10

Querían que estuviera allí a las diez y cuarto en punto para hacerme esperar durante una hora sentado en un banco verde. Detesto a los policías. Es una acusación general, lo sé, y la gente me dice que hay muchos tipos decentes que recorren los vecindarios, ayudando a las ancianas a subir ese último escalón, dejando a los niños que jueguen con sus porras, y yo me he encontrado a uno o dos. Joe Egan, de mi distrito de Sunnyside, es un caballero amable y agudo; cinco minutos más y podría dar con una docena de nombres más. Pero en grosería calculada, pomposidad y autoimportancia, en imbecilidad, en adular a los superiores y humillar a los inferiores, no hay quien les gane a los oficiales de la ley. Durante los veinte años que me he dedicado a la investigación privada, he tenido tantos encuentros desagradables, solapados y deprimentes con detectives de homicidios y patrullas antirrobo que no soy capaz de recuperarme. Y todavía no puedo acostumbrarme a la falta de cortesía.
Le pregunté al tipo que estaba ante el escritorio cuándo pensaba que estarían dispuestos a recibirme. Se echó a reír.
—Me lo harán saber y yo se lo haré saber a usted, ¿de acuerdo?
Tenía el pelo negro y ralo, y los ojos legañosos y apagados. Ante él tenía un crucigrama.
Pasé casi toda la hora leyendo el periódico. Un titular de la primera página anunciaba la espantosa muerte de Dale Carpenter, daba información sobre su vida y carrera y mostraba dos fotografías de la estrella: un primer plano y una instantánea de publicidad en la que Carpenter daba de comer a un palomino. «Su musculoso cuerpo, vestido con un albornoz amarillo y bañador a cuadros, fue encontrado junto a la piscina de su lujosa casa estilo ranchero en Hollywood Hills.» El periodista Pat Marks seguía describiendo la «carnicería» en el interior de la casa y divulgaba el veredicto oficial de la policía: Carpenter había sido asesinado por ladrones. El lugar había sido registrado con tal desenfreno que el robo era un motivo creíble. Yo no lo creía y me preguntaba si la policía lo hacía.
Hacia las once y media estaba leyendo los horóscopos. El mío recomendaba «acción decisiva». Así que me levanté y me dirigí a la puerta.
—Dígale a Wynn que sabe dónde encontrarme —le dije al hombre del escritorio—. Tengo cosas que hacer.
Levantó la vista de su crucigrama.
—Espere. No se marche. Quieren verle.
—Entonces llame a Wynn ahora mismo y dígale que me vea ahora o que me voy a casa.
Se rascó la cabeza.
—Le haré un favor y llamaré —dijo no muy contento—, pero no les gusta que lo haga.
El hombre cogió el teléfono justo cuando se abrían las puertas dobles que había al final de la habitación. Entró Wynn, seguido por sus leales Lemon y Caputo. Los tres llevaban traje color marrón. Wynn me dio unos golpecitos amistosos en la espalda.
—Lo siento, LeVine, pero hemos tenido una mañana de locos. No hemos podido atenderle antes.
—Por supuesto que no. Por eso me han hecho estar aquí a las diez y cuarto. Aunque esto debe de ser un infierno, con todo este asunto del robo de Carpenter. ¿Han descubierto lo que le robaron?
Wynn entrecerró los ojos. Extrajo una pipa de su bolsillo y le dio unos golpes en el tacón de su zapato.
—¿Tiene alguna idea sobre esto, LeVine? —preguntó.
—Tengo ideas sobre todo, pero no hablo de ellas en salas de espera.
El teniente se giró y gritó: «Vámonos» a Lemon y Caputo, quienes se estaban riendo a carcajadas con el hombre del escritorio. Algo acerca de por qué un bombero lleva elásticos rojos. Se acercaron al trote a Wynn, poniéndose, inevitablemente, uno a cada lado. Esos chicos eran como perrillos amaestrados.
—Vamos a alguna parte —me dijo Wynn.
—Ya he desayunado.
Sonrió de mala gana.
—Algunas personas querrían hablar con usted. Vamos.
