Capítulo V
UNA CONSOLADORA ESPERANZA
Dryden Rolden, empuñada la pistola, abrió la puerta del calabozo y, dirigiéndose a Corrigan, le dijo:
—En lo sucesivo no me descuidaré. Si volviera a escapar, tendría que dimitir. Fué una mala idea del Estado Mayor la de traerle aquí alegando que en el campamento el barracón destinado a castigo no reúne condiciones de seguridad.
Una sonrisa de afecto apareció en los labios del prisionero.
—Imaginé que venía a darme la bienvenida.
—Así es. Le he tomado afecto, aún no sé la causa de ello.
—¿Quiere que yo se lo diga? Le consta, tiene la íntima convicción de que soy una víctima de la maldad de Bob Stebbins.
El “sheriff” tardó unos segundos en responder.
—Es posible. Le he traído tabaco. Imagino que estará falto de él.
—Acertó. ¿Cómo anda de comisarios?
—Bien. He nombrado seis. La vigilancia de la cárcel es perfecta. Tome.
Tendió al preso dos paquetes de tabaco y, sin enfundar la pistola, agregó:
—Habrá de responder de un doble delito: el que se deriva de su desdichada actuación militar y el del robo de las cincuenta reses a Bob Stebbins, quien ha presentado su denuncia por escrito. Creo que le saldrán varios años de presidio, a no ser que le ahorquen. El capitán afirma que iba a buscar testigos para culparle también de asesinato. ¿Qué fundamento tienen sus palabras?
—El mismo que el robo. Alguien arrojó un cuchillo contra mí y quiso huir. Yo le disparé apuntándole a las piernas, pero un extraño movimiento del fugitivo hizo que la bala le matara. Actué en defensa propia. ¡No se sonría, “sheriff”! ¡Sé que tendré que probarlo!
Dryden Holden afirmó con una leve inclinación de cabeza. Luego, dijo:
—Stebbins piensa en todo y nunca da un paso en falso. Han traído para usted un envoltorio.
Corrigan, con gesto de sorpresa, inquirió:
—¿Un envoltorio? ¿Quién?
—No lo sé. Un mozalbete se lo entregó al centinela. Uno de mis comisarios procede a examinarlo por si contuviera algo que no deba llegar a sus manos.
—No lo entiendo, “sheriff”. Se lo aseguro.
Hubo un breve silencio, roto por los pasos de un hombre que se acercaba a la celda. El ruido cesó a la altura del calabozo y unos golpes dados en la puerta con los nudillos movieron a Holden a autorizar:
—Entre.
Un individuo alto, delgado, de faz angulosa en el que destacaban los pómulos y una nariz aguileña, muy afilada, informó a su jefe:
—El paquete sólo contiene comida y tabaco.
—Entréguelo, entonces, a Corrigan.
El comisario, que era portador de un envoltorio, no muy grande, se lo dio al preso, inquiriendo: —¿Ordena algo, “sheriff”?
—Nada. Saldré con usted.
Los dos hombres abandonaron la celda, dejando a Peter sumido en un vivo confusionismo. ¿Quién se preocupaba por él en Washington?
El paquete que le habían enviado, a más de bizcocho, jamón y galletas saladas, contenía cinco paquetes de tabaco para cachimba y una caja de puros de buena marca. El detenido encendió uno de ellos, abstrayéndose en la contemplación de las volutas de humo, que parecían envolver en túnicas transparentes el quinqué de petróleo que colgaba del techo, al alcance de su mano, y que servía para iluminar la celda de noche.
Fué inútil que intentara averiguar quién era su misterioso amigo. No creía tener ninguno en Washington.
Una vez más, le angustió una incógnita que no conseguía descifrar. ¿Qué razones impulsaban a Bob Stebbins a desear su perdición?
Paseó, agitado, sin encontrar la respuesta, como en otras ocasiones…
* * *
Con el transcurso de los días y de las semanas, Corrigan fue habituándose a su condición de preso. Todos, preocupados por la guerra, descuidaban los problemas civiles, por lo que aún no había dado comienzo el proceso triple por robo, indisciplina y asesinato.
