Capítulo X

LA ULTIMA BATALLA

—Mi enhorabuena, capitán Corrigan. No esperaba menos de usted.

El tejano, sorprendido, en pie, miró al ministro de la Guerra.

—Se equivoca, señor. Soy un simple soldado y si me apura mucho, un desertor.

Staton, con una sonrisa de afecto que pocos de sus colaboradores vieron dibujarse en su rostro y que ponía al descubierto, sobre su aparente encono, un corazón sencillo, noble y generoso, replicó:

—Yo no me equivoco nunca. Pasará unos meses en una Academia Militar para instruirse lo necesario y ser merecedor de la recompensa que le otorga el presidente. Tome. Aquí tiene lo preciso para que vaya a West Point y… ¡Adelante!

Un coronel, con rostro excitado, irrumpió en el gabinete de trabajo de Staton, cuyas facciones tornaron a endurecerse.

—¡Señor, un comunicado urgente!

—Hable.

El jefe que acababa de entrar en el despacho miró a Corrigan, dudando.

—Pero…

—¡Hable le digo!

—Lee, con un gran ejército, avanza hacia Pensylvania. Lleva una gran masa de artillería y van con él los mejores generales, entre los que se encuentran Jorge Pickett, Armistead y Longstreet. La situación es grave y…

El ministro de la Guerra, interrumpiendo al coronel, ordenó:

—¡Dentro de cinco minutos debe hallarse reunido el Estado Mayor! ¡No pierda tiempo!

Salió el militar y Staton, rasgando varios de los papeles que iba a entregar a Peter, dijo:

—Esto lo simplifica todo para usted. Le entrego solamente el oficio en el que se le confiere el grado de capitán. Incorpórese al 4” Batallón de Caballería. Lo demás era puro trámite. Si es un buen oficial, tendrá oportunidad de demostrarlo en las jornadas que se avecinan. Tome; quinientos dólares. Que le hagan un uniforme con rapidez. Espero verle con alguna frecuencia.

Staton tendió la diestra al tejano, en franca despedida. Corrigan la estrechó con afecto.

—Gracias por todo, señor.

—La patria le debe mucho y al recompensarle aumenta la responsabilidad de usted. Creo que jamás me arrepentiré de haberle nombrado capitán. Adiós.

El ministro de la Guerra, sentándose en el gran sillón situado junto a la mesa, empezó a examinar planos sin ver a Peter abandonar la estancia.

Una vez en la calle, el joven se dirigió a uno de los sastres del Ejército, y, con una sonrisa, le dijo:

—Staton me ha enviado a usted. Quiero un uniforme de capitán de caballería para dentro de cinco horas.

El artesano contempló con fijeza a Peter.

—Sobran cuatro y media. Su talla es regular y creo que le servirán las guerreras y pantalones de oficiales que tengo hechas en previsión.

Luego de diez minutos de quitarse y ponerse uniformes. Peter encontró uno que parecía hecho exclusivamente para él. El sastre cosió los emblemas de capitán y poco después Corrigan, ya con la ropa militar, respondía a los saludos de sus inferiores. Un teniente se detuvo sorprendido ante él, y tras una breve vacilación, exclamó:

—Va muy de prisa, Peter.

El aludido extrajo el oficio de Staton, mostrándoselo a Sioux Masón, quien lo examinó concienzudamente.

—Mucho y bien ha debido servir al ministro para rae éste haga una cosa semejante. Si me lo conceden, pediré el traslado a su unidad. Mi enhorabuena, capitán. ¿Acepta un trago para festejarlo?

Corrigan fue a negarse, aduciendo prisa por reunirse con Ethel, pero comprendió que no debía defraudar al joven oficial que tuvo fe en él cuando todos le consideraban un malhechor.

—Desde luego, Masón. Supongo que sentirá curiosidad por conocer las circunstancias de tan vertiginosa carrera militar.

—Un poco, pero nada le obliga a revelármelo.

—Lo haré con sumo gusto, previa su palabra de honor de guardar silencio.

—La tiene ya.

Los dos hombres penetraron en una taberna y acodándose en el mostrador, en uno de los laterales, lejos del bullicio del establecimiento, conversaron. Peter refirió sus aventuras, su entrevista con “Roble Negro”, la paz conseguida y el avance de Lee que ponía en peligro Washington.

