenimiento, pero resultó que era el tipo que iba a entrevistarme.

Había asistido a un par de clases técnicas, consultó unos papeles y le preguntó:

—¿Qué significa esto? ¿Por qué habría de contratarte?

Aquello fue una lección.

—Yo no sé nada. Sé lo bastante como para moverme por aquí, pero lo que he aprendido asistiendo a esas clases es que no sé lo suficiente.

Un mes después, Microsoft lo contrató para dirigir un centro de datos.

—Como todo buen director, llegué, mandé pintar las paredes y puse flores de plástico.

Entonces Microsoft lo trasladó al equipo de interredes globales, y él celebró la llegada del nuevo milenio desde lo alto del edificio de AT&T de Seattle, con un teléfono satelital en la mano, por si se acababa el mundo. En Google, varios años después, empezó dirigiendo The Dalles, pero no tardó en ser ascendido y terminó construyendo centros de datos en Hong Kong, Malasia y China. Estaba en Beijing el día en que Google se fue de China, en 2010.

—Dejamos algunas cajas, pero no hacen nada, son sólo lucecitas que parpadean —me aseguró.

Cuando empezamos a conversar sobre Facebook, le comenté a Patchett que me interesaba mucho saber por qué aquel edificio se encontraba allí, precisamente, en medio de la nada. Pero él no me dejó terminar.

—Sólo porque no tengan esa cosa aquí, ¿significa que tenemos que desamparar a toda la comunidad? —meneó la cabeza—. ¿Dirías que se jodan, que se arreglen con lo que tienen?

Sería ingenuo pensar que Facebook vino a Prineville para beneficiar a la comunidad —y, en efecto, Patchett se sumó al proyecto bastante después de que se hubiera escogido la ubicación—. Pero ahora que Facebook se encontraba ahí, estaba decidido a que la empresa fuera una parte de Prineville. La filosofía de Facebook era acercar a la gente —tal vez, en ocasiones, más de lo que ella quería—. Y aquello se aplicaba también al centro de datos.

—Nosotros no estamos aquí para cambiar la cultura local, sino solamente para integrarnos y formar parte de esto —manifestó Patchett.

Hasta cierto punto ése era un esfuerzo concertado, meditado, para no repetir los errores que Google había cometido en The Dalles y no ser víctimas de la mala prensa que ellos habían sufrido. Allí donde Google lo había mantenido todo en el máximo secreto, amenazando con emprender acciones legales contra todo el que mencionara siquiera su nombre, Facebook estaba decidido a abrirse plenamente a su comunidad[76]. Pero aquella voluntad se incluía en una afirmación más amplia sobre la transparencia de su tecnología. En una rueda de prensa, poco después de mi visita a Prineville, Facebook presentó el proyecto Open Compute, en el que compartían los planos de todo el centro de datos, desde la tarjeta madre hasta el sistema de refrigeración, y desafiaba a los demás a usarlo como punto de partida para implantar mejoras.

—Ya es hora de dejar de tratar los centros de datos como clubes de lucha —declaró el director de infraestructuras de Facebook[77].

También podían verse las diferencias entre Google y Facebook desde otro ángulo: Facebook no se tomaba demasiado en serio nuestra privacidad, mientras que Google la protegía con vehemencia. Al final, Patchett no tenía el menor problema en presumir de su centro de datos de Facebook.

—¿Quiere ver de verdad cómo funciona todo esto? —me preguntó—. No tiene nada que ver con nubes. Todo tiene que ver con mantener frío el lugar.

Iniciamos el recorrido en el vestíbulo, de paredes de cristal, lleno de muebles modernos de colores vivos y de fotografías de antiguos habitantes de Prineville. La empresa había contratado a un asesor artístico para que echara un vistazo a los archivos locales y escogiera imágenes con las cuales decorar las instalaciones. (A mí me parecía que tenía sentido: si vas a gastarte quinientos millones de dólares en discos duros, ¿por qué no gastar unos miles en obras de arte?). Patchett se detuvo ante una y la observó atentamente.

