Capítulo 6
TOM soltó una carcajada. No era exactamente la reacción que ninguno de los dos habría esperado ante el anuncio, pero era eso o liarse a patadas con el banco.
-¿Has dicho que estás casada?
Maggie asintió con la cabeza, un mechón de pelo rubio cayendo sobre su frente.
-No es una broma.
Tom sabía que no era una broma. No era por eso por lo que se había reído. Lo había hecho porque la situación le parecía increíblemente irónica. Allí estaba, dispuesto a dar el primer paso, a olvidarse de las precauciones, a olvidar su modus operandi con las mujeres, y, de repente, Maggie decía... eso.
-¿Y dónde está tu marido?
-Cari sigue viviendo en Melbourne.
Cari. Cari seguía viviendo en Melbourne.
Cuando la miró, se dio cuenta de que estaba temblando. Violentamente. Y tuvo quehacer un esfuerzo para no tomarla entre sus brazos.
¿Por qué estaba temblando? ¿Y por qué sentía él aquel deseo de abrazarla? Siempre le habían gustado las mujeres fuertes, seguras de sí mismas. Incluso las que daban el primer paso y nunca derramaban una lágrima cuando llegaba el momento de decirse adiós. Nunca le habían gustado las mujeres frágiles, caóticas, las cabezotas que podían vivir seis meses sin un sofá porque eran artistas y excéntricas.
-Tu marido está en Melbourne -repitió-. Y supongo que ha estado allí todo este tiempo.
-Sí.
-¿Por qué? ¿El vuestro es un... matrimonio abierto, de ésos de los que hablan ahora? ¿Él tiene a su amante en Melbourne mientras tú te los buscas en la playa?
Maggie apretó los dientes.
-Mi marido tiene una sola amante en Melbourne. Que yo sepa.
-Ah, ya... perdona.
-Cari es un abogado especializado en el mundo del arte. Era mi abogado. Pero resulta que ha estado acostándose con una abogada de su bufete... durante los dos últimos años.
Maggie no parpadeó. Ni una sola vez. Pero Tom se daba cuenta de cuánto le dolía decir aquello. Que su expresión fuera impenetrable no era más que un mecanismo de defensa.
-Ella representa a jugadores de fútbol sobre todo. Ahora está embarazada... de mi marido. Así que el día que me marché de Mel-bourne, pedí el divorcio.
Tom asintió con la cabeza.
-¿Y yo qué soy, una especie de venganza?
-No -contestó ella-. Hace meses que no veo a Cari. Sólo hemos hablado a través de abogados desde que me fui de Melbourne. De modo que no sabe nada de mi vida.
-Ya veo -suspiró Tom, sin saber qué decir-. Creo que debería irme, Maggie.
-Sí, seguramente es lo mejor.
Tom dio un paso hacia los escalones, pero sabía que se daría de tortas durante todo el fin de semana si la dejaba sola. Él había dado el primer paso y él debería cortar aquello. Porque, además de ser preciosa y fascinante, Maggie no había hecho nada malo.
-Has hecho bien contándome lo de Cari.
Maggie tardó más de lo que él esperaba en asentir con la cabeza y luego, sin decir una palabra, Tom bajó los escalones y se dirigió a su camioneta.
Sólo esperaba que ese fin de semana no estuviera lleno de imágenes de sus ojos, de su cuello, de ese aroma suyo. De Maggie Bryce. Pintora. Excéntrica. Y mujer casada.
Para Maggie, el sábado fue un día horrible.
El gran azul seguía siendo grande y azul; y ella apenas podía concentrarse y mucho menos descifrar lo que estaba pintando. Irritada, tiró la brocha en un bote de aguarrás y subió a su dormitorio.
Las sábanas blancas estaban hechas un lío, la evidencia de otra noche en blanco. Había dos almohadas a un lado de la cama. Su lado. Donde dormía sola. Donde llevaba seis meses durmiendo sola.
