11

Era cerca de la una y media cuando regresé al Chrysler. Este estaba aparcado frente a la jefatura de policía. Wynn había estado de pésimo humor durante todo el camino de vuelta y se alegró de deshacerse de mi. El y el departamento estaban siendo manipulados y él sabia que yo lo sabía. Yo era un recordatorio ambulante y molesto de su impotencia.
Así que Wynn me despidió con un simple «¡Manténgase lejos de mí!» y yo me subí al Chrysler. Compuesto y sin saber adónde ir. Las actividades de la mañana habían sido una entretenida lección de ciencias políticas, pero no había aprendido nada útil, nada que pudiera coger en mis manos como una varita mágica y seguir. Estaba viajando sobre una nube de vapor, sobre corazonadas, y las conjeturas se enlazaban con suposiciones sin base. La falta de pistas a estas alturas del caso me daba dentera.
Me senté descontento en el coche, intentando organizar el resto de la tarde. Inmediatamente me vinieron a la mente dos tareas obvias aunque probablemente inútiles: primero, ponerme en contacto con Johnny Parker y descubrir por qué el difunto Dale Carpenter se había apoyado en su timbre la tarde anterior, y segundo, intentar conseguir la historia completa del recorte del Denver Post. Realmente no esperaba obtener ningún resultado de ambas cosas.
En ese punto sentí hambre, y el turista que había en mí decidió almorzar en Schwab’s Pharmacy, el lugar importante de Sunset donde los que querían trabajar en el cine se sentaban a comer fosfatos, esperando que el Destino de pronto les tocara en el hombro. La rareza de este hecho no perjudicaba al negocio de Schwab; el lugar es una de las sales de espera más concurridas de América.
Cosa sorprendente, la comida es bastante buena. Devoré un bocadillo de carne que no tenía de qué avergonzarse, y pasé otra media hora con el café y tarta de manzana, pasando el tiempo hasta que creí que podría encontrar a Parker en su oficina. Eran las dos y diez y probablemente todavía estaría saboreando su postre de helado y melocotón con Barbara Stanwyck o Pat O’Brien.
Una camarera de unos cuarenta años, con el pelo teñido de rubio y un rostro amable y frustrado, me llenó la taza de café por tercera vez, y luego se puso a hablar con un hombre bajo y gordito que estaba a mi lado.
—Voy a hacer un pequeño papel para la Metro —le dijo—. Una película de Bob Taylor.
—Vaya, es magnífico —dijo el hombre gordo—. Es tremendo.
Era demasiado deprimente, incluso para mí, así que me levanté y hojeé unas revistas durante unos minutos.
A y veinte, pagué la cuenta y le pedí al cajero que me diera un par de dólares en monedas. Al cajero no le gustó, pero me los dio. La tercera cabina telefónica de la izquierda estaba vacía y entré en ella, cerrando la puerta y poniendo en marcha un ruidoso ventilador.
Estaba apilando mis monedas cuando un hombre bien acicalado de unos treinta años llamó al cristal. Abrí un poco la puerta.
—¿Qué le pasa?
—Estoy esperando una llamada de Universal —dijo con airada voz de queja.
—¿No hay otras cabinas libres?
Miró la hilera de cubículos de madera, y luego sonrió y se inclinó hacia adelante.
—Sí, hay una casi al final que puede usted coger.
—Estupendo —le dije—. Llame a Universal y dígales que se ha cambiado. —Le cerré la puerta en las narices y marqué el número de Warner Brothers.
Me había equivocado con respecto a Parker. No estaba almorzando con las estrellas. Ni siquiera estaba en California.
—Míster Parker está en Nueva York para una serie de conferencias —me dijo su secretaria.
—¿Cuándo se espera que regrese?
—Volverá el lunes.
—¿Dónde podría encontrarle en Nueva York?
Me preguntó otra vez quién era yo.
—Le Vine, el detective que está investigando el suicidio de Adrián.
Su voz se hizo conciliadora.
—Oh, lo siento muchísimo.
—No soy pariente, sólo investigador. ¿Podría decirme dónde se aloja míster Parker en Nueva York?
—Me temo que no pueda decírselo —respondió amablemente—, Míster Parker no desea que se divulgue esta información.
—¿Sólo esta vez o en otras ocasiones también?
Al otro lado del hilo empezó a sonar un teléfono.
—Disculpe, míster LeVine, tengo otra llamada. Míster Parker volverá a estar en la oficina el lunes.
—Oiga, esto es un asunto oficial y le ruego me diga dónde...
Pero la secretaria apretó un botón y me dejó dirigiendo mis observaciones a un antipático zumbido. Colgué y volví a coger el receptor, y luego puse otra moneda de cinco centavos.
Respondió la operadora y le pedí que me pusiera con Información de Denver. Tardó un rato, pero finalmente Información de Denver contestó. La conexión era espantosa; tenía la sensación de estar llamando a una pequeña choza en las Rocosas.
La mujer que respondió me preguntó qué ciudad quería.
—Denver, señora. ¿Podría darme el número del Denver Post?
—Claro que sí. Yo compro el Post, ¿sabe?
