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Walter Adrián había sido nominado para los Premios de la Academia en 1937 y 1942, por dos películas de las que probablemente habrán oído hablar: Extra de tres estrellas y Corazón amado. La primera era una película divertida y ruidosa acerca de un periodista extraordinario que rompe un círculo del crimen y consigue un buen ascenso y unas vacaciones pagadas. Había muchos tiros, persecuciones en coche y policías estúpidos; el tipo de película que a mí me gusta. Corazón amado trataba de una guapa y joven maestra de escuela que moría de una espantosa enfermedad desconocida, de la clase que se manifiesta con piel muy blanca y discursos muy largos. La vi en el Roxy, rodeado por tantos sollozos que pensé que me había metido en un funeral, un funeral que había sido inexplicablemente precedido por una función de teatro. Odié la película, odié a Walter por haberla escrito, y me odié a mí mismo por haber pagado para verla. Trataba la muerte como algo que ves en un huevo de Pascua, y la muerte no es así; es algo desagradable, incómodo y enorme.
Sea como sea, Walter había conseguido las nominaciones, pero no los Oscars. En realidad no los merecía. Su otra distinción era que había sido mi compañero de clase y amigo en el City College de Nueva York, y a diferencia de mí se había graduado. Se convirtió en periodista y luego en guionista de cine. Yo me convertí en un tipo que vivía en Sunnyside, Queens. Y ahora, en 1947, el día de San Valentín, nos pusimos en contacto profesionalmente porque Walter Adrian pensaba que le estaban siguiendo.
Hacía años que Adrian y yo habíamos hablado por última vez. No hubo ruptura, nada tan dramático, sólo la inevitable separación de los amigos que llevan un tipo de vida completamente distinto. Yo dejé la escuela en 1927 y Walter obtuvo su diploma en el 28. El trabajó en el Daily News durante cuatro años, época en la cual almorzábamos con frecuencia en el Old Seidelburg, en la Tercera Avenida, un lugar frecuentado por los chicos de la prensa. En 1932, vendió una historia a la Paramount Pictures y tomó un tren hacia el Oeste para ver cómo era Hollywood. Lo vio y no regresó. Nos escribíamos irregularmente, y luego dejamos de hacerlo. En 1940, me topé con Adrian en la Quinta Avenida. Llevaba un abrigo de pelo de camello y una gorra de tweed, iba bien afeitado y con un buen corte de pelo, y parecía satisfecho; tenía todo el aspecto de un joven escritor de éxito. La mujer que iba con él tampoco estaba mal, pero no creo que estuviera en la línea literaria. Adrian me abrazó y me golpeó la espalda; me pidió el número de teléfono y dijo que teníamos que vernos, beber unas cervezas y hablar de los viejos tiempos.
Nos reunimos siete años más tarde. Era hacia el final de la tarde del día de San Valentín, y yo estaba sentado en mi oficina de Broadway escribiendo a máquina un pesado informe sobre el seguimiento de un importador argentino llamado Carlos Teitelbaum. Oí que se abría y se cerraba la puerta de la oficina exterior y levanté la vista. Vi a Adrian que estaba de pie, inseguro, en recepción, sosteniendo en sus manos un sombrero de fieltro gris.
—¿Jack? —preguntó con cautela. Luego sonrió con satisfacción—. Hola, Calvete.
—¡Vaya! Walter de Hollywood —grité—. Entra, coge número.
Adrian entró tímidamente en la oficina interior y yo me levanté para saludarle. Esta vez no me golpeó en la espalda, sólo me estrechó la mano y se hundió cansadamente en la silla demasiado blanda que está frente a mi mesa. Tenía un aspecto horrible. Su rostro delgado y anguloso estaba contraído y de color gris, los ojos azules eran vidriosos, y la boca, un poco demasiado grande, parecía indolente y malhumorada. Walter llevaba el pelo largo; se le rizaba alrededor de las orejas y le llegaba hasta el cuello de la camisa. Me pilló mirándolo y se lo alisó con las manos.
