Capítulo 2
UNAS horas después, Maggie miró su taza de café jamaicano y descubrió que se había manchado de pintura. Suspirando, la llevó a la cocina y, después de dejarla en el fregadero, encendió la cafetera. Mientras esperaba, apoyó la espalda en la encimera y estiró el cuello. Le dolía el tendón sobre el hombro derecho. Si estuviera en Melbourne iría a Maurice para que le diese un masaje. Pero cuando estaba en Melbourne tenía dinero para pagar masajes. Allí, con la cuenta corriente casi a cero y sin saber si podría pagar el recibo mensual de la hipoteca, tendría que conformarse con una bolsa de hielo.
Maggie se volvió al oír ruido entre la maleza. Al principio pensó que sería Smiley explorando y luego recordó al extraño, a Tom. Se volvió y, de puntillas, miró por la ventana de la cocina. Pero debía de haberse ido a otro lado de la casa.
Cuando encontró el nombre de Tom Campbell en la guía de teléfonos de Portsea había esperado que fuera un hombre mayor, jubilado, que buscaba ganar algún dinero extra. Y había esperado que, después de echar un primer vistazo a aquella jungla, saliera corriendo.
Había estado preparada para esa eventualidad, preparada para entender eso como otra señal de que su experimento de vivir en la playa había terminado. Las otras señales eran la falta de dinero, no ser capaz de pintar nada que tuviera sentido y no haber visto ni la mínima señal de que aquel sitio fuera para ella.
Para lo que no estaba preparada era para ese Tom Campbell. Le había sorprendido que apareciera el día que había dicho y que fuese... como era. Un hombre de unos treinta y cinco años, con el pelo oscuro, un poco despeinado, y unos ojos pardos vibrantes de alegría. Era alto, ancho de hombros y parecía gozar de muy buena salud. Además, tenía una de esas sonrisas que puede derretir el corazón de cualquier chica. Y luego la había sorprendido mirando la maleza que envolvía su casa... y diciendo que podía hacer algo.
Ver aquel muro de treinta metros cubierto de madreselva, heléchos y hiedra habría hecho que cualquier otra persona saliera corriendo. El pobre debía de estar desesperado por ganar algo de dinero.
Maggie se mordió los labios. Estaba segura de que costaría un dineral cortar todo aquello que la separaba de... ¿de qué? ¿De las rocas? Quizá, con un poco de suerte, de un trocito de playa.
Pero si él podía hacerlo, también ella podía encontrar dinero para pagarlo.
Suspirando, Maggie se sirvió una taza de café, salió al porche y apoyó los codos en la barandilla. Entonces lo vio. Se había quitado el jersey y la camiseta gris, ahora cubierta de sudor, se pegaba a su torso mientras cortaba las ramas secas de la madreselva enganchada a la hiedra. El cinturón de herramientas estaba en el suelo, junto con una funda de almohada de la que sobresalía un paño.
Maggie sonrió. Había mucho que decir sobre un hombre que tenía tanta confianza en sí mismo como para llevar una funda de almohada al trabajo.
Smiley se acercó entonces y Maggie se inclinó para acariciarlo.
-¿Qué tal va todo, precioso?
Smiley la miró, casi con una sonrisa en los labios.
-Ya sé que no has tenido que usar muchas veces tu instinto de perro guardián, pero la próxima vez que un extraño entre en casa podrías avisarme, ¿no?
Smiley se tiró al suelo, sobre sus pies, y Maggie supo que ésa iba a ser la única respuesta.
Luego volvió a mirar por encima de la barandilla. Tom tardaría días en limpiar toda aquella maleza, incluso con una sierra mecánica. Y aunque el tipo se creía un conquistador y ella no tenía la menor intención de tontear con él, eso no era motivo para ser antipática.
Le llevaría algo de comer, decidió. Nada especial, un sandwich de tomate y lechuga, por ejemplo.
-Vamos dentro, Smiley. Yo también tengo hambre.
Diez minutos después, salía al porche con el primer bocadillo que había hecho para otra persona en seis meses. Incluso Freya, Sandra y Ashleigh llevaban su propia comida cuando iban a verla los miércoles. Afortunadamente. Porque un sandwich de tomate y lechuga era lo único que ella sabía hacer en la cocina.
-He pensado que te apetecería comer algo.
Tom se volvió, sorprendido.
-Ah, qué bien. Estaba muerto de hambre, gracias.
