Capítulo VII

¡NO TEMO A LA MUERTE!

Dryden Holden, terminado su largo parlamento, encendió un grueso cigarro puro mientras Staton, ministro de la Guerra de Lincoln, paseaba con agitación por su despacho, mascullando frases ininteligibles.

La estancia, bien iluminada por varios quinqués situados sobre repisas, era muy amplia, pero carecía de comodidades. La mesa de trabajo estaba abarrotada de papeles, y en el suelo y sobre los dos grandes armarios, así como en algunas sillas, se amontonaban carpetas, cartas y telegramas.

El que fue “sheriff” de Washington esforzábase en dominar el regocijo. Era la primera vez que hablaba con el ministro, famoso por sus arrebatos de cólera y del que se contaban curiosas anécdotas, todas ellas relativas a su irritabilidad. Ni el propio Presidente se salvaba a veces de la ira del que, con las manos unidas por la espalda, clavó sus ojos en los de Holden.

—¡El gobernador no debió permitirle que dimitiera! ¡Fué un gran disparate de usted y de él!

—Pienso como Corrigan. A veces la ley estorba —repuso, sin inmutarse, Dryden.

Staton palideció primero para enrojecer después, tardando unos minutos en exclamar:

—¡No diga disparates o me veré obligado a encarcelarle! La ley es siempre imprescindible y sobre ella se asienta el porvenir y la felicidad de los pueblos. La justicia, en ocasiones, parece despiadada, pero es necesaria. Yo leo poco a los clásicos. No tengo tiempo. Sin embargo, de mis años escolares recuerdo una frase: “La principal ventaja de la justicia y de la buena fe, es hacer inútil la fuerza”[4] (Concibo tan absurdos razonamientos en ese Corrigan cuya historia me ha contado, porque la juventud es la fiebre del buen sentido, la embriaguez de la lógica y de la razón. Sin embargo, usted es un hombre de experiencia, y desde su cargo de “sheriff”, pudo comprobar que, sin la autoridad ejercida por los hombres, la moral se derrumba y la verdad palidece. Me precio de conocer a las personas. Usted estaba harto de rutina policíaca, de escuchar las insensateces del alcalde y del gobernador, más atentos a la letra que al espíritu de la ley. Lo comprendo. Yo no hubiera tenido paciencia para aguantarles tanto.

El ministro hizo una larga pausa, que fue aprovechada por Dryden para preguntarle:

—¿Qué hay de Peter? ¿Sabía usted lo de la posible rebelión de las tribus indias?

El interrogado cesó en sus paseos para encarándose con Holden, responderle:

—Ese joven actuará en lo sucesivo a mis órdenes directas. El hombre al que mataron y que él encontró cuando se disponía a abandonar la ciudad, fue enviado por mí a entrevistarse con “Roble Negro”, “Nube Roja”, “Corazón de Potro” y “Saeta Dorada”.

Con nervosismo, el ministro se sentó ante su mesa de despacho y en un papel con membrete trazó unas líneas nombrando a Corrigan agente especial del Gobierno. Al sellar el documento y entregárselo a Dryden, le ordenó:

—Dígale que venga a verme mañana.

—¿A qué hora?

Staton alzó ambos brazos con gesto de indignación.

—¡A qué hora! ¡A qué hora! ¡A cualquiera! Llevo más de dos meses durmiendo en una butaca. Y todo para que ese Lincoln, que debía continuar ordeñando cabras en Indiana o en Illinois, me fastidie constantemente con sus alardes de clemencia. Había mandado fusilar esta madrugada a tres desertores y miré la nota que recibí anoche de puño y letra del propio Presidente.

Tendió una cuartilla a Dryden, quien para no encolerizar más a Staton, la tomó sin vacilaciones, leyendo:

“Perdone la vida a los que mañana van a ser pasados por las armas y envíeles a primera línea para que se reivindiquen. Es posible que, en su caso, usted o yo nos hubiéramos comportado del mismo modo”.

Holden, devolviendo al ministro la nota, puso de manifiesto la admiración que experimentaba hacia Lincoln con un comentario que tuvo la virtud de encolerizar más a su interlocutor.

—¡Con blanduras no se gana la guerra! —rugió Staton—. ¿Qué será del país en manos de ese leñador de todos los diablos?[5] .