—No lo digas. Tengo un aspecto asqueroso.
—Tienes un aspecto asqueroso. ¿Cómo es que has venido?
Se encogió de hombros.
—Cosas que pasan. No has cambiado nada, Jack. Sinceramente, tienes un aspecto estupendo. ¿Cuándo nos vimos por última vez? ¿Antes de la guerra?
—En 1940. En la Quinta Avenida, frente a Saks. Era por Navidad y tú llevabas un montón de paquetes, incluyendo a una rubia. Muy bonita, lo recuerdo.
Adrián no se acordaba.
—¿En 1940? —Entonces se acordó—. Ah, ella. —Sonrió para sí mismo, satisfecho—. Una actriz principiante.
—Me lo imaginé.
—Fue después de mi primer matrimonio. Me he vuelto a casar, ¿sabes? Con una chica increíble, Helen. Tiene casi diez años menos que yo, treinta y uno, pero es mucho más madura. —Hablar de ella le devolvió un poco de color al rostro—. ¿Tú no estabas casado cuando te vi?
—Algo así. Pero ahora, no.
—¿Qué ocurrió?
No tenía ganas de contárselo ni de oírlo yo. Estar casado con un detective privado no es divertido; es peligroso y el dinero apesta. Se empieza por discusiones triviales y luego empeora.
—Cosas que pasan —dije yo.
—De acuerdo. Sólo tenía curiosidad.
—No es muy interesante. El típico alejamiento. ¿Quieres café?
Dijo que sí y luego encendió una clase de cigarrillo extranjero con un aroma semejante al que desprendería la faja de un levantador de peso. Dio una chupada y bostezó. Serví dos tazas de café, le di la suya, y saqué un Lucky del bolsillo de mi camisa. Bebimos y fumamos en silencio, como si presentáramos nuestros respetos a la memoria de nuestra amistad. Fue un momento lleno de tensión: realmente ya no nos conocíamos.
Walter debió de pensar lo mismo.
—Ha pasado mucho tiempo, ¿verdad?
—Mucho tiempo, Walter. —Miré por la ventana, al patio interior. Los oficinistas de Fidelity Insurance permanecían ante los archivos, desgranando otro día de insulso trabajo. Me giré en la silla.
—¿Vas a decirme cuál es el problema, Walter, o se supone que tengo que descubrirlo?
Adrián parpadeó y pareció molesto, no conmigo, creo, sino por el hecho de tener un problema. Se inclinó hacia adelante y apagó el cigarrillo en un cenicero que yo había robado en Marruecos.
—Me están siguiendo, Jack. Por todo Nueva York. —Levantó la cabeza—, ¿Qué deduces de ello?
—Un par de calcetines. ¿Qué quieres decir con qué deduzco de ello? Nada. Necesito tener algunos datos. Las preguntas pertinentes son desde cuándo, por qué y por quién.
Adrián meneó la cabeza.
—Ojalá pudiera responderte, Jack. Quién y por qué no tengo la más mínima idea; desde cuándo es, hace unos cuatro días.
—¿Cuándo llegaste a la ciudad?
—Hace una semana. —Se acordó de las reglas de cortesía—. Quería llamarte, Jack, para cenar...
Levanté la mano.
—No sigas, Walter. Esto es una visita de negocios.
—Negocios, amistad. He venido a ti porque me conoces y yo te conozco. Podemos ser sinceros y confiar el uno en el otro.
—Para. Los dos somos grandes tipos. ¿Por qué estás en Nueva York?
Cruzó las piernas y empezó a mover la derecha.
—Escribí una obra teatral: Hijastro del destino. —Sonrió antes de que yo pudiera decir una palabra—. Sé que el título es horrible, pero es una obra buena. El regreso del soldado enfrenta a la familia. Evidentemente, quiero que se represente aquí. He estado viendo a algunas personas con dinero, pero hasta ahora no he conseguido nada.
—¿Nada? ¿Un guionista de cine excelente? Es difícil de creer.
