Capítulo 4

TOM iba girando las llaves entre los dedos mientras se acercaba a la puerta de su casa. Y luego se dio una vueltecita que habría hecho morirse de envidia al mismísimo John Travolta.

Una vez dentro, tiró las llaves en una bandeja de madera sobre la antigua mesa del pasillo e, inmediatamente, pensó en el banco de madera que hacía de mesa en la cocina de Maggie.

Maggie. Una mujer muy interesante. Lista, rápida. Profunda como un pozo. Y divertida. Lo último que habría esperado de ella era que fuese divertida.

Tom entró en el salón, con su sofá de cuero oscuro, las mesas de caoba, los brillantes suelos de madera y su colección de arte.

Muy diferente del estudio de Maggie, sí. Ya no vivía en una exclusiva zona de Sidney y ahora trabajaba como manitas en lugar de ser

el presidente de una multimillonaria empresa de restauración, pero eso no significaba que no pudiera rodearse de cosas hermosas.

-Buenas noches.

La sombra de un hombre en su estudio, delante del ordenador, hizo que Tom diera un salto.

-¡Alex! Qué susto me has dado, idiota.

-Lo siento. Ya sabes cómo es esto. Se nos ha caído Internet y necesitaba hacer un pedido. Espero que no te importe.

-Claro que no. ¿Quieres una cerveza?

-No, gracias.

-¿Por qué no has ido a tu casa a hacer el pedido?

-Porque Dora está estudiando música y ahora le ha dado por aprender a tocar... la trompeta.

Tom soltó una carcajada. Estaba seguro de que aquel pedido no era tan urgente.

-¿Qué tal con Lady Bryce? ¿Cómo es, una reclusa o una mujer sofisticada como dicen las hermanas Barclay? ¿Necesitas la sierra mecánica para el trabajo o es que no te fías de ella?

-Nada de eso. Es una chica muy simpática.

-¿Una chica muy simpática? ¿No me digas que te gusta?

Tom estuvo a punto de negarlo, pero eso, con Alex, no tendría sentido. El pobre vivía en una casa llena de mujeres. Incluso las mascotas de las niñas eran hembras.

-Pues sí. Mi jefa es una señora muy interesante.

-No me digas que está buena.

-Pues sí, lo está. Además, es... especial.

-Ya veo.

-Le he hablado de Tess -dijo Tom entonces.

-¿Y eso? -preguntó su primo, sorprendido.

-No lo sé.

-¿Te recuerda a Tess?

-No, no. Es muy elegante... parece una bailarina y Tess era un chicazo. Pero Maggie es pintora, y ya sabes que a Tess le encantaba el arte. A lo mejor es por eso por lo que la mencioné. Aunque no sabes qué lengua tiene. Y puede ser muy sarcástica. A Tess le habría encantado, desde luego.

Tom seguía echando de menos a su hermana todos los días. Y seguramente seguiría siendo así durante el resto de su vida.

-¿Cómo se llama de nombre? -preguntó Alex.

-Maggie.

De repente, Alex se dio la vuelta y empezó a teclear furiosamente.

-¿Qué haces?

-Buscarla en Google.

-Oye, no deberías...

-Mira, según Google, Maggie Bryce es una chica de trece años que hace surf en Canberra o un jinete irlandés de noventa y cuatro años. Podría añadir sarcástica e interesante como datos para la búsqueda, pero no creo que eso diera resultado.

-¿Puedo? -preguntó Tom, señalando su silla.

-Sí, claro. Esto es muy divertido.

-¿Ah, sí? Tienes que salir más.

-Dímelo a mí.

Tom añadió «pintora de Melbourne» en la barra de búsqueda y enseguida la encontró. Había fotografías suyas de cuando era una adolescente, sonriendo a la cámara mientras mostraba un premio... ¿el premio Archibald?

Tom asintió con la cabeza. No había duda, era ella. La sonrisa de oreja a oreja era algo que no había visto todavía, pero era Maggie.

-El premio Archibald es muy importante, ¿no? -preguntó Alex.

-El más importante de Australia -contestó Tom.

Luego siguió buscando y encontró fotografías de ella vestida con vaqueros y camiseta, con manchas de pintura en la cara mientras daba clases a unos niños. De nuevo, estaba sonriendo de oreja a oreja.

-¿De qué estás hablando? ¿Interesante? Es guapísima.

Guapísima. Ésa era la palabra que había estado buscando. Nada de «está buena». Maggie Bryce era guapísima.

Tom siguió buscando fotografías y encontró varias de una exposición en Armadale. La galería en la que había expuesto sus cuadros los vendió todos por un precio astronómico.

Llevaba un corte de pelo muy elegante, por encima de la barbilla. Y un traje negro que la hacía parecer aún más alta y más delgada, pero con más curvas que ahora.

En esas fotografías, sin embargo, no estaba sonriendo. Sus ojos parecían tristes. El brillo que los hacía parecer casi azules había desaparecido del todo.

En algunas de las fotografías aparecía con un hombre de pelo cano... escuchándolo atentamente o poniendo una mano sobre su brazo. Y eso hizo que Tom apagase el ordenador.

