9
El pedazo de papel decía Mockingbird Lane
número 20, y desde la casa de los Adrian se tardaba quince minutos
en coche. O eso se debería tardar, según Helen. Me encontré
conduciendo en lentos círculos durante otros quince minutos, antes
de encontrar el pequeño cul-de-sac junto
a Doheny.
Mockingbird era una pequeña calle,
densamente arbolada, con quizá media docena de casas grandes a cada
lado. Las casas parecían ser de origen reciente; aquí había venido
el dinero recién hecho, con planos de arquitecto, bulldozers amarillos y amplios ventanales. Junto a
varias de las casas todavía quedaban montones de tierra; una de
ellas sólo estaba construida en sus tres cuartas partes.
El número 20 estaba al final de la calle, la
cual moría detrás un montón de hormigón y alambre y dominaba una
sorprendente vista de Beverly Hills. Aparqué el Chrysler junto al
mirador y me bajé. Había dejado de llover y el cielo se estaba
aclarando; habían aparecido algunas estrellas. Me acerqué a la
valla y miré hacia el tranquilo resplandor de Beverly Hills. Podía
ver dónde terminaban las luces de neón del Strip y dónde empezaban
las mudas y nacarinas luces de las calles de Hills. Los Angeles.
Todavía no me parecía estar allí. Durante dos días, había estado
vagando en una casa de la risa, perdiéndome, olvidándome de la
misión. Todo lo que sabía era que Walter estaba muerto y que había
sido comunista, y que su muerte era lo suficientemente importante
como para que el FBI y el Congreso entraran en acción. Aparte de
esos hechos y de que habían atentado contra mí en dos ocasiones, no
sabía absolutamente nada.
Me giré y empecé a subir las dos docenas de
escalones en espiral que conducían a la casa de Carpenter. Era una
construcción de estilo ranchero, con dos niveles, que se alzaba a
la derecha de una piscina cubierta. Cuando llegué arriba de las
escaleras, eché un vistazo a la piscina, salpicada por la brisa y
brillante por las luces que había debajo del agua. La casa tenía el
aspecto de las del sudoeste, estaba construida con agudos ángulos
salientes de madera de pino natural que sugería altiplanos, cactus,
y un firmamento sin nubes. Unos cuernos de toro adornaban la puerta
principal, clavados en una aldaba. Tiré de los cuernos hacia abajo
y llamé dos veces.
Esperé. Las luces estaban encendidas dentro
pero no oí ningún movimiento hacia la puerta, ni tampoco ruido de
agua en la piscina. Me miré los zapatos y volví a llamar. Más
silencio. Otro golpe de los cuernos y luego llamé a Carpenter. Mi
grito pareció vacío. Seguí esperando. Quizás estaba en la cama, con
una actriz o una joven trabajadora del rancho. Necesitaría tiempo
para ponerse la bata, las zapatillas...
Después de llamar por cuarta vez, probé a
abrir la puerta. No estaba cerrada con llave y se abrió mostrándome
el salón.
El lugar era un caos absoluto.
Todo había sido revuelto y registrado:
sillas, cojines del sofá, utensilios para la chimenea, papeleras,
botellas de licor, vasos de vino, libros, papeles, carpetas y
sobres, todo estaba esparcido con la lógica de un huracán a lo
largo y a lo ancho de la habitación revestida en madera. Sólo un
par de revólveres de empuñadura dé nácar, dos bellezas de cañón
largo de hacia 1860, permanecían sobre la chimenea sin haber sido
tocados de sus soportes.
Entré en la habitación y cerré la puerta
tras de mí. Aquello estaba tan silencioso que podía oír mi propio
pulso. Pasé junto a una mecedora caída y observé los destrozos. El
trabajo había sido realizado frenéticamente, lanzando los objetos
con furia de una habitación a la otra, como la pala de la chimenea,
que estaba a seis metros de ésta bajo una estría que había hecho en
la madera de la pared. Recogí la pala y noté que pesaba bastante.
Alguien había tenido mucha prisa o se había quedado muy
decepcionado, o ambas cosas.
Carraspeé y llamé a Carpenter otra vez,
esperando respuesta pero sin recibirla. Me llevé la mano al Colt
que descansaba pacíficamente bajo mi axila izquierda, y eché a
andar por el pasillo que conducía al resto de la casa.
La primera puerta a la izquierda era un
cuarto de baño. La ducha todavía goteaba y la tapa de la cisterna
estaba entreabierta. Al lado del cuarto de baño había un dormitorio
para invitados. Del armario habían sacado trajes viejos, colgadores
y bolsas llenas de bolas antipolillas. El colchón había sido
levantado y arrojado sobre los pies de la cama de latón. Cajones,
camisas y ropa interior habían sido lanzados por el suelo. Sali de
la habitación y seguí por el pasillo. Era como visitar un museo del
caos.