Me dio el número, le di las gracias y volví a comunicarme con la operadora de Los Angeles. La tarea de leer y repetir el número de Denver, luego mi número, obtener línea con Denver, la espera hasta que Denver contestó, la espera hasta que el Post contestó y, finalmente, la caída de un puñado de monedas en las ranuras adecuadas —todo en nuestra era de las maravillas— duró quince minutos.
Afortunadamente, el asunto se aceleró a partir de ahí. Me pusieron rápidamente con el departamento de la ciudad y un tipo amigable, a diferencia de todos los periodistas que había encontrado en mi vida, me deseó buenas tardes.
—Buenas tardes —respondí yo—. Mi nombre es Jack LeVine, y soy un detective privado que actualmente está trabajando en Los Angeles. De ahí es desde donde llamo.
—Sí, señor. Más vale que sea breve, entonces. Esas llamadas de larga distancia agotan las monedas, ¿no?
—Sin duda. ¿Está por ahí algún reportero policial?
—Está usted hablando con él, Jack. Bud Murray. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Bud, estoy interesado en un hecho que ocurrió en Denver a finales de los años veinte o principios de los treinta, un cargo por violación contra un hombre llamado Pardee.
—¿Fue importante?
—No sé nada del asunto. Pardee también fue acusado de alterar el orden la víspera de Año Nuevo en 1927, en un lugar llamado Big Sky Club.
—¡Diablos, yo altero el orden cada Año Nuevo! ¿Qué clase de tontería es ésa?
—Debió de pasarse de la raya. Aunque básicamente estoy interesado en la acusación por violación, Bud.
—Así de golpe no me suena, Jack. Ocurrió antes de que yo viniera aquí. Estoy en Denver desde que terminó la guerra. Hay casos antiguos muy famosos, por supuesto, pero éste no es uno de ellos.
—¿Hay algún modo de averiguar algo?
—Si no le importa aguardar, podría bajar al archivo y ver si tenemos algún recorte que hable de ello.
—Se lo agradecería.
—De acuerdo. Tenga monedas a mano. Intentaré ir rápido.
Aguardé durante unos cinco minutos, en los que el teléfono se tragó otros sesenta centavos.
Cuando Murray regresó a la línea, había una cierta curiosidad en su voz.
—Es gracioso, Jack. La ficha está vacía. Está la carpeta, pero no hay nada dentro. He preguntado un poco por allí, y un redactor veterano me ha dicho que recordaba vagamente que el caso se remontaba a principios del año treinta y uno. No estaba seguro, pero yo me arriesgaría a creerle; no suele equivocarse.
—Le estoy muy agradecido, Bud.
—¿Tanto como para decirme de qué se trata?
—No; pero ha sido usted una gran ayuda para mí.
—Eso es lo que dicen todos —dijo el periodista afablemente—. De todos modos, si el asunto le lleva hasta Denver pásese por aquí. Siempre me gusta charlar con los detectives de la gran ciudad.
—Es posible que nos veamos. Gracias de nuevo.
Colgué y salí volando de Schwab’s. Aquella carpeta vacía podía ser un accidente, pero me convencí a mí mismo, sin grandes dificultades, de que su contenido había sido extraído. Lo que significaba que el recorte tenía un significado y eso, a su vez, significaba que tenía que encontrar una biblioteca lo bastante extensa como para conservar números atrasados del Denver Post. Por lo tanto, subí al Chrysler y lo dirigí a ese oasis lleno de palmeras de la enseñanza superior, la Universidad de California en Los Angeles.

 

La Universidad de California en Los Angeles era un campus verde y amplio que parecía sacado de un número musical: una escuela situada en la zona del Westwood Village de Los Angeles, al oeste de Beverly Hills. El cuerpo estudiantil consistía en hombres y mujeres jóvenes que parecían haber sido enviados por el Central Casting. Rubias despampanantes de piel inmaculada y piernas bronceadas y musculosas caminaban con energía por el amplio césped, saludando a hombres altos y rubios, sonriendo, perfectas y sencillas. Esa juventud dorada y agradable me daba la impresión de no ser simplemente una nueva generación, sino una nueva variedad en el jardín de la evolución, una especie enteramente nueva.
Para una persona que, como yo, se ha retirado de la universidad en la que los compañeros de clase parecían ranas de piel blanca y con gafas, y cuya experiencia con compañeras era la de un ejército de chicas huesudas que asumían ya el triste aspecto de sus madres, el espectáculo de la Universidad de California era desalentador. Me sentí viejo, feo e invisible. Mientras me dirigía a la biblioteca, las estudiantes parecían separarse al pasar por mi lado como si pasaran al lado de un árbol. ¿Por qué mirar a un pálido judío con sombrero verde teniendo un ejército de guapos chicos entre los que elegir?
No me sorprendió encontrar la biblioteca prácticamente vacía. Tal vez media docena de personas estaban sentadas en la principal sala de lectura del piso bajo, sobre libros de texto y tomando notas. Por su palidez, pensé que eran del este y que se escondían de las radiantes guapuras y la soleada y sexual amistad de los chicos de California. Probablemente, yo habría hecho lo mismo.
No había nadie en el mostrador principal. Tamborileé con los dedos y tosí: una mujer de media edad asomó la cabeza por una puerta abierta que decía «Sólo personal». Salió y se dirigió al mostrador. Era una señora rolliza y jovial, de rasgos pequeños y con una generosa sonrisa.