Suspirando, se metió en la ducha. Nada como el agua fresca para aclarar los pensamientos. Por el momento, el horizonte de Port Phillip Bay no había producido nada, pero la falta de progreso era culpa suya.
Maggie tomó una esponja y un jabón con olor a canela y empezó a frotarse vigorosamente de la cabeza a los pies, intentando olvidar la mayor de las distracciones.
Tom.
¿Estaría por allí, pescando, pensando mal de ella? Aunque lo entendería, claro. Debería
76
haberle contado que estaba casada mucho antes.
Una cosa era segura: no podía seguir encerrada en la casa por más tiempo. La idea de seguir peregrinando de habitación en habitación le resultaba sencillamente insoportable. Tenía que salir, ver gente, olvidarse de todo...
¿Y qué mejor manera de hacerlo que salir de compras? Eso haría. Iría a comprar un estéreo. Y no se acercaría al muelle, por supuesto.
Con unos vaqueros nuevos, una rebequita de manga cóctel que había encontrado en el armario y unas zapatillas de deporte que le resultaban un poco incómodas porque llevaba meses paseando descalza, Maggie subió al jeep y se dirigió a Sorrento.
El pueblo estaba lleno de familias de Mel-bourne que iban a pasar allí el fin de semana; todos alegres, haciendo fotos, con atuendo playero. Nadie parecía tener una sola preocupación en Sorrento, pensó.
Por fin, encontró una tienda de electrónica y preguntó por el estéreo más barato que tuvieran. Pero todos eran más caros de lo que esperaba... ¿Debía comprarlo?, se preguntó. ¿Y esos sofás tan bonitos de color café que había visto en la tienda de muebles? ¿Podía gastarse ese dinero? Le molestaba dudar tanto, darle tantas vueltas a las cosas...
Entonces recordó algo que Tom había dicho:
«En la vida, nada sale como uno espera. Nunca. Así que yo he aprendido a no esperar nada. De esa forma, sólo puedes recibir sorpresas agradables».
Aunque también era un error pensar que todo iba a salir mal. ¿Por qué? ¿Por qué no podía tener esperanzas? ¿Por qué no podía ser positiva?
Maggie decidió comprar el estéreo y olvidarse de todo lo demás.
Una hora después, un poco mareada por el dinero que había gastado, se dirigió al To-rrento Sea Captain, un pub en el primer piso de un hotel frente a la playa. Era temprano y había comido más de lo normal, pero la idea de tomar unas patatas y una cerveza fría le resultaba muy apetecible.
De modo que aparcó el jeep y entró en el pub, que estaba lleno de jubilados. También vio algunas caras que le resultaban familiares de sus raros paseos por el pueblo. Incluso la saludaron amablemente varias personas, lo cual le hizo lamentar lo poco sociable que se había mostrado desde que llegó allí.
En la puerta, sintió como si todo el mundo la mirase. El estruendo del pub, el crujido de las sillas, el choque de las bolas de billar y las risas de fondo eran casi abrumadores, acostumbrada como estaba al silencio.
La alegría que sentía empezó a convertirse en un dolor de cabeza. Quizá era demasiado... o demasiado pronto. Quizá se estaba engañando a sí misma al pensar que podía relajarse, ser feliz. Quizá debería volver a casa y ponerse a pintar...
-¿Mesa para uno? -le preguntó una joven con un delantal y un chicle en la boca.
¿Mesa para uno? Maggie no recordaba cuándo fue la última vez que comió sola en un restaurante. Pero ésa era otra costumbre que había que cambiar.
-¿Señorita?
-¡Sí, por favor! -sonrió Maggie entonces, entusiasmada.
La joven la miró como si estuviera loca. Pero hasta eso le pareció gracioso.
El olor a pescadito frito que salía del pub llamó la atención de Tom, que estaba dando un paseo por el pueblo. Miró hacia el interior distraídamente... y se detuvo de golpe al ver a Maggie. Estaba sola y, por su expresión concentrada, la carta del pub debía de estar escrita en sánscrito.