—No es tan infrecuente. La gente de teatro en el Este desprecia a los guionistas de cine. Están resentidos por el dinero que ganamos y nos arrinconan profesionalmente. Dicen que no sabemos escribir con seriedad, que estamos comprometidos para siempre.
—¿Y ése es el motivo por el que no encuentras a nadie que respalde tu obra?
Adrián se movió en su asiento, con aspecto malhumorado.
—Es la única razón que tiene sentido para mí —dijo, entrelazando los dedos.
—¿Y las razones que no tienen sentido? —pregunté—. ¿Tienes alguna de éstas?
—No. —Fue un «no» frío y definitivo, como el que suele preceder a la palabra «pasar».
—Perfecto —le dije a Adrián. Al diablo con ello, no tenía sentido apremiarle—, ¿Qué quieres de mí?
—Descubrir por qué me están siguiendo.
—¿No tienes una pista?
—Ninguna —respondió categóricamente.
—¿Ex esposa o algo así? Piensa, Walter. No estoy tratando de ser entremetido, sólo que seguir a alguien puede tener su origen en algo que uno puede creer trivial u olvidado.
Fingió que pensaba en ello, y luego sacudió la cabeza enérgicamente.
—Nada, Jack. En cuanto a mi ex esposa, recibió una pensión para alimentos, y grande, durante tres años. Luego volvió a casarse. No existe ninguna razón para que se interese por mis asuntos.
Sacudí un pequeño reloj Krupa que tenía sobre la mesa. Adrian era tan comunicativo como un inodoro, pero no creí que actuara así por malicia. Eso era lo que me molestaba: es de los que tienen buenas intenciones y te empujan en la azotea.
—Básicamente, lo que me estás pidiendo es que siga al tipo que te está siguiendo a ti, descubra quién le paga y por qué.
—Eso parece correcto —dijo Walter vagamente. Estaba pensando en otra cosa cuando lo dijo, y luego se levantó bruscamente—. ¿Estás ocupado esta noche, Jack?
—No.
—¿Qué te parece si cenamos en Lindy? ¿A las seis y media? Sólo quiero volver al hotel y darme una ducha. —Sus ojos imploraban que dijera que si, y eso hice.
—A las seis y media.
Acompañé a Adrian hasta la puerta. La abrió y de repente me cogió con fuerza del brazo.
—Jack, si cometiera un error muy grande, ¿saldrías en mi defensa?
—Depende del error y de la defensa.
Sonrió y sus ojos se tranquilizaron. Por primera vez desde que había llegado, Adrian estaba en la misma habitación conmigo.
—Sabía que lo harías —dijo, y se fue.
Volví a mi mesa y puse los pies en el antepecho de la ventana. Los empleados de Fidelity estaban cogiendo sus abrigos y haciendo cola ante el reloj de marcar. Sentí una angustia conocida y deseé salir con ellos y tomar el metro hacia casa, a reunirme con mi esposa, los niños y el perro. La cena, las páginas deportivas, la radio, gritar un poco a los niños, y acostarme con mi dulce y servicial mujer. Nada de grandes e imposibles demandas.
Contemplé a los oficinistas mientras salían y me pregunté acerca de las posibles dimensiones del error de Walter Adrian, seguro de que me estaba metiendo en otro lío terrible.
Adrián había llegado antes que yo y me estaba esperando frente, a Lindy, más alto que la mayoría de la gente que entraba en el restaurante. Era una noche sorprendente para el mes de febrero, cálida, húmeda, y ventosa. Las rachas de aire revolvían el pelo del guionista de cine que permanecía de pie, bien abrigado en su impermeable, como el capitán de un barco en una fuerte tormenta.
—¿Por qué no me has esperado dentro? —le pregunté.
Adrián se encogió de hombros y empujamos las puertas giratorias para entrar en el interior profusamente iluminado. Lindy era un famoso lugar de encuentro de gente de cine, jugadores y fabricantes de ropa que creían que encajaban en las dos primeras categorías. El pastel de queso era legendario, pero en realidad Lindy no me gustaba en absoluto; estaba lleno de actores, profesionales y aficionados, que se despreciaban mutuamente y fingían apreciarse. La camaradería y la cordialidad eran tan auténticas como una chimenea eléctrica.