El teniente giró sobre sus talones y se encaminó hacia una salida trasera. Lemon y Caputo se quedaron atrás, y yo empecé a caminar con ritmo de prisionero; los cuatro salimos por una puerta trasera al gran aparcamiento de la jefatura. El aparcamiento estaba completamente cercado excepto por una puerta controlada por un guardia, y rodeado por una pared de hormigón color naranja herrumbre. Parecía el patio de ejercicio de la cárcel.
Subimos a un sedán negro sin matrícula, un Ford. Wynn y yo nos instalamos en la parte de atrás, mientras los cabezotas discutían a quién le tocaba conducir.
—Vamos, estúpidos bastardos, es hora de irnos —gritó Wynn.
Finalmente, Lemon se sentó en el asiento del conductor. Caputo se enfurruñó.
—Conduciré la próxima vez —afirmó.

 

El trayecto transcurrió con relativa calma. Intenté entablar conversación, pero Wynn sólo gruñía y chupaba su pipa. Estaba claro que no quería hablar sobre el asesinato de Carpenter.
—Si está usted tan seguro de que fue un robo —proseguí, encantado de hacerme pesado—, ¿por qué me ha llamado a mí? ¿Cree que soy comprador de objetos robados o algo por el estilo? Ni siquiera vivo en esta miserable ciudad.
Wynn me lanzó al rostro el humo de su pipa, a propósito.
—Y otra cosa —protesté—, ¿por qué no puede decirme con quién voy a reunirme? De cualquier modo, voy a verle en seguida. ¿A qué viene tanto secreto?
—LeVine, me gustaría que cerrara la boca. Estoy intentando pensar —dijo suavemente el teniente.
—¿Pensar en qué? Tiene un suicidio y un robo, ¿no es así? Esto es todo.
Wynn se comportaba de forma desacostumbradamente cohibida. Tenía un aspecto huraño y pensativo, como el mánager de un club situado en el quinto puesto, en los últimos pases del último partido de la temporada. Una especie de resignación apretaba las comisuras de su boca formando pequeñas arrugas.
—Realmente le están pinchando, ¿verdad, Wynn?
El teniente miró por la ventanilla.
—Con espadas —dijo.

 

No me sorprendí cuando el coche de la policía aparcó frente al Pili Building en Ornar Avenue.
—Aquí es, jefe —dijo Lemon.
Wynn se inclinó hacia adelante y atisbó por el parabrisas.
—¿Estás seguro?
—Pili Building. Calle Ornar, número 11.
—Dios mío —murmuró el teniente—. De acuerdo, LeVine. Vamos.
—Un lugar agradable —dije—. ¿Qué hay ahí? ¿Tienen encerrado a Hitler en el sótano?
—No me dé la lata, por favor.
Le hice a Wynn el favor de salir de espaldas a él. Los cuatro bajamos del sedán sin matrícula. Wynn parpadeó ante la brillante luz del sol y se abrochó la americana. Entré detrás de él en el sucio vestíbulo de Pili Building, con Lemon y Caputo cubriendo la retaguardia.
—Santo cielo —dijo Wynn con repugnancia—. Esto es un vertedero.
—Nosotros no hacemos cosas así en Nueva York —dije alegremente—. Circular con coches sin matrícula, encontrarse en secreto en basureros.
Wynn no me respondió, pero se quedó contemplando el suelo. Una enorme chinche estaba dando la vuelta a su zapato, pero el policía no se dio cuenta. Estaba esperando, cada vez más agitado, a que llegara el ascensor. El indicador, como si estuviera magnetizado, estaba clavado en el tres. Wynn se apoyó en el timbre; éste sonó como una alarma de incendios en el hueco.
—¡Maldita sea! —gritó.
Me volví a Lemon.
—¿Por qué no sugiere que utilicemos las escaleras?
Wynn me miró y empezó a subir las escaleras. Estaba terriblemente enojado. Compadecí al pobre tipo, por toda mi charla ofensiva. Pero sólo un poco.

 

Era la misma oficina: el servicio de tasación de antigüedades y joyería Haller. Wynn llamó una vez a la puerta, esperó, y luego llamó dos veces.
—¿Estamos haciendo alguna prueba para una película de espías? —pregunté.
Se abrió la puerta y el hombre que había observado el día anterior, el que llevaba gafas de sol y tenía la boca como un ojal, apareció a un lado, con la mano en el tirador.
—Teniente —dijo en tono agradable—. Señores.