Considerando el día que había tenido, un día en el que ir de pesca, leer una novela de Dick Francis tumbado en su hamaca, correr diez kilómetros y jugar a la Playstation con las niñas de Alex no había conseguido relajarlo ni siquiera un poco, sabía que debería seguir adelante.
Incluso había ido a Sorrento a buscar trabajo para olvidarse del jardín de Maggie. Para olvidarse de sus tentadores labios, de sus ojos. Y del hecho de que, a pesar de ser dos personas decentes, habían estado a punto de engañar a su marido.
De modo que podía entrar, saludarla y luego decirle adiós. La semana siguiente pasaría rápido y después de eso seguirían adelante con sus vidas. Por separado. Tom casi se convenció a sí mismo de que el repentino agujero que sentía en el estómago era de hambre.
-Hola.
Maggie levantó la cabeza.
-¿Qué haces aquí? Pensé que estarías pescando -dijo, sorprendida. .-He pescado esta mañana. ¿Has pedido ya? -preguntó Tom, tomando una carta de la mesa de al lado. ¿No iba a saludarla y despedirse después?
-Ah, no. Llevo aquí veinte minutos y creo que se han olvidado de mí.
-Porque hay que pedir en la barra.
-¿En la barra? Pero la chica... en fin, ¿te importa vigilar mi bolso mientras pido?
-No, no.
Maggie sacó el monedero del bolso y se levantó para ir a la barra.
-Y ya que vas, pídeme un pescadito frito con patatas -dijo Tom entonces.
-¿Vas a quedarte a cenar?
-Pues sí, gracias. Me encantaría.
¿Qué estaba haciendo?
-Muy bien, yo tomaré lo mismo -sonrió Maggie.
-Ah, esta noche estás desconocida. Cenar en el pueblo, ir sin manchas de pintura por la vida. Casi no te conozco.
-Me conoces perfectamente -replicó ella, arrugando el ceño-. Bueno, voy a pedir...
-Sí, sí.
Muy bien, iba a entrar, a saludarla y a decirle adiós. Sí, era un hombre que sabía lo que quería. Tom se dejó caer sobre la silla y soltó una carcajada que despertó miradas a su alrededor.
-¿Qué estaba haciendo? Quizá era el hecho de que no pudiera tenerla lo que la hacía aún más atractiva.
-¡Tommy!
Tom levantó la mirada y se encontró con su primo Alex.
-Hola, ¿qué haces tú por aquí?
-Cenando con la familia -contestó Alex, señalando por encima del hombro una mesa donde estaban Marianne y las cuatro niñas.
-Qué romántico.
-Bueno, cuéntame qué pasa contigo y con Lady Bryce. No me digas que esto es una cita. Está casada, no sé si lo sabes.
-Sí, lo sé. Pero nos hemos encontrado aquí... ¿y tú cómo sabes que está casada, por cierto?
-Las hermanas Barclay me lo contaron el otro día.
-¿Y no se te ocurrió contármelo a mí?
Alex se encogió de hombros.
-No sabía que te interesara esa información. ¿Te interesa?
Tom miró a Maggie, que estaba hablando con^l camarero.
-Ha pedido el divorcio.
-Ya, bueno, pero sigue casada.
-Lo sé.
-Bueno, ten cuidado. No hagas nada malo -sonrió su primo, despidiéndose con la mano.
Tom no tuvo oportunidad de hacer ninguna promesa porque Maggie lo estaba mirando con una sonrisa en los labios. Una sonrisa cauta, discreta. Pero él no pudo evitar devolvérsela.
Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para recordarse a sí mismo por qué no había podido dormir o por qué ir de pesca lo había aburrido por primera vez en su vida a pesar de que hacía un tiempo maravilloso.
Seguía deseando a Maggie. Pero Maggie Bryce no era libre.
Capítulo 7
DESPUÉS de una hora de cotilleos sobre la gente del pueblo, sobre el primo de Tom y su banda de mujeres y sobre una señora que pensaba que «manitas» era sinónimo de «conquistador» y se negaba a darle los buenos días, a Maggie le dolía la cara de tanto reírse. Y de fingir que lo estaba pasando realmente bien.
