6

Mistress Adrián me saludó en la puerta, vestida con un sencillo traje negro atado a la cintura con un cordón anudado, con las mangas como alas que colgaban de sus delgados brazos. Una única sarta de perlas adornaba su cuello, y de sus lóbulos colgaban unos pendientes de concha. Tenía un aspecto maravilloso, demasiado maravilloso. Sus ojos eran transparentes y su sonrisa radiante, como si la tormenta, sorprendentemente, hubiera pasado. Inmediatamente después de una gran pérdida, existe cierta recuperación, durante la que el superviviente se queda sorprendido por lo bien que está encajando el golpe. El superviviente no se da cuenta de que el aturdimiento le ha aislado de sus propios sentimientos, que los circuitos emocionales se han desactivado. Cuando cesa el aturdimiento y se restablecen los circuitos, el dolor es muy fuerte. Supuse que ése era el caso de Helen Adrián. Y estaba equivocado. No del todo, pero bastante equivocado. La dama no encajaba en los estados de pesar pronosticables.
—Me alegro de verle, Jack. —Me abrazó con fuerza.
—¿Ha tenido muchas visitas?
—Muchísimas —respondió, cogiendo mi sombrero y lanzándolo al armario.
Entramos en el salón. Rechacé su ofrecimiento de beber algo y ella se sirvió un poco de jerez.
—Primero, fue imposible hacer que los Arthur se fueran. —Se dejó caer cómodamente en el sofá y dio unas palmadas a un cojín para indicarme que me sentara a su lado. Así lo hice.
—Pensé que era muy amable por su parte quedarse, aunque los dos iban bastante cargados —dije, situándome a una respetable distancia de la dama, quien no lo advirtió.
—Sí, fue muy amable, e iban muy cargados, sí —dijo—. Si no se hubieran quedado, probablemente me habría ido a casa de los Wohl. No podría haberme quedado sola aquí anoche. Pero el problema era que los Arthur estaban peor que yo, borrachos y aterrorizados. Esta mañana hemos desayunado juntos: Carroll tenía resaca y estaba malhumorado, mientras que June no dejaba de mirarme, esperando que me entrara la histeria.
Me sonrió y yo sonreí con ella. Quizás estaba un poco demasiado tranquila un poco demasiado pronto, pero qué mujer.
—Así que les he echado lo más rápido que he podido —prosiguió, quitándose los zapatos y enroscando los pies bajo ella—. Pero luego el teléfono no ha dejado de sonar y la gente ha empezado a llegar, trayendo comida suficiente para un regimiento. Muchas cestas de fruta, pero no las he aceptado. Desde que murió mi madre, cuando yo tenía once años, he asociado las cestas de fruta con la muerte. Lo hacen con buena intención, pero convierten la casa en una sala de funerales, ¿no cree?
—Es cuestión de gustos. Pero en realidad yo nunca he perdido a nadie, no por muerte, es decir, nadie cercano. Mis padres todavía viven y están bien; no soy un experto en tragedias familiares.
—Dios mío, yo sí lo soy. —No había amargura en la voz ni autocompasión—. Mi madre, cáncer. Yo tenía once años, como le he dicho. Mi padre volvió a casarse, con una agradable dama que habla demasiado —sonrió—, como yo. El tuvo un ataque al corazón el año pasado, estuvo enfermo un par de semanas, suficiente tiempo para que yo regresara a Utica a verle, y luego murió. A mi hermano mayor Steven, Steven Fletcher, le mataron en Anzio. Ahora esto.
Se hizo un silencio que nos unió. Algunos silencios separan a las personas, otros las acercan. Llenan los vacíos y los vacíos se entremezclan formando un sentimiento intuitivo mutuo. Es casi sensual.
—Es usted una mujer fuerte, mistress Adrián.
Asintió con la cabeza con actitud distante.