-¿Qué haces? -exclamó su primo. -Ya está bien. Ya has visto cómo es y ya sabes a lo que se dedica.

-Y ahora sé por qué te tiene tan nervioso -rió Alex-. La famosa pintora te trata como si fueras un simple manitas de pueblo, ¿eh?

Tom se pasó una mano por la cara.

-Porque soy un simple manitas... para ella.

-¿Le has contado lo que solías hacer antes?

-Sí, bueno, le he dicho que me dedicaba a la restauración de edificios antiguos, pero no hemos entrado en profundidades.

Tom nunca había escondido el hecho de que tuviera dinero. Todos los que lo conocían lo sabían perfectamente y les parecía una broma que viviera como lo hacía. Pero tampoco iba por la calle con un megáfono, anunciándolo a los cuatro vientos.

-Estoy seguro de que con la pequeña Maggie Bryce, el gran presidente, el famoso ejecutivo de la restauración está deseando salir a la superficie.

-No es pequeña, es más alta que tú. Además, sólo estoy haciendo un trabajo para ella, nada más.

Alex le dio una palmadita en la espalda. Él sabía mejor que nadie que la razón por la que había convertido Restauración Campbell en un éxito fenomenal era ganar dinero para pagar el mejor tratamiento médico para Tess.

-Y cuando termine el trabajo, Maggie sólo será otra cara más.

Pero si Alex supiera que el precio por hacer ese trabajo era un cuadro lleno de manchurrones azules, se reiría hasta que la cerveza se le saliera por la nariz.

A la mañana siguiente, un estruendo en la entrada señaló la llegada de Freya, Sandra y Ashleigh, las chicas del miércoles. Irritado por el ruido, Smiley entró en la casa y buscó refugio en la parte de atrás.

Sandra, la más joven del grupo, llevaba coletas y botas militares.

-Buenos días. Sentimos llegar tarde, pero la culpa es de Freya.

Freya, una madre soltera con dos gemelas, entró después. Era pelirroja, de pelo corto. Y llevaba en la mano una cesta llena de comida.

-¡Léelo o no lo leas, me da igual! -estaba gritando a Ashleigh-. Siempre estás hablando de la dominación masculina en la creación de la religión moderna, y este libro dice exactamente lo mismo.

Freya, que llevaba en la mano una copia de El código Da Vinci, señalaba a Ashleigh, la antigua profesora de arte de Maggie, patrona del grupo y la mayor de todas. Aunque con el pelo rubio platino y los vestidos de colores siempre había parecido una persona sin edad definida.

Ashleigh sonrió, tan serena como siempre.

-Ah, veo que estás trabajando, cariño. No está saliendo nada mal, ¿no?

Maggie no estaba de acuerdo.

-¿Vino para todo el mundo?

-Sí, por favor -contestó Freya.

-Yo también -dijo Sandra, encendiendo un cigarrillo-. ¿Qué es? -preguntó luego, señalando el cuadro.

-No tengo ni idea -contestó Maggie-. Pero ahora por lo menos tiene un nombre: El gran azul. Y, por favor, fuma fuera.

-Bueno, está bien -suspiró Sandra, saliendo al porche-. Pero somos unos apestados, no hay derecho.

-¿Tú recuerdas cuando éramos tan jóvenes? -suspiró Maggie.

-Yo nunca he sido tan joven -contestó Ashleigh.

-Bueno, ¿en qué estás trabajando exactamente? -preguntó Freya, saliendo de la cocina con varias copas de vino.

-En eso -contestó, Maggie, señalando el cuadro.

-Ah, ya. Pero es un paisaje.

-Es un paisaje, sí. Estoy probando algo nuevo.

-¿Y tú crees que es buena idea?

Ashleigh debió de fulminar a Freya con la mirada, porque su amiga se puso colorada.

-¿Qué pasa? Que tú disfrutes siendo una artista torturada no significa que otras personas no puedan contentarse ganando dinero con la pintura. Que Maggie pinte paisajes sería como... como si un autor de libros infantiles de repente decidiera escribir novela erótica. Es muy arriesgado.

-Me parece que no tengo elección -suspiró Maggie-. No me sale ningún retrato.

Sabía que Freya no la entendería porque para su amiga el arte siempre había sido un trabajo de nueve a cinco. Para Ashleigh y para ella no. Ellas creían en algo mágico. En el arte como una forma de expresarse, de expresar los sentimientos, buenos o malos. Y por eso era tan horrible cuando una se bloqueaba.

-¡Pinta eso! -exclamó Sandra, señalando el jardín.

-Oh, no.

Antes de que Maggie pudiera evitarlo, las tres mujeres estaban en el porche.

-¡Eso sí que es nuevo! -exclamó Ashleigh.

Tom estaba manejando la sierra mecánica con las piernas separadas. Los vaqueros abrazando sus poderosos muslos, el pelo oscuro despeinado y los brazos cubiertos de sudor...

Sandra suspiró elocuentemente y Maggie tuvo que admitir que era una imagen gloriosamente masculina.

-Es Tom Campbell. ¿Qué hace aquí? -preguntó Freya.

