Capítulo 9

EL MIÉRCOLES, a la hora de comer, Tom apagó la biotrituradora que le había prestado Alex para hacer compost y guardó todo lo que había quedado en enormes bolsas de plástico negro.

Le había parecido oír un camión acercándose a la casa. Y no se había equivocado. Era un camión de mudanzas.

-¿Se puede saber qué está haciendo esta mujer? -murmuró, subiendo los escalones del porche-. ¿Qué pasa?

-Ven aquí -dijo ella, tomándolo del brazo para llevarlo a la entrada, donde Rod Johnson, el propietario de la tienda de muebles, acababa de aparcar. Y dentro del camión había... muebles.

Tom suspiró, aliviado. Maggie no iba a dejarlo. No iba a marcharse de Portsea.

-Hola, señora Bryce. Hola, Tom.

-Buenos días, Rod.

-Póngalo todo en el estudio -dijo Maggie-. Ya lo colocaré yo más tarde.

-Pero cuidado con los heléchos de la entrada. Son una joya.

-Venga, usa esos músculos para hacer algo de provecho -lo regañó Maggie.

Sintiéndose extrañamente eufórico ahora que sabía que los muebles iban dentro y no fuera, Tom tiró de ella y la apretó contra su pecho.

-No recuerdo que mover muebles sea parte de mi contrato, señora Bryce.

-Bah, bah, el contrato -rió Maggie-. Necesito ayuda de un amigo, eso es lo que pasa.

-Ah, ya. Así que soy un amigo, ¿no? Qué suerte tengo.

Tom la soltó y Maggie lo empujo hacia el camión.

-Venga, venga. No tenemos todo el día.

Una hora después, el camión había desaparecido y los muebles, envueltos en sus fundas de plástico, estaban colocados en una esquina del estudio.

-Van a quedar muy bien, ¿verdad?

-Sí, yo creo que sí.

-¿De verdad?

-Claro, me gustan mucho. Pero ¿por qué ahora, de repente? -sonrió Tom, quitando el plástico de los sofás.

Maggie abrió la boca para contestar, pero la cerró inmediatamente, pensativa.

-Han usado un par de cuadros míos en un calendario de la Galería Nacional este año y me han ingresado los royalties en la cuenta corriente. Así que he tirado la casa por la ventana.

-Sí, ya lo veo.

-Sólo quería un estéreo, pero me enamoré de los sofás. Y luego me enamoré de esa mesa, de las sillas, de la alfombra... en fin, qué quieres que te diga. Aunque creo que me devolverían el dinero de los cojines si se los llevo ahora mismo...

-Maggie, no pasa nada. Disfruta de la vida, mujer.

-Sí, tienes razón -asintió ella. Pero empezó a morderse los labios.

Tom se dio cuenta de que nunca le había preguntado por qué no tenía muebles en la casa. Le gustaba pensar que era una de esas cosas de artistas excéntricos, otra faceta de su personalidad. Pero ahora se preguntaba... ¿podía ser que, en medio de un divorcio, tuviese problemas de dinero?

Sí, era lo más lógico. La idea de que tuviese que vender la casa y volver a Melbourne... por eso parecía tan nerviosa, por eso miraba la mesa como si la hubiera ofendido.

Podría alquilarla. Pero seguramente el nuevo inquilino no soportaría la maleza del jardín. O podría vender la casa. Pero seguramente el nuevo propietario llegaría con un buldózer para tirarlo todo. Y él no quería que eso le pasara a Belvedere. Empezaba a gustarle la casa de verdad.

Antes de que pudiera decir nada, les llegó una cacofonía de voces desde la entrada.

Ah, claro, era miércoles.

-Voy a calentar mi comida -murmuró, tomando el plástico para llevarlo a la cocina.

Maggie sonrió, emocionada ante la idea de enseñarle los nuevos muebles a sus amigas.

-Maggie, no te vas a creer... -Freya se detuvo de golpe y Sandra se chocó contra ella.

-¡Freya, muévete!

-Oh, Maggie. ¿Qué has hecho?

-¡Por fin ha comprado muebles! -exclamó Ashleigh.

-¿Por qué no se sientan, señoras? -sonrió Tom, saliendo de la cocina con una botella de vino y un sacacorchos-. La comida estará enseguida.

Luego le dio botella y sacacorchos a Maggie, con una de sus sonrisas de alto voltaje, y volvió por donde había venido.

-Venga, chicas. Sentaos -sonrió ella, señalando la mesa del comedor mientras tiraba el corcho al aire. Freya la miraba como si le hubieran salido cuernos. Pero no se daba cuenta de que la propia Maggie se sentía... rara. Y le encantaba.

-Siéntate, Freya. Hoy te doy de comer yo.

-¿Tu amigo Tom ha hecho la comida?

-¿Eso importa?

-No, en serio, Maggie. Si no es así, nos envenenarás. A menos que sea un sandwich de lechuga y tomate...

-Relájate. Es cosa de Tom. Prometo no ayudar siquiera. Y ahora cállate y prepárate para comer bien.

Maggie se dirigió a la cocina, donde Tom estaba haciendo pasta a toda velocidad.

-Huele de maravilla. ¿Qué es?

-Una mezcla de tomate, romero, cebolla...

-¿Yo tenía todo eso?

-Tomates y cebolla en la nevera, el romero estaba en un frasquito de especias.

-Huy, ni idea.

-¿Tus amigas están sentadas?

-No, creo que se han quedado en estado de shock.

-Espero que puedan comer.

-Ah, eso seguro. Nunca he conocido tres mujeres a las que les guste más la comida. Pero primero tendrán que echarle un vistazo a los muebles y darme su honesta opinión.

-No son tímidas, ¿eh?

-No, qué va. Oye, espero que esta vez te quedes a comer. Y que te caigan bien -sonrió Maggie.

-¿Es importante que me caigan bien?

Maggie, que iba a probar la salsa, se quedó inmóvil. Y la ligereza que había sentido un segundo antes en el corazón, desapareció.

