Capítulo 12

 

TOM despertó temprano, perdido entre un sueño delicioso y unos recuerdos estupendos de las últimas horas.

Maggie y él habían hecho el amor otra vez en medio de la noche. Y se habían tomado su tiempo... haciendo turnos. Y cuando tuvo a Maggie entre sus brazos, dormida, se sintió más feliz que nunca.

Él solía dormir con una mano debajo de la almohada, otra encima y una pierna sobre las sábanas, dispuesto a salir corriendo si era necesario. Pero esa mañana despertó hecho una bola, calentito, seguro, con sus brazos alrededor de...

Una almohada. Tom la apretó. Sí, no había duda, era una almohada. ¿Dónde estaba Maggie?

Había despertado solo en la cama todas las mañanas de su vida. Incluso cuando salía con alguna chica, ninguna se había quedado a dormir. Nunca. Primero porque no quería molestar a su hermana y, cuando se mudó a Sorrento, para evitarse problemas. Pero aquella mañana, al ver que Maggie no estaba a su lado se sintió... solo.

Se había ido. Después de lo que hubo entre ellos por la noche, Maggie se había ido. Aún podía oler su perfume en la almohada. Y si cerraba los ojos, podía sentir el calor de su piel.

Sabía sin la menor duda que se había ido para protegerse. Pero si él era el hombre que debía ser, si era el hombre que Maggie esperaba que fuera, iría a buscarla. Hasta los confines de la tierra si era necesario.

De modo que se levantó de un salto y se dio la ducha más rápida de su vida. Quizá porque ahora el suave «te quiero» que había oído antes de quedarse dormido era la banda sonora de su vida.

Maggie estaba sentada al borde de la cama, mirando un nido de pájaros en el alféizar de la ventana. La madre iba y venía llevando gusanos para los pequeñines, que levantaban la cabeza, airados, abriendo mucho el pico para recibir su alimento. Había llegado el verano, pensó. ¿Cuándo había llegado?

¿Habían pasado seis meses desde aquella noche, cuando hizo la maleta a toda prisa y se alejó de Melbourne, de su vida, de sus amigos, de su marido?

Le parecía como si fuera el día anterior, cuando abrió la maleta y descubrió que había llevado sujetadores y bragas para tres personas, pero ni pasta de dientes, ni crema para la cara, ni gel de baño, ni esponja...

Había guardado mil camisetas, montones de vaqueros y un vestido de lentejuelas que jamás podría ponerse en Sorrento, pero ni un solo par de zapatos.

Sólo unas sandalias de tacón y unas zapatillas de deporte.

Recordaba que había caído al suelo, llorando amargamente, mirando aquella habitación vacía, con Smiley a su lado, tocándola con el morrito para comprobar que estaba bien.

Y ahora tenía una cama, un estéreo, una panorámica de la playa, un hombre complicado del que se había enamorado por completo y una nueva carta del banco diciéndole que tenía que pagar el recibo de la hipoteca o podía despedirse de Belvedere.

Maggie miró el trozo de papel pintado que se desprendía de la pared. Furiosa, se levantó y tiró del papel con las dos manos, dejando al descubierto una pared pintada de color azul. Pero al menos la casa no se le había caído encima. Algo era algo.

-Muy bien. ¿Te sientes mejor ahora? -murmuró.

-¿Maggie? -oyó una voz abajo.

Bien, tenía que empezar a cerrar la puerta. Belvedere se había convertido en el metro de Sorrento.

Pero su corazón empezó a latir con fuerza. Porque era Tom. Había sabido que iría a buscarla, pero no esperaba que lo hiciera tan pronto.

Salió de la habitación e iba a bajar la escalera cuando se chocó con él.

-Cuidado...

-Maggie...

-Tom.

-Te fuiste de mi casa -la acusó él.

-Sí, lo sé. Me pareció lo mejor.

-¿Por qué?

-No me debías el desayuno, ya me diste de cenar. Tom, de verdad, no pasa nada. Estoy bien... Estamos bien. Es que no quería que pensaras que yo...

-¿Estamos bien? ¿Quién ha dicho que me parezca bien que te marches en medio de la noche?

-No me fui en medio de la noche. Me fui al amanecer.

-¿Pero por qué? -preguntó él, mirándola como si no entendiera nada.

-¿Tú querías que me quedase?

-Pues claro que sí. Maggie, yo... -Tom se pasó una mano por el pelo, nervioso. Y luego tomó las suyas, un poco inseguro, pero decidido-. Maggie, cuando fuiste a mi casa anoche, pensé que estaba soñando. Cuando descubrí que por fin estabas divorciada, me pareció como si me hubiese tocado la lotería. Y cuando me di cuenta de que yo era la primera persona a la que le dabas la noticia...