—Sí, lo sé, pero estoy cansada de serlo. —Se acarició y despeinó el largo cabello rojo—, Ser fuerte tiene muchas desventajas; todo el mundo confía en que seas esa cosa imperturbable, irrompible. Ni siquiera eres humana. Y sientes deseos de derrumbarte realmente, sólo una vez, caer en la postración y tener a alguien que te ampare. Todo mi matrimonio fue así; esto es sólo su prolongación lógica. —Frunció los labios y enarcó las cejas, como si esperara una pregunta acerca de su matrimonio. La tuvo.
—¿El matrimonio salió mal?
—No es que saliera mal, sólo que era pobre. Probablemente hubiéramos continuado durante un tiempo más. En realidad no lo sé. —Tomó un buen sorbo de jerez—. Yo no quería presionarle, él era tan variable, tan frágil. Por eso nadie pone en duda su suicidio; Walter era un candidato perfecto. Un día se sentía invencible, al siguiente era el último en el tótem de Hollywood, un inútil. Arriba y abajo siempre. Su inseguridad afectaba el tono de nuestro matrimonio, por supuesto. Y nuestro lecho conyugal no es que fuera un éxito.
Escudriñó mi rostro para ver mi reacción. No estaba seguro de querer oír los fracasos nocturnos de Walter Adrián y empecé a sospechar que Helen Adrián había estado dándole al jerez desde el mediodía. O quizá era un síntoma del shock: las defensas se habían desmoronado y ahora todos los secretos se ponían a subasta, y eran aceptadas las ofertas más bajas.
—¿Durante cuánto tiempo estuvieron casados?
—Dos años. Nos conocimos en Nueva York. Yo trabajaba para un editor, él fue allí con un guión, etcétera. —No contó la historia como si relatara un cuento de hadas. En realidad, no contó la historia en absoluto; en lugar de ello, me sonrió y me preguntó si tenía hambre.
—Estoy muerto de hambre —dije.
Eso la hizo muy feliz.
—Maravilloso. —Se levantó y yo hice lo mismo—. Con Walter nunca sabía si tendría un hambre voraz o si probaría bocado. Era difícil guisar para él. —En ese instante, su voz vaciló y los ojos se le llenaron de lágrimas. Mistress Adrián se me abrazó y lloró, de dolor, culpa y demasiado jerez. Soy una persona idónea sobre la que llorar: mi hombro es absorbente y mis piernas son fuertes.
Siguió llorando durante un rato, quizá cinco minutos. Una mujer con uniforme de doncella asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Le hice una seña tranquilizadora con la cabeza y se retiró.
—¿Por qué estoy criticando a Walter? —se lamentó mistress Adrián—, Tenía tantas presiones sobre él... Y ahora está muerto y yo le estoy censurando y traicionando... —No pudo continuar, y se hundió otra vez.
—Ahora es usted la que está en tensión, mistress Adrián. —La sostuve y la dejé llorar. No es fácil sostener a alguien como Helen Adrián sin sentir emociones y sensaciones físicas algo más fuertes que la compasión y el consuelo, pero me controlé. Era una mujer desconcertante, y las mujeres desconcertantes siempre han sido mi debilidad.
El llanto de mistress Adrián la dejó fresca y animada como si se hubiera dado una ducha. Se retiró al cuarto de baño para lavar y maquillar su pena, regresando con el aspecto de una maniquí, bien cepillada y los pómulos altos. En cierto modo, Helen se parecía mucho a Walter: sus cambios de humor eran rápidos, y variaban de ritmo engañosa y frecuentemente. Pero los estados de ánimo de Walter eran transparentes, y tenían origen en su necesidad de respeto. Su esposa estaba más segura; los cambios de humor parecían estar basados en frecuencias variables que sólo ella era capaz de percibir. Podía hacerte volver loco.