Tom, con vaqueros oscuros y un jersey de color verde oliva y sin una gota de sudor, tenía un aspecto más masculino que nunca. Y ella no podía negar que algo había ocurrido esa noche, cuando estuvo a punto de besarla. Cada vez que lo miraba, que oía su voz, sentía un anhelo, un deseo que no podía controlar.
-Tenemos que hablar -dijo, sin pensar.
De repente, Tom bajó la cabeza y empezó a golpeársela con la mesa.
-¿Qué haces? -rió ella.
-¿No sabes que ésas son las tres palabras que un hombre más teme?
-¿Además de «en qué estás pensando»? -sonrió Maggie.
Tom volvió a golpearse la cabeza con la mesa.
-Tom, por favor, que la gente está mirando...
-Sí, es verdad. Pero éste no es el mejor sitio para hablar. Aquí hasta las paredes oyen.
-Pero tenemos que hablar sobre lo que pasó anoche.
-Sí, espera... vamos a pagar la cuenta.
-Pago yo.
-No, de eso nada.
-Insisto, pago yo -repitió Maggie-. Tú estás trabajando por un cuadro.
-Muy bien, como quieras.
Después de pagar, se levantaron y él puso una mano en su espalda. Sólo tendría que haber movido la mano unos centímetros y la habría tomado por la cintura.
-¿Dónde vamos?
-No, sé, a la playa por ejemplo. Y anoche no pasó nada.
-¿Nada? Pero...
-Pero... podría haber pasado algo, ya lo sé. Mira, Maggie, me gustas. No lo puedo negar. Me gusta charlar contigo, me gusta cómo llevas el pelo. Incluso me gustan tus horribles sandwiches porque sé que los haces con cariño. Y anoche me habría encantado besarte. Yo creo que todo eso es evidente sin que tengamos que hablar de ello, ¿no te parece?
Maggie se mordió los labios. Le gustaba. Lo sabía, pero oírselo decir le gustó aún más.
-Pero estás casada -siguió Tom-. Y yo no soy de los que se toman eso a broma. Sean cuales sean las circunstancias. Y creo que los dos somos suficientemente listos como para saber cuándo algo no puede ser.
Tenía razón. Ésa era la verdad. Nada iba a pasar entre ellos. Genial. Fabuloso. Pero le habría gustado preguntar por qué le resultaba tan fácil cuando para ella...
-¿Qué tal si damos un paseo para bajar la cena?
-Sí, claro. ¿Por qué no?
Tom señaló el muelle, rodeado de gaviotas que se lanzaban sobre el agua para buscar restos de pescado.
Maggie tenía que caminar despacio para no resbalar sobre los tablones mojados, y cuando Tom le ofreció su mano, la rechazó. En cambio, se quitó las zapatillas y siguió paseando descalza, como era su costumbre.
-Ahí está Belvedere -dijo Tom entonces, señalando con la mano.
Maggie miró el acantilado y encontró su gran esperanza blanca entre una gran masa de arbustos. Vio las rocas y luego...
-¡Y ahí está la playa! -gritó. No era precisamente el paraíso de los surfistas, pero había un trocito de arena blanca justo debajo de su casa, como había soñado. Y al verlo sintió que su corazón se llenaba de... ¿de orgullo? ¿De felicidad?
-¿Puedes ver tu casa desde aquí, Tom?
-Está por ahí, en algún sitio.
Algo en su tono de voz hizo que Maggie lo mirase, sorprendida. ¿Por ahí, en algún sitio? Entonces se dio cuenta de que no sabía dónde vivía.
-¿Dónde?
-Por ahí.
-Venga, enséñamela. Tú te pasas el día en mi casa y yo ni siquiera sé dónde vives. ¿Qué es, una caravana o una mansión? En realidad, no sé nada de ti. Podrías estar casado y tener diez hijos.
-No estoy casado -dijo él, muy serio.
-Muy bien. Pues nada, no me lo cuentes.
