PRÓLOGO
Los años de la posguerra fueron excelentes
para los detectives privados. Nunca mejores, ni antes ni desde
entonces. Es increíble la cantidad de soldados que se pusieron en
contacto con investigadores, en el más absoluto secreto, para
averiguar lo que sus mujercitas habían estado haciendo para
mantenerse ocupadas durante la gran guerra. Las tabernas de Nueva
York estaban atestadas de soldados día y noche, contando al lloroso
Paddy cuánto las francesas les habían pervertido, las alemanas se
los habían merendado, y las inglesas habían exprimido sus bolsitas
de té. Luego salían de las tabernas y llamaban a tipos como yo,
repentinamente temerosos de que sus esposas y novias, como ellos,
hubieran utilizado la guerra para probar el talento local.
Yo cobraba veinticinco dólares por realizar
una investigación y hubiera podido conseguir el doble, tan
desesperados estaban aquellos muchachos y tan deseosos de ser
tranquilizados. Y tranquilidad es lo que generalmente obtenían. No
se lo diga a nadie, pero la mitad de las veces no investigaba
realmente. ¿Para qué? El matrimonio se sostenía o no. ¿Por qué
mutilar el ego y la sensación de bienestar del tipo? Ya tenía
bastantes problemas para readaptarse a los Estados Unidos. ¿Y qué
es infidelidad en una situación así? Frankie está en el extranjero,
su fotografía está sobre la cómoda, y Millie languidece, mirando el
reloj y preguntándose qué hora es en Bastogne. ¿Está Frankie
huyendo de los nazis o del marido de una campesina? Y es Nochebuena
y suena el timbre de la puerta. ¿Quién es? Nada menos que Jerry, el
compañero de Frankie del 4-F, en el antiguo barrio, de pie ante la
puerta, sonriendo amigablemente y con un corte de pelo reluciente y
una botella de scotch envuelta en papel brillante y con una cinta
de color. Su abrigo huele al frío del exterior y es muy buen amigo.
Así que hablan de cosas —¿sabes algo de Frankie?— y pronto asoman
las lágrimas y beben más scotch; luego, abrazos reconfortantes que
conducen a unas caricias tímidas primero y feroces después, y,
finalmente, a un despreciable revolcón. Más lágrimas, la velada
termina y Millie ha sido, al menos oficialmente, infiel. Pero si
eso es infidelidad, yo soy Dana Andrews.
Pero no lo soy. Soy Jack LeVine, un
detective privado con la sensatez y misericordia de un sabio
talmúdico. Así, cuando la guerra termina y Frankie me llama,
pidiéndome que averigüe lo que ha estado haciendo Millie y que por
favor no se lo diga a nadie, yo no hago absolutamente nada. Dos
días después le llamo y le digo que Millie es una chica de la que
puede estar orgulloso. Bien venido a casa, soldado, trabajo bien
hecho, el coño de tu mujer está lleno de telarañas por el desuso.
No se ha hecho daño a nadie, todo el mundo respira más tranquilo,
duerme mejor y camina más animado, y yo me he ganado otros
veinticinco dólares fáciles.
Sin embargo, hacia 1947, los soldados
resolvían ellos mismos sus problemas y mi cuenta corriente estaba
reduciéndose a lo normal. Una tarde revolví en mi caja fuerte y
encontré tan sólo un puñado de polvo, sujetapapeles oxidados y unas
cuantas monedas americanas y canadienses. La fiesta había terminado
y no era divertido porque a mí me parecía que el resto de Nueva
York estaba bailando y dando propinas al director de la orquesta
para que tocaran otra pieza. Por motivos íntimamente relacionados
con la vida, la muerte y sentimientos de inmortalidad ocasionados
por el simple acto de caminar sin ayuda frente a un barco de
guerra, una gran juerga estaba en marcha. Todo era multitudes,
colas y escaseces; sin embargo, la gente seguía abarrotando las
calles, buscando maneras de gastar su dinero. Dado cómo es Nueva
York, no se sentían defraudados.
Vida de día, vida nocturna, vida de mañana,
todas se caracterizaban por las multitudes que se resistían a las
barreras. Los que sujetaban las cuerdas de terciopelo rojo en el
Copa y el Barrio Latino estaban haciendo más dinero que Truman;
conseguir una buena mesa requería dar como fianza tu casa, seguro
de vida y cosas así. Todos los restaurantes, buenos y malos,
estaban siempre llenos de gente y de humo, y no podías acercarte al
estadio, jugaran con quien jugaran los Yankees.
No se encontraban apartamentos en ningún
lugar, pero si conseguías localizar uno, eso significaba llenar los
bolsillos del superintendente con lingotes de oro y bonos del
tesoro sólo para lograr verlo. Conozco a gente que compraban las
primeras ediciones de los periódicos, leían las necrológicas y
luego llamaban un taxi para ir directamente a la casa del difunto.
Antes de que los parientes hubieran siquiera encontrado un lugar
cómodo para velar al muerto, había extraños recorriendo las
habitaciones y hurgando en los armarios. Era horripilante,
terrible, y sin embargo, incluso los apesadumbrados familiares lo
comprendían. La vida era transitoria, pero los apartamentos eran
para siempre; las fortalezas que bordeaban las avenidas de Central
Park, West End y Park estaban construidas para durar mil
años.
La escasez de apartamentos era como una
serie de escaseces fundidas en una sola. Había escasez de raíces,
escasez de estabilidad, escasez de saber qué diablos hacer con tu
vida. La juerga, el griterío y el abrirse paso para entrar en el
Stork Club no engañaban a LeVine: el final de la guerra no era un
alivio, era un desengaño. Después de sacudirse el confeti del pelo,
los soldados se sentaban y empezaban a cavilar. La gente no tenía
tiempo para los héroes tras los dos primeros meses de desfiles y
comilonas del domingo. Pero los héroes tenían tiempo de sobra. No
estaban preparados para esta paz, para su falta de majestuosidad.
Trabajar e ir en metro no era nada después de perseguir a Hitler y
a Tojo por todo el mundo, después de liberar pueblos en jeeps
llenos de flores. Una vez vencido el enemigo, ¿qué diablos quedaba
que diera sentido a la vida? Los soldados se convirtieron en
personas desplazadas.
Así, taxis llenos se dirigían a bares
atestados de gente y los soldados permanecían junto a la barra y se
contaban mentiras. A veces yo escuchaba. Estaban confundidos,
tenían proyectos, eran optimistas, estaban lastimados. Habían visto
demasiados cuerpos humeantes y muertos para volver a convertirse en
civiles. Sus ideas sobre la subsistencia eran grandiosas y se
relacionaban con el hacerse ricos pronto; sus palabras estaban
llenas de dolor no olvidado y empañadas visiones del futuro como
una perfecta y resplandeciente pompa de jabón.
Era un pensamiento bastante inocente, pero
ahora me parece bien. Por lo menos, la guerra había terminado y se
había ganado. No puedo pensar en lo que hemos ganado desde
entonces. Y aquella época, justo después de la guerra, fue el
último período realmente optimista durante bastante tiempo. En
febrero de 1947, mi afición por ese período y sus particularidades
terminó. Todo me salía mal.
Entra en escena Walter Adrián, guionista de
cine.