Sin intimidarse, molesto por el trato poco respetuoso que el ministro dispensaba al Presidente, Dryden afirmó:

—Él nos conducirá a la victoria.

—Sí. Con la ayuda de McClellan. Le pedí que me autorizara a fusilar a ese pavo real engreído y estúpido, culpable del desastre de Richmond, y tampoco me dio su consentimiento. ¡Estoy cansado de…!

El ministro calló de pronto al reparar que en los labios de Holden había una sonrisa irónica.

—¡Puede retirarse! Diga a Corrigan que no deje de presentarse mañana. En cuanto a su renuncia del cargo de “sheriff”, ya hablaremos en otro momento. ¡Usted hará lo que yo le mande y no lo que se le antoje!

—A sus órdenes, señor.

Staton no respondió, inclinado de nuevo sobre sus carpetas, y Holden abandonó la estancia, satisfecho de la entrevista. En lo sucesivo, Peter no sería un fugitivo de la ley ni un desertor.

El ex “sheriff” de Washington hizo crujir el papel que acreditaba la condición de agente especial del tejano y se dijo que aquél era el mejor servicio que podía haberle prestado. En su diálogo con Staton temió que el ministro, no manifestándose enterado de los graves problemas que podían crear las tribus indias, echara por tierra la historia del joven. Por fortuna, no sucedió así y la fe que Holden tenía en Corrigan acabó de robustecerse.

Anduvo con rapidez hasta la casa de su propiedad que servía de refugio a Peter. Se extrañó de no encontrar a su amigo esperándole en el jardín y se dijo que quizá estaría descansado o cómodamente sentado en uno de los sillones de mimbre del comedor. En lugar del joven, encontró una nota trazada a lápiz.

 

“Volveré pronto. Quiero hacer unas investigaciones”.

 

Con un gesto de preocupación por la suerte del tejano, al que estimaba muy sinceramente, Dryden Holden, acodado en una de las ventanas que comunicaban con el campo, terminó de fumar el cigarro con que el ministro de la guerra le había obsequiado, preguntándose dónde estaría Corrigan en aquellos momentos.

* * *

—No temo a la muerte.

La afirmación de Peter ensombreció aún más el semblante de Bob Stebbins.

—Ya he podido comprobarlo. No correré más riesgos. He sido benévolo hasta ahora, pero todo tiene un fin. Hasta mi paciencia. Prepárese para dar el salto a la eternidad.

De forma ostensible, el dedo índice del padre de Ethel comenzó a curvarse sobre el gatillo. Corrigan, sin pestañear, miraba el arma, que le apuntaba al corazón, sin que de sus labios se borrase una sonrisa de superioridad, de desprecio.

Bob, al comprobar que el joven no temblaba ante lo irremediable, separó el dedo del disparador del arma de fuego, diciendo en tono conciliatorio y siguiendo el plan establecido de antemano:

—Me da lástima, Peter. Puedo perdonarle la vida a cambio de que se aleje de Washington para siempre. Le entregaré un caballo, armas, víveres y municiones y diez mil dólares. Siempre es más agradable partir a otras tierras en esas condiciones que ser enterrado aquí.

—¿Qué le induce a ser tan generoso conmigo?

Stebbins, encogiéndose de hombros, tardó unos minutos en contestar.

—A veces me comporto como un estúpido sentimental. Le concedo un breve plazo para que se decida. Lo que tarde en fumar una cachimba.

Extrajo una pipa del bolsillo posterior del pantalón y con la pistola en la cintura, procedió a llenarla calmosamente de tabaco y a encenderla con un deleite que a Corrigan le pareció estudiado, poco sincero.

La anaranjada llama del fósforo, al iluminar de cerca el rostro de Bob con leve, pero intenso resplandor, mostró a Peter unos ojos tristes, sin la dureza que siempre había percibido en Stebbins.

—¿Se está convirtiendo en un ser humano, capitán?

El aludido, estremeciéndose, contestó con viveza:

—¿Qué le hace suponer tal cosa?

—En su aspecto hay algo que hasta hoy no he observado, algo indefinible, que le transforma. Al amenazarme de muerte, su voz no era tan metálica como en otras ocasiones. Es difícil definir cambios espirituales, pero estoy seguro de que existe un obstáculo entre su corazón y su pasado de criminal.