Lo extraño era que el dormitorio principal,
una habitación grande y aireada con puertas de estilo francés que
conducían a un patio, estaba tan perfectamente limpio y arreglado
como si la doncella hubiera acabado de cumplir con su tarea. Había
dos explicaciones para este hecho: una llegada repentina había
asustado a los intrusos, o los susodichos intrusos habían
encontrado lo que buscaban.
Abandoné la habitación y salí al pasillo.
Este se desviaba de ese lugar en ángulo recto, tenía cuatro
escalones y conducía a la piscina a través de una puerta de vidrio
que estaba abierta. En la piscina había duchas, con letreros que
decían «Potrancas» y «Sementales», un largo bar con taburetes de
mimbre, y una amplia ventana que daba a Beverly Hills. Si esto era
comunismo, a mí me parecía bastante bien.
Otra puerta de vidrio corredera llevaba a la
piscina. Salí afuera y seguí un camino de losas que daba la vuelta
a unos arbustos de azaleas. Me condujo directamente a la
piscina.
Era una bonita piscina; el agua parecía
tentadora, con la suave brisa que rompía su superficie azul
formando rizos iluminados. Franjas de luz rielaban sobre ella y las
hojas caídas giraban lentamente en un remolino cerca del trampolín.
Una bomba, alojada en un cobertizo de madera, zumbaba
mecánicamente. El cielo seguía aclarándose, y las estrellas eran
cada vez más brillantes; habría sido una noche magnífica para una
fiesta. Pero el anfitrión no se encontraba muy bien. Dale
Carpenter, sentado en una silla de lona junto a la piscina, estaba
tan muerto como Luis XIV.
No tan muerto, exactamente. Luis llevaba una
gran ventaja a Carpenter quien, a juzgar por las apariencias, había
fallecido pocas horas antes. Pero eso son sólo sutilezas; el
vaquero estaba completamente muerto, herido de bala en el pecho,
sin ningún director por allí que gritara «¡corten!» y sin ningún
encargado de vestuario para sacudirle el polvo de los pantalones
cuando se levantara del suelo. Esto era real: estaba sentado en una
silla junto a su propia piscina, vestido con bañador a cuadros y
una, chaqueta de toalla amarilla; amarilla con manchas rojas. Tenía
las rodillas llenas de rasguños; parecía claro que había sido
devuelto a la silla después de haberse caído. También parecía claro
que había sido matado por un buen profesional: dos disparos habían
hecho el trabajo y uno habría sido suficiente. Eran dos blancos en
el corazón. Carpenter tenía los ojos abiertos y estaba apoyado en
el costado de la silla, como si estuviera escuchando una historia
divertida.
Pensé en todo aquello y pronto asomaron en
mi mente unas cuantas ideas: el que me había golpeado en la cabeza
había visto a Carpenter entrar en casa de Parker con el sobre de
papel manila. El actor sin duda había descubierto algo de
importancia y se lo había llevado a Parker, por motivos que yo
ansiaba conocer. Había hablado con Parker y regresado a su casa,
siendo observado todo el rato. Cansado y tenso por los
acontecimientos del día, Carpenter se había puesto su bañador y
había ido a tomarse un refrescante baño. Cuando salía de la
piscina, apareció un tirador y le mató. La casa había sido
registrada; después de rebuscar en el salón y el dormitorio de los
invitados, el intruso o intrusos habían encontrado lo que buscaban
y se habían ido.
Pero quedaban algunos interrogantes: ¿Qué
había en el sobre que el vaquero llevaba? ¿Por qué había ido a ver
a Parker? ¿Estaba siendo vigilada la casa de Parker? ¿Seguían a
Carpenter? ¿Me seguían a mí? Juraría que a mí no me habían seguido;
es algo que suelo notar. Pero realmente no importaba mucho;
Carpenter estaba muerto y Parker seguía siendo la clave de todo el
asunto. Y empezaba a dudar de las esperanzas de vida de Parker
también; cuando el actor había llamado a su puerta, no había
parecido sólo asustado sino aterrorizado. Yo no lo estaba tanto.
Era casi medianoche, hora de volver con Helen, hora de dejar a
Carpenter y llamar a la policía. Anónimamente, claro. Encontrar un
cadáver ya me había causado suficientes problemas; si seguía así,
me convertiría en el pavo más rollizo de los de Homicidios.