-Sí, bueno...

Seguía casada. Nada había cambiado. Y aunque no lo estuviera, ni siquiera sabía si Tom estaba disponible. Mientras ella sabía en el fondo de su corazón que había dejado de huir, estaba segura de que en el caso de Tom no era así.

-¿Sí?

-Me gusta que mis amigos se lleven bien.

-Ya, claro. Se me había olvidado que éramos amigos.

-Claro que lo somos. Yo no dejo que cualquiera use mis preciosas cacerolas.

-Tú no usas tus preciosas cacerolas.

-Bueno, sólo digo que...

-Que es importante para ti que me caigan bien tus amigas. Muy bien, lo he entendido.

Maggie sonrió. Debía sonreír. Tenía dos so-fás, una mesa de comedor, una alfombra, cojines.

-No puedo creer que te hayas gastado tanto dinero -dijo Freya cuando volvió al estudio-. A menos que... ¿has vendido algo? Oh, Maggie, esa sería una noticia maravillosa.

-No, no. Sólo he recibido unos royalties por un calendario.

-Bueno, tampoco está mal. ¿Eso significa que ya no estás en números rojos? ¿Vas a quedarte?

-Bueno, no, eso no...

-Maggie...

-He comprado estas cosas porque me hacían falta, Freya. ¡No tenía muebles! Aunque sólo pueda disfrutar de ellos durante un par de semanas, al menos tendré esas semanas. Eres tú la que siempre insiste en que debo conectar conmigo misma, ¿no? Bueno, pues yo quería conectarme conmigo misma sentada en un sofá.

-Déjala en paz, Freya -la regañó Sandra-. Es su dinero. Es su vida.

-Gracias, Sandra.

-Ya. Pero deberías haber comprado sofás rojos.

-Muy bien -rió Maggie-. Bueno, entonces ¿qué os parecen mis nuevos muebles?

-Yo creo que ya era hora -sonrió Ashleigh.

-Yo también. Estaba harta de ahorrar...

-¡Ja! -replicó Freya.

-No seas así...

-No, bueno, tienes razón. Y la verdad, ahora que lo pienso, te hacían falta esos cojines. Esto estaba como vacío sin cojines.

Maggie podría haberla abrazado.

Una hora después, las cuatro estaban sentadas en los sofás. Repletas. Maggie tenía los pies sobre la mes?i.

-Bueno, chicas, lo he pasado muy bien, pero es hora de volver a trabajar -sonrió Tom-. Mi jefa es una negrera.

-Gracias, Tom -dijeron las tres chicas.

-La pasta estaba de cine -sonrió Ashleigh.

Él hizo un saludo militar y salió al jardín para seguir desbrozando.

-He oído rumores de que cenasteis juntos el sábado por la noche -dijo Freya en cuanto se quedaron solas.

Maggie se puso colorada.

-Bueno, en realidad, fue una casualidad. Yo estaba cenando en el pub y Tom apareció...

-¡Te has acostado con él!

-¿Qué? No, de eso nada.

-Pues entonces lo has besado.

-No. Qué va.

-¡Yo lo sé, yo lo sé! ¡Se ha enamorado de él! -exclamó Sandra.

-¿Queréis callaros, por favor? Os va a oír -replicó Maggie, angustiada.

-Oh, no, es verdad, te has enamorado -suspiró Freya.

-¿Estás loca por el macizo? -rió Sandra.

-Pero si lo acabas de conocer...

-¿Cuánto tiempo tardaste tú en enamorarte del padre de tus gemelas? -replicó Maggie, indignada-. Además, yo no he dicho que esté enamorada.

-Pero lo estás.

-Me gusta... bueno, me gusta mucho. Sí, bueno, de acuerdo, estoy loca por él. Eso no me convierte en una demente, ¿no? ¿O sí? Sandra, ¿tú qué piensas?

-Yo creo que está buenísimo.

-Muy bien, genial. ¿Ashleigh?

-Lo que nosotras pensemos no tiene la menor importancia, Maggie. Estamos aquí para ayudarte, no para juzgarte.

-Tremendo. Una gran ayuda. Gracias.

-Pero esto no puede ser. ¿Y Cari? -gritó Freya.

-¿Qué pasa con Cari?

-Pues... que este hombre no se parece nada a Cari. Es... sudoroso.

Maggie soltó una carcajada. De todas las cosas que podía haber dicho de Tom, ¿sólo se le ocurría eso?

-Cari también podía ser sudoroso, Freya. Pero él no sudaba de una forma tan espectacular como Tom.

-Sé que Cari se portó de manera imperdonable contigo, cariño. Pero él es... otra cosa. Es cosmopolita, sofisticado. Él entiende los círculos en los que tú te mueves. Y tú sabías cómo era cuando te casaste.

-¿Yo sabía cómo era? ¿Qué quieres decir con eso?

-Nada, no quiere decir nada -intervino Ashleigh-. Cari no es hombre para ti, cariño.

-Lo sé, lo sé. Tanta madurez, tanta seriedad. Me frustraba. Yo a veces me enfadaba, me irritaba por algo y él no decía una sola palabra. Nunca me pareció sano que se lo guardase todo dentro.

-¿Y qué pasa con Tom? -preguntó Sandra.

-¿De verdad queréis saberlo?

-Queremos saberlo todo -contestó su amiga.

no--

-Con Tom siempre... no sé, es como si estuviera a punto de pasar algo maravilloso. Me pongo nerviosa, me dan escalofríos cuando me toca. Y cuando se acerca a mí, me dan ganas de echarme en sus brazos.

Freya hizo una mueca. Sandra suspiró. Ashleigh la miró con una expresión de ternura que la emocionó.

-Él también ha sufrido en la vida, pero lo oculta siendo encantador. No es un crío, es un hombre. Y tendréis que admitir que es guapísimo.

Ashleigh sonrió. Sandra asintió con la cabeza. Incluso Freya tuvo que levantar una ceja en señal de asentimiento.

