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Querían que estuviera allí a las diez y
cuarto en punto para hacerme esperar durante una hora sentado en un
banco verde. Detesto a los policías. Es una acusación general, lo
sé, y la gente me dice que hay muchos tipos decentes que recorren
los vecindarios, ayudando a las ancianas a subir ese último
escalón, dejando a los niños que jueguen con sus porras, y yo me he
encontrado a uno o dos. Joe Egan, de mi distrito de Sunnyside, es
un caballero amable y agudo; cinco minutos más y podría dar con una
docena de nombres más. Pero en grosería calculada, pomposidad y
autoimportancia, en imbecilidad, en adular a los superiores y
humillar a los inferiores, no hay quien les gane a los oficiales de
la ley. Durante los veinte años que me he dedicado a la
investigación privada, he tenido tantos encuentros desagradables,
solapados y deprimentes con detectives de homicidios y patrullas
antirrobo que no soy capaz de recuperarme. Y todavía no puedo
acostumbrarme a la falta de cortesía.
Le pregunté al tipo que estaba ante el
escritorio cuándo pensaba que estarían dispuestos a recibirme. Se
echó a reír.
—Me lo harán saber y yo se lo haré saber a
usted, ¿de acuerdo?
Tenía el pelo negro y ralo, y los ojos
legañosos y apagados. Ante él tenía un crucigrama.
Pasé casi toda la hora leyendo el periódico.
Un titular de la primera página anunciaba la espantosa muerte de
Dale Carpenter, daba información sobre su vida y carrera y mostraba
dos fotografías de la estrella: un primer plano y una instantánea
de publicidad en la que Carpenter daba de comer a un palomino. «Su
musculoso cuerpo, vestido con un albornoz amarillo y bañador a
cuadros, fue encontrado junto a la piscina de su lujosa casa estilo
ranchero en Hollywood Hills.» El periodista Pat Marks seguía
describiendo la «carnicería» en el interior de la casa y divulgaba
el veredicto oficial de la policía: Carpenter había sido asesinado
por ladrones. El lugar había sido registrado con tal desenfreno que
el robo era un motivo creíble. Yo no lo creía y me preguntaba si la
policía lo hacía.
Hacia las once y media estaba leyendo los
horóscopos. El mío recomendaba «acción decisiva». Así que me
levanté y me dirigí a la puerta.
—Dígale a Wynn que sabe dónde encontrarme
—le dije al hombre del escritorio—. Tengo cosas que hacer.
Levantó la vista de su crucigrama.
—Espere. No se marche. Quieren verle.
—Entonces llame a Wynn ahora mismo y dígale
que me vea ahora o que me voy a casa.
Se rascó la cabeza.
—Le haré un favor y llamaré —dijo no muy
contento—, pero no les gusta que lo haga.
El hombre cogió el teléfono justo cuando se
abrían las puertas dobles que había al final de la habitación.
Entró Wynn, seguido por sus leales Lemon y Caputo. Los tres
llevaban traje color marrón. Wynn me dio unos golpecitos amistosos
en la espalda.
—Lo siento, LeVine, pero hemos tenido una
mañana de locos. No hemos podido atenderle antes.
—Por supuesto que no. Por eso me han hecho
estar aquí a las diez y cuarto. Aunque esto debe de ser un
infierno, con todo este asunto del robo de Carpenter. ¿Han
descubierto lo que le robaron?
Wynn entrecerró los ojos. Extrajo una pipa
de su bolsillo y le dio unos golpes en el tacón de su zapato.
—¿Tiene alguna idea sobre esto, LeVine?
—preguntó.
—Tengo ideas sobre todo, pero no hablo de
ellas en salas de espera.
El teniente se giró y gritó: «Vámonos» a
Lemon y Caputo, quienes se estaban riendo a carcajadas con el
hombre del escritorio. Algo acerca de por qué un bombero lleva
elásticos rojos. Se acercaron al trote a Wynn, poniéndose,
inevitablemente, uno a cada lado. Esos chicos eran como perrillos
amaestrados.
—Vamos a alguna parte —me dijo Wynn.
—Ya he desayunado.
Sonrió de mala gana.
—Algunas personas querrían hablar con usted.
Vamos.
El teniente giró sobre sus talones y se
encaminó hacia una salida trasera. Lemon y Caputo se quedaron
atrás, y yo empecé a caminar con ritmo de prisionero; los cuatro
salimos por una puerta trasera al gran aparcamiento de la jefatura.