—Davis —dijo Wynn, estrechándole la mano y entrando en la habitación. Los demás le seguimos. Sentado en un rincón de la oficina, en una antigua y cuarteada silla de piel, estaba el hombre más joven, el de los mofletes de bebé y el traje que le sentaba mal. Se levantó y fue presentado como el congresista de los EE.UU. Richard M. Nixon. Nixon dio la mano a todo el mundo, empezando por Wynn y terminando por mí. Mantuve la boca cerrada.
—Y yo soy P. J. Davis —anunció el otro hombre—. Soy un investigador empleado por el Comité Nacional para las Actividades Antiamericanas. ¿Por qué no nos ponemos cómodos?
Los seis nos sentamos, acercando varias sillas «cómodas» y rompeculos plegables. Yo no me habría sentido cómodo ni aunque me hubiera sentado sobre un montón de cojines de satén. La atmósfera era claramente desagradable. No era hostil, ni siquiera irritada; sólo había ese aire inconfundible de propósitos opuestos. Todo el mundo estaba ansioso y esperaba que se le mintiera, nadie estaba seguro de lo que el otro sabía. Era como sentarse a jugar al póquer y descubrir que la baraja contenía sesenta cartas.
Encendí un Lucky y miré por la ventana. Al otro lado de la calle, un niño circulaba en su triciclo por un patio lleno de artefactos de la pobreza: la oxidada carrocería de un Plymouth, una lavadora estropeada, un montón de botellas de soda y pinzas para sujetar la ropa. El niño parecía muy feliz.
Davis carraspeó y empezó a hablar con un tono de voz de maestro de escuela.
—A míster LeVine probablemente le gustaría saber por qué el señor congresista y yo deseábamos verle esta mañana —empezó.
—LeVine —le dije—. Como Hollywood y LeVine.
—Es un nombre poco frecuente —replicó con una sonrisa de vendedor.
—También lo es P. J. No creo haber conocido a ningún otro antes.
—Patrick Jefferson.
—Muy patriótico.
Se rió entre dientes con moderación y yo esbocé una sonrisa extremadamente encantadora y atractiva. Wynn se golpeaba los dedos nerviosamente. Lemon y Caputo se observaban las rodillas.
—Teniente —dijo Davis a Wynn—, ¿vamos a discutir todos este asunto?
—No. —Chasqueó los dedos a Lemon y Caputo—. Muchachos, esperad en el vestíbulo.
Los dos policías asintieron con la cabeza, como caballos, y luego se levantaron y salieron de la habitación, dejándonos a los cuatro sentados en silencio.
—Está bien, LeVine —dijo finalmente Wynn—. Vamos a adoptar su punto de vista. Adrián fue asesinado.
Los tres hombres se miraron buscando guía y sapiencia.
—¿Qué debo decir? ¿Gracias?
—Claro que no —respondió Davis suavemente.
Nixon habló por primera vez.
—¿Es usted de la ciudad de Nueva York, míster LeVine?
—Así es, señor congresista.
—Tengo muchos amigos allí —me informó.
Asentí y seguí en silencio. Wynn tosió. Estábamos sentados con tranquilidad en nuestras sillas, con tanta educación y aprensión como chicas esperando ser invitadas a bailar.
—¿Por qué cree usted que Adrián fue asesinado? —preguntó finalmente Davis.
—No creo haber dicho eso nunca de modo definitivo. Lo que yo dije fue que el asesinato no debía ser descartado.
—¿Y cree usted que fue descartado? —prosiguió.
—Todo lo que el teniente Wynn me dijo indicaba eso, sí.
—Pero quizá el teniente le daba esas indicaciones por alguna razón.
—Quizá. ¿Por qué no se lo pregunta a él?
Davis no se lo quería preguntar y Wynn no quería que se lo preguntara. La razón estaba bastante clara: Wynn no había seguido el punto de vista del homicidio porque le habían dicho que no lo hiciera. Davis lo sabía y quería interrogarme acerca de ello.
—De acuerdo entonces —prosiguió el investigador—. Digamos que usted sospecha que Adrián podía haber sido asesinado.
Me estaba empezando a aburrir.
—Oiga —empecé—, si esto conduce a alguna parte, ¿por qué no nos saltamos los preámbulos y vamos directamente al asunto? Para ver eso es por lo que han pagado los aficionados.