—Espero que de un momento a otro —dijo para terminar—, las cornetas nos convoquen a nuestros respectivos cuarteles y campamentos. Quisiera ver antes a Ethel y…

—Lo comprendo.

Sioux Masón entregó unas monedas al camarero, despidiéndose de Corrigan con un apretón de manos y un rígido saludo militar.

—Me agradaría servir a sus órdenes, Peter. Lo intentaré. Repito mi enhorabuena.

—Gracias, Masón.

Con paso rápido, Corrigan llegó a la casa habitada por Dryden Holden, al que refirió su entrevista con Staton en brevísimas palabras, omitiendo el avance de Lee.

—Voy a dar a Ethel la grata nueva.

—Me parece bien. Yo, por mi parte, me enrolaré en el Ejército. Tú te encargarás de reclamarme para tu unidad. Va llegando la hora de sentarles las costuras a los sudistas.

Peter y Holden, a caballo, partieron en direcciones distintas. El joven a medida que se aproximaba al encuentro de su prometida, a la que no había visto desde su salida de Washington con dirección a los montes Apalaches para entrevistarse con los pieles rojas, sentía acelerarse su corazón con inusitada violencia.

Si la noticia del avance de Lee se confirmaba, breve iba a ser su entrevista con la joven.

Ella salió a recibirle fuera de la cerca que rodeaba el edificio, cuando le divisó desde una de las ventanas, y sin palabras, deshecha en lágrimas de gozo, abrazó a Corrigan apoyando después su cabeza en el pecho del tejano, quien sentía cómo sus ojos se velaban por el rocío de la emoción.

—Serénate, querida. Estoy seguro de que tus oraciones me salvaron la vida.

—No he cesado de llorar y de rezar por ti. ¿Ese uniforme de oficial…?

—Es el premio que el ministro de la Guerra me ha otorgado por conseguir la paz con las tribus indias. Cuéntame qué hiciste en este tiempo. ¿Sabes algo de tu padre?

—Sí. Me ha enviado una carta. ¡Él es bueno! Léela. La llevo siempre conmigo.

La muchacha entregó a Corrigan un papel hecho cuatro dobleces que tenía el tibio calor del seno de la joven. Algo conmovido, posó sus ojos sobre los apretados renglones:

 

“Hija:

“No sé si me habrás perdonado o no, pero te conozco lo suficiente como para estar seguro de tu cariño. No actué por egoísmo personal sino en defensa de lo que creo justo. Quizá me excedí en el afán de obtener éxitos. Los errores son humanos. Como un oficial más, formo parte del Ejército del general Lee y espero que con la toma de Washington volvamos a reunirnos para siempre. A veces pienso que he sacrificado mucho por mi patria. Sin embargo, ése era mi deber. Si lo deseas, el emisario puede traerte junto a mí. No te lo pido, me limito a sugerirte tal posibilidad. Nunca te apartas de mi corazón y me consuela saber que hay un hombre, mi enemigo Peter Corrigan, que velará por ti si algo me sucede. Dile que no le odio pese a que él destrozó todos mis proyectos y a que va a llevarse lo que más amo: a ti, hija. Si de verdad le quieres, no vaciles en conseguir tu felicidad. Os doy mi permiso y a ti la bendición del que te quiere y te recuerda más y más cada día.

“Tu padre,

“Bob"

 

Al terminar de leer la breve misiva, el tejano clavó sus ojos en los de la muchacha.

—¿Cuándo recibiste esta carta?

—Anoche.

—¿Marchó ya el mensajero?

—Sí. Traía órdenes de no detenerse, a no ser que yo le acompañara.

—¿Sentiste deseos de ir con él?

Ella inclinó la cabeza para responder, con voz débil:

—Sí, pero fue sólo un momento. Prometí esperarte y…

—¿Y si no me lo hubieras prometido?

—Te hubiera aguardado también. ¡Alguien viene hacia aquí!

Peter miró en la dirección indicada por la joven.

Rodeado de una nube de polvo, un jinete se acercaba al galope.

—¿Es Dryden Holden! ¿Qué ocurrirá en Washington?

Pronto tuvo Corrigan la respuesta de labios del ex “sheriff” de la capital de la Unión.