Nos sentamos para tomar una relajada y deliciosa cena, preparada por la doncella, que me fue presentada como mistress Billy, una mujer alemana entrada en los cincuenta que guisaba y hacía la limpieza para los Adrián tres veces a la semana. El menú consistió en vichyssoise, carne asada con judías verdes y patatas al horno, y ensalada. Me lo comí casi todo. Siguió el postre: crema de limón, café muy fuerte, y una historia acerca de un detective al que dispararon mientras miraba la horca. Mistress Adrián no se alarmó ni se sorprendió por mi historia; asintió gravemente y se sirvió crema de leche y azúcar.
—Jack, eso confirma que Walter fue asesinado. —Aceptó mi Lucky y que se lo encendiera.
—Sin duda, pero ¿qué hacemos? Tiene que decidirlo usted: ¿seguimos investigando o nos retiramos antes de que nos hagan daño?
Me apretó la muñeca con dedos largos y fuertes.
—Debemos proseguir, Jack, por todo tipo de razones. Si alguien pudo matar a Walter y ha intentado matarle a usted, yo soy el próximo blanco. Mientras yo tenga sospechas, soy una amenaza para el asesino, ¿no es así?
—No necesariamente. Si regreso a Nueva York, sabrá que usted ha renunciado.
Ella sacudió la cabeza.
—No hay ni que pensar en ello.
Mistress Adrián no quería oír otra cosa y yo no podía culparla. El temor personal no era el motivo, era algo sencillo, antiguo y bíblico: venganza. Y no se puede argumentar contra la venganza.
—Hay algo más, Jack —prosiguió—. Los socios de Walter en su trabajo...
—¿Se refiere a sus socios políticos, el grupo que estaba aquí anoche?
Vaciló antes de decir:
—No estoy segura de que estemos hablando de lo mismo.
—Mistress Adrián, sé que Walter era comunista, y que las personas que anoche estaban aquí reunidas también lo son. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca.
—¿Qué me dice de usted?
Irguió la cabeza, como si pensara en la pregunta y luego como si pensara en otra cosa, anterior a Walter, anterior a Hollywood. Helen Adrián flotaba por la habitación en ese momento, saliendo de 1947 y penetrando en otro tiempo y lugar anterior y más fácil. Estaba tan hermosa, tan serena, que casi me asustó. A mí, que soy un tipo duro.
Por fin, Helen Adrian dijo que no, que no estaba afiliada.
—Era simpatizante, pero no miembro.
—¿Se sintió presionada para afiliarse?
—Un poco.
—¿Por parte de Walter?
—No. Walter nunca me presionó para que lo hiciera, nunca. En realidad, creo él estaba empezando a cansarse del Partido, no de la política, creo, más que nada de las reuniones y las murmuraciones y suspicacias, especialmente en los últimos tiempos.
—¿Quién la presionaba?
Me miró a través de la bruma azul que tamizaba su rostro, como si tratara de componer una respuesta en el humo.
—No me refería a presiones como alguien dándome ultimátums, Jack. Era en forma de sugerencias.
—¿Quién se las hacía?
Ella sonrió.
—Es usted muy persistente.
—No lo hago por razones abstractas, mistress Adrian, créame.
—Llámeme Helen, por favor.
—Bien, Helen. Le hago estas preguntas acerca de esas personas porque estoy emprendiendo la investigación de un asesinato de primer grado que todo el mundo piensa fue un suicidio, y la estoy comenzando casi sin información ni guía, a casi cinco mil quilómetros de distancia de mi casa. Es decir, a casi cinco mil quilómetros de todo policía o periodista que conozco, de cualquier chica de guardarropía o detective de hotel o barbero que me diga cosas de verdad y a tiempo. Aquí, sólo puedo confiar en usted y en las palmeras. Por eso tengo que presionarla, Helen. Aunque mis preguntas le parezcan inútiles, deme una respuesta si la tiene o al menos parte de ella.
Mistress Adrian se levantó de la silla y se quedó mirando el mantel, revolviendo algunas migas.