-Mirad, el hecho es que cada vez que empiezo una relación espero que me hagan daño y eso es lo que pasa. Pero con Tom, no sé... no espero nada y, sin embargo, me siento feliz.

Maggie les contó lo que había pasado en el muelle el sábado, después de cenar. Cómo la había abrazado por detrás mientras veían la puesta desoí...

Eran recuerdos hermosos. Quizá no significaban mucho, quizá sólo eran cosas de cría, pero había sentido algo especial, una conexión que no había sentido con ningún otro hombre.

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-Además, él sabe lo que significa El gran azul. Es un retrato. Soy yo.

Freya se levantó de un salto y Sandra lo hizo también.

-Es verdad... ¿cómo es posible que no lo hayamos visto antes?

Maggie se encogió de hombros.

-No lo sé. Pero él sí lo vio hace días. Es un hombre muy intuitivo. Casi da miedo.

-Los más sensibles son los que más daño hacen, te lo aseguro -replicó Freya.

-No, los sensibles se limitan a llorar cuando les dices adiós -rió Sandra.

-Maggie, he estado preguntando por ahí -dijo Freya entonces-. Por lo visto, tu amigo Tom ha salido con todas las mujeres del pueblo. Es un rompecorazones. Está forrado y por eso cree que puede usar a la gente...

-Tom no usa a nadie -la interrumpió Maggie-. Mira, déjalo, estoy harta de hablar del asunto. Tú no sabes nada sobre él.

Freya respiró profundamente.

-Muy bien, lo que tú digas. Necesito un poco de aire.

-Espera...

Freya salió al porche y Maggie se volvió hacia las demás, sin saber qué hacer.

-No te preocupes, es una pelirroja, no lo puede evitar -sonrió Sandra-. Pero se le pasará enseguida.

-Yo estuve enamorada una vez -dijo Ashleigh entonces.

-¿Tú? -exclamaron Maggie y Sandra a la vez.

-Sí, claro. Tenía treinta años entonces. Se llamaba Robert. Era alto, rubio, muy guapo. Me enamoré de él nada más verlo y nos acostamos esa misma noche. Fueron seis meses de absoluta felicidad... hasta que descubrí que estaba casado.

-Oh, no.

Aparentemente, el amor no era fácil para nadie, pensó Maggie, mirando hacia Freya, que estaba apoyada en la barandilla del porche. Ella, a pesar de sus dos hijas, no había tenido la suerte de conservar al amor de su vida. Eso era algo que todas sabían pero de lo que no hablaban nunca. Quizá por eso le resultaba tan imposible entender que le gustase Tom.

-Pero no renunciaría a esos seis meses por nada del mundo -siguió Ashleigh.

Tom entró entonces en el estudio.

-Perdonad que os interrumpa. Iba a hacerme un café. ¿Alguien quiere?

-Sí, por favor -contestó Maggie.

Smiley lanzó entonces algo parecido a un ladrido y ella miró hacia la entrada. Smiley no ladraba nunca. Era el peor perro guardián de la historia. Las demás no lo habían oído, de modo que Maggie se levantó y se acercó a la puerta. -¿Qué pasa, cielo? ¿Por qué has...? -no tuvo que seguir preguntando porque la razón para el ladrido estaba a su lado-. ¿Cari?

 

 

 

 

 

Capítulo 10

TOM siguió a Sandra fuera de la cocina, con dos tazas de café en la mano, una para él y otra para Maggie.

Pero ella no estaba sentada en el sofá, donde la había dejado. Estaba en la puerta, al lado de un hombre. Un hombre cuyo rostro le resultaba familiar. Un hombre de pelo cano y elegante traje de chaqueta.

Maggie miró al grupo un momento y luego le hizo una seña al hombre para que la siguiera. Y luego la puerta se cerró de golpe.

Tom iba a decir algo cuando se dio cuenta de que había visto a ese hombre antes. Era el tipo de pelo cano con el que Maggie aparecía en las fotografías de Internet. Con un caro traje de chaqueta, en la galería de arte...

Era su marido. El canalla que había robado el brillo de felicidad de sus ojos.

-¿Es Cari? -preguntó.

Ashleigh asintió con la cabeza.

-¿Ha venido Cari? -preguntó Freya desde el porche.

-Pues sí, ha venido -contestó Sandra, levantándose-. El cerdo ese ha venido. Si le pongo las manos encima...

Pero Tom no estaba escuchando. Estaba aguzando el oído para ver si podía oír lo que estaban diciendo al otro lado de la puerta.

-¿Cómo está Becca? -fue lo primero que Maggie preguntó. Aunque no sabía cuál sería su reacción si le dijera que, a pesar de estar embarazada, seguía teniendo la talla treinta y seis y ni una sola vena varicosa.

-Está en el hospital, Mags. Ha dado a luz prematuramente. El niño está en la UCI.

-Ah, vaya, lo siento.

El niño. Después de tantas recriminaciones, de tantos intentos por formar una familia, había un niño agarrándose a la vida en alguna parte.

-¿Becca está bien?

-Sí, ella está bien. Se pasa el día en el hospital -contestó Cari. Maggie creyó percibir un minúsculo encogimiento de hombros y eso le recordó con quién estaba hablando. Con el cosmopolita, imperturbable y sofisticado

Cari. Tan frío y tan intocable como lo había sido su padre. Se preguntó entonces cómo era posible que no hubiera visto eso antes. Pero, claro, quizá antes no tenía a nadie con quien compararlo.

Ahora sí.

-Es tan pequeño. Como Becca. Curioso, siempre pensé que mi hijo sería grande y fuerte, como tú.

-¿Yo fuerte? Una persona fuerte no habría salido huyendo.

-Tú no saliste huyendo, Mags. Yo te eché. Y fue una crueldad por mi parte. Y algo infantil. Pero quería que sintieras lo que yo había sentido durante años.

-¿Qué significa eso?