-Está cortando toda esa maleza para que esta casa parezca una casa de verdad.

-Eso podrías haberlo hecho tú.

-¿Yo? ¿Me imagináis a mí con una sierra eléctrica? Pero si no sé cómo usar el horno...

-Maggie, pensé que estábamos de acuerdo en que debías reencontrarte contigo misma y con tu arte -la regañó Freya-. No encontrándote con un... cachas.

«¡Pero si no me concentro en nada!», habría querido gritar Maggie. «Me siento tan desconectada de todo, de mi vida, de mi casa».

-Así que está cachas, ¿eh, Freya? -rió Sandra-. ¿Qué sabes de él, Maggie?

-Lo que yo sé -la interrumpió Freya- es que el verano pasado salió con esa americana divorciada que le contaba a todo el mundo que había conseguido la casa Mornington en el divorcio y estaba desando venderla para volver a California.

-Bueno, pues muy bien, salió con una mujer y el asunto no salió bien -suspiró Sandra-. Eso nos ha pasado a todos. Además, la mayoría de la gente que vive aquí está divorciada. Maggie, por ejemplo.

-Y al menos ella no tiene intención de vender la casa y volver a Melbourne cuando Cari firme los papeles -añadió Freya.

Maggie no dijo nada.

Estaban de muy buen humor y pensó que si les contaba la verdad sobre su situación económica sería muy desagradable. Aquel día sólo quería tomar una copa de vino, comer algo y reírse un poco. Estaba demasiado cansada para otra cosa.

-Bueno, pues ahora que sabemos que Tom es soltero, ¿quién se atreve a decir que Maggie no se merece un romance?

-¡Sandra! -exclamó Freya.

-Estoy segura de que Maggie lleva un siglo sin... bueno, ya sabéis. ¿Has conocido a alguien en todo este tiempo, Maggie?

La respuesta era conocida para las tres. Ella nunca había tenido aventuras. Había sido una buena hija, una buena novia y una buena esposa. Y había sufrido decepciones en todos los campos. Y hasta que alguien pudiera prometerle que un romance acabaría bien, pensaba seguir como estaba.

-Estoy aquí para trabajar, señoras. No para divertirme.

-Pero él está aquí, deberías aprovechar...

-No debería aprovechar nada. Final de la discusión -la interrumpió Maggie-. Bueno, a ver, vamos a hablar de otra cosa. ¿En qué estamos trabajando esta semana?

Tom apagó la sierra. El sol primaveral golpeaba su espada y le dolían todos los músculos del cuerpo, incluso algunos que no había sentido nunca. Sudaba tanto, que deseaba haber limpiado el camino para bajar a la playa y darse un chapuzón.

Pero, a pesar de las ramas que había entre él y el mar, se sentía bien. Contento consigo mismo. Y hambriento.

Le sorprendía que Maggie no hubiera bajado a llevarle un sandwich o un café. O con alguna excusa para charlar.

¿Qué estaría haciendo? A lo mejor las musas habían acudido en su ayuda y estaba trabajando en el cuadro, pensó, mientras subía los escalones de dos en dos.

-¡Maggie, tengo fetuccini en la nevera! ¡Prepárate para...!

No terminó la frase al ver que había cuatro mujeres en el estudio. Cuatro mujeres y todas mirándolo.

-Buenas tardes, señoras -las saludó, un poco cortado.

-Hola, Tom. ¿Qué hora es? ¿No me digas que ya es la hora de comer?

-Eso me dice el estómago.

Una especie de mujer fatal con coletas y botas militares se acercó a él entonces.

-Hola, soy Sandra Klein.

-Tom Campbell, encantando de conocerte.

-Perdona, no os he presentado -se disculpó Maggie.

Después de hacer las presentaciones, las tres mujeres lo miraron aún con más interés.

-¿Quieres comer con nosotras? -preguntó Freya.

-No, sólo iba a parar cinco minutos. Hay mucho trabajo que hacer. Voy a sacar la pasta de la nevera y luego seguiré con lo mío. Pero gracias.

-Como quieras.

-Encantado de conoceros.

-Lo mismo digo -sonrió Sandra, coqueta.

Tres horas después, Tom oyó risas en la parte delantera de la casa.

-Dale un beso a las niñas de mi parte -oyó que decía Maggie.

-Claro que sí -contestó Freya.

-Y acuérdate, tienes que averiguar si tu nuevo amigo es un manitas en todo -oyó que decía Sandra, la más joven.

Tom se mordió los labios para no soltar una carcajada.

-Venga, chicas -las llamó Ashleigh-. Nos espera muestro carruaje.

Unos minutos después, Maggie se dio la vuelta y... se encontró de cara con él. Pareció que iba a acercarse, pero no lo hizo, como si algo la detuviera.

Tom la saludó con la mano y ella hizo un gesto con la cabeza antes de volver a la casa. Y durante el resto de la tarde, Tom tuvo que recordarse a sí mismo que estaba allí para trabajar, no para tomar café y charlar con la dueña de la casa.

Aunque le gustaría saber si él era la razón por la que Maggie Bryce se había puesto colorada.