—¡Hola! —me saludó.
—Buenas tardes, señora. Me interesaría consultar algunos números atrasados del Denver Post.
—Muy bien. —Su modo de hablar no era en absoluto el del medio oeste—. ¿Facultad?
—No, señora. —Saqué mi cartera—. Soy Jack Le Vine, investigador privado de Nueva York.
Abrió los ojos de par en par y luego pestañeó.
—Oooh —exclamó con ternura—. Como Sam Spade, o Philip Marlowe. ¿Es usted uno de esos tipos?
—Algo parecido.
—Vaya, vaya. —Se inclinó sobre el mostrador—, ¿Lee usted a Chandler o a Hammett?
—¿Lee usted libros sobre bibliotecas?
Se echó a reír con tanta estridencia como si le hubiera pasado un plumero por debajo del vestido.
—Me temo que no, es verdad. Válgame el cielo. —Suspiró complacida—. ¿Es un asunto policial, míster LeVine?
—Está relacionado con un asunto policial, sí, señora.
—Está bien. Le haré un pase y se lo presenta a miss Anderson, en el segundo piso. —Frunció el ceño—. El Denver Post —reflexionó—. Probablemente lo tenemos. Tenemos cualquier cosa al este del Mississippi, excepto The New York Times, y si no lo encuentra no habrá tenido usted suerte.
Garabateó en una hoja de papel blanco y me lo entregó.
—Miss Anderson es la mujer del pelo gris. —Bajó la voz en tono confidencial—. Tiene una ligera cojera y un ojo malo.
—¿Un ojo malo?
—Ya lo verá.
Le di las gracias y subí al piso de arriba, repentinamente entusiasmado por la idea de leer un periódico de dieciséis años de antigüedad.
Yo estaba sentado en mi propia mesa, en una sala de lectura pequeña y con cortinas. El lugar estaba vacío salvo por mí y la diminuta miss Anderson, quien insistió alegremente en acarrear la media docena de volúmenes, encuadernados y llenos de polvo del Denver Post qué yo había solicitado.
—Tenga mucho cuidado con esto —dijo en un claro susurro de bibliotecaria—. Pase las páginas despacio y no desde la punta; cójalas cerca del lomo para pasarlas. —Abrió un libro y me demostró la técnica correcta—. Si no lo hace así, las páginas se le desintegrarán en las manos.
—De acuerdo. Le estoy muy agradecido.
—Todo por nuestros hombres de la ley. —Sonrió detrás de las gafas. Su ojo izquierdo tenía un aspecto como de leche—. Si necesita alguna cosa, estoy fuera, en el escritorio. Si no me encuentra allí, mire en la habitación del personal.
—De nuevo, muchísimas gracias.
Asintió con la cabeza, se dio la vuelta y salió de la habitación sin hacer ruido. Cuando cerró la puerta detrás de ella, el silencio de la habitación se hizo más profundo; el único ruido era el somnoliento zumbido de un ventilador. Eso y el susurro de las páginas que volvía cuando empecé mi búsqueda del violador Pardee. /

 

Tardé casi una hora en revisar el mes de enero. Por un lado, cometí el error de examinar todos los artículos, por triviales que fueran; por otro, me vi envuelto en la nostalgia de 1931, deteniéndome a ver los precios, estilos de vestir y de automóviles, cartelera de espectáculos y programas de radio. No podía evitarlo, con el resultado de que perdí más de una hora repasando un mes exento de acontecimientos notables.
Febrero y marzo pasaron más de prisa, pero no obtuve mejores resultados. No encontré nada sobre Pardee. Empezaban a dolerme los ojos y me moría de ganas de fumarme un cigarrillo. Me levanté de la silla, me estiré y salí a la escalera. Bebí un poco de agua, me senté en un escalón y encendí un Lucky. Fue fácil recordar el aburrimiento que me indujo a dejar la facultad.
Volví a mi mesa a las cuatro menos cuarto y empecé a hojear abril. El rancio olor de las páginas y la luz del sol que penetraba por las ventanas me hacían entrar sueño. A pesar de las instrucciones de miss Anderson, empecé a pasar las páginas más de prisa, impaciente por obtener resultados.
Abril pasó sin nada más importante que el inicio de la temporada de béisbol y previsiones de que el Athletics no podría participar en la Liga Americana. Mayo empezó con una polémica sobre demarcación de zonas y un accidente de cinco coches en la interestatal. Pero de repente, el 8 de mayo, mi historia apareció ante mis ojos.
Y qué historia.
El titular decía «HOMBRE ACUSADO DE VIOLACION» y debajo había una fotografía granosa a dos columnas del acusado al ser conducido a la jefatura de policía. El subtítulo decía «James W. Pardee, de veinticinco años, de Sedalia, entrando en la jefatura de policía anoche.»
Entonces era más joven, y tenía aspecto más enojado, pero no podía confundir el rostro de Pardee.
Yo le conocía como Johnny Parker.
«La policía de Denver arrestó anoche a James W. Pardee, de veinticinco años, natural de Sedalia, acusándole de violar a una estudiante de la Central High School el pasado jueves por la noche. Pardee fue capturado en el Big Horn Diner en West Street.