Me fui por donde había venido, pero antes
saqué un pañuelo y borré las huellas de lo que había tocado. Por
supuesto, con ello podía destruir pruebas, pero no estaba dispuesto
a dejar mis huellas por todo aquel lugar. Además, la
profesionalidad con que habían matado al actor me llevaba a creer
que lo había llevado a cabo gente que hacía estas cosas con
guantes. Como Mickey Mouse.
Después de cerrar la puerta principal, bajé
las escaleras a través de un pasadizo flanqueado de verdes
arbustos. Estos estaban recortados formando exóticas parábolas, sin
que un solo tallo estuviera fuera de lugar. Sólo un pedazo de papel
perdido rompía la simetría, un trozo que había anidado en las ramas
más bajas, cerca de la parte inferior de las escaleras. Siendo como
soy un tipo curioso, me agaché y recogí el papel.
Era un recorte de periódico, viejo. Estaba
amarillento e incompleto, y sus bordes gastados indicaban
desintegración más que rotura. Fui al Chrysler y lo leí mientras
estaba tumbado en el asiento delantero.
«El arresto de Pardee por violación
—empezaba— es su segundo delito registrado, según las autoridades
de Denver. En 1927, fue acusado de perturbar el orden durante una
fiesta de Año Nuevo en el Big Sky Club, un incidente que...» Y eso
era todo.
Le di la vuelta y vi que decía «POST», pero
no había ninguna fecha. Quizá no era nada, sólo algo que había
volado de un camión de basura que pasaba, pero se me encendió la
luz roja. Detente. Piénsalo bien. Olvídate del camión de basura.
Digamos que esto se ha caído de una carpeta que llevaba un hombre
que corría escaleras abajo, digamos, hace un par de horas. Digamos
también que el hombre acababa de cometer un crimen y estaba
demasiado preocupado para notar que el papelito se le caía de la
carpeta o del sobre.
Me guardé el recorte en el bolsillo, seguro
de que valía un montón de puntos.
Telefoneé a la policía de Los Angeles desde
una cabina de Sunset, y luego inicié el camino de regreso a Sherman
Oaks, siguiendo las peligrosas curvas de Mulholland Drive. Tardé
más tiempo de lo que había previsto y de repente me sentí ansioso,
terriblemente inquieto por Helen, que estaba sola en aquella enorme
casa de Escadero. Quería que las cosas fueran más aprisa, pero eso
era pedir un viaje de regreso al este en el vagón de equipajes; por
tanto, tomé las curvas lo mejor que pude, furioso conmigo mismo por
haber dejado a Helen tan vulnerable. El estado de mi mente era cada
vez más agitado, rayando lo frenético, y empecé a hacer acrobacias
con el coche como un conductor borracho, frenando, chirriando los
neumáticos en las curvas (yendo prácticamente sobre dos ruedas en
una curva terrible cerca de Franklin Canyon) en una carrera en
solitario contra mi imaginación febril.
Y además estaba cansadísimo, al final de un
largo, sórdido y frustrante día, en el que mi propia muerte casi
había sido intercalada entre el funeral de Adrián y el asesinato de
Carpenter. Me habían golpeado en la cabeza, había hecho el amor con
la esposa de Walter y ahora, finalmente, me había derrumbado.
Entré en Escadero Drive a casi cien por
hora, y dejé las ruedas marcadas en el suelo cuando apreté a fondo
el pedal del freno. El Chrysler se detuvo con un chirrido y tuve
que alargar una mano para evitar incrustarme en el tablero. Salté
del coche y corrí hacia la casa. Sólo se veía una tenue luz a
través de una ventana de las escaleras, pero el piso de arriba
estaba muy iluminado. Subí las escaleras realmente asustado,
temblándome las piernas mientras llamaba a la puerta. Llamé dos
veces en rápida sucesión.
—¿Jack? —oí que Helen llamaba desde el
interior.
—¡Sí! —Mi voz era tan inestable como mis
rodillas, las cuales temblaban de alivio y cansancio. Había perdido
las fuerzas.
Helen abrió la puerta, viva y bien.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó. Entré y empecé
a subir las escaleras, fingiendo no haberla oído. No podía
más.
Me dirigí por el pasillo hacia el estudio,
pero Helen había trasladado mis cosas a la habitación principal.
Cuando entré en su habitación, me ofreció una toalla.
—Inspección a mediodía —me dijo.
Me lavé rápidamente, me quité la ropa y me
desplomé en la cama, acurrucándome bajo la sábana como un niño.
Helen entró y me envolvió con sus brazos.
Estuvimos un rato así, como un par de
embriones crecidos.
—Te he echado de menos —susurró ella.