¿Habría estado casado? ¿Tendría novia?
¿Tendría familia? No había dicho que no tuviera hijos.
-Maggie...
-¿Sí?
-¿No habíamos quedado en... dejarlo estar? Tenemos que relajarnos.
-Sí, de acuerdo, es verdad.
-¿Tienes frío?
-No, estoy bien.
A pesar de eso, Tom le pasó un brazo por los hombros y frotó sus manos... sus delgadísimas manos, sus manos de palmas duras. Sin darse cuenta, enredó los dedos en los suyos y se quedaron así, mirando la puesta de sol durante un rato.
-Esto es bonito, ¿verdad?
-Sí, mucho.
Maggie pensó que era la primera vez que se tocaban. ¿Eso estaba bien? No sabía la respuesta, pero sí se dio cuenta de que no era ella sola la que se sentía desorientada. Tom también lo estaba y, como ella, no sabía qué hacer.
-No estás nada relajada.
-No, pero lo estoy intentando. Gracias por cenar conmigo, Tom. Lo he pasado muy bien.
-Yo también.
Unos minutos después volvieron a la puerta del pub.
-Nos vemos el lunes, Maggie.
-Hasta el lunes -sonrió ella, subiendo al jeep.
Tom la saludó con la mano y empezó a subir colina arriba... ¿Viviría en el hotel So-rrento? ¿En un coche abandonado? ¿En una cabana?
Maggie arrancó, prometiéndose a sí misma terminar El gran azul y dejar que Tom limpiase la maldita maraña de maleza sin recordar cómo había visto la puesta de sol con él abrazándola por detrás.
Maggie llevaba todo el día intentando no encontrarse con Tom. Aunque no era fácil. Sólo se vieron durante la hora del almuerzo, pero estuvo todo el día pensando en él.
De alguna forma, quizá por fuerza de voluntad, El gran azul parecía haber dado un salto adelante. Maggie inclinó a un lado la cabeza, jugó con la brocha y empezó a canturrear. Nada en particular, una melodía que le resultaba conocida. Porque, aunque no fuera la mejor paisajista de la historia, aquel cuadro empezaba a parecer... algo.
-Bright eyes -oyó la voz de Tom.
-¿Eh?
-La canción que estás cantando es Bright eyes, de Simón & Garfunkel.
-¿Y?
-Llevas horas canturreándola.
-¿Ah, sí? No me había dado cuenta.
-¿Te ocurre algo? -preguntó él entonces.
Maggie no contestó. En lugar de eso se dio la vuelta y siguió pintando.
-Mi padre solía cantarme esa canción cuando era pequeña -dijo por fin-. Me pidió que le diera un retrato mío cuando tenía siete años para poder llevárselo con él cuando iba de viaje.
Tom se acercó a la tela y vio, asombrado, el rostro que le había parecido ver una vez. No había duda: la boca, la nariz recta, el pelo rubio y los ojos tristes. Era ella.
-Vaya. Es estupendo.
-Le di mi autoretrato, enmarcado, el día que cumplió cuarenta años. Sigue siendo mejor que el cuadro por el que gané el premio Archibald. Pero cuando se marchó, mi padre dejó el cuadro en casa. No se lo llevó con él. Eso me dolió tanto que no había vuelto a pintar un retrato mío desde entonces... hasta ahora.
-Eres tú, sí -murmuró Tom.
-¿Tú qué crees que significa?
-Los seres humanos hacemos cosas raras para librarnos del dolor o de la pena.
-Sí, es cierto. Tú viniste a vivir aquí cuando tu hermana murió, ¿no?
-Sí.
-¿Por qué?
-Cuando Tess murió, yo estaba al otro lado del mundo intentando convencer a un especialista canadiense para que fuese a Sidney a tratarla. Murió de la mano de una enfermera que sólo llevaba tres días en casa. Cuando volví a Sidney, mi hermana estaba muerta... y entonces empecé a plantearme mi vida. Porque la que había vivido hasta entonces ya no tenía sentido para mí. Así que lo dejé todo, me mudé a la playa y aquí estoy.