»Los oficiales que le arrestaron, G. A. Charles y C. D. White, dijeron que le habían identificado por una descripción dada por la víctima, de dieciséis años de edad. La policía espera ahora una identificación positiva.
»Según las autoridades de Denver, éste es el segundo arresto de Pardee. Este fue acusado de alterar el orden durante la celebración del Año Nuevo en el Big Sky Club en 1927. Este cargo fue retirado.»
Leí la historia tres veces. Quizás «leí» no sea la palabra correcta; contemplé la página del periódico como una bruja gitana encorvada ante las humeantes hojas de té en una carpa de feria. Intenté realizar un augurio, conjurar una visión a partir de ese fragmento de 1931 en Denver. ¿El rostro de Parker? Adusto, aturdido, pero nada que no fuera usual. Un brazo guiaba a Parker hacia la jefatura. ¿El oficial G. A. Charles? ¿El oficial C. D. White?
¿Clarence White?
Ese era el grande, el que abría las puertas de un caso. Si C. D. White, toro de Denver, era Clarence White, el caza-rojos del FBI ahora metido en la comunidad izquierdista de Hollywood, el asunto estaba claro. Si era cierto, eso explicaba muchas cosas y sugería aún más. White, el hombre del FBI, conocía los antecedentes de Parker en Denver y utilizaba ese conocimiento para hacer que el ejecutivo buscara el apoyo de los escritores comunistas, divulgara la información al Comité Nacional, y causara problemas a Walter Adrián. Larry Goldmark me había dicho que Parker solía ser amigable con Adrián, Wohl y los demás guionistas «progresistas»: ¿qué había ocurrido para que se apartara? ¿La llegada de C. D. White a Hollywood?
Y Dale Carpenter, corriendo a casa de Parker con una carpeta y saludado en la puerta como un portador de tifus, y luego asesinado misteriosamente, su casa revuelta. ¿Por White? ¿Y quién era White? ¿Podría estar tan bien infiltrado que estuviera entre el grupo congregado en casa de Walter la noche del «suicidio»?
Evidentemente, toda mi teoría dependía de la identidad y paradero de C. D. White. Si, en realidad, era el hombre encubierto del FBI, yo podía estar a punto de hacer explotar el caso. Si, por otro lado, C. D. White seguía haciendo su ronda por un barrio de Denver, todo lo que yo tenía era una larga y sangrienta historia de poca monta.
El paso evidente que debía dar era hacer otra llamada a Denver. Abandoné la sala de lectura, le di los volúmenes encuadernados y mis efusivas gracias a miss Anderson, y bajé al sótano de la biblioteca, donde un par de cabinas telefónicas vacías hacían compañía a una máquina de café. Cometí el error de probar el café (una papilla líquida de color marrón, con manchas de leche coagulada flotando en la superficie) antes de obtener línea con la jefatura de policía de Denver.
Respondió una mujer joven. Le pregunté dónde podría conseguir información acerca de un antiguo miembro de las fuerzas de Denver.
—En el departamento de Personal —me dijo, sacando la clavija.
Me puso con el departamento de Personal. Una mujer mayor contestó a mi pregunta sobre C. D. White anunciando cortésmente que esta información no podía darse por teléfono.
—No quiero un historial completo de White, sólo quiero saber si actualmente es miembro de la policía.
—Lo siento muchísimo, pero no podemos transmitir esa información por teléfono.
Cogí con fuerza el auricular hasta que me dolió la mano. Si no me daba esa información, me vería obligado a ir a Denver.
—Señora, está usted hablando con el teniente George Wynn, de la brigada de homicidios del Departamento de Policía de Los Angeles. ¿Me está usted diciendo que tengo que perder un día entero de una importante investigación de un homicidio —alcé la voz— para averiguar si C. D. White es o no es actualmente miembro de la policía de Denver?
Personal se volvió un poco tímido.
—¿Puede repetirme su nombre?
—Teniente Wynn, George Wynn. ¿Quiere comprobarlo? Está bien, pero que Dios ayude al próximo policía de Denver que me pida algo.
Oí que pasaba las páginas de un libro.
—Ah, sí —dijo la mujer alegremente—, aquí está: Teniente George Wynn, Departamento de Policía de Los Angeles.
—Señora, esto es una conferencia.
—Desde luego. ¿Me puede repetir de quién quería información? Me temo que yo...
—C. D. White. Como en Sox.
—Tardaré un minuto, teniente.
Puse seis monedas más de veinticinco centavos en el teléfono, mientras una morena de campeonato con un jersey corto echó sus cinco centavos en la máquina de café. Se agachó para sacar la taza, permitiéndome verle claramente los notables senos de sus diecinueve años. Cuando la chica se irguió, rebotaron y se colocaron firmemente en su lugar. Me pilló contemplándola y esbozó una sonrisa de desprecio.
—¿Teniente Wynn?
—Sí, estoy aquí.
—Según la ficha que tengo, C. D. White ya no pertenece a la policía. La dejó en 1940.
—¿Dice la ficha adónde fue?
—No, todo lo que dice es que abandonó el cuerpo voluntariamente en 1940.
—Entiendo. ¿Y las iniciales significan qué?
—Clarence Depew.
—Muchísimas gracias.