Mi respuesta fue un gruñido y me hundí aún
más bajo la sábana. Los párpados se me cerraron como piedras y me
quedé dormido antes de que Helen tuviera tiempo de apagar la luz.
Antes de que tuviera ocasión de preguntarme por Dale
Carpenter.
Le di la noticia a Helen a la mañana
siguiente, antes de que ella leyera el periódico. Me pareció que se
lo tomaba bien.
—Oh, Dios mío —dijo, y luego suspiró. Se
llevó la uña del pulgar a su adorable boca y la mordisqueó.
Estábamos sentados en algo llamado un rincón
para el desayuno, un soleado ángulo de la cocina de los Adrián en
el que habían construido un banco rojo. En los antepechos de las
ventanas había macetas con geranios y un grupo de grajos estaba
celebrando una pequeña fiesta en el jardín. El cielo era azul y el
sol me calentaba la espalda atravesando la ventana. Era una mañana
espléndida. Helen, con su bata de flores, y yo, con los pantalones
color canela y la camisa deportiva azul, inclinados sobre las tazas
de porcelana, podíamos haber estado posando para un anuncio en
Better Homes and Gardens. Masticando
educadamente nuestras tostadas francesas-CLICK, girándonos para
observar a los grajos-CLICK, discutiendo planes para el día-CLICK.
Una hermosa pareja, beneficiarios de la generosidad de América, que
han hallado su lugar en el sol: un radiante rincón para el desayuno
en California.
—¿Le encontraste muerto? —preguntó.
—Sí. Pero eso es entre tú, yo y los
geranios.
—¿Llamaste a la policía?
—Desde una cabina en Sunset,
anónimamente.
Helen bajó la cabeza y se quedó mirando su
café. La luz del sol hacia casi opaca su tersa piel y convertía su
rojo pelo en una corona. Una lágrima se quedó en la punta de su
nariz, colgando frágilmente durante un segundo, y luego cayó
silenciosamente en su taza. Se pasó las manos por el rostro y
lloró.
—Jack, esto es terrible.
Lo era. La cogí por la curvatura del brazo y
le di un suave apretón.
—Esto apesta, Helen. Está podrido. ¿Estabais
tú y Walter muy unidos a Dale?
Helen siguió tapándose la cara, pero dijo
que no con la cabeza. La dejé llorar. Al cabo de un minuto o dos
paró, apartó las manos de su rostro y me miró con las mejillas
húmedas y los ojos brillantes. Se sonó con una servilleta de papel,
haciendo tanto ruido que los dos sonreímos.
—Dios mío, Jack —dijo, cogiéndome la mano—.
Qué estancia estás teniendo. Fuimos muy amables invitándote.
—Ha sido un estímulo. Me estaba empezando a
aburrir en Nueva York, pero esto ha sido un poco más de lo que
había previsto.
—Quizás ahora se calmen las cosas.
—Tal vez, pero no apostaría por ello. —Me
serví un poco más de café—. Háblame de vuestras relaciones con
Carpenter.
—No estábamos muy unidos a él. Le veíamos
con los demás del grupo, claro, pero nunca individualmente. No era
muy brillante; era serio pero elemental, ¿sabes? Siempre estaba
descubriendo cosas que todos los demás sabían desde hacía años y
haciendo gran barullo sobre ellas. Como que la compañía de
electricidad estaba engañando a la gente o que algún político local
era un tramposo. Cosas de este estilo.
—Conozco el tipo.
—Pero básicamente era un tipo dulce, muy
sincero. No estoy muy segura acerca de su vida sexual. Nadie lo
estaba, creo. Pero eso es igual aquí, ni siquiera lo piensas dos
veces. —Se quedó reflexionando—. No es probable que sea uno de esos
asesinatos, ¿verdad, Jack?
—¿Quieres decir de esos en los que un tipo
se lleva a casa a un marinero que resulta ser un psicópata? No lo
creo. El viaje de Carpenter a la casa de Parker, el modo en que
había sido registrada la casa, esto... —Saqué mi cartera y extraje
el recorte de periódico que hablaba del hombre de Denver llamado
Pardee—. Encontré esto en los setos de la casa de Carpenter, y
presumo que se cayó de un sobre o de una carpeta que el asesino
llevaba al bajar las escaleras.
Helen cogió el recorte y lo examinó con
atención, dándole la vuelta, leyéndolo dos veces, moviendo los
labios. Después de estudiarlo por tercera vez, levantó la vista sin
que su rostro mostrara emoción alguna.
—¿Qué piensas que es? —preguntó.
—Quién lo sabe. Supondré que es una pista
hasta que descubra otra cosa.
—¿Así es como trabajan los detectives?