-Durante los últimos años de nuestro matrimonio me sentí como si estuviera de sobra. Tú sabías lo que querías e ibas a por ello. Y a partir de tu éxito no me necesitabas para nada. Ya no necesitabas mis contactos, ni mi dinero...

-Cari, yo nunca he buscado tu dinero...

-Lo sé, lo sé. Todo esto no es culpa tuya, sino mía. Yo quería cuidar de alguien y tú creías estar buscando un hombre que cuidase de ti. Pero nunca te hizo falta.

-¿Y por eso me engañaste? ¿Porque no era suficientemente blanda para ti? ¿Por qué no te necesitaba para respirar?

Cari hizo una mueca de dolor. Y Maggie se alegró.

Porque ella no era blanda. Había creído serlo, pero no lo era en realidad.

Y, por primera vez en muchos años, se sintió libre. Ya no necesitaba una figura paterna, pero Cari no había superado su necesidad de ser el jefe, el protagonista, el tutor, el que ganaba dinero, el que tenía éxito.

-¿Quién es el tipo que he visto en el estudio?

-Un amigo -contestó Maggie-. Cari, haz lo que tienes que hacer y firma los papeles del divorcio. Eso es todo lo que te pido. Y vete a casa con tu hijo y tu novia.

-Sí, tienes razón.

Maggie, dejándose llevar por el cariño que había sentido por él una vez, lo abrazó. Y Cari le devolvió el abrazo.

Había hecho bien en dejarlo el día que descubrió que la engañaba. Sin pedirle un céntimo, llevándose sólo su ropa, su jeep, a su perro y las llaves de Belvedere.

Sí, había hecho muy bien.

-Adiós, Cari. Dile a Becca que... espero que el niño se ponga bien. De verdad.

Y después de eso le dio la espalda a su antigua vida por última vez.

En cuanto entró en el estudio, Ashleigh se levantó.

-Bueno, chicas, yo creo que debemos irnos.

Freya y Sandra dejaron de discutir y la miraron con cara de sorpresa.

-Pero... -empezó a decir la primera.

-Tenemos que irnos, sí -insistió Ashleigh.

Tom se levantó también. Aunque no quería acercarse a Freya, que lo había estado fulminando con la mirada toda la tarde.

-Gracias por la comida, Tom. Sé bueno -sonrió Sandra.

-Me han dicho que fuiste tú el que puso el nuevo tejado en el cenador de los Jameson cuando lo tiró la tormenta. Buen trabajo -dijo Freya, sin mirarlo a los ojos.

Ashleigh se acercó, con una sonrisa en los labios.

-Me caes bien, Tom Campbell.

-Ah, gracias. Tú también me caes bien, Ashleigh Caruthers.

-Pero no hagas nada que me obligue a cambiar de opinión -dijo ella entonces.

Tom sonrió, sin abrir los labios, mientras se alejaban. De alguna forma, las tres habían estado intentando decirle algo, pero no sabía qué. Hablaban en código y seguramente le haría falta una operación de cambio de sexo para entenderlo.

Entonces se volvió hacia Maggie, que estaba retirando las tazas de café.

-Así que ése era Cari.

-Sí, era Cari -contestó ella.

-No está mal el tipo.

-A mí siempre me lo había parecido -rió Maggie.

-¿Y qué quería?

-¿Qué es esto, un interrogatorio?

-¿No puedo entablar una conversación?

-Una conversación sí, un interrogatorio no. Sea lo que sea lo que intentas decir, dilo de una vez.

-Sólo intento averiguar cómo puedes estar tan contenta cuando el tipo que te rompió el corazón acaba de aparecer en tu puerta después de seis meses sin tener contacto con él.

-¿Preferirías que estuviese llorando?

-¡Preferiría que estuvieras furiosa!

-¿Y si yo he decidido no estarlo? ¿Qué vas a hacer?

Maggie levantó una ceja. Y ese ligero movimiento le pareció tan sexy que Tom tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la concentración.

-Maggie, ese hombre debería saber que puedes vivir sola, que te gusta la vida que has creado para ti aquí. Debería saber sobre El gran azul y lo que te ha costado empezar otra vez... debería saber que has tenido la valentía de empezar de nuevo sin herir a nadie, Yo creo que eres una persona muy valiente.

-¿De verdad?

-Pues claro que sí.

-¿Crees que le he perdonado demasiado rápido, Tom?

-Pues sí, creo que sí.

-¿Crees que debería quemarse en el infierno por lo que me hizo?

-Desde luego que sí.

-¿Porque es así como deberían castigarte a ti por no haber estado al lado de Tess cuando murió?

-¿Perdona... qué?

-Tom, Melbourne está a una hora de aquí, pero tú vivías al otro lado del país. Sidney es un sitio lleno de emoción, de actividades, de cosas que hacer. Cambiaste esa ciudad por un pueblo diminuto. ¿Crees que a Tess le haría feliz saber que estás escondido aquí?

-Esta conversación no era sobre mí -protestó él.

-Venga ya, Tom. Piénsalo. Piensa por qué estás aquí. Piensa en lo que haces por mí. Tú no pudiste hacer nada por Tess, por eso dejaste tu trabajo. Para poder arreglar la vida de los demás.

Tom se preguntó si habría estado hablando con Alex.

-No es por eso. Me gusta trabajar con las manos y...

-Tonterías.

-¿Perdona?

-Que son tonterías. Tú no puedes arreglar mi vida y luego seguir adelante como si fueras... no sé, un ángel de la guarda. Yo no necesito una figura paterna, Tom. Ya no. Y tampoco necesito un ángel de la guarda. Necesito amigos y necesito relaciones de igual a igual. No estoy preparada para recibir más que para dar y viceversa.

Tom se quedó sin palabras. Lo último que había deseado siempre era encontrarse en la posición de tener que hacer feliz a otra persona. Pero había cambiado. ¿Cómo lo sabía Maggie? ¿Cómo sabía que, por primera vez en su vida, deseaba ayudar, consolar, hacer que las cosas fueran mejores para los demás?