—No hay de qué, teniente. Supongo que entiende por qué dudaba en darle la información inmediatamente. Tenemos normas, como estoy segura de que las tienen en Los Angeles.
—Por supuesto. Gracias de nuevo.
Colgué, muy animado por el éxito. Clarence Depew White era mi hombre. Estaba seguro de ello, como un sabueso con un zapato entre sus babeantes fauces.

 

Una hora más tarde, me encontraba sentado en la cocina de Helen tomando Twining’s English Breakfast Tea con la propia pelirroja, los huraños e irritables Wohl, y Larry Goldmark, que había pasado a dejar algunos guiones de Walter y un cheque de Warner Brothers.
—¿Qué deduce la policía del asesinato de Dale, míster LeVine? —preguntó Rachel Wohl. Tenía los ojos como si los hubiera dejado olvidados al sol, y no habría estado mucho más pálida si se hubiera muerto. Sin embargo, su aire seguía siendo enérgico.
—Creo que están un poco perdidos.
—¿Tiene alguna teoría, Jack? —preguntó Goldmark. El agente estaba masticando chicle y fumando.
Me encogí de hombros.
—Las teorías son baratas. A mí sólo me interesa la muerte de Carpenter en lo que se relaciona con la de Walter.
—¿Cree que están relacionadas? —preguntó Milton Wohl.
—¿Usted no? —solté. Las palabras me salieron en un tono un poco más áspero de lo que yo había pretendido. Wohl dio un respingo y su esposa vino en su defensa.
—No interrogue a Milton, míster LeVine. Ya ha sufrido bastante angustia sin ser tratado como en la jefatura de policía.
Ahora fue Helen la que vino en mi ayuda.
—Rachel, no creo que Jack esté interrogando a Milt; sólo está tratando de llegar a la verdad de todo esto.
El tono de esposa de la observación de Helen no le pasó inadvertido a nadie. Goldmark inhaló suficiente humo para llenar un zepelín y me lanzó una mirada disimulada bastante asquerosa.
—¿Cree que la muerte de Carpenter hace improbable el que Walter se suicidara? —preguntó el agente.
—Desde luego —le respondí.
—Entiendo —dijo, pero no era así—. ¿Por qué?
Meneé la cabeza.
—Tendrán que creerme, el suicidio es algo en lo que no hay ni que pensar.
Rachel Wohl lanzó una mirada a Helen.
—¿Te ha dicho esto antes? —preguntó—. ¿Lo sabias ya?
Helen afirmó con la cabeza.
—Entonces, ¿por qué no nos lo habías dicho? —chilló ansiosa la esposa del guionista—, Por el amor de Dios, ¿no puedes confiar en nosotros? Hay un loco suelto por ahí matando a progresistas, ¿y no se nos dice nada a Milt y a mí? Se supone que tenemos que atender nuestros asuntos y si alguien quiere dispararnos al corazón...
—Cariño —dijo Wohl un poco tímidamente.
—No, no me detengas, Milt —prosiguió ella. Wohl se encogió de hombros y dirigió la vista hacia su taza de té—. Estoy muy dolida. Se nos oculta una información que es casi cuestión de vida o muerte... la única justificación podría ser que somos los primeros sospechosos. Un equipo asesino formado por marido y mujer.
—Rachel, no creo que nadie... —empezó a decir Goldmark.
—¿Qué dice el detective? —mistress Wohl se me quedó mirando fijamente con aquellos ojos colorados y asustados.
—No la culpo por estar inquieta, mistress Wohl —dije con la mayor discreción que pude—. Pero, por favor, entienda que usted y su marido no son «los primeros sospechosos» ni nada parecido.
Milton Wohl levantó la vista de la mesa, con los soñadores ojos ampliados por las gruesas gafas.
—Lo entiendo, LeVine —dijo suavemente.
—Pero ¿y el peligro? —dijo su esposa—. Dejarnos expuestos...
—No corren ningún peligro —dije para tranquilizarla—. A no ser que sepa algo que no me diga.
—¿Como qué? —preguntó Goldmark.
Sacudí la cabeza.
—Eso es lo que me gustaría saber. —Me estaba comportando de modo reservado, desde luego, pero no había razón alguna para compartir lo que había averiguado acerca de Parker y White—. Sin embargo, me parece que Carpenter fue muerto porque sabía algo. En cuanto a Walter, tengo que suponer lo mismo, pero no tengo la más mínima prueba.
—¿Pero está usted seguro de ello? —preguntó Goldmark.
—Sí.
El delgado agente se sirvió un poco más de té.
—¿Por qué?
—Porque no hay otra razón para que fuera asesinado.
Helen había estado mirando pensativa hacia el jardín, con un tenedor en los labios. Se volvió hacia mí.
—A menos que fuera un error —dijo fríamente—, Me refiero a que alguien pensara que Walter sabía algo que en realidad no sabía, o que pensara que iba a hacer algo que en realidad no iba a hacer. O simplemente le confundió con otro.
Dejó el tenedor y encendió un Oíd Gold; todas las miradas estaban puestas en ella. Especialmente la mía. Quizá la dama había dado en el blanco; era posible que la incertidumbre, la falta de claridad en la muerte de Walter pudiera ser explicada por algo tan sencillo como un error.