—Manténganse en su sitio, LeVine —dijo Wynn, poniéndose una pipa en la boca.
Me encogí de hombros en dirección a Nixon. Este parpadeó y luego cogió una cartera negra, sacando sus largos dedos de una chaqueta deportiva demasiado grande que le cubría las manos hasta casi el primer nudillo. Sacó de la cartera un cuadernillo amarillo, y luego lo equilibró sobre una rodilla que tenía cruzada.
—Me gusta tenerlo todo anotado —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
Yo no lograba clasificar al congresista. Parecía penosamente tímido y, desde cierto ángulo, tenía el aspecto de un polemista estudiantil. Pero también tenía la mirada desviada y los carrillos azulados de un estafador con cara de bebé.
—Puede usted estar seguro —dijo Davis concisamente— de que todo esto conduce a lo que usted llama «asunto». Y déjeme recordarle que se está dirigiendo a personas a las que se les ha confiado una investigación de alto nivel para el congreso.
—¿Del comunismo en la colonia cinematográfica? —pregunté.
Davis asintió solemnemente.
—Eso es. Así que déjeme preguntarle otra vez por qué sospechaba usted que Walter Adrián podía haber sido asesinado.
—Porque lo del suicidio no colaba.
—¿Por qué no?
—No parecía encajar con él. No creía que fuera imposible, sólo improbable.
—¿Pensó, tal vez, que había sido asesinado por un agente comunista?
Sé que no debí hacerlo, pero sonreí. Fue una sonrisa amplia, grande, como de gatito gordo. Después de haber escuchado aquella fantástica conversación el día anterior, sabía cómo pensaban esos pájaros, pero todavía me sonaba como un sueño provocado por la droga.
—Ha visto usted demasiadas películas.
Davis acercó su silla a la mía y empezó a levantar la voz.
—Míster LeVine, conocemos sus antecedentes y sus simpatías. Por eso, no nos sorprende que descarte usted la amenaza roja. Sin embargo, permítame que le advierta...
Decidí interrumpirle.
—Deténgase aquí, ¿quiere? Estupendo. Bien, usted quiere que yo responda a preguntas acerca de las muertes de Adrián y de Carpenter, y se las contestaré lo mejor que pueda de acuerdo con mis conocimientos y mi habilidad. En realidad, para ir al grano, le diré ya que no veo ninguna trama urdida por los comunistas, o la amenaza roja. Eso para empezar. En cuanto a mis «antecedentes», Wynn ya intentó ese número, completado con una ficha del FBI, y mi reacción fue una risotada. De nuevo entono alegremente el mea culpa por haber firmado una petición que trataba de impedir que achicharrasen a aquellos dos pobres organilleros de Boston y, sí, fui yo quien envió aquel dinero para arroz y habichuelas a los refugiados españoles. Y como regalo, les diré que voté a Roosevelt las dos primeras veces y a nadie las últimas dos, y que echo en falta a Fiorello LaGuardia.
Nixon estaba tomando nota de todo.
—Fiorello se escribe con dos eles —le dije, levantándome de la silla—, y LaGuardia con ge mayúscula.
—Sí, lo sé —respondió educadamente.
—¿Por qué está usted de pie, LeVine? —preguntó Wynn.
—Porque me marcho, a no ser que lleguemos al quid de la cuestión.
Da vis hizo un gesto con la mano.
—Siéntese, LeVine —dijo—. No está en situación de dejarnos. No quiero apelar a las jerarquías, pero esto, ex officio, forma parte de una investigación para el congreso. Si no quiere hablar con nosotros ahora, le citaremos a una sesión jurada. Quizá prefiera eso, no lo sé. Yo pensé que esto sería más fácil.
Me senté. Davis se volvió hacia Nixon.
—Señor congresista, me pregunto si deberíamos mostrarle a míster LeVine el memorándum del FBI sobre el asunto Carpenter.
Nixon frunció los labios, pensativo.
—Creo que sería aconsejable —dijo haciendo una juiciosa seña afirmativa con la cabeza. El congresista metió sus largos dedos en la cartera (juro que podía haber utilizado las mangas como mitones, tan largas eran) y sacó una hoja de papel de color rosa. La estudió, asintiendo con la cabeza todo el rato, y luego se levantó de la silla y le entregó el papel a Davis, susurrando algo al oído del investigador.