A Maggie se le encogió el corazón. No sabía qué decir. ¿Qué iba a decirle, que entendía que hubiera salido corriendo porque eso mismo era lo que ella había hecho?
-Y venirme a vivir aquí es la mejor decisión que he tomado en toda mi vida.
«Como podría ser la mejor decisión de la tuya», parecían decir sus ojos.
-Esta casa es un sitio sin recuerdos para mí -murmuró Maggie-. Eso era lo que buscaba.
-La cuestión es, ¿por qué ahora? ¿Por qué no te salió El gran azul cuando estabas casada con... Cari?
-No tengo ni idea. Mi padre y Cari no se conocieron nunca, aunque podrían haber sido amigotes. Anticuados, machistas, sufriendo la crisis de los cuarenta... Podrían haber pertenecido al mismo club. Y yo sería su mascota.
-Dicen que las chicas buscan hombres que se parecen a sus padres.
-Sí, es posible. Y yo, desde luego, he caído en esa trampa.
-No seas tan dura contigo misma. Perder a alguien así puede dejar una marca terrible en una persona. No es fácil olvidarlo, ¿no?
-Quizá no debería ser fácil. Quizá perdonar debería ser difícil. Porque entonces al menos sabes que es real.
-Sí, lo es. Y terapéutico -sonrió Tom-. Desde luego, yo llevo días mirando ese cuadro y no sé cómo has podido hacer que esas manchas azules se conviertan en un retrato. Eres una pintora estupenda, Bryce.
-Gracias.
-Pero hay una cosa...
-¿Sí?
-¿Siempre has sido tan azul?
Maggie soltó una carcajada.
-Idiota.
-Oye, que no soy yo el que tiene la cara azul. ¿Has sido exploradora en el Ártico o es que sientes el frío más que los demás? A lo mejor siempre has tenido el secreto sueño de ser un pitufo.
-No digas bobadas...
-¿Yo?
Estaba sonriendo. Pero no era una sonrisa burlona, era una sonrisa comprensiva, casi compasiva. Y entonces, de repente, tomó su mano y la besó. Dejando una marca que, Maggie temía, no sería capaz de borrar nunca.
No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que sintió el sabor salado de las lágrimas. Y esta vez Tom no vaciló. Antes de que se diera cuenta, estaba entre sus brazos, esos brazos tan fuertes. Y Tom acariciaba su pelo, su espalda.
-Maggie, cariño, no pasa nada. Todo va a salir bien.
Siguió diciéndole esas cosas mientras ella lloraba como había llorado tantas veces delante de sus amigas. Cuando su padre la abandonó, cuando descubrió que Cari tenía una amante. Pero, por alguna razón, viniendo de aquel hombre, se encontró a sí misma esperando que todo eso fuera verdad.
-¿Mejor? -preguntó Tom unos minutos después, dándole un beso en la frente.
-Sí, mejor -suspiró ella-. Perdona, pero...
-No tienes que pedir perdón. Es normal.
-Gracias.
-¿Por qué?
-Por estar ahí. Por ser el primer hombre que no sale corriendo cuando las cosas se ponen feas.
Tom asintió con la cabeza, como si la entendiera, como si supiera por lo que estaba pasando. Pero no dijo nada.
-Mira qué hora es -dijo Maggie entonces-. Lo siento, no me había dado cuenta. Venga, vete, es muy tarde.
-¿Estás segura?
-Sí, estoy segura. Nos vemos mañana.
«Te veré el día siguiente, y el otro y el otro». Pero ¿lo vería después? ¿Volvería a verlo cuando hubiese terminado el trabajo? No tenía ni idea. Pero las cosas en su vida estaban progresando y empezaba a creer que podía contar consigo misma.
Maggie volvió a mirar El gran azul. El retrato era ambiguo, borroso... y azul. Y muy triste.
Entonces lo quitó del caballete y lo dejó en el suelo. Era hora de empezar uno nuevo.