Tembló la cachimba en los dedos de Bob, quien esforzándose en sonreír, falto de aplomo por saber desnuda su alma a los ojos del prisionero, repuso:

—Piense en mi proposición. Voy a admitir que, en efecto, mi conducta anterior deja qué desear para la ley y la justicia. Sin embargo, lo que le ofrezco es la vida o la muerte. La elección no es dudosa. Yo, al menos, no dudaría.

—Es posible. Creo que con mi marcha de Washington quiere tranquilizar en parte su conciencia. Me va a llamar loco si le digo que sobra el plazo y que si necesita librarse de mí tendrá que asesinarme, echarse mi muerte sobre la espalda.

—¡Es usted un suicida!

—Yo no pacto con indeseables. Me impongo a ellos. Me ha tocado perder y perderé con valentía, obligándole a mancharse sus manos con mi sangre. ¿Le importaría aclararme unas dudas?

—Depende —replicó, cauto, Stebbins—. ¿Qué es lo que desea saber?

—Los motivos por los que usted negó haberme vendido las reses, ordenando que me encarcelaran. Siempre adiviné una intención superior a la económica. Antes de que me responda, debo decirle que tengo la certeza de que usted forma parte de una organización sudista y se propone crear conflictos entre las tribus indias. ¿Muy sorprendido?

—Bastante —repuso Bob, con voz bronca—. No creí que hubiera usted llegado tan lejos en sus averiguaciones. Ahora más que nunca debo matarle, a no ser que acepte mi oferta de partir rumbo al Oeste sin ponerse al habla con nadie, renunciando a sus propósitos de venganza.

El joven movió la cabeza en sentido negativo.

—El interés de la patria anula el mío propio. No me importa la venganza. Lo que quiero es impedir que usted y sus cómplices hagan inútiles los esfuerza de los soldados que han muerto y morirán en el campo del honor. ¿No satisface mi curiosidad?

Hubo una larga pausa. Stebbins, nervioso, aspiró con ansiedad el humo del tabaco. Luego, dijo:

—A los cadáveres no puede negárseles nada y usted puede considerarse ya un cadáver. Es demasiado joven para comprender que los humanos debemos mirar primero por nosotros mismos y después por esos ideales a los que usted estúpidamente va a entregar su vida.

La voz del hombre sonaba falta de convicción y así se lo hizo observar el tejano.

—Dice lo contrario de lo que siente, capitán. Usted sacrifica más que yo en este juego. Es propietario de uno de los mejores ranchos de la comarca, goza de buena fama, o, mejor dicho, gozaba. Tiene una hija que se resiste a creer que su padre sea un malvado y se arriesga a perderlo todo por servir a los sudistas, eligiendo el camino, más difícil. No el noble y siempre heroico de la lucha cara a cara sino el del espionaje, el de la intriga, el de la traición, por considerarlo más eficaz y decisivo. En el campo de batalla un hombre es una unidad. En la lucha que usted ha emprendido puede valer varios regimientos. No. Sea sincero una vez en su vida, Stebbins. Yo no le aborrezco. Yo también sirvo a una causa y estoy dispuesto a morir por ella. No considero necesario decirle que mi conducta ha sido y es más noble que la de usted. ¿Tanto odia al Norte como para exponerse a perder a su hija si una bala se cruza en su camino o si la ley le coloca frente a un pelotón de soldados?

—Nací en Virginia. Usted no sabe lo que esto representa. Heredé de mis abuelos y de mis padres un profundo amor hacia mi patria chica, una soberbia sin límites, un orgullo de raza que es el que me mueve a darlo todo en favor del Sur. Estoy tomándole estimación, Peter, pero ello no hará temblar mi mano cuando dispare. Sabe calar en mi alma y comprende cosas que hasta ahora nadie ha sabido entender. Voy a satisfacer su curiosidad para que la muerte le sea más grata sin enigmas. Tuve noticias de que un hombre venía a Washington para encargarse acerca de las actividades de un grupo de esclavistas infiltrados en el Ejército del Norte, y me propuse anularle. Al verle detenerse ante mi rancho intuí en usted un espíritu de lucha, una voluntad inquebrantable y me dije que la Providencia le colocaba en mi camino. Como su actuación tenía que ser secreta imaginé un medio para encarcelándole por ladrón, impedir que sus investigaciones tuvieran éxito. Si el gobernador le ponía en libertad, me daba la respuesta a una pregunta: usted era el hombre al que era forzoso eliminar.