Maggie iba a darse la vuelta cuando vio que tenía la frente manchada de tierra. Pensó dejarlo así el resto del día, pero que esa mancha estropeara su estética belleza masculina era demasiado para su mente de artista.
-Tienes tierra ahí... -murmuró-. En la frente. Tierra y hierba.
Él se encogió de hombros.
-No será la última vez. Ésta es la clase de trabajo que deja marca en un hombre. Como el tuyo -contestó, señalando sus pies.
Maggie descubrió que tenía los pies manchados de pintura y movió los dedos. Dedos a los que solía hacer la pedicura todas las semanas cuando vivía en Melbourne. Pero ahora tenía las uñas cortas y sin pintar, como una adolescente.
-Gajes del oficio.
-No está mal esto de poder ensuciarse. Al menos no tenemos que preocuparnos por la hipertensión o el estrés de la ciudad.
Maggie parpadeó. ¿Le apetecía charlar?
-No me interesa nada la hipertensión, pero echo de menos el estrés de vivir en una gran ciudad.
-¿Por qué?
-Sin tener una fecha tope que me mantenga concentrada, suele distraerme. Y echo de menos el ruido del tráfico por la noche. Aún no puedo dormirme antes de las dos de la mañana... Mi amiga Freya dice que debería darle las gracias al cielo por haber cambiado el humo de los coches por aire puro, pero yo no sé si es natural que una mujer adicta al café y al trabajo se haya transformado en una campesina de repente.
-Y a mí me pasó lo mismo cuando me vine de Sidney -sonrió Tom.
-¿Eres de Sidney?
-Sí, nací allí. Aunque llevo aquí algún tiempo y el sol y la sal marina han permeado mi piel para siempre. Pero dale tiempo, tú también te acostumbrarás.
Maggie se puso colorada. ¿Tan evidente era que el sol y la sal marina aún no le habían hecho efecto?
-¿Y en Sidney también te dedicabas a... esto?
-Más o menos. Me dedicaba a la restauración.
-¿De casas?
-Sí, al principio. Luego ampliamos la empresa y nos dedicamos a restaurar monumentos históricos.
-Hay muchos de ésos en Sidney. Pero aquí no -dijo Maggie-. ¿Por qué viniste a Sorrento?
-Solía venir aquí con mis padres cuando era pequeño. Y mi primo Alex sigue viviendo en Rye.
-Pues por lo que yo he visto, la gente de aquí prefiere tirar una casa y construirla de nuevo que renovarla. Belvedere podría haber acabado siendo un montón de escombros si yo no la hubiera comprado. Así que no creo que haya mucho trabajo para ti.
-Eso da igual. Ya no me dedico a restaurar edificios.
-¿Por qué no?
-He cambiado mucho -contestó Tom, poniéndose serio-. Mi oficio, mi casa, mi estilo de vida. Después de la muerte de mi hermana Tess, decidí cambiar.
-Ah, vaya. Lo siento, sé que no es asunto mío...
-No importa. Para mí fue fácil tomar la decisión de venir aquí, aunque sabía que no habría trabajo de restauración.
Maggie no sabía qué decir. Nerviosa, iba a darse la vuelta...
-¿Quieres un consejo para dormir bien?
-Si crees que me ayudaría...
-Tienes que dejarte llevar por los sonidos del mar, las gaviotas, las olas golpeando la playa, las sirenas de los barcos... Y cuando lo hagas te preguntarás por qué no has vivido en la playa toda la vida.
-No creo que sea tan fácil.
-¿Sabes que hay gente que compra CDs con el ruido de las olas para dormir?
-Pues les deseo suerte.
Tom soltó una carcajada y Maggie sonrió también. Porque estaba empezando a entender que sus amigas tenían razón. Quizá aquel sitio, con su aire fresco y su olor a mar era el elixir para una larga y feliz vida.
Tom levantó una mano para secarse el sudor de la frente y, cuando la apartó, Maggie se encontró mirando un par de ojos pardos... en los había una ambigua invitación.
Y entonces, de repente, Tom dio un paso hacia ella.
Fue tan inesperado que Maggie dio un paso atrás y chocó contra uno de los escalones.
-Sólo iba a tomar el sandwich, te lo prometo.
-Ah, sí, perdona... es que estaba distraída pensando en mis cosas. Me suele pasar. Aunque también me dedico a mirarme el ombligo.