-¿Qué? ¿Qué, Tom?

-Maggie, ¿tú sabes lo feliz que me sentí? ¿Lo que pasó anoche no significa nada para ti? ¿Nada de lo que pasó ha conseguido romper ese escudo que te has colocado en el corazón?

-Pero es que... ayer te conté que estaba en la ruina, y es verdad. Soy un auténtico desastre... ni siquiera sé cómo voy a pagar el recibo de la hipoteca y acaban de mandarme una carta del banco...

-Sé que no aceptarías mi dinero -la interrumpió él.

-No, no, por Dios. No pensarás que quiero...

-No, todo lo contrario. Por eso ni siquiera voy a ofrecértelo. Pero me he puesto en contacto con tu agente antes de venir para preguntarle qué le parecía la serie de borrones azules...

-¿Qué?

-Que he llamado a tu agente, Nina. Le he pedido que me diera un presupuesto por toda la colección y los he comprado. Y supongo que con ese dinero podrás seguir pagando la hipoteca por lo menos durante un año.

Maggie abrió la boca para protestar, pero Tom no le dio opción. Porque se acercó a ella y le dio un beso en los labios. Un beso suave. Un beso tierno. Un beso que la dejó sin aliento.

-No creas que es un favor. Ya sabes que me gustaban muchos esos cuadros -dijo después, apartando el flequillo de su frente-. Así que los compré. Ya has visto mi casa, la verdad es que pegan mucho, ¿no?

Aunque la casa estaba pintada en colores tierra, era cierto que su serie azul pegaba allí, sí. Casi como si hubiera sido un encargo.

-Pero acabo de divorciarme.

-Ah, una buena noticia. Eso significa que estás libre. Quiero decir, estabas libre. Ahora si otro tipo te mira tendrá que lidiar conmigo.

-¿Ah, sí?

-Sí.

-Tom, tú no puedes ser una relación de rebote. Tú eres mucho mejor que eso.

-Pues claro que soy mejor que eso, señorita. Y por eso pienso tratarte tan bien que no querrás irte nunca más.

Ah, siempre sabía lo que debía decir. Era un seductor. Y tan tentador, tan guapo, tan tierno.

-¿Pero y si...?

-Y si ocurre algo, ya veremos cómo se soluciona. Puede que yo te decepcione muchas veces. Puede que tú me vuelvas loco. De hecho, estoy deseando que me vuelvas loco. Pero Maggie, eso no es importante.

-¿Y qué es lo importante? -preguntó ella.

Tom la miraba a los ojos con tal amor, con tal cariño, que tuvo que cerrar los ojos. Era una mirada que no había esperado ver nunca.

-Lo importante somos tú y yo. Lo importante es que nos queremos.

Aquello era demasiado. Demasiado. A Maggie se le doblaron las rodillas y cayó de golpe sobre el primer escalón.

-¿Te encuentras bien?

-¿Te das cuenta de que acabas de decir que me quieres?

-Sí, claro.

De modo que era verdad. Tom estaba enamorado de ella y ella estaba enamorada de Tom. Lo había admitido ante sí misma y lo había admitido ante sus amigas. Había llegado el momento de decírselo a él.

-Y sé que tú también me quieres -dijo él entonces, sin darle tiempo-. Así que ése no es el problema. El problema es convencerte de que puedes vivir con alguien, amarlo con todas tus fuerzas... y que una posible decepción es parte del trato.

-¿Y cómo sabes que te quiero?

-Me lo dijiste anoche, mientras me quedaba dormido. Ah, por cierto, roncas.

-¡Yo no ronco!

¿La había oído murmurar un «te quiero»? Qué horror. No, qué bien. Maggie recuperó las fuerzas enseguida y se levantó de un salto.

-¿Quieres decirme algo?

-No ronco, ¿verdad?

-No -sonrió Tom-. Duermes como un ángel.

Y era verdad. Había dormido mejor que en toda su vida. Aparte de los momentos en los que Tom la había despertado para besarla y hacerle el amor, en varias posturas, había dormido y dormido y dormido. ¿El sonido de las olas? ¿Quién necesitaba el sonido de las olas cuando podía dormir con Tom Campbell? Y sentirse tan protegida, tan segura, tan amada.

Maggie lo miró a los ojos.