El tejano era conocedor de las vicisitudes de la contienda por los informes que el “sheriff” le facilitaba, y por él supo que al fracaso de Bull Run y del general McDowell habían sucedido hechos y nombramientos que quizá cambiasen el curso de la guerra. Se hablaba de McClellan como de un soldado capaz de batir al ejército enemigo. Desde que él se hizo cargo de las fuerzas del Potomac, los soldados se adiestraban en toda clase de ejercicios y una elevada moral era el índice revelador del acierto de Lincoln al designar a McClellan como jefe del más importante ejército conocido hasta entonces en la historia del país.
¿Quién era el nuevo general? Corrigan tuvo una clara respuesta a tal pregunta. El hombre que gozaba de fama y popularidad, con fuerzas no muy numerosas y en escaramuzas sin importancia, había batido a pequeños grupos de confederados. Tales encuentros, en el oeste de Virginia, sin ninguna trascendencia para el futuro de la guerra, fueron propalados por McClellan a toda la nación mediante el uso de una máquina de imprimir portátil que el militar llevaba en su impedimenta. Aunque pequeñas, eran las primeras victorias del Norte y el pueblo las cogió con júbilo. No fueron pocos los miembros del Congreso que instaron a Lincoln una y otra vez para que concediese a McClellan la jefatura de las fuerzas armadas, a lo que el Presidente accedió, no sin la oposición de algunos militares que aseguraban conocer a fondo al general.
El Presidente, con su característica franqueza, repuso a los que criticaron tal nombramiento:
—Es posible que estén ustedes en lo cierto, pero no hay otro.
El Tiempo dio la razón a los que no confiaban en McClellan, quien sin cesar en sus proclamas y en vistosos desfiles, nunca encontraba el momento propicio para lanzarse, al ataque. De nuevo, como en vísperas del desastre de Bull Run, la multitud gritaba:
—¡A Richmond…! ¡A Richmond…!
Al fin, las presiones del Presidente y del pueblo invocaron la batalla de Antieman, donde las fuerzas del Norte derrotaron a las del Sur. En aquella ocasión, McClellan, que duplicaba en número a los hombres del general Lee y que pudo haber destrozado de manera definitiva a las tropas de la Confederación, perdió un tiempo precioso en revistas y en solicitar refuerzos a Washington, refuerzos no necesarios, por lo que Lee logró retirarse ordenadamente y reagrupar sus efectivos, salvando al Sur de un completo desastre. El general, al responder de las acusaciones que le fueron formuladas por Staton, ministro de Guerra, y por el propio Presidente, dijo:
—En la Casa Blanca no hay más que un grupo de traidores. Necesitaba refuerzos para atacar y no me los enviaron.
Divididas las opiniones, los clamores de ira se centraron en Abraham Lincoln y McClellan.
* * *
Al otoño sucedió el invierno y Corrigan, desde su celda estrechamente vigilado por el sheriff vió cómo el hielo se licuaba en las ramas de los árboles y en éstos aparecían pequeños brotes, anuncios de primavera.
Era inútil que el joven insistiese una y otra vez cerca de Dryden Holden para ser juzgado. Nadie parecía preocuparse de él. Todos estaban pendientes de las operaciones del Ejército del Norte para invadir Virginia y, con ello, dar por terminada la guerra. Fracasaron varios planes de ataques, entre la cólera popular, y al fin McClellan emprendió el avance hacia Richmond sin que el enemigo afrontara la batalla, limitándose a hostigar a los del Norte y a producirles no pocas bajas.
Tan cerca llegaron las tropas de McClellan de la capital de la Confederación, que el general y los soldados podían percibir las campanas de las iglesias de Richmond. De pronto…
Robert E. Lee, hábil estratega, con un perfecto conocimiento de la moral de sus enemigos y de las virtudes militares de McClellan, lanzó una serie de ataques simultáneos y sangrientos que motivaron una espantosa catástrofe para el Norte.