—Por supuesto —dijo Davis en voz alta, como si estuviera al teléfono—. Absolutamente.
Nixon dejó de susurrar. Davis estudió la hoja de papel. Wynn se levantó y miró por encima del hombro sin mucho interés. Sonreí a Nixon, quien me devolvió la sonrisa con labios tensos.
—Hace un tiempo espléndido por aquí —le dije—. Es mi primer viaje a esta región.
—¿De veras? —respondió brillantemente—. Bueno, éste es el mejor clima del mundo. Estuve en la Marina, sabe, y viajamos por todo el mundo, pero este clima es el mejor. Francamente, casi me sabe mal ser elegido para el Congreso y tener que estar lejos de aquí tanto tiempo.
—Difícil situación —convine.
Davis se inclinó hacia adelante y me pasó la hoja de papel. Era un memorándum, con membrete del FBI.
A: P. J. DAVIS
DE: CLARENCE WHITE
RE: HOMICIDIO DE CARPENTER
«Detectives emplazados en las altas esferas del PC de Hollywood nos han indicado que Dale Carpenter, al igual que Walter Adrián, fue asesinado por orden directa de las altas jerarquías de Moscú...»
—Un momento —dije a Wynn—, ¿Sabía usted que Adrián había sido asesinado por Moscú?
Wynn se encogió de hombros y Davis pareció turbado.
—No, no lo sabía —dijo el investigador—, y le diré por qué. Esto es información altamente secreta. Cuando el FBI conoció los verdaderos hechos que había tras la muerte de Adrián, fue necesario mantener esta información a los niveles más altos del Bureau y del Comité Nacional para las Actividades Antiamericanas. La policía no fue informada.
—¿Sólo les dijeron que abandonaran el caso y le llamaran suicidio?
Davis pasó por alto mi pregunta.
—Pero el asesinato de Carpenter —prosiguió, en tono de sentencia—, que era un caso de homicidio más evidente, hizo necesario que existiera una estrecha colaboración y absoluta confianza entre el Comité, el Bureau y la policía de Los Angeles para mantener el asunto tapado.
—¿Por eso la muerte de Carpenter se atribuye a un robo? —pregunté.
—Por supuesto —dijo Davis.
—¿Sacará a un sospechoso? —pregunté a Wynn.
—Tal vez sí, tal vez no —respondió secamente.
—Habrá mucha publicidad. Tendrá que acusar a alguien. ¿No tiene un furgón lleno de mejicanos para las ocasiones como ésta?
Wynn no apreció mi aguijoneo y me dijo que me callara.
—Por favor, señores —interpuso Nixon—. Creo que mister LeVine tendría que terminar de leer el memorándum.
Volví a la hoja de papel rosa.
«Se ha informado que Carpenter, al igual que Adrián, estaba a punto de renunciar a ser miembro del Partido y de divulgar el funcionamiento interno del aparato comunista en la industria del cine. No existe certeza en cuanto a si los dos homicidios fueron cometidos por un súbdito estadounidense o soviético, pero lo primero parece más probable, ya que es dudoso que los rusos se arriesgaran a ser descubiertos.
»También se ha informado que los miembros clave del PC de Hollywood (tales como Wohl, Arthur y Perillo) están muy asustados y se les tiene bajo vigilancia. Es poco probable que los miembros del partido local colaboren en el empeño del Comité. El conocido sistema soviético del terror metódico como medio para reforzar la disciplina es evidente.»
El memorándum llevaba las iniciales «C. W.».
—¿Quién es White? —pregunté—. Es el mismo tipo que elaboró el memorándum sobre mí.
—Clarence White —dijo Davis solemnemente— nunca ha sido visto por ninguno de nosotros. Por sorprendente que parezca, es cierto. Es jefe de la unidad secreta que ha estado investigando la subversión en Hollywood desde mediados de la guerra. —Me vio alzar las cejas y sonreír—. Sí, mister Le Vine, desde hace tanto tiempo. Mire, la unidad estaba estudiando las posibilidades de subversión alemana por aquí. Al cabo de poco tiempo, se dio cuenta de que la amenaza real venía de la izquierda, no de la derecha, y empezó a concentrarse en ese lado de la cerca. Existen memorándums escritos por White en 1944 que son absolutamente proféticos. Por supuesto, nadie le escuchaba entonces. En realidad estaba considerado como un excéntrico, y casi se le asignó otra misión.