Stebbins calló. El tabaco habíasele apagado. Al encenderlo de nuevo, Corrigan dióse cuenta de que su pulso no temblaba ya, por lo que se dijo que, recobrada la fe en sus convicciones, sus minutos estaban contados. Si Bob no retrocedía ante la idea de perder a su hija, ¿cómo iba a echar por tierra todos sus esfuerzos por no añadir un asesinato más a los muchos cometidos?

—Pronto me convencí de que usted no era el hombre cuya llegada se esperaba en Washington. Lo supe cuando llegó el verdadero, quien tras un cambio de impresiones con el ministro de la Guerra, partió hacia las montañas a entrevistarse con los jefes indios a los que yo presionaba para que desenterraran el hacha de la guerra. Era necesario mantener la acusación contra usted. De lo contrario, si se demostraba que yo le vendí las reses, perdería mi reputación y quizá mi cargo en el Ejército. Staton y Lincoln exigen a su oficialidad una conducta intachable. No fue la desgracia la que le llevó a servir a mis órdenes. Uno de los miembros de la oficina de reclutamiento es cómplice mío. No ignoraba su nombre y se las ingenió para que fuese destinado a mi compañía. Quise terminar de hundirle a fin de que no resultara un enemigo peligroso.

—¿También dio instrucciones para que me arrojaran un cuchillo?

Bob tardó unos segundos en responder.

—Sí y no. Supe, antes de que mi hija me lo contara su incidente con Michael Spud y le incité para que uno de sus vaqueros le asesinara a traición. Estaba cerca cuando sonó su disparo. ¡Qué bien nos burló a todos! Vigilábamos la zona inmediata a la Casa Blanca en la certeza de que tarde o temprano usted iría por allí, como todos los que habitan en Washington, para ver o aclamar al Presidente. Ese Lincoln —¡cuánto desprecio en la voz de Stebbins!— tiene un extraño poder que arrastra a los hombres. Sus derrotas parecen triunfos, tan alta es su moral. ¿He satisfecho ya su curiosidad, Peter?

—Sí. Es paradógico lo que nos está sucediendo a los dos. Hubo momentos en que le odiaba y ahora casi le miro con afecto. No es usted un delincuente vulgar. Defiende la causa del Sur por fanatismo, con medios reprobables, pero sin afán de lucro.

—¿Es mi hija la que ha transformado en parte sus sentimientos hacia mí?

Corrigan no esperaba pregunta tan sorprendente de labios de Bob, pregunta que le llenó de confusionismo, de una grata turbación espiritual, de un desasosiego nunca experimentado hasta entonces.

—Ethel, al saber que mis hombres le habían hecho prisionero, me suplicó por su vida. Ella le quiere, Peter, y haría cualquier cosa por usted.

El silencio fue largo. Algo inmenso se desbordó en el alma del tejano.

—Usted se equivoca, capitán. Eso no puede ser verdad. Su hija no puede amar a uno de los enemigos de su padre. ¡No juegue con mis sentimientos!

Las palabras del joven sonaron trémulas en los oídos de Stebbins.

—Ella le envió paquetes a la cárcel y en sus súplicas porque le dejara en libertad había la misma angustia que observo ahora en las frases de usted. ¡Sálvese y salve también a Ethel, impidiendo que conozca mi doble personalidad! Comprenderá que deseo la felicidad de mi hija cuando le propongo… Bob dejó sin completar la frase, cual si no se atreviera a hacerlo. Su respiración era tan agitada que Corrigan podía ver, en la semipenumbra, cómo el pecho de su enemigo alzábase rítmicamente. Por vez primera, sintió lástima de aquel hombre.

—No me cambiaría por usted, capitán. Prefiero morir con mi conciencia limpia a vivir con la suya podrida, sucia. ¡Dispare de una vez! Estoy empezando a experimentar asco al verle.

—No —replicó Stebbins, con viveza—. Puede haber una solución. Mi hija nunca me perdonará su muerte. ¿Usted la quiere?

—No lo sé… Todo resulta tan brusco… Tan precipitado … La situación en que me encuentro me impide reflexionar con serenidad. Sin embargo, creo que sí. En no pocas ocasiones me he sorprendido pensando en ella. ¿Qué monstruosidad va a proponerme?