—Mire a esa gente. Seguro que no le gustaría que se enfadara. Mire los sombreros que llevan. Todos tienen el suyo —comentó—. Cada uno con su estilo.

Me guiñó un ojo; era una broma interna de Facebook.

Pasamos junto a las salas de conferencias, a las que habían puesto nombres de cervezas locales, y accedimos a un pasillo amplio y largo, de techos altísimos, cavernosos, como el de la sección de inventario de IKEA. Las luces se encendían a medida que avanzábamos. Patchett me invitó a franquear otra puerta y llegamos a la primera sala del centro de datos todavía en proceso de acabado. Era un lugar amplio y luminoso, tan grande como el salón de baile de un hotel, novísimo y sobrio. A ambos lados de un pasillo central había corredores estrechos formados por altos estantes llenos de servidores negros. Por dimensiones y forma, y con aquellos pisos de cemento, el lugar parecía el almacén subterráneo de una biblioteca. Pero en lugar de libros allí se almacenaban miles de luces azules, parpadeantes. Detrás de cada luz había un disco duro de un terabyte, la sala contenía decenas de miles de ellos: aquel edificio contaba con tres espacios como ése, del mismo tamaño. Era la mayor concentración de datos que había visto en un solo lugar —el Gran Cañón de los datos.

Y era un material importante. No se trataba de la mera base de datos de un banco, o un organismo gubernamental. Allí, en alguna parte, había cosas que, al menos en parte, eran mías —entre los fragmentos más emotivos de los que se conservaban. Pero a pesar de saberlo, me seguía pareciendo un lugar abstracto. Conocía Facebook como lo que aparecía en la pantalla, como un medio sorprendentemente rico para divulgar noticias personales —la llegada al mundo de los hijos de amigos, un nuevo contrato de trabajo, temores relacionados con la salud, vacaciones, primeros días de clase, recuerdos póstumos emotivos. Pero no lograba librarme de la abrumadora obviedad de lo que tenía físicamente delante de mí: un cuarto. Frío y vacío. Todo me parecía demasiado mecánico. ¿Qué había dejado yo en manos de las máquinas, de aquellas máquinas en particular?

—Si apartáramos la nube de un soplo, ¿qué quedaría? —me preguntó Patchett—. Esto. Esto es la nube. Todos los edificios como éste, repartidos por todo el mundo, crean la nube. La nube es un edificio. Funciona como una fábrica. Los bits entran, reciben un masaje, se ordenan convenientemente y después se empaquetan y se envían. Todas las personas a las que ves aquí tienen un trabajo, que es mantener estos servidores vivos en todo momento.

Para minimizar el uso de energía, la temperatura del centro de datos se controla, no tanto con aire acondicionado convencional, sino más bien con lo que equivaldría a un enfriador evaporativo. El aire fresco del exterior entra en el edificio a través de unas rejillas ajustables instaladas cerca del techo; se rocía con agua desionizada; y unos ventiladores impulsan el aire acondicionado hasta el suelo del centro de datos.

—Cuando los ventiladores no están en marcha y el aire no pasa por aquí, es como una nube, pero de verdad —comentó Patchett—. Yo he nublado todo este sitio.

Dado el clima frío y seco de Prineville, enfriar el aire sale gratis durante casi todo el año. Nos detuvimos bajo un hueco ancho, casi lo bastante para ser considerado un tragaluz. En sus bordes superiores se distinguía la luz natural.

—Si se coloca debajo y mira hacia arriba, verá la rueda del ventilador —dijo Patchett—. El aire golpea el suelo de cemento y se desplaza a izquierda y derecha. Todo este edificio es como el río Misisipi. Hay una gran cantidad de aire que entra en él, pero se mueve muy, muy despacio.

Salimos por el otro extremo de la inmensa sala y llegamos a otro pasillo ancho.

—Aquí está mi sala de almacenaje personal, para cosas que en realidad no necesito, y ahí hay un baño. Hasta que pusieron el cartel no tenía idea de su existencia.