El aparcamiento estaba completamente cercado excepto por una puerta
controlada por un guardia, y rodeado por una pared de hormigón
color naranja herrumbre. Parecía el patio de ejercicio de la
cárcel.
Subimos a un sedán negro sin matrícula, un
Ford. Wynn y yo nos instalamos en la parte de atrás, mientras los
cabezotas discutían a quién le tocaba conducir.
—Vamos, estúpidos bastardos, es hora de
irnos —gritó Wynn.
Finalmente, Lemon se sentó en el asiento del
conductor. Caputo se enfurruñó.
—Conduciré la próxima vez —afirmó.
El trayecto transcurrió con relativa calma.
Intenté entablar conversación, pero Wynn sólo gruñía y chupaba su
pipa. Estaba claro que no quería hablar sobre el asesinato de
Carpenter.
—Si está usted tan seguro de que fue un robo
—proseguí, encantado de hacerme pesado—, ¿por qué me ha llamado a
mí? ¿Cree que soy comprador de objetos robados o algo por el
estilo? Ni siquiera vivo en esta miserable ciudad.
Wynn me lanzó al rostro el humo de su pipa,
a propósito.
—Y otra cosa —protesté—, ¿por qué no puede
decirme con quién voy a reunirme? De cualquier modo, voy a verle en
seguida. ¿A qué viene tanto secreto?
—LeVine, me gustaría que cerrara la boca.
Estoy intentando pensar —dijo suavemente el teniente.
—¿Pensar en qué? Tiene un suicidio y un
robo, ¿no es así? Esto es todo.
Wynn se comportaba de forma
desacostumbradamente cohibida. Tenía un aspecto huraño y pensativo,
como el mánager de un club situado en el quinto puesto, en los
últimos pases del último partido de la temporada. Una especie de
resignación apretaba las comisuras de su boca formando pequeñas
arrugas.
—Realmente le están pinchando, ¿verdad,
Wynn?
El teniente miró por la ventanilla.
—Con espadas —dijo.
No me sorprendí cuando el coche de la
policía aparcó frente al Pili Building en Ornar Avenue.
—Aquí es, jefe —dijo Lemon.
Wynn se inclinó hacia adelante y atisbó por
el parabrisas.
—¿Estás seguro?
—Pili Building. Calle Ornar, número
11.
—Dios mío —murmuró el teniente—. De acuerdo,
LeVine. Vamos.
—Un lugar agradable —dije—. ¿Qué hay ahí?
¿Tienen encerrado a Hitler en el sótano?
—No me dé la lata, por favor.
Le hice a Wynn el favor de salir de espaldas
a él. Los cuatro bajamos del sedán sin matrícula. Wynn parpadeó
ante la brillante luz del sol y se abrochó la americana. Entré
detrás de él en el sucio vestíbulo de Pili Building, con Lemon y
Caputo cubriendo la retaguardia.
—Santo cielo —dijo Wynn con repugnancia—.
Esto es un vertedero.
—Nosotros no hacemos cosas así en Nueva York
—dije alegremente—. Circular con coches sin matrícula, encontrarse
en secreto en basureros.
Wynn no me respondió, pero se quedó
contemplando el suelo. Una enorme chinche estaba dando la vuelta a
su zapato, pero el policía no se dio cuenta. Estaba esperando, cada
vez más agitado, a que llegara el ascensor. El indicador, como si
estuviera magnetizado, estaba clavado en el tres. Wynn se apoyó en
el timbre; éste sonó como una alarma de incendios en el
hueco.
—¡Maldita sea! —gritó.
Me volví a Lemon.
—¿Por qué no sugiere que utilicemos las
escaleras?
Wynn me miró y empezó a subir las escaleras.
Estaba terriblemente enojado. Compadecí al pobre tipo, por toda mi
charla ofensiva. Pero sólo un poco.
Era la misma oficina: el servicio de
tasación de antigüedades y joyería Haller. Wynn llamó una vez a la
puerta, esperó, y luego llamó dos veces.
—¿Estamos haciendo alguna prueba para una
película de espías? —pregunté.
Se abrió la puerta y el hombre que había
observado el día anterior, el que llevaba gafas de sol y tenía la
boca como un ojal, apareció a un lado, con la mano en el
tirador.
—Teniente —dijo en tono agradable—.
Señores.