—Tiene usted absolutamente toda la razón, Jack. Perdone mis observaciones esquivas. Presión. —Se quedó pensando y frunció el ceño con suaves arrugas—. Los Wohl, Milton y Rachel, Henry, Henry Perillo. Es el que tiene más mentalidad de organización del grupo, el más disciplinado. Pensaba que la efectividad de un miembro se veía comprometida si no tenía a su esposa con él. Tuvimos discusiones acerca de este tema, discusiones amistosas. No es mala persona.
—¿Habló Walter abiertamente acerca de su cansancio del Partido?
—No, al menos no conmigo. Pero yo lo veía en su rostro, en su expresión después de una reunión, en pequeñas observaciones que hacía.
—¿Habló alguna vez con los otros sobre irse?
—¿En el grupo? Me sorprendería si lo hubiera hecho. No era propio de él abrirse tanto respecto a eso. Además, el Partido desaprueba realmente ese tipo de vacilación y egoísmo. —Su sonrisa era la de un observador desinteresado—. Están tan comprometidos. Se sientan en sus oficinas a escribir porquerías para la pantalla grande, porquerías que no se distinguen de las que escriben los del ala derecha al otro lado del vestíbulo, salvo que de vez en cuando introducen en el discurso de algún personaje de segunda categoría algún punto en favor de la democracia o la fraternidad o los derechos de la clase trabajadora; y luego piensan que han hecho avanzar la causa. Y hacen esas cantidades increíbles de dinero, pero cuando se reúnen como progresistas, se ven a si mismos como hormigas en el hormiguero de la unidad del Partido, trabajadores igual que los que se llevan la fiambrera con la comida a la fábrica cada día y que cobran ochenta centavos por hora. Es algo bastante despreciable, cuando se piensa en ello. Traté de no hacerlo. Ninguno de ellos veía la ironía.
—¿Y Walter?
—No. A veces fingía que si, pero en el fondo no lo hacía. El quería su posición social, su espacio para aparcar y los billetes grandes como todo el mundo. Nunca he conocido a nadie que se preocupara tanto por el dinero como Walter.
Se le humedecieron un poco los ojos y entonces entró la doncella para retirar los platos.
Nos levantamos y nos encaminamos al salón, pero de pronto mistress Adrián se giró y me dijo que la siguiera. Subimos al piso de arriba.
La habitación principal estaba al otro lado del rellano, Mistress Adrián siguió caminando por un pasillo que llegaba hasta la parte delantera de la casa. Llegamos a un estudio, una habitación pequeña y agradable que contenía un sofá, un escritorio, una máquina de escribir y estanterías con libros desde el suelo hasta el techo. Sobre el escritorio había fotografías enmarcadas, dedicadas a Walter: de Mervyn Leroy, el director, de Edward G. Robinson («Para Walter, un gran escritor. Con afecto, Eddie»), de Claudette Colbert, Humphrey Bogart, Joan Blondell, y John Garfield, disfrazado de boxeador. («Para Walter, un auténtico luchador. Tu querido compañero, Julie»).
—Quiero que se quede aquí conmigo —dijo mistress Adrián muy suavemente.
Me giré para mirarla a la cara. Tenía las mejillas ligeramente sonrojadas.
—Quiero decir en esta habitación, Jack. —Señaló hacia el sofá—. Es un sofá-cama. Realmente es más cómodo que la cama de la habitación de los invitados. Walter dormía aquí algunas veces, cuando tenía que trabajar hasta tarde y no quería molestarme viniendo al dormitorio. Por la mañana le encontraba enroscado en el sofá en ropa interior, y su ropa bien colocada sobre la máquina de escribir. —Sonrió, resplandeciente, creo que por primera vez al hablar de su marido. Era como si su mejor recuerdo de Walter fuera el de dormir él en otra habitación, al lado de un largo pasillo.
—¿Por qué quiere que me quede aquí? —pregunté.