Pero, aunque lo supiera, estaba dejando bien claro que ella no quería eso.

Tom se levantó, confundido.

-Muy bien. Ahora que lo hemos aclarado, lo mejor será que vuelva a trabajar.

-Sí, he oído que tu jefa es una negrera. Será mejor que te pongas a ello.

-Eso voy a hacer.

Luego se alejó, más confuso, enfadado y frustrado que nunca en toda su vida.

Esa noche, Tom estaba en el bar del So-rrento Sea Captain tomando su tercera cerveza cuando Alex apareció, el pelo despeinado y una mancha de puré en la camisa.

-A ver, aquí llega la caballería. Ya estoy aquí. ¿Qué ha pasado?

-Necesito consejo.

-¿De mí? -Alex parpadeó, incrédulo.

-Tú eres el único hombre que conozco con una relación que ha sobrevivido más de un año. Así que lo siento, amigo, pero eres lo único que tengo.

-Muy bien, dime.

-Es sobre Maggie.

-Tom...

-Escúchame. Y no me juzgues.

-Muy bien, te escucho.

-Esta tarde me ha dicho que me dedico a cambiar el detector de humos de las hermanas Barclay como castigo por no haber estado al lado de Tess cuando murió.

-¿Y?

-¿Y? -repitió Tom, atónito-. ¿Tú estás de acuerdo?

-Pues sí. No hay que ser un ingeniero espacial para saber que eso es verdad. Tess y tú erais como uña y carne. Los mejores amigos, además de hermanos. La muerte de Tess fue un golpe terrible. Eras arquitecto, un arquitecto importante que había ganado mucho dinero y respeto por tu trabajo. Ahora eres un manitas que conduce una vieja camioneta y trabaja por casi nada. No hay que ser muy listo, hombre.

-Ya.

-¿Es lo que ella ha dicho lo que te tiene tan cabreado o cómo lo ha dicho?

-No lo sé. Pero, desde luego, Maggie no es una damisela en apuros.

-Vaya, qué te parece.

-Lo creas o no, cambiar bombillas ha sido suficiente para mí durante estos últimos años. Eso y pescar, cocinar, el sol, la pasta, las cer-vecitas. Tú sabes mejor que nadie lo bien que se vive aquí.

-Sí, pero...

-Pero desde que conocí a Maggie es como si viera todo lo que falta a esa fotografía perfecta, como si hubiera descubierto un agujero. Y no sé cómo llenarlo.

-Aparte de que sea una mujer casada... ¿qué quieres de ella, Tom?

-No lo sé.

No quería un revolcón, eso seguro. Porque, por primera vez en muchos años, sentía que algo dentro de él empezaba a abrirse.

-¿Quieres que te dé un consejo? -preguntó Aléx.

-Sí, por favor.

-No tiene sentido que te metas en nada hasta que no te hayas perdonado a ti mismo por lo de Tess. La echas de menos... y eso es normal. Eso significa que no la olvidarás nunca. Pero no puedes meter tu corazón en una nevera, Tom. No puedes porque algún día querrás usarlo. Y tienes todo el derecho del mundo a hacerlo.

Tom lo miró, sorprendido.

-No sabía que fueras un romántico.

-Sí, bueno, es que veo muchos programas de televisión de ésos que ponen por las mañanas.

Tom soltó una carcajada, pero mientras veía a Alex salir del bar para volver a casa con sus mujeres sintió algo muy parecido a la envidia.

Tom se pasó el día siguiente trabajando como un poseso, sin parar siquiera para comer.

Maggie lo miraba desde la ventana del estudio de vez en cuando. Se pasaba las manos por el pelo más de lo normal, pensó. Pero con tanto trabajar, la maleza ya casi había desaparecido.

¿Cómo podía mantenerlo en casa más tiempo? ¿Qué podía hacer, pedirle que pintase los armarios de la cocina? No, imposible. No tenía dinero para pagarle.

Mientras tanto, se dedicaba a envolver la serie Borrones azules, cuadritos sin importancia que había hecho en los últimos días, en el plástico de los muebles. Luego llamó a un mensajero para que se los llevara a su agente, que estaba frenética. Si Nina podía venderlos por cien o doscientos dólares la pieza, habría conseguido dinero para el recibo de la hipoteca. Genial.

Una pieza que no le apetecía vender era la que había empezado cuatro días antes. Estaba terminada y era fabulosa. Mientras El gran azul era un reflejo de su cara, aquél era un reflejo de su corazón.

No era ni un paisaje ni un retrato, pero era un auténtico Maggie Bryce. Quizá Nina podría pedir más dinero por ése. El dinero se había convertido en algo importante para ella. Más importante que nunca porque significaba que podía quedarse a vivir en Belvedere.

-Bueno, ya he terminado -anunció Tom, entrando en el estudio.

-¿Ya has terminado por hoy o ya has terminado del todo?

-Del todo, se acabó, ya está todo hecho -suspiró él.

-Aún te queda un día, si lo necesitas -sugirió Maggie.

-El camino está limpio. Pero he dejado unas ramitas para que las cortes tú... como si fuera una cinta de inauguración. ¿Quieres que te lleve allí ahora mismo? Detrás de las ramitas está la playa.

-No, esta noche no -contestó Maggie. No estaba preparada para decirle adiós. Había pensado que tenían un día más. Necesitaba al menos un día más. De hecho, si era sincera consigo misma, necesitaría un siglo antes de estar lista para dejarlo ir del todo.

-Pero podemos hacerlo mañana por la mañana. Con luz será mejor.

-¿Podemos?

-Smiley y yo -contestó Maggie, cortada.

-Muy bien, como quieras.

-¿Quieres llevarte El gran azul ahora o mañana?

-¿Dónde están los demás?

-Ya no están. Se los he enviado a mi agente para que los ponga a la venta.

-¿Vas a venderlos?

-Pues... eso es lo que suelo hacer, Tom -contestó ella, estupefacta-. Mira, toma tu cuadro -dijo entonces, poniendo en sus brazos El gran azul.