—Davis —dijo Wynn, estrechándole la mano y
entrando en la habitación. Los demás le seguimos. Sentado en un
rincón de la oficina, en una antigua y cuarteada silla de piel,
estaba el hombre más joven, el de los mofletes de bebé y el traje
que le sentaba mal. Se levantó y fue presentado como el congresista
de los EE.UU. Richard M. Nixon. Nixon dio la mano a todo el mundo,
empezando por Wynn y terminando por mí. Mantuve la boca
cerrada.
—Y yo soy P. J. Davis —anunció el otro
hombre—. Soy un investigador empleado por el Comité Nacional para
las Actividades Antiamericanas. ¿Por qué no nos ponemos
cómodos?
Los seis nos sentamos, acercando varias
sillas «cómodas» y rompeculos plegables. Yo no me habría sentido
cómodo ni aunque me hubiera sentado sobre un montón de cojines de
satén. La atmósfera era claramente desagradable. No era hostil, ni
siquiera irritada; sólo había ese aire inconfundible de propósitos
opuestos. Todo el mundo estaba ansioso y esperaba que se le
mintiera, nadie estaba seguro de lo que el otro sabía. Era como
sentarse a jugar al póquer y descubrir que la baraja contenía
sesenta cartas.
Encendí un Lucky y miré por la ventana. Al
otro lado de la calle, un niño circulaba en su triciclo por un
patio lleno de artefactos de la pobreza: la oxidada carrocería de
un Plymouth, una lavadora estropeada, un montón de botellas de soda
y pinzas para sujetar la ropa. El niño parecía muy feliz.
Davis carraspeó y empezó a hablar con un
tono de voz de maestro de escuela.
—A míster LeVine probablemente le gustaría
saber por qué el señor congresista y yo deseábamos verle esta
mañana —empezó.
—LeVine —le dije—. Como Hollywood y
LeVine.
—Es un nombre poco frecuente —replicó con
una sonrisa de vendedor.
—También lo es P. J. No creo haber conocido
a ningún otro antes.
—Patrick Jefferson.
—Muy patriótico.
Se rió entre dientes con moderación y yo
esbocé una sonrisa extremadamente encantadora y atractiva. Wynn se
golpeaba los dedos nerviosamente. Lemon y Caputo se observaban las
rodillas.
—Teniente —dijo Davis a Wynn—, ¿vamos a
discutir todos este asunto?
—No. —Chasqueó los dedos a Lemon y Caputo—.
Muchachos, esperad en el vestíbulo.
Los dos policías asintieron con la cabeza,
como caballos, y luego se levantaron y salieron de la habitación,
dejándonos a los cuatro sentados en silencio.
—Está bien, LeVine —dijo finalmente Wynn—.
Vamos a adoptar su punto de vista. Adrián fue asesinado.
Los tres hombres se miraron buscando guía y
sapiencia.
—¿Qué debo decir? ¿Gracias?
—Claro que no —respondió Davis
suavemente.
Nixon habló por primera vez.
—¿Es usted de la ciudad de Nueva York,
míster LeVine?
—Así es, señor congresista.
—Tengo muchos amigos allí —me informó.
Asentí y seguí en silencio. Wynn tosió.
Estábamos sentados con tranquilidad en nuestras sillas, con tanta
educación y aprensión como chicas esperando ser invitadas a
bailar.
—¿Por qué cree usted que Adrián fue
asesinado? —preguntó finalmente Davis.
—No creo haber dicho eso nunca de modo
definitivo. Lo que yo dije fue que el asesinato no debía ser
descartado.
—¿Y cree usted que fue descartado?
—prosiguió.
—Todo lo que el teniente Wynn me dijo
indicaba eso, sí.
—Pero quizá el teniente le daba esas
indicaciones por alguna razón.
—Quizá. ¿Por qué no se lo pregunta a
él?
Davis no se lo quería preguntar y Wynn no
quería que se lo preguntara. La razón estaba bastante clara: Wynn
no había seguido el punto de vista del homicidio porque le habían
dicho que no lo hiciera. Davis lo sabía y quería interrogarme
acerca de ello.
—De acuerdo entonces —prosiguió el
investigador—. Digamos que usted sospecha que Adrián podía haber
sido asesinado.
Me estaba empezando a aburrir.
—Oiga —empecé—, si esto conduce a alguna
parte, ¿por qué no nos saltamos los preámbulos y vamos directamente
al asunto? Para ver eso es por lo que han pagado los
aficionados.