Conseguimos un reservado cerca del fondo y pedimos dos copas. Adrián tenia un aspecto mejor, después de haberse afeitado, cambiado de ropa y refrescado.
—¿Dónde le has dejado? —pregunté.
—¿Dejar a quién?
—Al que te sigue.
Llegaron nuestras bebidas. El camarero, gordo y de pelo gris, quería saber si estábamos preparados para encargar la cena. Cuando dijimos que no, refunfuñó y se fue.
Brindamos con nuestros vasos.
—Por la vieja amistad reanudada —dijo Adrián con los ojos resplandecientes. Parecía muy contento.
—Por el crimen —respondí yo, sorbiendo con delicadeza mi bourbon con hielo—. ¿Dónde has dejado al que te sigue?
—No me sigue nadie, Jack. Me lo he inventado antes.
Abrió el menú y se puso a estudiarlo.
—No te sigue nadie —dije despacio, como para confirmarlo. Estaba sorprendido y no lo estaba—. ¿Quieres explicarme por qué me has dicho que te estaban siguiendo, Walter?
Adrián no levantó los ojos del menú.
—No te enfades, Jack. Necesito tu ayuda. —Por fin me miró—. Pero no podía llegar y contártelo todo. Necesitaba saber cómo me sentía contigo, tenía que charlar y ponerme cómodo. La confianza es muy importante en estos asuntos.
—¿Qué asuntos?
—Asuntos como éste para el que necesito tu ayuda. Cuando me has preguntado cuál era el problema, te he dicho lo primero que me ha parecido plausible. Se me ha ocurrido lo de que me seguían. Lo utilicé en La calle del asesinato. —Sonrió—. Te he engañado.
—No es muy grave.
El camarero volvió y no se fue hasta que encargamos la cena. Walter y yo optamos por el asado de ternera. El camarero nos arrancó el menú de las manos y se alejó.
—De acuerdo, Walter, esta vez en serio: ¿cuál es el problema?
El escritor terminó de beber el manhattan y tosió un poco, enrojeciendo.
—Es una larga historia —empezó a decir—, Esto es, los antecedentes.
—No hay historias cortas en mi profesión.
—¿Tendrás paciencia, pues?
—Tengo paciencia incluso con los extraños, Walter.
Se sintió conmovido por mi observación. Sus ojos se humedecieron un poco y asintió con la cabeza.
—Lo sé, Jack. Por eso estoy hablando contigo. —Adrián se frotó la comisura de los ojos—. De acuerdo. El resumen es que mi carrera está arruinada.
—¿Y sin resumir?
—Sin resumir es que no sé por qué.
—Está bien, deja que vea si lo entiendo —dije—. ¿Arruinada significa que no consigues trabajo?
—Es muy complicado, Jack. Son indirectas, rumores, sensaciones que tengo. Además de problemas reales que estoy teniendo con Warners.
—¿Qué tipo de problemas?
—Problemas de contrato.
Adrián se puso en la boca uno de esos horribles cigarrillos extranjeros y lo encendió. Le ofrecí un Lucky.
—Por Dios, Walter, eso huele que apesta. Fúmate un buen Lucky americano.
Adrián sonrió y apagó su cigarrillo, aceptando uno de los míos. Encendí los dos.
—Estos problemas de contrato —prosiguió el escritor, sacando humo por la nariz son algo muy extraño, Jack. Estoy en la nómina de Warners desde 1938 y es la primera vez que tenemos problemas.
—¿No quieren renovar tu contrato?
Sacudió la cabeza bruscamente, para interrumpir mis preguntas o para dejar la conversación hasta que el camarero, que estaba poniéndonos los platos de sopa de cebada, se fue. Cuando éste estuvo lo bastante lejos para no poder oírnos, Adrián se inclinó hacia adelante y susurró:
—Nos están dando problemas con el dinero.