—Si White hubiera sido escuchado, muchas penalidades, muchísimas —dijo Nixon, recalcando sus palabras con un amplio ademán de las manos— habrían podido ser evitadas.
—¿Así que White está infiltrado en el Partido de alguna manera? —pregunté.
—Es jefe de la unidad del Bureau que está estudiando la subversión en Hollywood —dijo Davis—, y eso es todo lo que usted necesita saber.
Se puso de pie y empezó a pasearse arriba y abajo, haciendo un poco de teatro, pensé.
—¿Cuál es exactamente su función en este asunto, míster LeVine? —preguntó finalmente.
—Estoy llevando a cabo una investigación acerca de la muerte de Adrián, por encargo de su viuda.
—¿Tiene intención de ayudarnos?
—En tanto en cuanto investiguen la muerte de Walter, tal vez. Pero no estoy dispuesto a participar en una caza de rojos.
—Esto se ha convertido en un asunto que afecta a la seguridad nacional de los Estados Unidos, míster LeVine. —Este era Nixon y ahora había un deje claramente no amistoso en su tono de voz.
—Ese es su trabajo —le dije—, no el mío. Yo soy un investigador privado que está comprobando el asesinato de un amigo. Punto.
Nixon se inclinó y empezó a revolver en su cartera. Davis se sentó e hizo crujir sus nudillos. Wynn se acercó a la ventana. Parecía que la fiesta estaba terminando.
—Está bien, LeVine —dijo Davis—. Puede irse.
—¿Alguien va a seguirme?
—No —respondió firmemente el investigador—, pero puede que lamente el tratar este asunto tan a la ligera.
—¿Cómo es eso?
—Podría llegar a lamentarlo. —Y ésa era toda la respuesta que iba a obtener. Davis hizo un gesto señalando la puerta—. Buenas tardes, LeVine.
Me levanté.
—Espero a Wynn. He venido aquí en su coche.
—Estará con usted dentro de un momento —dijo Davis llanamente—. Vaya al vestíbulo. El teniente Wynn se reunirá con usted cuando haya hablado con nosotros. Espere afuera.
—Magnífico —le dije; luego me acerqué a donde Nixon estaba sentado—. Hasta más ver, señor congresista.
Nixon se levantó y me alargó la mano; ésta estaba bastante húmeda.
—Gracias por su ayuda, míster LeVine —empezó a decir con seriedad—. Sin embargo, me gustaría hacer una observación. Muchas personas del este, gente sincera y bienintencionada, estoy seguro —aquí meneó la cabeza para dar énfasis a lo que decía—, parecen pensar que el Comité Nacional va a llevar a cabo una especie de «caza de brujas». Nada más lejos de la verdad. La gente del este —y no les estoy condenando, me entiende—, muchos de ellos dicen: «Oh, éstos son sólo un puñado de políticos que quieren aparecer en los titulares, que buscan votos.» —No me soltaba la mano—, Míster LeVine, ojalá eso fuera cierto. Ojalá fuera sólo algo para los titulares, para los periódicos. Pero ya ve —ahora me miraba directamente a los ojos—, no es así en absoluto. Míster LeVine, América se está enfrentando a la mayor crisis de la seguridad nacional en toda su historia. Por eso las personas que están en puestos de responsabilidad y de confianza pública, las personas como yo mismo, por ejemplo —pestañeó unas cuantas veces—, se están tomando este asunto tan en serio. No le estoy criticando a usted en modo alguno, míster LeVine. Está usted en su derecho de estar en desacuerdo, y eso es lo que hace grande a América. Lo que digo es que su derecho de estar en desacuerdo puede verse en peligro si el programa soviético para dominar el mundo progresa.
Nixon me soltó la mano.
—Gracias por la propina —le dije, y abandoné la habitación.
Era un alivio estar fuera con Lemon y Caputo, apoyados en la pared como chiquillos fuera de la oficina del director de la escuela. Los dos policías eran estúpidos, pero por lo menos no estaban locos.