—Los cornetas recorren todas las calles tocando llamada. Se murmura que se va a salir al encuentro del Ejército del Sur. He venido a avisarte porque algunos regimientos se preparan para la marcha.

—Gracias, Holden. Iremos allá. ¿Te alistaste?

—Sí. Pedí que me destinaran a tu unidad y lo he conseguido. Desde ahora estoy a tus órdenes.

Dryden sonreía con afecto y, discreto, se retiró unos pasos para no coartar a los enamorados en la despedida. Corrigan, luego de besar en la frente a su prometida, dijo:

—Sigue rezando por mí. ¡Te prometo volver apenas tenga la menor oportunidad!

—¡Cuídate mucho!

—Lo haré.

Peter fue a alejarse. Ella le retuvo por el brazo.

—Aguarda unos segundos todavía. Si el destino te enfrentara a papá…

Corrigan la interrumpió con el ademán y la palabra.

—No te angusties por lo que es casi imposible que suceda, pero si fuese así, no mancharé mis manos con su sangre.

—Eres muy bueno, Peter.

Se besaron de nuevo y el joven, montando a caballo, se dispuso a dirigirse a Washington. Hizo un último saludo con la gorra de uniforme antes de picar espuelas a su corcel, y al galope, seguido de Dryden Holden, encaminóse a Washington, donde la animación era extraordinaria.

Se detuvieron frente al edificio del Estado Mayor y Corrigan penetró en él para informarse sobre el emplazamiento del Cuarto Batallón. Una vez que lo hubo averiguado, partió a su nuevo destino. Al presentarse a su jefe inmediato, el mayor Mantlin, éste le dijo:

—Llega a tiempo. Hay mucho que hacer. ¿Quién es el que le acompaña?

—El recluta Dryden Holden.

—Partirá también con nosotros. ¿Sabe manejar las armas?

El ex “sheriff” de Washington, repuso:

—Sí. Y con bastante destreza.

—Lo celebro. Se avecinan jornadas duras y necesitamos de todos los hombres útiles. Preséntese al sargento instructor.

—A la orden.

Cuatro horas más tarde, el Ejército del Norte, a las órdenes del general Meade, al aire las banderas, abandonó Washington con el propósito de cortar la retirada de las tropas sudistas. Lee, bien informado por sus exploradores, no queriendo ser sorprendido por retaguardia, varió la dirección del ataque y marchó al encuentro de los enemigos, encuentro que había de realizarse en Gettysburg, un pueblecillo de Pensylvania que ha pasado a la historia de la nación. El general en jefe, del Ejército del Sur, envalentonado por sus anteriores victorias y menospreciando el valor de los soldados de Lincoln, emplazó en la altura del Seminario de Gettysburg ciento cincuenta cañones, mientras los federales se ocultaban en el cementerio y abriendo trincheras, al amparo de las tapias del recinto sagrado, se disponían a luchar hasta la muerte.

Peter Corrigan, en primera línea, volvióse al teniente Sioux Masón, que había conseguido el traslado a la unidad del tejano, para decirle:

—Ordene que nuestros hombres se parapeten bien. Dentro de poco lloverán sobre nosotros los proyectiles artilleros. Aguantaremos en espera de que esos locos se lancen al asalto a pecho descubierto.

El oficial, antes de obedecer, repuso al que era su jefe:

—No es ésa la táctica de Lee. Hasta ahora ha luchado amparándose en parapetos o al abrigo de los bosques. No creo que sea tan insensato como para lanzar a sus hombres a una carga a pecho descubierto. Nos separa de ellos una milla de terreno libre. Meade ha elegido bien nuestras posiciones, que no podrán ser rebasadas.

—De todas formas, comunique mis instrucciones y que nadie dé un paso atrás si empieza el bombardeo.

Corrigan, mientras el oficial se alejaba, miró con sus prismáticos de campaña a sus enemigos. Una granada, que daba comienzo a un bombardeo no conocido hasta entonces en la guerra, explotó a escasa distancia de Peter, cubriéndole de tierra. Cuando el polvo y el humo se hubo disipado, los que integraban el Cuarto Batallón de Caballería vieron cómo su capitán continuaba en pie indiferente al peligro y a los numerosos estallidos. El mayor Mantlin, que se hallaba cerca de Corrigan, gritó:

—¡Atrás! Protéjase en una trinchera.