—¿Y «nos» significa tú y quién más?
—Mi agente, Larry Goldmark. —Adrián tomó una cucharada de sopa, de la que se le escurrió un poco por la barbilla—. Los hechos son así: mi actual contrato expira el seis de abril, y hemos estado renegociando desde diciembre. Yo estaba cobrando dos mil quinientos dólares a la semana y pedimos tres mil quinientos. —Miró la cebada que flotaba en la sopa, repentinamente turbado por las grandes cantidades de dinero de las que estaba hablando.
—Me parece justo —dije—. Del modo como se han disparado los precios, ¿cómo esperan que alguien viva con dos mil quinientos a la semana?
Adrián no encontró divertida mi observación. No esperaba que lo hiciera.
—No me toques las narices, Jack —dijo, fríamente. El humor del escritor era tan impredecible como el de un niño—. Posiblemente no puedas entender el papel del dinero allí.
—Entiendo el papel del dinero en cualquier parte, Walter. Compra cosas: pantalones, automóviles, piernas de cordero, sexo, filetes o pescado, gente.
—No, Jack —prosiguió, decidido a hacerme comprender ese punto—. En la industria del cine, el dinero es un indicador simbólico de tu categoría. Te mide y determina tu posición social y profesional. Exactamente y hasta el centavo. Escucha, sé que las cifras son indecentes e inexplicables. En un mundo en el que hay gente que vive y muere en las calles, en el que hay niños en las capitales de Europa que pasan hambre, en el que los recolectores del Sur trabajan desde la madrugada hasta el anochecer por salarios miserables y ridículos, que haya personas que ganen un cuarto de millón de dólares al año por escribir novelas y basura es asqueroso. En una sociedad decente, en una sociedad en la que todos fuéramos iguales, esto no sucedería. Lo sé, Jack.
Adrián había levantado la voz y subrayaba sus palabras golpeando con la cuchara en la mesa. Una rubia platino que estaba en la mesa de al lado y su compañero, un hombre gordo con un cigarro verde en el rostro, nos espiaban mientras fingían que miraban el menú.
—Me has quitado las palabras de la boca, Walter —le dije—. Ahora, ¿por qué no vas un poco más despacio y me dices exactamente cuál es el problema? Trataré de mantener mi agudeza al mínimo.
El escritor se echó hacia atrás en el asiento y removió ociosamente la sopa con la cuchara, formando pequeñas olas en el plato.
—Sabes, Jack —dijo en tono paternal—, los estudios utilizan los dólares para colgar etiquetas a la gente: Gran Estrella, Estrella en Declive, Primer Actor, Escritor Importante, Escritor en Descenso, Escritorcillo. Es muy consciente y muy, muy cruel.
—¿Y crees que tú estás en descenso?
—Eso es lo que las negociaciones me dicen. Y estoy desconcertado, herido y sorprendido. He hecho un trabajo excelente para Warners en los últimos dos años. El comando de Berlín dio unos beneficios de tres millones de dólares. El chico de Brooklyn dio dos setecientos. Eso es mucha pasta.
—No tienes que venderme nada, Walter.
—Primero, se comprometieron en tres —prosiguió Adrián, cada vez más de prisa—. No era lo que pedíamos, pero bueno, estaba bien. Nunca consigues lo que pides, por eso lo pides. Así que aceptan y cuando estamos a punto de firmar nos dicen que dos mil quinientos.
Nos trajeron el humeante asado y retiraron los platos de la sopa. El camarero quiso hacer algunos chistes malos a nuestra costa, empezando por «Hay cientos de platos en el menú y estos dos tipos encargan asado de ternera. ¿De dónde sois, de Cleveland?» No le hicimos ningún caso y se fue de mal humor.
—Siempre los mismos jodidos camareros —murmuré.
Walter volvió a coger el hilo de la conversación, como si hubiera estado conteniendo el aliento.