—Manténganse en su sitio, LeVine —dijo Wynn,
poniéndose una pipa en la boca.
Me encogí de hombros en dirección a Nixon.
Este parpadeó y luego cogió una cartera negra, sacando sus largos
dedos de una chaqueta deportiva demasiado grande que le cubría las
manos hasta casi el primer nudillo. Sacó de la cartera un
cuadernillo amarillo, y luego lo equilibró sobre una rodilla que
tenía cruzada.
—Me gusta tenerlo todo anotado —dijo sin
dirigirse a nadie en particular.
Yo no lograba clasificar al congresista.
Parecía penosamente tímido y, desde cierto ángulo, tenía el aspecto
de un polemista estudiantil. Pero también tenía la mirada desviada
y los carrillos azulados de un estafador con cara de bebé.
—Puede usted estar seguro —dijo Davis
concisamente— de que todo esto conduce a lo que usted llama
«asunto». Y déjeme recordarle que se está dirigiendo a personas a
las que se les ha confiado una investigación de alto nivel para el
congreso.
—¿Del comunismo en la colonia
cinematográfica? —pregunté.
Davis asintió solemnemente.
—Eso es. Así que déjeme preguntarle otra vez
por qué sospechaba usted que Walter Adrián podía haber sido
asesinado.
—Porque lo del suicidio no colaba.
—¿Por qué no?
—No parecía encajar con él. No creía que
fuera imposible, sólo improbable.
—¿Pensó, tal vez, que había sido asesinado
por un agente comunista?
Sé que no debí hacerlo, pero sonreí. Fue una
sonrisa amplia, grande, como de gatito gordo. Después de haber
escuchado aquella fantástica conversación el día anterior, sabía
cómo pensaban esos pájaros, pero todavía me sonaba como un sueño
provocado por la droga.
—Ha visto usted demasiadas películas.
Davis acercó su silla a la mía y empezó a
levantar la voz.
—Míster LeVine, conocemos sus antecedentes y
sus simpatías. Por eso, no nos sorprende que descarte usted la
amenaza roja. Sin embargo, permítame que le advierta...
Decidí interrumpirle.
—Deténgase aquí, ¿quiere? Estupendo. Bien,
usted quiere que yo responda a preguntas acerca de las muertes de
Adrián y de Carpenter, y se las contestaré lo mejor que pueda de
acuerdo con mis conocimientos y mi habilidad. En realidad, para ir
al grano, le diré ya que no veo ninguna trama urdida por los
comunistas, o la amenaza roja. Eso para empezar. En cuanto a mis
«antecedentes», Wynn ya intentó ese número, completado con una
ficha del FBI, y mi reacción fue una risotada. De nuevo entono
alegremente el mea culpa por haber firmado una petición que trataba
de impedir que achicharrasen a aquellos dos pobres organilleros de
Boston y, sí, fui yo quien envió aquel dinero para arroz y
habichuelas a los refugiados españoles. Y como regalo, les diré que
voté a Roosevelt las dos primeras veces y a nadie las últimas dos,
y que echo en falta a Fiorello LaGuardia.
Nixon estaba tomando nota de todo.
—Fiorello se escribe con dos eles —le dije,
levantándome de la silla—, y LaGuardia con ge mayúscula.
—Sí, lo sé —respondió educadamente.
—¿Por qué está usted de pie, LeVine?
—preguntó Wynn.
—Porque me marcho, a no ser que lleguemos al
quid de la cuestión.
Da vis hizo un gesto con la mano.
—Siéntese, LeVine —dijo—. No está en
situación de dejarnos. No quiero apelar a las jerarquías, pero
esto, ex officio, forma parte de una
investigación para el congreso. Si no quiere hablar con nosotros
ahora, le citaremos a una sesión jurada. Quizá prefiera eso, no lo
sé. Yo pensé que esto sería más fácil.
Me senté. Davis se volvió hacia Nixon.
—Señor congresista, me pregunto si
deberíamos mostrarle a míster LeVine el memorándum del FBI sobre el
asunto Carpenter.
Nixon frunció los labios, pensativo.