—¿Qué piensas de eso, Jack? —Helen me preguntó a mí y sólo a mí. Había un ligero destello de triunfo en sus ojos y un poco de alivio en su voz. Si el final de Walter había sido resultado de una equivocación, el aire denso y suspicaz que ella había estado respirando sin duda quedaría aligerado y purificado.
—Pienso que podrías estar en lo cierto —le respondí.
Los Wohl y Goldmark estaban ahora completamente confundidos, pero me importaba un bledo. Ya se enterarían tarde o temprano, si no lo sabían ahora; y su ignorancia era una conjetura. Me levanté y me acerqué a la ventana. Un par de grajos estaban teniendo una confusa riña; ésta terminó después de una ráfaga de plumas de cinco segundos. Me giré y me apoyé en el fregadero.
—Me gustaría preguntarles una cosa —empecé a decir, rascándome la mejilla—. ¿Desde cuándo están ustedes aquí?
Goldmark se encendió otro cigarrillo.
—¿Viviendo o trabajando? —preguntó el hombre.
—Las dos cosas.
—Estoy aquí desde el año treinta y dos —dijo Wohl—. Con Rachel. Mi primera película fue en el treinta y tres: Parada nocturna.
—La recuerdo —le dije a Wohl—. Trata de un autobús que se estropea.
El escritor estaba rebosante de alegría.
—¡Eso es! Dios mío, no creía que nadie se acordara de ella. El estudio sin duda no se acuerda.
—Las he visto todas, buenas y malas. Goldmark, ¿cuándo vino usted aquí? —Lo dije en un tono tan cordial como el de un presentador de concurso.
—En 1937 —respondió el agente.
—¿De dónde?
—Pittsburgh. Era agente de prensa para la radio KDKA y realmente me exprimían. El dinero no estaba mal, pero era Pittsburgh e incluso cuando hace sol todo lo que ves es humo negro. Te hartas.
—Apuesto a que sí. ¿Y luego qué?
—Luego vine directamente aquí y me puse a trabajar con la oficina Morris, la Agencia William Morris. Eso fue en julio de 1937. Durante la guerra trabajé para la Oficina de Información, y abrí mi propio despacho después del día de la victoria en Japón.
—Larry ha sido mi representante desde 1939 —dijo Wohl.
Rachel Wohl afirmó con la cabeza.
—Lo recuerdo —dijo—. Era en la época del Pacto Nazi-Soviético.
—Ninguna conexión, espero —dije en tono agradable.
Goldmark soltó una carcajada, pero los Wohl no encontraron divertida la observación.
Helen ocultó su franca sonrisa con una servilleta.
—El resto del grupo —proseguí—, ¿cuánto hace que están aquí?
—¿Qué significa «grupo»? —preguntó Rachel Wohl fríamente.
—Grupo político.
—¿Cómo es que lo sabe todo? —mistress Wohl preguntó a Helen. Estaba furiosa y temblaba.
—Rachel, por el amor de Dios. —Wohl se levantó y se dirigió con su esposa al otro extremo de la cocina—. Discúlpenos —dijo por encima del hombro.
Goldmark se puso de pie y se acercó a mí.
—¿Cree que fue uno de ellos? —preguntó en un susurro, con el rostro oliendo a colonia a pocos centímetros de mi.
—¿Uno de los Wohl?
—No, no necesariamente. Uno del grupo.
Me encogí de hombros, encerrándome en la ignorancia profesional.
—¿Quién lo sabe? Estoy tratando de hacerme una idea del terreno.
El agente entrecerró los ojos.
—Creía que hacía tiempo que lo sabía.
—Claro que no. Sé muy pocas cosas.
—Me imaginaba que había llegado a la cima, Jack. —Ahora estaba empezando a regañarme—. Que estaba mucho más lejos que la policía.
—No —dije amigablemente—. Me ha sobreestimado usted.
Los Wohl regresaron a la mesa y se sentaron. Rachel Wohl se sonó la nariz y se secó los ojos.
—Realmente no quiero causar más disgustos —les dije a todos—, Pero su grupo, Milt, ¿han estado todos aquí desde 1932 más o menos?
Wohl frunció el ceño y tamborileó con los dedos en el brazo de su silla. Se quedó mirando fijamente el techo.
—Desde 1932 —murmuró.
—Tómese el tiempo que necesite —le dije, dirigiéndome a la nevera. Saqué una botella de soda y me serví medio vaso.
—No —dijo finalmente Wohl—, Se lo diré, LeVine. Carrol Arthur está en Hollywood desde los años veinte y empezó a frecuentarnos en, digamos, 1936. ¿Pero le interesa a usted la duración de su actividad política o desde cuándo están en Hollywood?
—La política es secundaria. Útil pero secundaria. No me hable de política más de lo que usted quiera; comprendo su posición en estos momentos.
Wohl lanzó una mirada cortante a Goldmark, quien apagó el cigarrillo y encendió otro. Todos estaban electrizados por la ansiedad.
—Se lo agradezco, LeVine —dijo Wohl, jugando con los restos de un pastelillo que quedaban en un plano frente a él—. Carroll Arthur, finales de los años veinte, como le he dicho. Sig Friedland es un refugiado austríaco. Vivió en Inglaterra durante un par de años y vino aquí en... 1941. —Miró a su esposa—, ¿Fue en el cuarenta y uno?