Luego volvió a entrar en casa, dejando el camino libre entre el hombre y su almuerzo.
Pero aun dentro lo oyó suspirar de contento mientras mordía el sandwich. Parecía feliz con su vida, pensó. Y eso le daba envidia. ¿Cuándo fue la última vez que ella había suspirado de felicidad?
Antes, en Melbourne, era famosa por sus retratos, pero lo único que podía producir ahora eran... manchas azules.
Incluso las cartas de Nina, su agente, en las que, sutilmente, le insinuaba que no podría seguir representándola si no producía algo y pronto, no la estimulaban para trabajar. Necesitaba algo, pero no sabía qué. Quizá la posibilidad de una playa desierta al final del precipicio...
Y para eso necesitaba a Tom Campbell. Y sus músculos. Y su actitud decidida. Y sus suspiros de satisfacción por un simple sandwich de tomate y lechuga.
Maggie respiró profundamente, asomando la cabeza en el porche.
-Si quieres más café, está en la cocina. Y lo mismo digo sobre el contenido de la nevera, puedes tomar lo que quieras.
Mientras entraba de nuevo en la casa, respirando el aroma de la madreselva, el café y la colonia masculina, tuvo que sonreír. Era curioso cómo una persona podía animarse gracias a las cosas más sencillas.
Al final de un largo y caluroso día cortando madreselva, hiedra seca, heléchos y todas las hierbas conocidas para el hombre, Tom se secó el sudor de la frente, metió los trapos en la funda de la almohada y encontró a Maggie en la esquina del enorme estudio, mirando la tela manchada de azul con la concentración de alguien que estuviera buscando respuestas a los misterios del universo.
Tom suspiró. Le dolía la espalda y tenía arañazos en los brazos. Estaba agotado, sucio y cubierto de sudor. En aquel momento cambiaría los misterios del universo por una buena ducha y una cerveza fría.
Cuando se acercó, vio que las manchas rojas de antes habían sido borradas. No, no borradas, sino difuminadas en el azul, dándole sombra y profundidad donde antes no la había.
Y también se dio cuenta de que Maggie estaba canturreando.
Tom soltó una risita y el sonido sobresaltó a Maggie.
-Ah, hola, no te había visto entrar.
-Ya he terminado por hoy. Pero tardaré por lo menos una semana... o dos. Ese jardín es una jungla. Y tenías razón sobre la sierra mecánica. .. ah, también necesitaré una biotrituradora y bolsas para guardar lo que quede.
-Pero yo no tengo nada de eso.
-No te preocupes, mi primo Alex tiene una ferretería en Rye, así que hablaré con él mañana.
-Me parece muy bien, haz lo que tengas que hacer.
-¿Estás segura?
-Sí, claro. Si quieres que te pague por adelantado...
-¿No quieres esperar a que te dé un presupuesto?
-No, bueno, creo que tengo dinero en casa -Maggie se acercó la encimera de la cocina, donde tenía el bolso, pero cuando lo abrió se puso colorada-. Ay, no, ayer me gasté lo que me quedaba en pinturas. Pero puedo darte un cheque.
-Me parece bien -Tom se aclaró la garganta-. Pero no hay prisa. No creo que vayas a escaparte. Sé dónde vives.
Para evitar aquel momento incómodo, Tom le guiñó un ojo, pero Maggie volvió a pestañear, como sorprendida, escondiendo los pies manchados de pintura en la tela gris que cubría el suelo.
Entonces vio una imagen de Tess riéndose de él por guiñarle un ojo y por sonreírle como un bobo mientras Lady Bryce lo miraba como si fuera una pelusa.
Y Tess tendría razón. El ardiente romance veraniego que había imaginado no iba a tener lugar. Porque Maggie olía a Sonia Rykiel. Y él olía a sudor. Ella era una chica de ciudad fingiéndose una chica de campo, y él era un chico de campo intentando fingir que nunca había tenido otra vida.
-¿Mañana a las diez te parece bien?
-A las diez, a las once, yo estaré aquí encadenada a este maldito cuadro -sonrió ella, apartando la mirada enseguida.
-Nos vemos mañana, Maggie.
-Hasta mañana.
Tom se dio la vuelta, salió del estudio, pasó por encima del perro y a través de las ruinas del jardín. Tenía la absurda impresión de que nunca olvidaría detalle alguno de su encuentro con Maggie Bryce... por mucho que quisiera.