—Creo que sería aconsejable —dijo haciendo
una juiciosa seña afirmativa con la cabeza. El congresista metió
sus largos dedos en la cartera (juro que podía haber utilizado las
mangas como mitones, tan largas eran) y sacó una hoja de papel de
color rosa. La estudió, asintiendo con la cabeza todo el rato, y
luego se levantó de la silla y le entregó el papel a Davis,
susurrando algo al oído del investigador.
—Por supuesto —dijo Davis en voz alta, como
si estuviera al teléfono—. Absolutamente.
Nixon dejó de susurrar. Davis estudió la
hoja de papel. Wynn se levantó y miró por encima del hombro sin
mucho interés. Sonreí a Nixon, quien me devolvió la sonrisa con
labios tensos.
—Hace un tiempo espléndido por aquí —le
dije—. Es mi primer viaje a esta región.
—¿De veras? —respondió brillantemente—.
Bueno, éste es el mejor clima del mundo. Estuve en la Marina, sabe,
y viajamos por todo el mundo, pero este clima es el mejor.
Francamente, casi me sabe mal ser elegido para el Congreso y tener
que estar lejos de aquí tanto tiempo.
—Difícil situación —convine.
Davis se inclinó hacia adelante y me pasó la
hoja de papel. Era un memorándum, con membrete del FBI.
A: P. J. DAVISDE: CLARENCE WHITERE: HOMICIDIO DE CARPENTER«Detectives emplazados en las altas esferas del PC de Hollywood nos han indicado que Dale Carpenter, al igual que Walter Adrián, fue asesinado por orden directa de las altas jerarquías de Moscú...»
—Un momento —dije a Wynn—, ¿Sabía usted que
Adrián había sido asesinado por Moscú?
Wynn se encogió de hombros y Davis pareció
turbado.
—No, no lo sabía —dijo el investigador—, y
le diré por qué. Esto es información altamente secreta. Cuando el
FBI conoció los verdaderos hechos que había tras la muerte de
Adrián, fue necesario mantener esta información a los niveles más
altos del Bureau y del Comité Nacional para las Actividades
Antiamericanas. La policía no fue informada.
—¿Sólo les dijeron que abandonaran el caso y
le llamaran suicidio?
Davis pasó por alto mi pregunta.
—Pero el asesinato de Carpenter —prosiguió,
en tono de sentencia—, que era un caso de homicidio más evidente,
hizo necesario que existiera una estrecha colaboración y absoluta
confianza entre el Comité, el Bureau y la policía de Los Angeles
para mantener el asunto tapado.
—¿Por eso la muerte de Carpenter se atribuye
a un robo? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Davis.
—¿Sacará a un sospechoso? —pregunté a
Wynn.
—Tal vez sí, tal vez no —respondió
secamente.
—Habrá mucha publicidad. Tendrá que acusar a
alguien. ¿No tiene un furgón lleno de mejicanos para las ocasiones
como ésta?
Wynn no apreció mi aguijoneo y me dijo que
me callara.
—Por favor, señores —interpuso Nixon—. Creo
que mister LeVine tendría que terminar de leer el memorándum.
Volví a la hoja de papel rosa.
«Se ha informado que Carpenter, al igual que Adrián, estaba a punto de renunciar a ser miembro del Partido y de divulgar el funcionamiento interno del aparato comunista en la industria del cine. No existe certeza en cuanto a si los dos homicidios fueron cometidos por un súbdito estadounidense o soviético, pero lo primero parece más probable, ya que es dudoso que los rusos se arriesgaran a ser descubiertos.»También se ha informado que los miembros clave del PC de Hollywood (tales como Wohl, Arthur y Perillo) están muy asustados y se les tiene bajo vigilancia. Es poco probable que los miembros del partido local colaboren en el empeño del Comité. El conocido sistema soviético del terror metódico como medio para reforzar la disciplina es evidente.»
El memorándum llevaba las iniciales «C.
W.».
—¿Quién es White? —pregunté—. Es el mismo
tipo que elaboró el memorándum sobre mí.
—Clarence White —dijo Davis solemnemente—
nunca ha sido visto por ninguno de nosotros. Por sorprendente que
parezca, es cierto. Es jefe de la unidad secreta que ha estado
investigando la subversión en Hollywood desde mediados de la
guerra. —Me vio alzar las cejas y sonreír—. Sí, mister Le Vine,
desde hace tanto tiempo. Mire, la unidad estaba estudiando las
posibilidades de subversión alemana por aquí. Al cabo de poco
tiempo, se dio cuenta de que la amenaza real venía de la izquierda,
no de la derecha, y empezó a concentrarse en ese lado de la cerca.