-Te quiero, Tom Campbell. Adoro tu sonrisa, tu corazón, tu bondad y tu buen gusto en materia de arte. Y en mujeres. Especialmente, tu buen gusto en mujeres. Tú eres el sueño de mi vida. Un sueño que pensé que nunca se haría realidad.

-¿Puedo besarte ahora? -preguntó él, tomándola por la cintura.

-Puedes.

Y lo hizo. Como si tuviera prisa. Como si temiera perderla.

-Quizá ahora te gustaría enseñarme el resto de la casa -dijo con voz ronca unos minutos después.

-No, de eso nada. Después de ver la tuya y comprobar que eres un arquitecto fantástico te daría un ataque si vieras el estado de mi dormitorio.

-¿Por qué no me lo enseñas de todas formas? -sugirió él-. Prometo no decir nada sobre el papel pintado.

Una hora después, Tom le llevaba un café a la cama. Cuando se sentó en el borde, su peso hizo que Maggie rodase hacia él... pero no le importó en absoluto.

-Su café, señora.

Maggie se sentó sobre la cama y tomó un sorbito.

-Qué rico.

-¿Piensas quedarte en la cama todo el día o vamos a bajar a la playa como me prometiste?

-¡La playa! -exclamó Maggie, poniendo la taza en sus manos para vestirse-. Se me había olvidado la playa por completo. ¿A qué estamos esperando?

-Ah, claro -sonrió Tom-. Ya veo qué lugar ocupo en tu vida. Primero el café, luego la playa...

-¡Smiley! -gritó Maggie.

-Luego el perro...

-Vamos a dar un paseo por mi playa -rió ella, emocionada.

Tom miró el trozo de papel pintado que había en el suelo.

-A menos que quieras olvidarte de esta casa y mudarte a la mía.

Maggie, que estaba poniéndose los vaqueros a toda prisa, se detuvo.

-No podemos vender Belvedere. La tirarían abajo, seguro.

La mirada de Tom decía que incluso él, el gran arquitecto, parecía pensar que eso sería lo mejor. Pero entonces Maggie hizo un puchero.

-Muy bien, muy bien -dijo Tom, suspirando dramáticamente-. Podemos vivir aquí y mantener mi casa para los fines de semana. Estoy seguro de que tendré trabajo suficiente en Belvedere como para no poder meterme en ningún otro lío.

¿Vivir allí? ¿Tom quería vivir allí? ¿Con ella, con Smiley, con el olor a pintura y a aguarrás?

Maggie se echó en sus brazos, tirándolo sobre la cama. No había nada más que decir.

Otra hora después, caminaban por el jardín, sin maleza pero con el suelo cubierto de raíces.

-Me encanta lo que has hecho con este sitio -suspiró Maggie. Era asombroso. Antes sólo había ramas y ramas, pero ahora podían ver el cielo.

Juntos, caminaron sobre las rocas lisas que alguien había instalado años atrás, Tom apretando su mano. Se detenía de vez en cuando para tomarla por la cintura... como para comprobar que no resbalaba, aunque Maggie estaba segura de que aprovechaba para meterle mano.

Se lo dijo y Tom se limitó a levantar las manos un poquito más. Y a ella no le importó en absoluto.

Cuando llegaron al borde de la pendiente que daba a su playa, que debía medir unos cinco metros de ancho y quizá quince de largo, Maggie se sintió... fabulosa.

Mejor de lo que había imaginado que se sentiría nunca. Aunque sabía que esa sensación era debida al hombre que estaba a su lado.

-Tú primero -dijo él.

-Juntos -insistió Maggie-. A la de tres. Una, dos...

Pero, además de no saber usar una sierra mecánica, Smiley no sabía contar. De modo que pasó corriendo a su lado con la destreza de una cabra montes y se lanzó por la suave pendiente hacia la playa, dejando sus huellas caninas en la blanca arena.

Tom y Maggie soltaron una carcajada.

-Y nosotros pensando hacer una gran inauguración.

-La historia de mi vida -suspiró ella-. No esperes nunca que algo salga como lo habías planeado.

-Ah, eso -rió Tom, tomándola en brazos-. Pues yo creo que deberías hacer planes de quedarte aquí... para siempre.

-Para siempre -repitió Maggie. Y, por primera vez en su vida, podía ver «para siempre» delante de ella. Años y años comiendo pescado frito en el Sorrento Sea Captain y caminando por la playa de la mano de Tom Campbell. Y eso la hizo sonreír, con una sonrisa tan amplia que casi le dolían las mejillas.

-Sólo si tú te quedas también.

Mientras la dejaba sobre la arena, Tom le prometió:

-Cuenta con ello.

 

Fin