-No puedo aceptarlo.

-¿Por qué no?

-Porque es demasiado... personal.

¿Demasiado personal?

-No te entiendo.

-Has pintado un retrato de ti misma por alguna razón, Maggie. Quizá deberías conservarlo.

-Todos los cuadros que he vendido los había pintado por alguna razón. Y muchos Rem-brandt son autoretratos. ¿No aceptarías uno de ésos como regalo?

Tom dejó escapar un suspiro.

-¿De verdad piensas vender los demás?

-Claro.

-¿Tu agente sabe qué significan?

Maggie se encogió de hombros.

-Al final, eso no importa nada. Además, el que compre esos cuadros no estará interesado en saberlo. Lo que importa es el placer que sienta al colgar esos cuadros en su casa.

-Pero yo pensé que esta serie era... especial. Esa noche, cuando viste tu cara, lloraste como una niña y pensé...

-¡Estoy en la ruina, Tom! -exclamó Maggie entonces.

Él puso cara de susto. Pero no tenía derecho a hacerla sentir culpable por vender su trabajo.

-Si no vendo esos cuadros, tendré que irme de aquí y no quiero que eso pase. Es así de sencillo. Puede que no te hayas dado cuenta, pero soy una artista más o menos famosa y he ganado mucho dinero con mis cuadros... pero sólo en los últimos dos años. Y fue entonces cuando Cari buscó otra mujer porque pensó que yo ya no le necesitaba. He seguido pagando la hipoteca como he podido, pero no le he pedido un céntimo a mi ex marido. Y, considerando que no he vendido un solo cuadro en casi un año, digamos que las cosas no me van muy bien.

Tom tragó saliva.

-¿Y si vendes esos cuadros ganarás lo suficiente para seguir viviendo en Belvedere?

Maggie se encogió de hombros.

-¿Quién sabe? Pero ahora mismo, con mis muebles, con ese fabuloso paisaje que, gracias a ti, puedo ver desde mi ventana, estoy dispuesta a hacer lo que tenga que hacer para conservar esta casa. Incluyendo dejar que esos cuadritos de nada salgan al mercado con mi firma. ¡Así que deja de mirarme con esa cara y deséame suerte!

«Hazlo», pensó. «Deséame suerte. Dilo porque, a pesar de tus problemas y tu determinación de no dejar que nada te afecte, yo sé que tú también quieres que me quede».

-Buena suerte -dijo Tom, colocándose El gran azul bajo el brazo-. ¿Nos vemos mañana?

-Sí, eso me gustaría mucho.

El sol se había puesto y su rostro estaba en sombras, de modo que Maggie no pudo ver lo que había detrás de esos ojos pardos mientras se alejaba hacia la puerta.   .

 

 

 

 

 

Capítulo 11

 

POCO después de que Tom se hubiera ido, Maggie recibió el sobre que había estado esperando. La razón por la que dejaba la puerta de la entrada abierta todos los días. La razón por la que el teléfono siempre estaba encima de su mesa de trabajo.

Mientras miraba los papeles que le había enviado su abogado para confirmar la finalización del divorcio, por primera vez en su vida sintió que estaba sola. Soltera. Libre.

Tenía la impresión de que podía ser tan espontánea como quisiera, que podía correr por la casa desnuda o ponerse a hacer el pino si le daba la gana. O comerse la pasta del día anterior directamente de la nevera, sin calentarla en el microondas.

Por primera vez en su vida podía hacer lo que quería hacer. Y eso hizo. Veinte minutos después estaba en el jeep, subiendo la cuesta que llevaba hasta la casa de Tom.

Habría llegado allí en diez minutos, pero había tenido que buscar su dirección. No estaba en la guía y la ferretería de su primo Alex estaba cerrada, de modo que tuvo que llamar a Sandra. Ella conocía a un chico que conocía a una chica que conocía a un tipo cuyo padre era buen amigo de los Campbell.

Y allí estaba. ¿Qué habría al final de esa cuesta, una caravana, una cabana, una casa medio derruida que él estaría renovando con sus propias manos?

Pero no, no había nada de eso. Lo que vio la dejó sin aliento. A la derecha, una pista de tenis inmaculada. A la izquierda, una piscina cubierta con techo de cristal y un muelle de madera que llevaba hasta una casa magnífica rodeada de buganvillas y sauces sobre el acantilado.

¿Ésa era la casa de Tom Campbell?

Mientras apagaba las luces del jeep, vio un porche que daba la vuelta a la casa. Un porche lleno de flores y plantas bien cuidadas. Olía de maravilla, a flores, a tierra recién regada. Y a veinte metros de la casa, una pendiente de hierba que llevaba directamente hasta la playa. Ella había pensado que la vista desde Belvedere era fabulosa, pero aquello... aquello era un paraíso. Y debía de valer una fortuna.

Había pensado que Tom era demasiado tranquilo como para ser un hombre interesado en el dinero, pero viendo su preciosa casa se preguntó si la verdad sería que había entrado en la carrera de ratas que eran los negocios, había ganado y se había retirado a Sorrento para vivir feliz el resto de sus días. Ahora, las palabras de Freya tenían sentido. «Está forrado», había dicho. Entonces no la tomó en serio, pero...

«Pero él no es como los otros», pensó. Los otros ganaban dinero para que lo viese todo el mundo, para que envidiasen su éxito. Lo único que Tom mostraba a todo el mundo era su sonrisa y su disponibilidad.

Suspirando, Maggie tomó la botella de vino que había comprado en el pueblo y el sobre con los papeles del abogado y saltó del jeep. Unas elegantes lámparas de gas alumbraban el camino hasta la puerta.

Sus sandalias de tacón, las únicas que tenía, crujían sobre la gravilla y sintió que le temblaban las piernas. Pero cuando llegó a la puerta vio un cartel que decía He salido a pescar.

Eso la hizo sonreír. Los hombres que había conocido antes en su vida habrían muerto antes de poner un cartelito así. Tom era diferente. Y eso era lo que le gustaba de él.