Ella dijo que sí con la cabeza.
—En el cuarenta y uno lo más pronto, el cuarenta y dos como muy tarde.
—Está bien —dije—. Siga, Milt.
—Bien, Dale Carpenter está aquí desde los años treinta —prosiguió el escritor—, pero su compromiso político data de principios de los años cuarenta.
—Desde la invasión —dijo mistress Wohl.
—¿Qué invasión? —pregunté.
—Desde que Hitler invadió la Unión Soviética —me dijo Wohl—. El Pacto Nazi-Soviético fue una jugada pragmática, para ahorrar tiempo, pero en aquella época causó una conmoción en la comunidad progresista. Mucha gente se salió, y casi nadie se unió a ella.
—¿Pero las cosas se animaron cuando los alemanes entraron galopando en Rusia? —pregunté.
—Por supuesto —Wohl estaba un poco más relajado, contento de estar hablando de historia en lugar de hacerlo sobre asesinatos—. La gente se dio cuenta de que Stalin había estado comprando tiempo. Con los Aliados retrasando el establecimiento de un segundo frente, al parecer contentos de dejar a los soviéticos sufrir enormes pérdidas... bueno, el Pacto Nazi-Soviético, mirando hacia atrás, fue un gran acierto. La gente se despertó.
—Henry cambió las cosas en ese punto —interpuso mistress Wohl.
—Ya lo creo. Cuando Henry llegó, nos proporcionó una gran ayuda —coincidió Wohl.
—¿Están ustedes hablando de Henry Perillo? —pregunté.
—Eso es —dijo Wohl—, Henry no sólo poseía una gran cantidad de conocimientos teóricos, sino que tenía mucha práctica en cuanto a organización. Su experiencia con sindicatos fue de un valor incalculable.
Volví a sentarme.
—Pero ustedes también pertenecen a un sindicato, ¿no? —pregunté.
Wohl sonrió.
—Existe una gran diferencia entre el Gremio de Escritores y los sindicatos de trabajadores. Nosotros todavía estamos en pañales.
—No tanto —dijo Goldmark.
—En cualquier caso —dije, volviendo la conversación a lo que me interesaba—, ¿Perillo vino tarde a Hollywood?
—Durante la guerra, ¿verdad, cariño? —el escritor preguntó a su esposa—. ¿El cuarenta y tres o cuarenta y cuatro?
—A finales del cuarenta y tres —dijo mistress Wohl.
—Vaya, vaya —dije resueltamente—. ¿Tienen idea de dónde estaba antes?
Los Wohl se miraron y no supieron qué decir.
—¿No era Denver? —preguntó Goldmark—. Recuerdo vagamente algo acerca de Denver.
Rachel Wohl, con la taza de té en los labios, afirmó enérgicamente con la cabeza.
—Tienes razón. Larry tiene razón, Milt. Estuvo organizando sindicatos en Denver.
—¿Así que estuvo en Denver hasta 1943? —pregunté.
—No lo creo —dijo Wohl—. Estuvo viajando. Pero eso entra en un terreno del que tendría que hablar él mismo.
—Por supuesto —le aseguré—. ¿Pero dice usted que él dio vida al grupo cuando llegó?
—Definitivamente —dijo mistress Wohl—. Amplió nuestro campo de acción, estaba muy involucrado en el movimiento del Frente Popular, pero siempre tuvo muy claro el objetivo final que todos perseguíamos: un mundo de justicia económica.
—¿Dirían ustedes que era el líder? —pregunté.
—Nosotros no tenemos líderes, míster LeVine —dijo Wohl tranquilamente pero con cierta fuerza—. Henry nos ayudó a aclarar nuestros pensamientos.
—Y a pesar de haber llegado relativamente tarde, ¿fue aceptado sinceramente? —proseguí. Pero había hecho una pregunta de más.
Los ojos de Wohl adquirieron una expresión incierta.
—¿Sospecha algo de Henry Perillo, míster LeVine? Si es así, me gustaría que nos lo dijera.
Era hora de recoger mis cosas y escabullirme.
—No sospecho de él más que de otro. —Encendí con indiferencia un Lucky—. Sólo que al ser el último en llegar a Hollywood, su pasado contiene un mayor número de interrogantes.
—Henry es intachable —dijo mistress Wohl.
Sacudí la cabeza.
—Señora, ni siquiera yo soy intachable.
Se oyó una leve risa. Nadie se tiró por los suelos, sólo hubieron risitas y sonrisas de alivio. Helen empezó a retirar los platos, y me sentí complacido de ayudarla. Esto hizo que Goldmark y los Wohl se levantaran.
—Helen, nos vamos —dijo Wohl.
La pelirroja se volvió hacia los amigos de su marido.
—¿Qué puedo decir? —les dijo—. Por cuidarme, por molestarse en hacerme de niñera... Soy una compañía muy aburrida, lo sé.
Wohl le dio un beso.
—Chist —dijo afectuosamente—. Eres una chica buena y lo estás haciendo muy bien. —Me miró—. ¿Qué piensa usted de la valentía de esta chica, LeVine?
—Es estupenda —le dije.
—¿Lo ven? —saltó Wohl, casi alegremente—. Y él es uno de esos detectives tercos.