Tras otra puerta se encontraba la segunda gran sala del centro de datos, igual a la que acabábamos de cruzar, pero llena de estantes de servidores en distintas etapas de montaje. Tras aquella sala habría dos más iguales —las fases, A, B, C y D, listas para crecer—. Todos los días llegaba equipo nuevo en camiones.

—Nos abalanzamos sobre él como hadas de los servidores y por la mañana, ¡zas!, todas las luces aparecen bien ordenadas, parpadeando como corresponde —dijo Patchett—. Pero hay que controlar la curva de crecimiento. Conviene asegurarse de no construir más de la cuenta. Es bueno ir un diez por ciento por delante, aunque siempre estamos un diez por ciento por detrás. Con todo, prefiero ir ese diez por ciento por detrás que tener disponible espacio vacío por valor de quinientos millones de dólares.

Aquello me hizo pensar que Patchett custodiaba las llaves del mayor bien patrimonial de Facebook. La red social había obtenido recientemente mil quinientos millones de dólares en una oferta privada organizada por Goldman Sachs. Una parte significativa había terminado en la parte trasera de un camión, subiendo por aquella ladera. Pero Patchett llevaba el tiempo suficiente en el negocio como para mostrarse cauto:

—Internet es muy voluble —dijo—. ¡Es como una señora loca! De modo que no se gaste todo lo que tenga de entrada, porque puede acabar usándolo o no. A la gente le encanta hacer ostentación. Google construyó esos monstruosos centros de datos que están vacíos. ¿Por qué? Pues porque es jodidamente cool.

Después de almorzar, nos subimos a la pickup de Patchett y condujimos por un camino de terracería, atravesando un bosque que quedaba detrás del centro de datos. Sobre nuestras cabezas se extendía la línea de alta tensión que Facebook había construido a partir del ramal principal —un gasto inicial que se amortizaría muchas veces—. Desde un punto en que el camino se ensanchaba, vi las líneas principales que se alejaban hacia el noroeste, en dirección a The Dalles, Portland, Seattle y Asia. Al borde de un risco, bajamos de la pickup y contemplamos Prineville desde arriba, y más allá, en dirección a las montañas Ochoco. Bajo nuestros pies divisábamos un viejo aserradero en el que, hacía diez años, se había construido una nueva planta eléctrica que no había llegado a usarse.

—Creo que, una vez aquí, es importante pensar sobre cosas significativas para la gente del lugar —comentó Patchett—. ¿Qué tal si, cuando todos hayamos crecido y estemos listos a hacer algo, ayudamos a poner eso en marcha y a generar veinte megavatios de potencia?

En realidad no era un plan, sino un sueño. De hecho, Facebook estaba en la mira de Greenpeace por recurrir demasiado a la energía obtenida a partir del carbón[78]. Pero, para Patchett, aquel sueño estaba vinculado a una visión más amplia con el futuro de los centros de datos y con Estados Unidos.

—Si pierdes la parte rural, pierdes tu infraestructura y tu alimento. Para nosotros es importante que el cable llegue a todo el mundo, no sólo a las zonas urbanas. El veinte por ciento de la gente que vive en el ochenta por ciento del territorio se quedará atrás. Sin lo que la zona rural proporciona a la urbana, ésta no podría existir. Y viceversa. Somos socios.

Si en Oregón, en otro tiempo, producían madera y carne, ahora la cosa se ha ampliado, precisamente, a los datos. La distribución de Internet no era equilibrada. Internet no estaba en todas partes, en absoluto; y los lugares en los que no estaba sufrían por ello.

Volvimos a subirnos al vehículo y regresamos dando tumbos al centro de datos, que surgía entre los árboles del bosque como un portaaviones varado. Patchett accionaba su iPhone mientras avanzábamos entre baches.

—Acabo de recibir un email —dijo. Las pruebas en el centro de datos habían concluido—. En este mismo momento estamos en vivo en Internet.