—¡Llévese a Ethel! En el próximo pueblo podrán casarse. ¡Estoy llegando al límite del sacrificio! La engañaríamos asegurando que yo no tardaría en ir a su encuentro. Si es preciso, le diré la verdad. ¿Qué más quiere de mí, Corrigan?

En la pregunta había un alarido de demencia, algo sublime que conmovió al tejano.

El joven miró a su izquierda, a los cadáveres de los tres “cow-boys” a los que mató en defensa propia. Tenían los ojos muy abiertos, desorbitadas las pupilas, sucio el pecho de sangre y empezaban a adquirir una rigidez impresionante. ¡Morir!

Bob Stebbins le tentaba para que, renunciando a desenmascararle, traicionara a su patria a cambio de la libertad y el amor. Durante breves segundos, estuvo tentado de aceptar lo que su enemigo le proponía, pero no lo hizo. Su madre le hizo prometer en el lecho de muerte lealtad inquebrantable a Dios, la patria y la justicia. Gritó:

—¡No! ¡No! ¡Dispare de una vez!

Stebbins cerró los ojos con fuerza. Las súplicas de su hija en favor de la vida de Corrigan martilleaban sus oídos con increíble violencia. ¡Y no le quedaba otro recurso que matar!

 

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—Piénselo bien, Peter. De sobra comprende que por encima de mí y de Ethel están los intereses por los que todo lo he sacrificado. No me obligue a convertirme en un monstruo a los ojos de Ethel. Puedo mandar y le suplico. Puedo matarle y me gustaría morir.

Peter miró serenamente a Bob.

—No insista. Mi decisión es irrevocable. Le repito que no le envidio.

Crispadas las mandíbulas en un gesto de desesperación, Stebbins empuñó el revólver para acercarlo a la sien izquierda del prisionero. Fué a apretar el gatillo, pero unos golpes dados en la puerta hiciéronle vacilar. Al fin, con paso torpe, dirigióse a la entrada de la cabaña para inquirir con aspereza:

—¿Quién llama?

—Su hija está fuera, jefe, e insiste en verle.

Bob, dispuesto a resolver, de una vez el problema que le angustiaba, exclamó:

—Déjala que pase. Será mejor para todos.

Se abrió la puerta y la muchacha se detuvo en el umbral al ver el espantoso cuadro de los tres cadáveres y de Corrigan atado de pies y manos. Contempló a su padre con gesto de horror y Stebbins apresuróse a explicar:

—El los mató en su afán por no ser apresado. ¿Qué te ocurre, Ethel?

La joven, muy pálida, cayó a tierra sin conocimiento. Las emociones de aquella noche habían sido demasiado fuertes para ella. Bob se inclinó sobre su hija, respirando con alivio al comprobar que sólo estaba desmayada. Corrigan, sarcástico, dijo:

—No se angustie ahora. Lo peor vendrá cuando recobre el sentido y empiece a formular preguntas. Entonces…

El próximo aullido de un perro que sin duda venteaba la muerte, hizo mirarse a los dos hombres, de nuevo sin encono, con seriedad en sus semblantes.

—Ethel y no yo será su víctima, Stebbins. ¡Qué terrible lo que le espera! Ella estuvo a punto de matarme en el bosque porque dije que era usted un embustero y un estafador. Cuando, además, le sepa asesino…

Corrigan no terminó la frase. El capitán, con la barbilla apoyada en la parte superior del pecho, meditaba, esforzándose en hallar una solución piadosa para la que, tendida en tierra, muy cerca de los cadáveres de los tres “cow-boys”, con su blanco vestido hasta los pies, desentonaba del trágico conjunto de una cabaña en la que imperaban los tonos sombríos.

Afuera seguían aullando los perros, y Corrigan, con la boca seca por la emoción, sudoroso, miraba a la muchacha con Incontenible ternura.

—Entréguese a las autoridades, Stebbins, y salde así sus cuentas con la ley. No añada nuevos crímenes a los ya cometidos.

Bob, inclinándose sobre su hija, la besó con ternura en la frente y después, sin dirigir ni una mirada al prisionero, abandonó el barracón.

Minutos más tarde, el tejano percibió el ruido de los cascos de un caballo que se alejaba al galope.