—Estábamos bastante desconcertados con los dos mil quinientos, pero al día siguiente se habían reducido a dos mil doscientos. ¡Como una liquidación en el mercado! Estaba a punto de partir hacia Nueva York y me sentía medio loco, como puedes imaginarte. ¿Qué sucede que de repente es como si tuviera la peste? Mi agente dijo a Warners que podían quedarse con los dos mil doscientos. Ellos le dijeron que fuéramos razonables y aceptáramos.
—¿Dan alguna razón para esto?
—¿Razones? —bramó. La rubia platino y el caballero del cigarro verde se giraron. Walter se sonrojó y bajó la voz—. ¿Razones? Un montón de excusas, del tipo que dan cuando quieren que sepas que sólo son burdas excusas. Están preocupados por la televisión, tienen que atar los cabos, es muy complicado.
—Walter, esto no tiene sentido. Eres un guionista famoso, haces ganar mucho dinero. Si Walter Brothers está tratando de hundirte, vete a otra parte. Encontrarás unos estudios que te paguen lo que quieres, ¿no?
Adrian comía trocitos de carne.
—No lo creo —dijo—. No es el momento. Mi agente ha hecho algunas llamadas: Paramount, Metro, Fox, Selznick. Pero no podía decir abiertamente que Warners estaba intentando suprimirme. Fue una expedición para ver cómo estaba el terreno: habló vagamente de que Walter Adrian quería obtener más libertad. Todo lo que consiguió fue que le hicieran cumplidos y le dieran largas.
Comimos en silencio durante un rato, Adrian deprimido y LeVine hambriento. La carne era magra y aromática. Cuando terminamos, encargamos pastel de queso con fresas, y café, para completar una comida de lo más excelente.
—Entonces, ¿cómo está el asunto ahora, Walter?
—¿Ahora? —El escritor se pellizcó el labio, retorciéndolo con los dedos—. Ahora, apenas está. El agente me dijo que me mantuviera firme, que si no cejábamos, Warners al final nos daría lo que queríamos. Así que me vine al este por lo menos con un poco de paz en el espíritu. Anoche llamé a la costa. —Miró fríamente hacia el frente—. El mercado ha vuelto a bajar: han descendido a mil setecientos cincuenta. Y esto es un insulto, puro y simple.
—Si tú lo dices.
Los músculos de la mandíbula de Adrian se movieron en silencio y furiosamente.
—Jack, por favor, comprende —dijo, enfadado y con precisión— que las cantidades son simbólicas. Las cifras significan que quieren que me vaya.
—De acuerdo. Ahora, la pregunta es ¿por qué?
—No tengo ni la más remota idea.
Nos trajeron el pastel de queso; la tristeza y la desesperación desaparecieron. Nos comimos nuestra ración con el éxtasis de los fanáticos religiosos que dejan disolver las hostias de la comunión en la boca. Cuando los últimos bocados iniciaron su recorrido hacia nuestros respectivos estómagos, nos recostamos en la silla y encargamos más café. Walter fue lo bastante amable para ofrecerme un puro habano, y yo lo bastante listo para aceptarlo. Lo encendimos y permanecimos sentados, exhalando humo como dos princesas exiliadas. Un ayudante negro retiró los platos.
—Un trabajo pesado, ¿eh? —preguntó Walter al chico, en un tono de falsa camaradería.
—Sí, señor —respondió en voz baja, sin levantar los ojos de la bandeja.
—¿Crees que mil setecientos dólares a la semana es un mal salario, chico? —pregunté, alegremente.
Entonces sí que levantó la vista. Tenía la tez clara, y era sólo un muchacho, dieciocho años a lo sumo.
—¿Mil setecientos? —preguntó con una tímida sonrisa—. ¿Cada semana? —Se echó a reír—. No, creo que está muy bien. ¿Tiene un empleo así?
—No, pero este tipo tiene uno y quiere dejarlo. —Señalé a Walter.
—Entonces está loco.
—Eso es lo que estoy tratando de decirle.
El chico se rió y se alejó con la bandeja llena de platos sucios. Walter estaba lívido, como yo sabía que estaría.