El aludido, sin precipitaciones, con un desprecio absoluto hacia el peligro, se acercó a su jefe inmediato para en un trincherón, junto a él, seguir atentamente las evoluciones de los adversarios, quienes en línea compacta, parecía que iban a emprender el ataque.

—Primero nos machacarán sus cañones y después vendrán a desalojarnos a punta de bayoneta. Mala táctica la de Lee —comentó Peter.

—No conoce usted a ese hombre —repuso el mayor.— No arriesgará a sus tropas en una carga dudosa.

El martilleo de la artillería se prolongó durante más de una hora, con terribles resultados para los del Norte. El olor a pólvora era insoportable y no pocos combatientes encontraron la muerte, agazapados tras las tapias del cementerio o en los hoyos abiertos en la tierra precipitadamente. El desconcierto empezaba a cundir entre las filas unionistas, cuyos soldados no se explicaban la razón por la que los cañones del Norte no respondían al terrible fuego.

—El general Meade sabe lo que se hace —exclamó Corrigan, dirigiéndose al mayor.

—Yo también quisiera creerlo así —replicó con viveza Mantlin.

—Vea si no estaba en lo cierto. Se lanzan al asalto de nuestras posiciones.

A lo lejos, varias unidades montadas de Lee, abriéndose en abanico, avanzaban al galope hacia el cementerio defendido por los federales. Sólo entonces las baterías del Norte, mudas hasta aquel momento, empezaron a tronar mientras los soldados aprestaban sus fusiles. La mortandad entre los atacantes era espantosa y Peter pudo comprobarlo cuando las avanzadas de los sudistas se hallaron a doscientos metros de distancia del cementerio. Una lluvia de fuego y plomo brotó de millares de fusiles y los sudistas comenzaron a doblarse trágicamente. Fueron unos minutos espantosos para atacantes y atacados. Muerto el general Jorge Pickett, que mandaba las fuerzas de asalto de la Confederación, y caídos la mayor parte de sus oficiales, hubo un momento de duda entre los que aún vivían, duda vencida por otro caudillo del Sur, Armistead, quien, sable en alto, se impuso al desánimo de sus tropas y con un puñado de bravos, atravesando pechos con los machetes y abriendo cabezas a culatazos, consiguió que las unidades del Norte retrocedieran unos centenares de metros y pudo clavar sobre las derruidas tapias del cementerio la bandera sudista.

Poco duró el triunfo a los confederados. El general Meade, tras un breve examen de la situación, dijo a los miembros de su Estado Mayor:

—¡Les aplastaremos! ¡Todos al asalto, a recobrar las perdidas posiciones!

Así fue. Un centenar de muertos y escasos minutos bastaron a las tropas de la Unión para recuperar el cementerio, produciendo a los sudistas una horrible mortandad.

Más de cuatro mil bajas había sufrido el general Lee en la batalla de Gettysburg. El ocaso de la Confederación comenzaba…

Al anochecer concertóse una tregua entre ambos bandos para recoger los heridos. Peter Corrigan, al mando de cien hombres y con la ayuda de Sioux Masón y de Dryden Holden, comenzó a retirar a los soldados de la Unión, algunos de ellos mezclados con los cadáveres sudistas. De pronto, el tejano se detuvo. La luna iluminaba el rostro de un hombre.

—¡Bob Stebbins!

Al oírle pronunciar el nombre del padre de Ethel, el teniente y el que fue “sheriff” de Washington se acercaron a Corrigan y los tres se inclinaron sobre el caído. La guerrera de Stebbins estaba ensangrentada.

—Ha muerto en el campo del honor. Esta ha sido su última batalla —dijo Peter, con voz sombría—. Tuvo suerte. Su destino hubiera sido la horca. Que el señor se apiade de su alma. Teniente…

—A la orden.

—Retire a Stebbins a nuestras líneas y entérese de en qué lugar recibe sepultura. Para su hija será un consuelo saber cuál es la tumba de su padre.

Con las primeras luces del alba finalizó la tregua sin que los del Sur hubieran podido retirar a todas las víctimas.

En el orden del día de la batalla de Gettysburg, entre los muchos distinguidos por su bravura, figuraban el capitán Corrigan, el teniente Sioux y el recluta Dryden Holden…