Maggie se pasó una mano por el pelo, bien peinado por primera vez en muchos meses, se colocó la tira del top azul y llamó a la puerta con los nudillos.

No podía estar pescando porque era de noche, se dijo.

Enseguida oyó ruido de pasos y luego el suave susurro de una cadena. Y un segundo después vio la cara de Tom. Había algo extraño en ir por primera vez a la casa de un hombre, una sensación rara al verlo en su propio terreno. Con una camiseta gris y unos calzoncillos de cuadros rojos, de repente era como un desconocido para ella.

-¡Maggie! -exclamó, al verla.

-Hola.

Iba un poco despeinado, como si hubiera estado durmiendo la siesta, y tenía un recipiente de comida china en la mano.

-¿Qué haces aquí?

Maggie respiró profundamente y le mostró la botella de vino y el sobre que llevaba en la mano.

-Estoy divorciada -anunció-. Y quiero celebrarlo.

Le pareció ver un brillo en sus ojos, pero podía haber sido un truco de la luz. Por un momento, sintió miedo. Quizá ésa no era una buena noticia para él. Quizá saber que era libre le daría miedo. Quizá pensaría que ella quería... algo más que una amistad y estaba a punto de decirle que estaba ocupado.

Pero no, Tom dio un paso atrás y, sonriendo de oreja a oreja, en una clara invitación, le indicó que entrase.

Tom sonreía, sí. «Esto sí que es inesperado». Sobre todo porque cuando se marchó de su casa esa mañana se había ido sin saber qué iba a ser de ellos dos.

Entonces vio su imagen en el espejo y se dio cuenta de que estaba hecho un asco. No podía recibir a «Lady Bryce» con ese aspecto. Debería ponerse unos vaqueros, pensó. Pero no quería distraerla, ni darle oportunidad para que saliera corriendo.

Además, estaba guapísima. Se había peinado, por fin, y llevaba un top azul de seda y unos vaqueros que le quedaban de maravilla. Y sandalias de tacón. ¿Para él?

-¿Has colgado el cuadro? -exclamó Mag-gie al entrar en el salón.

-En cuanto llegué a casa -le confesó él.

-¿En lugar de un Drysdale? -preguntó ella, señalando el cuadro que estaba en el suelo-. ¿Tienes un Drysdale?

-Y un Nolan, en mi dormitorio.

-Y si no me equivoco, esa escultura es un Rodin. ¿Una copia?

-No.

-¡Pero si vale una fortuna!

-No creas. La conseguí por un precio razonable hace unos años. Fue un regalo para mi hermana. Tess era una fanática del arte, ¿sabes?

-No tenía ni idea.

-Lo era, sí. Así que esa escultura para mí no tiene precio.

-Sí, entiendo.

En ese momento, Tom supo que no era el momento de pensar en Tess. Alex tenía razón. Durante años, no había podido dejar de pensar en su querida hermana, deseando haber podido hacer un milagro.

Pero aquel momento era para Maggie y para él. Para nadie más.

-Cuando vivías en Sidney te dedicabas a renovar edificios históricos -dijo ella, mirando alrededor con cara de sorpresa-. Debiste de ganar mucho dinero. -Sí.

-No eras un simple trabajador manual. -No, era el propietario de la empresa -contestó Tom-. Soy arquitecto y mi empresa se convirtió en un éxito. Antes de venir aquí la vendí por... digamos que una buena cantidad de dinero.

-Y esta casa... ¿la has diseñado tú?

-Sí, hasta el último rincón. Lo considero mi última aportación al mundo de la arquitectura -sonrió él.

-Es preciosa, Tom.

-Gracias.

-Pero si tienes tanto talento... ¿por qué lo has dejado?

-Porque era un juego. Conseguir el mejor contrato, el edificio más caro. Cuanto más dinero ganas, más quieres. Y, de repente, se convierte en lo único importante en la vida. Y entonces ya es demasiado tarde.

-Sí, claro. Siempre me había preguntado si las personas que sólo viven por el dinero pueden recapacitar y darse cuenta de que están tirando su vida por la ventana. Por lo visto, hay algunos que sí.

-Sí -sonrió Tom-. Así que me vine aquí y decidí trabajar con las manos cuando me apeteciera y sentir el sol en la espalda. No quería hacerte pensar lo que no era, pero nunca encontraba el momento para contártelo.

-Lo entiendo -murmuró Maggie.

-¿Y por qué tengo la impresión de que te has llevado una decepción?

-Pues... quizá porque estoy un poco decepcionada.

Tom soltó una carcajada.

-Mira que eres rara, Maggie Bryce. La mayoría de la gente se pone a dar saltos de alegría cuando descubren que no soy un vagabundo.

-A mí me gustaba el vagabundo.

Tom entendió lo que quería decir. Tom el manitas era libre, perfecto para un revolcón. El amante de transición después de un divorcio. Sí, también a él le había gustado ser ese hombre durante unas semanas.

Pero Tom el millonario era otra cosa. Quizá demasiado parecido a la vida que Maggie había conocido una vez. Y él no quería que se apartase.

-Viéndote en el jeep, con la coleta y la ban-dana en el pelo nadie pensaría que eres una artista reconocida.

-Lo sé, pero pensé...

-Sé lo que pensaste -la interrumpió él.

Había visto el deseo en sus ojos. Durante días. Un deseo prohibido. Pero ahora no había nada que les impidiera estar juntos. De modo que, antes de que pudiese recapacitar, Tom se inclinó para tomar su cara entre las manos... y la besó.

Con un suspiro suave y resignado, ella le echó los brazos al cuello y le devolvió el beso. Y Tom no pudo evitar emitir un gemido ronco de deseo.

-Maggie...

-Tom...

-¿Sí? -contestó él con voz ronca-. ¿Qué puedo hacer por ti?

Pero en lugar de contestar, ella se puso de puntillas y le dio otro beso en los labios. Cuando se apartó, Tom acarició su cara.