—¿Qué diablos significa eso? —preguntó—. No sabía que disfrutabas humillando a tus amigos.
—Te diré lo que ocurre, Walter. Golpeo en los puntos débiles. Por ahora es un instinto. Mira, la cuestión es que no creo que estés siendo sincero conmigo. Has venido a mi oficina para sondearme y decirme que alguien te estaba siguiendo. Eso era la paja, pero puedo comprenderlo. Pero ahora se supone que te sientes cómodo conmigo y sigues sin ser sincero. Eso es lo que no me gusta.
—Estoy siendo sincero, Jack.
—No lo eres. No puedo creer que no tengas ni una sola pista en cuanto a por qué Warners Brothers está empeñado en deshacerse de ti. ¿Qué es, Walter? ¿Un ataque a la moral? ¿Te pillaron probándote uno de los vestidos de Virginia Mayo? ¿Has intentado algo con alguien que se supone no debías, como la hija de Warner o Minnie Mouse? ¿Qué es? Una pista, una sugerencia es todo lo que quiero. Aun en el caso de que no estés seguro, dime tus sospechas.
—No se trata de moralidad, Jack. Estoy absolutamente seguro de ello.
—Y es evidente que no se trata de incompetencia, ya que tus películas han dado mucha pasta.
—Un elevado porcentaje han dado beneficios, Jack. Puedes comprobarlo en Variety.
—Oh, lo creo, Walter —le dije—. No queda mucho, excepto política del estudio y enemistad personal.
El escritor asintió vagamente.
—Tengo algunos enemigos allí —dijo lentamente, como si estuviera ordenando sus pensamientos—, pero ¿no los tenemos todos? En Hollywood hay pandillas como en todas partes, probablemente más porque es una comunidad insular. Están los antiguos residentes, el dinero de antes, el elemento progresista... —Arrastró la voz y su mirada se hizo distante.
—Entonces es cuestión de política —dije con calma.
Adrian me miró y podría asegurar que estaba intentando decidir hasta dónde podía llegar conmigo.
—En sentido general, puede que tengas razón, Jack. —Sopesó las palabras cuidadosamente. Las rectificaciones fueron mínimas—. Hay rumores de que podrían ser malos tiempos para las personas como nosotros.
—¿Quiénes son «nosotros»? ¿Los judíos?
—Las personas con ideas progresistas. Las personas que se preocupan un poco por el mundo, por los sufrimientos de la humanidad, por la dirección del gobierno. —Los ojos del escritor se encendieron—. Por Dios, Jack, ¿no te acuerdas en 1927, en el City, cuando explotó el caso Sacco-Vanzetti, la angustia de nuestra generación? Era lo único en lo que podíamos pensar, era una vertiente, una línea divisoria. ¿Qué escribió Dos Passos? «Éramos dos naciones.» Fue una gran revelación. —Adrian se inclinó sobre la mesa, con su rostro a pocos centímetros del mío—. ¡Teníamos tantas ideas sobre cómo iba a ser el mundo, Jack! ¡Dios mío, lo que llegamos a soñar! Éramos unos inocentes, claro; nuestras ideas eran embrionarias, indisciplinadas, pero nuestros instintos eran correctos. Todavía cometo errores, me entrego demasiado, pero lo sigo intentando. —Meneó la cabeza pensativamente—. El problema es que hay tanto que aprender y el mundo cambia tan de prisa que verdaderamente no puedes estar al corriente de las cosas. Pero eso no puede impedirnos que nos preocupemos o pensemos profundamente en las fuerzas que hacen funcionaba los gobiernos. Particularmente con estas terribles armas para la guerra que tenemos ahora. Un movimiento equivocado y todo estalla. Y los Estados Unidos no compartirán el secreto. Por eso, ahora más que nunca, la gente que quiere un mundo mejor no puede ser ahuyentada.
Los ojos de Adrian se habían vuelto brillantes e intensos, conmovidos por su propia oratoria. Me aclaré la garganta.
—Dime si me equivoco —empecé a decir—, ¿estás diciéndome que has hablado demasiado y te critican por ello?