—No es tan duro —dijo Helen con una sonrisa.
Wohl se echó a reír, pero su esposa se me quedó mirando fijamente con una mezcla extraña de aversión y temor. Le di la mano.
—Siento haberla trastornado. No era en absoluto mi intención.
—Lo sé —respondió no muy convencido; luego se volvió y dio a Helen un beso de cumplido.
—¿Irás a casa de Zack esta noche? —preguntó Goldmark a Helen.
—Probablemente —respondió ella.
—Estupendo. Nos veremos allí. —El agente le dio un beso.
Hubo un coro final de despedidas mientras Helen acompañaba a los tres hasta la puerta principal.
Mientras Helen cerraba la puerta y volvía a la cocina, yo había revisado la agenda de teléfonos y encontrado la dirección y número de Henry Perillo, copiándolos en una caja de cerillas.
Helen se enroscó en el banco. Yo me apoyé en el fregadero.
—¿Quién es Zack? —pregunté—. ¿Y qué ocurre esta noche?
—Zack Gross, el productor. Celebra una fiesta-reunión, o algo así, aparentemente para discutir los progresos del HUAC.
—¿Vas a ir?
—Me gustaría, si me acompañases.
—Primero tengo que hacer un recado. ¿A qué hora empieza?
—A las nueve. ¿Cuál es el recado?
—Tengo que ver a un tipo.
—Eso es muy útil, Jack. —Dio una palmadita en el banco—. Siéntate aquí conmigo un minuto.
Así lo hice y recibí un abrazo como premio.
—¿Cómo te ha tratado la policía? —Helen me preguntó.
—No he perdido ningún diente.
—Ya lo veo —dijo suavemente—, ¿Vas a contarme algo? —Helen estaba empezando a molestarse y realmente no podía reprochárselo, pero estando el caso en un punto tan delicado, me parecía una tontería llenarla de detalles. Eso sólo la pondría más nerviosa.
—Creo que he descubierto algo, pero tengo que averiguarlo. Confía en mí.
—No es cuestión de confianza, Jack. No me gusta no saber las cosas. Es peligroso.
—También lo es saberlas.
—Vamos, Jack, no juguemos con las palabras.
—Está bien. ¿Qué es exactamente lo que quieres saber?
—¿Qué piensa la policía?
—No piensa. Tiene las manos atadas. El FBI es quien se encarga del espectáculo.
Helen abrió los ojos de par en par.
—¿De veras? ¿El FBI?
—De veras. Un hombre del FBI llamado Clarence White está encargado del asunto. ¿Has oído alguna vez su nombre?
Dijo que no con la cabeza.
—No.
—Eso es lo que creía. Ahora, de verdad, tengo que irme.
Helen me abrazó y me apretó con fuerza.
—Un minuto más, Jack.
Se irguió y me besó ligeramente, luego con un poco más de fuerza, mordisqueándome el labio inferior.
—Todavía me quedan treinta segundos —susurró.
Se apretó más contra mí y mi cerebro empezó a emitir todas las señales apropiadas. Las luces verdes se encendieron y el tanque empezó a burbujear. Pero LeVine es un chico cumplidor.
—Se ha terminado el tiempo —dije, librándome de ella con un beso final en la ceja—, Te aseguro que no quiero irme, pero es importante.
—Primero me provocas y luego te vas —dijo con una mueca—. ¿Me recogerás a las ocho y media más o menos?
—Lo intentaré, pero si no tienes noticias mías, digamos, a las ocho y cuarto, ve con los Wohl y nos encontraremos allí. ¿Cuál es la dirección de Gross?
—St. Cloud, número 384. Está en Bel Air.
—¿Es muy elegante eso?
—No lo creerás. Es increíble. Gross se casó con el dinero e hizo mucho él mismo; ha producido muchas grandes películas.
—Pero está metido en política.
—Sí, pero es cuidadoso. Un tipo liberal.
Helen se pudo de pie y me acompañó al vestíbulo. Recogí mi sombrero del armario.
—Como siempre, no dejes entrar a nadie que no conozcas —le dije.
Helen se apoyó en el marco de la puerta; parecía una adolescente despidiendo a un compañero de estudios.
—¿No me vas a decir adónde vas?
—No te preocupes.
Me miró a los ojos y, de repente, todos los indicios de la adolescente se desvanecieron; reapareció la viuda que buscaba venganza.
—¿Sospechas de Henry Perillo, Jack?
Al diablo.
—Sí, sospecho de él.
Helen miró el suelo, con los brazos cruzados, y dejó que su cerebro absorbiera la noticia. Luego levantó la vista, compuesta y tranquila.
—Estará en la fiesta esta noche —dijo.
—Está bien. Si crees que no puedes hablar con él sin que ello te produzca un tic, evítale.
Apretó su hermosa boca.
—¿Piensas realmente que es Henry? No puedo creerlo.
—Tengo sospechas, pero nada importante. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Helen me abrió la puerta.
—Intenta volver pronto, Jack. Me gustaría ir a casa de Zack contigo.
—Lo intentaré. Escucha la radio, relájate.
—Cuídate.
Nos besamos y salí de la casa. Ella se quedó en la puerta y yo me volví para decirle adiós con la mano. Estuvimos un buen rato así, sin ganas de que me fuera.