—Así es como yo trabajo. —Estaba alardeando
y Helen lo sabía. Sonrió.
—Mi pequeño Sherlock Holmes.
Me cogió la mano y la besó. Eso no había
ocurrido desde hacía mucho rato.
Permanecimos sentados en el rincón para el
desayuno con las manos cogidas, y todo lo que yo quería realmente
era echarme a Helen al hombro y llevármela a mi casa de Sunnyside.
Entonces empezó a sonar el teléfono.
Helen se levantó y respondió al
teléfono.
—Sí, sí está. —Me señaló a mí—. Veré si
puedo encontrarle. —Dejó el teléfono sobre la mesa y susurró—: La
policía.
—Oh, mierda. —No podía tomarme un
descanso.
—¿Quieres que les diga que te has ido y no
volverás hasta la noche?
—Al diablo. Tendré que hablar con ellos
tarde o temprano.
—¿Sobre Dale?
—Seguro. Sólo espero que sea breve.
Mi amigo Wynn estaba al otro lado del
teléfono.
—Siento molestarle en una mañana tan
hermosa, LeVine.
—No se preocupe. Estaba empezando a pensar
que yo ya no le gustaba a usted.
—¿Ha visto los periódicos?
—No. Estaba desayunando con mistress Adrián.
¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
—Somos la policía. Sabemos cosas.
—No estoy seguro de seguir su lógica.
—Me reiré en otro momento. Oiga, LeVine,
Dale Carpenter, el actor, ha sido asesinado.
Conté hasta cinco en silencio.
—Cielo santo. ¿Cuándo?
—En algún momento ayer por la noche. Eso es
lo que dice el médico forense. Recibimos una llamada anónima hacia
la medianoche y le encontramos muerto junto a su piscina.
—¿No ha sido suicidio esta vez?
—No es tan divertido. Nos gustaría hablar
con usted esta mañana.
—¿Quién es «nos»?
—Gente. Usted es el que hablaba de asesinato
en el caso Adrián. Parece que este asunto está relacionado con él,
aunque eso debe quedar únicamente entre nosotros. En realidad, me
sorprende que ninguno de los amigos de mistress Adrián la haya
llamado al ver los periódicos. Me sorprende mucho.
—Podría ser que sus amigos no quieran
molestarla al día siguiente del funeral.
—¿Qué ha ocurrido, míster LeVine? —gritó
Helen, acariciando la taza de café con sus largos dedos. Era
realmente extraordinaria.
—En seguida se lo cuento, mistress Adrián
—le grité a mi vez—. Disculpe, Wynn. Esto no será divertido.
¿Cuándo quiere verme?
—Ahora son las nueve y quince minutos. Le
quiero aquí a las diez.
—Gracias. Pensé que me haría correr.
—Deje de causar molestias. A las diez y
cuarto como muy tarde.
Wynn colgó el teléfono. Helen estaba
radiante.
—¿Ha estado bien lo que he hecho?
—preguntó.
—Eres una caja de sorpresas. —Me senté a su
lado—. Era nuestro amigo el teniente Wynn. No podía creer que no
supiéramos lo de Carpenter. Quizás todavía no lo crea, pero gracias
por intentarlo.
—¿Crees que me podrías admitir como socia,
Jack? —Helen sonrió al decir esto, pero la pregunta era un tren de
carga de más de un quilómetro de largo, que transportaba dudas,
vacilaciones y esperanzas a través de un paisaje nuevo y extraño.
Recordé otra vez que ésta era una mujer cuyo marido había muerto
dos días y medio antes.
—¿Quieres ser detective?
Se encogió de hombros.
—Creo que me gustaría pasar más tiempo
contigo, pero estoy confundida.
—Yo también. Así que dejemos que las cosas
sigan su curso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Me cogió la mano y me la apretó.
Sonó el timbre de la puerta y Helen se
levantó.
—Serán los Wohl —dijo—. Van a pasar el día
conmigo. ¿Quieres verles?
—Ahora no.
—Entonces vete por la puerta de atrás. Si
preguntan, les diré que la policía quería verte.
Me dio un beso como de esposa en la ceja y
se fue a abrir la puerta principal. Yo sali por la cocina al
jardín. Este tenía un aspecto y un olor tan rico y limpio como el
día en que las primeras criaturas se deslizaron y nadaron hasta las
fangosas orillas de la tierra y empezaron a torcer las cosas.
Esperé un poco y luego fui hasta la parte delantera de la casa, en
donde me metí en el Chrysler y arranqué. Tenía curiosidad por
descubrir exactamente lo que los policías se estaban imaginando. En
contrapartida, estaba preparado para no decirles ni una sola
cosa.