Existen memorándums escritos por White en 1944 que son
absolutamente proféticos. Por supuesto, nadie le escuchaba
entonces. En realidad estaba considerado como un excéntrico, y casi
se le asignó otra misión.
—Si White hubiera sido escuchado, muchas
penalidades, muchísimas —dijo Nixon, recalcando sus palabras con un
amplio ademán de las manos— habrían podido ser evitadas.
—¿Así que White está infiltrado en el
Partido de alguna manera? —pregunté.
—Es jefe de la unidad del Bureau que está
estudiando la subversión en Hollywood —dijo Davis—, y eso es todo
lo que usted necesita saber.
Se puso de pie y empezó a pasearse arriba y
abajo, haciendo un poco de teatro, pensé.
—¿Cuál es exactamente su función en este
asunto, míster LeVine? —preguntó finalmente.
—Estoy llevando a cabo una investigación
acerca de la muerte de Adrián, por encargo de su viuda.
—¿Tiene intención de ayudarnos?
—En tanto en cuanto investiguen la muerte de
Walter, tal vez. Pero no estoy dispuesto a participar en una caza
de rojos.
—Esto se ha convertido en un asunto que
afecta a la seguridad nacional de los Estados Unidos, míster
LeVine. —Este era Nixon y ahora había un deje claramente no
amistoso en su tono de voz.
—Ese es su trabajo —le dije—, no el mío. Yo
soy un investigador privado que está comprobando el asesinato de un
amigo. Punto.
Nixon se inclinó y empezó a revolver en su
cartera. Davis se sentó e hizo crujir sus nudillos. Wynn se acercó
a la ventana. Parecía que la fiesta estaba terminando.
—Está bien, LeVine —dijo Davis—. Puede
irse.
—¿Alguien va a seguirme?
—No —respondió firmemente el investigador—,
pero puede que lamente el tratar este asunto tan a la ligera.
—¿Cómo es eso?
—Podría llegar a lamentarlo. —Y ésa era toda
la respuesta que iba a obtener. Davis hizo un gesto señalando la
puerta—. Buenas tardes, LeVine.
Me levanté.
—Espero a Wynn. He venido aquí en su
coche.
—Estará con usted dentro de un momento —dijo
Davis llanamente—. Vaya al vestíbulo. El teniente Wynn se reunirá
con usted cuando haya hablado con nosotros. Espere afuera.
—Magnífico —le dije; luego me acerqué a
donde Nixon estaba sentado—. Hasta más ver, señor
congresista.
Nixon se levantó y me alargó la mano; ésta
estaba bastante húmeda.
—Gracias por su ayuda, míster LeVine —empezó
a decir con seriedad—. Sin embargo, me gustaría hacer una
observación. Muchas personas del este, gente sincera y
bienintencionada, estoy seguro —aquí meneó la cabeza para dar
énfasis a lo que decía—, parecen pensar que el Comité Nacional va a
llevar a cabo una especie de «caza de brujas». Nada más lejos de la
verdad. La gente del este —y no les estoy condenando, me entiende—,
muchos de ellos dicen: «Oh, éstos son sólo un puñado de políticos
que quieren aparecer en los titulares, que buscan votos.» —No me
soltaba la mano—, Míster LeVine, ojalá eso fuera cierto. Ojalá
fuera sólo algo para los titulares, para los periódicos. Pero ya ve
—ahora me miraba directamente a los ojos—, no es así en absoluto.
Míster LeVine, América se está enfrentando a la mayor crisis de la
seguridad nacional en toda su historia. Por eso las personas que
están en puestos de responsabilidad y de confianza pública, las
personas como yo mismo, por ejemplo —pestañeó unas cuantas veces—,
se están tomando este asunto tan en serio. No le estoy criticando a
usted en modo alguno, míster LeVine. Está usted en su derecho de
estar en desacuerdo, y eso es lo que hace grande a América. Lo que
digo es que su derecho de estar en desacuerdo puede verse en
peligro si el programa soviético para dominar el mundo
progresa.
Nixon me soltó la mano.
—Gracias por la propina —le dije, y abandoné
la habitación.
Era un alivio estar fuera con Lemon y
Caputo, apoyados en la pared como chiquillos fuera de la oficina
del director de la escuela. Los dos policías eran estúpidos, pero
por lo menos no estaban locos.