-Maggie, quiero que sepas que te he deseado desde el primer día. Desde que entré en tu casa y te oí soltando palabrotas.

-¿Me oíste?

-Y no fue la única vez. Dices más palabrotas que un marinero.

Ella sonrió, apretándose contra su torso.

-Yo también te he deseado desde el primer día, desde que apareciste con tu cinturón de herramientas y tu funda de almohada.

Eso era todo lo que Tom necesitaba oír. Todo lo que pensaba oír.

De modo que se inclinó, un poco y la tomó por detrás de las rodillas.

-¿Qué haces?

-Llevarte a mi dormitorio -contestó él.

Siempre le había gustado el tamaño de esa habitación, sus paredes forradas de madera, la cama enorme, las sábanas de color café y los colores tierra del Nolan que colgaba en la pared, en contraste con los colores brillantes de las plantas del patio. Y no se le ocurría una mujer más atractiva para compartirlo que Maggie Bryce.

Por fin, llegó a la cama y la dejó en el suelo, despacio, con reverencia.

Ella lo miró, pestañeando. Dispuesta, pero nerviosa. Como si fuera su primera vez.

También él sentía como si fuera su primera vez. Porque sus sentimientos hacia Maggie eran confusos, profundos y conflictivos.

Se quedó allí, mirándola, sin saber qué hacer.

Y entonces Maggie, sin dejar de mirarlo a los ojos, apartó las manos de sus hombros, se quitó el top azul sin decir nada y lo dejó caer al suelo. Tom lo miró y miró también las uñas de sus pies, con manchitas de pintura azul.

Cuando levantó la mirada, ella estaba sonriendo, invitadora. Una semana antes había deseado aquello más que nada en la vida, pero entonces Maggie no era libre. Y ahora...

Ahora ella estaba allí, abriéndose como un precioso regalo, sonriendo, deseándolo, y al final Tom supo exactamente lo que debía hacer.

Maggie despertó y notó enseguida el delicioso olor que llegaba de la cocina. Respiró profundamente y se estiró, soñolienta y feliz, sintiendo el roce sensual de las sábanas en su piel desnuda.

¿En su piel desnuda? Ella siempre dormía con braguitas.

 Entonces se incorporó, mirando alrededor... y recordó dónde estaba. Su dormitorio blanco, con el trozo de papel pintado desprendiéndose, había sido reemplazada por una habitación con paredes forradas de madera, iluminada sólo por una discreta lámpara.

Enseguida vio la marca de una cabeza en la almohada, a su lado. Maggie pasó la mano por ella cariñosamente. La marca de Tom.

Entonces se dejó caer sobre la cama de nuevo, estirándose todo lo que le era posible hasta ocupar la cama entera. Sonriendo, satisfecha. Sólo le gustaría poder darse una ducha. ..

Cuando miró a la izquierda, vio un cuarto de baño. Luego, después de una rápida mirada hacia la puerta, corrió desnuda hacia allí.

Maggie suspiró bajo la ducha, recordando las horas pasadas entre los brazos de Tom, besándolo, cerrando los ojos mientras él la besaba. Entonces notó un sabor salado y se dio cuenta de que estaba llorando, las lágrimas mezclándose con el agua. Pero estaba segura de que no lamentaba nada, sólo era la emoción.

Había sufrido tanto después de la traición de Cari, que pensó que nunca volvería a ser feliz.

Conocer a Tom, sentirse atraída por él, enamorarse de él... y dejar de pensar en Cari para siempre era algo nuevo, maravilloso. Un nuevo principio.

Era libre. Libre para vivir como quisiera. Y lo primero que había hecho con su libertad era correr a los brazos de otro hombre.

A Maggie se le cayó el jabón de las manos.

«¿Cómo se te ha ocurrido? ¿No podías haber esperado unos días? El tiempo suficiente para saber si puedes seguir viviendo en Belvedere. No, porque eso podría haberme dado la excusa perfecta para salir corriendo, y necesitaba estar con él».

Sin embargo, Maggie sabía que Tom aún no se quería lo suficiente a sí mismo como para confiar del todo en otra persona.

-Sí, bueno, esta vez por lo menos sé eso. Estoy advertida, así que, pase lo que pase, no me pillará por sorpresa.

Suspirando, salió de la ducha y se secó vigorosamente con la toalla. Luego se vistió y, como si estuviera caminando por la plancha, se dirigió a la cocina.

Tom tenía el pelo mojado y llevaba unos vaqueros caídos de cintura y la camisa gris con la que le había abierto la puerta. Y estaba guapísimo. El David de Miguel Ángel no podía compararse con él.

-Hola, Tom.

-Hola -la saludó él, levantando la mirada.

Maggie carraspeó, nerviosa. Como todas las mujeres de su generación, había visto todos los episodios de Sexo en Nueva York y aun así no sabía qué hacer.

-¿Tienes hambre? -le preguntó él, con toda naturalidad.

-Sí, la verdad es que sí.

-Pues siéntate -dijo Tom, señalando los taburetes que había frente a la encimera de mármol negro-. Estos calamares los he pescado yo mismo.

-¿En serio?

-Sí, ya te dije que desde el muelle se pescaban unos calamares estupendos.

Tom tenía una sonrisa en los labios. Parecía feliz de tenerla allí. Estaba cocinando para ella. De modo que se quedaría. Hasta que llegase el momento. O para siempre.

¿Para siempre?

Maggie cerró los ojos un momento. Porque acababa de descubrir que no había ido a su casa sólo para hacer el amor. Había ido porque estaba enamorada de Tom.

Estaba enamorada de él.

Después de cenar, entre sus brazos de nuevo, en la cama, sólo podía pensar en el brillo de intimidad que había en sus ojos mientras cenaban juntos. Un brillo que le decía que no iba a irse, que no iba a desaparecer.

Maggie se quedó plácidamente dormida mientras las palabras «te quiero» aparecían en su mente como movidas por las olas.