—Es más barato que el hotel y, principalmente, porque en estos momentos estoy demasiado asustada para quedarme sola. Usted es detective, sabe manejar un arma, está familiarizado con el peligro. Eso es cierto, ¿no? No ocurre sólo en las novelas. Supongo que se ha enfrentado al peligro.
—De vez en cuando. No a diario, pero suficientes veces. Demasiado.
Mistress Adrián se sintió satisfecha.
—Bien, entonces se quedará.
Nos miramos el uno al otro durante un largo momento.
Podía oír el susurro de las hojas de los árboles en el exterior.
—Se quedará —dijo Helen Adrián— hasta que sepamos qué le ocurrió realmente a Walter.
—¿Y después?
—Después supongo que usted regresará a Nueva York y yo resolveré qué hacer con el resto de mi vida. —Hizo un brusco gesto afirmativo con la cabeza y empezó a hacer de ama de casa atareada, una vez tomada la decisión—. Pero primero lo primero. Pondré ropa limpia en la cama de aquí y usted puede ir al Real a recoger sus cosas. ¿Sabe ir desde aquí? ¿Quiere que vaya con usted?
—No es necesario —dije—. Lo encontraré.
—Estupendo.
Yo tenía un aspecto más que ridículo. Este no era el tipo de cosas que yo dominaba bien.
Helen Adrián lo sabía y sonrió juguetonamente.
—Jack, nadie hablará. Saben que es usted detective. Y si hablan, al diablo con ellos. Ahora vaya a recoger su equipaje. Mistress Billy se quedará hasta que usted regrese.
Estuve allí un poco más, buscando excusas para no quedarme, excusas motivadas por la sensación de culpa por desear a la esposa de mi amigo muerto, y el temor de que ambos estábamos en grave peligro y éramos un blanco fácil en aquella casa grande y rica. Entonces mistress, Adrián se acercó a mí y me besó; fue un beso ambiguo que aterrizó en un punto equidistante entre mis húmedos labios sensuales y mi mejilla rasposa. Luego salió de la habitación y se dirigió a un armario del vestíbulo, probablemente el de la ropa de la casa, gritando «Hasta luego» por encima del hombro.
Recogí mis bártulos del Real y volví a casa de Adrian hacia las once. Mistress Billy abrió la habitación y me informó que mistress Adrian se había retirado a descansar.
Subí al piso de arriba y entré en el estudio. Habían hecho la cama, y sobre la almohada encontré una nota que decía: «Jack, no sabe cuánto le agradezco esto. Es usted un hombre maravilloso. H. A.» Doblé la nota y la puse en la maleta, debajo de las camisas. No me digan que no soy sentimental. Luego me desvestí y me metí en la cama, cogiendo de uno de los estantes un guión encuadernado de Walter. Era El chico de Brooklyn. Después de leer unas páginas, me cansé y apagué la luz; luego me quedé escuchando el indiscreto crujido de una tabla del suelo. Una parte de mí, una parte ridícula, decía que Helen Adrian iba a llamar suavemente a mi puerta y a entrar, una figura confusa con un fino negligée, bajo el que las sombras de su cuerpo constituían un misterio de la noche. Al más imperceptible movimiento de sus hombros el camisón resbalaría hasta el suelo. Desnuda, perfumada, se deslizaría en mi cama para montarme y conducirnos a los dos a través de una noche de lentos placeres.
Permanecí alerta por mis esperanzas durante una hora o dos, preguntándome todo el rato si no debería ser yo el agresor y acercarme a rastras a su tienda de campaña. Quizá ella también estaba en vela.
Mi vigilia se hizo agitada, con lagunas de tiempo que debían de ser sueño. Al fin sucumbí, preocupado por algo que tenía que hacer al día siguiente y no podía decir qué era. Finalmente lo descubrí.
A las diez de la mañana tenía que ir al funeral de Walter.