—Ojalá lo supiera.
—Está bien. ¿Tienes que decirme algo más?
—Nada más.
—¿Has hecho alguna vez algún trabajo para el Tío Joe Stalin? Antes era muy popular, Walter. Mucha gente inteligente lo hizo.
Adrián se inclinó tan hacia adelante en su silla que prácticamente estaba fuera de ella.
—Yo sólo he trabajado para la gente del mundo —dijo—. Créeme, Jack.
Esto era todo lo que necesitaba oír. La parte de mi cerebro que más me gusta me dijo que alejara a Adrián de mi vida. Era confuso, evasivo, y estaba rodeado de problemas. Pero estaba tan asustado y era una presa tan fácil para cualquiera, que supe que tenía que subir al bote con él, aunque estuviera agujereado. Tenía la sensación de que Adrián iba a necesitar mucha ayuda, el tipo de ayuda que no podría conseguir de sus agentes o managers. Además, me dije a mí mismo, los últimos meses habían sido bastante aburridos: seguir a ése, seguir a aquél, permanecer en tal vestíbulo. Para qué, ¿para ganar un dólar? Cualquier vendedor de zapatos puede ganar un dólar, piensa LeVine.
—¿Me estás pidiendo que vaya a la costa, Walter?
Afirmó con la cabeza.
—Exactamente, quiero que descubras las razones precisas y los motivos que hay detrás de todo este problema. No sé gran cosa, Jack, pero sé que es grave.
—Y no estás siendo hábil conmigo. ¿Realmente no sabes por qué te están haciendo esto?
Puso una mano encima de la mía.
—Confía en mí.
Confié en él y si esto no aleja a LeVine de la sala de la fama de los detectives privados, nada lo hará. Adrián convino en pagarme el viaje en avión hasta la costa y trescientos dólares más gastos por una investigación de diez días, a empezar el siguiente miércoles, al cabo de una semana. Extendió un cheque por el importe del billete de avión.
—Te reservaré una habitación en el Camino Real y haré que tengas un coche esperándote allí. Toma un taxi en el aeropuerto.
—Bien —doblé el cheque y me lo puse en la cartera.
Adrián asintió con la cabeza y se quedó un poco turbado, con las manos juntas en el regazo.
—Nunca había contratado a un detective. —Sonrió puerilmente.
—Te acostumbrarás —le dije—. Es como contratar a un criado.
Volvió a asentir con la cabeza y h como no teníamos nada más que decirnos levantamos y pagamos la cuenta.
En la calle, una multitud de gente fluía hacia las funciones de las ocho treinta. Adrián y yo permanecimos con las manos en los bolsillos.
—¿Te vas a casa, Jack?
—Sí. Voy andando hasta Times Square y cojo el tren Flushing.
—¿Pasan con regularidad los trenes?
—El Flushing va bastante bien.
Adrián se sacó la mano del bolsillo y la extendió para darme un último apretón. Se la estreché.
—Bueno, te veré dentro de una semana en California. Te trataremos como a un rey. —Adrián estaba intentando infundir un poco de alegría a la misión, pero estaba demasiado lleno de temores y dudas para conseguirlo.
—Allí estaré, Walter.
—Estupendo. Yo me iré mañana. —Apretó con fuerza mi mano—, Y gracias por ayudarme, Jack. Creo que sabes lo mucho que significa para mi.
—No me des las gracias. Me pagan bien por este trabajo.
—Sé que no lo haces por el dinero.
No estaba seguro de que fuera así y no dije nada. Permanecimos en la calle, incómodos, sin querer separarnos pero turbados por la presencia del otro. Finalmente, yo hice el gesto.
—No te preocupes, Walter. Estoy seguro de que lo solucionaremos de la mejor manera.
Me dio unas palmadas en el hombro y me encaminé hacia el sur, hacia Broadway. Cuando hube recorrido una manzana, me detuve junto a una farola y me giré. Walter Adrián seguía frente a Lindy, alto y bien vestido, y solo.