Peter Corrigan tuvo noticias de ello al sentir, como cuando el desastre Bull Run, el paso de los fugitivos junto a la ventana de su celda, los gritos de angustia de los heridos, y el llanto de las esposas y de las madres.
Al ver abrirse la puerta del calabozo, loco de ira por los largos meses de reclusión, por la injusticia que con él se estaba perpetrando, sin dar tiempo a que el que entraba pudiera reponerse de la sorpresa y dispuesto a morir, saltó como un jaguar sobre uno de los comisarios del “sheriff”. El choque, de gran brutalidad, hizo que los dos hombres cayesen a tierra estrechamente enlazados. Peter, con las fuerzas de la desesperación, movía brazos y piernas en el afán de acortar la lucha e impedir que Dryden Holden o alguno de los carceleros acudiera al oír el alboroto. Sus puños machacaban sistemáticamente el rostro de su enemigo, el cual, tras una breve resistencia, quedó exánime.
Con una sonrisa de crueldad, fruto del largo encierro, Corrigan se apoderó de las pistolas, las municiones y el cuchillo del comisario, dirigiéndose audazmente hacia la salida de la cárcel. Para llegar a ella, Corrigan no lo ignoraba, era preciso que cruzase el despacho de Holden.
—¡Peor para él si se interpone en mi camino! —masculló el tejano, crispando sus manos en torno a las culatas de las armas de fuego.
El “sheriff” se hallaba detrás de su mesa de trabajo, conversando con dos de sus agentes, y se incorporó muy pálido al ver a Peter.
—No sea loco, Corrigan. Volveré a detenerle y cuando lo consiga le tendré amarrado de pies y manos. ¡Vuelva a la celda!
Una sonrisa sarcástica, maligna, se dibujó en los labios del fugitivo.
—El que no debe ser loco es usted, Holden, ni los que le acompañan. Estoy decidido a matar. ¿Comprende? La justicia que usted representa me da asco. No se puede tener a un hombre meses y meses encerrado en la cárcel. Ahora ha llegado mi oportunidad y no pienso desaprovecharla. Vine de Texas a luchar por mi patria y ustedes me han convertido en un fugitivo a los ojos de los demás. Voy a escaparme. Todas las ventajas están de mi parte. Sin embargo, quiero que sepa que soy inocente de todos los delitos que se me imputan, excepto uno: el de no haber soportado la tiranía del capitán Bob Stebbins. Confío en que no volveremos a encontrarnos, “sheriff” Usted y sus comisarios deben darme la espalda. Les repito que no vacilaré en hacer fuego. Es absurdo que se suiciden.
Dryden y sus ayudantes obedecieron de mala gana, convencidos en el fondo de que al joven, fuera o no culpable, le asistía la razón. No era lícito retener a un hombre en un calabozo sin formarle un proceso en el que se demostrara su culpabilidad o su inocencia.
—No tengo más remedio que golpearles en la cabeza para que no me persigan. ¿Me da su palabra de honor, “sheriff”, de que durante cinco minutos usted y los suyos se olvidarán de mí? Si me lo promete, no utilizaré la culata de mi pistola.
Hubo un breve silencio, silencio roto por la voz bronca de Holden.
—Prometido; pero sólo por cinco minutos.
Corrigan, al abandonar el despacho del “sheriff”, se reprochó su generosidad, fruto de la estimación que había tomado a Dryden. El plazo que se había marcado a sí mismo era breve, sobre todo pensando en el centinela de la puerta.
Al llegar a las proximidades de la salida de la cárcel, respiró con alivio. El que montaba la guardia le daba la espalda por estar de cara a los grupos de soldados que, macilentos, con huellas de privaciones en sus rostros, iban pregonando sin palabras la derrota de la Unión.
Sigiloso como un indio, el tejano llegó hasta el comisario y de un fuerte golpe en la nuca le hizo caer sin conocimiento a tierra. Nadie reparó en el ataque por centrarse el general interés en el auxilio a los heridos y en formular preguntas a los testigos presenciales de la derrota de Richmond.
El fugitivo, lejos de dirigirse a las afueras del pueblo y en la certeza de que Holden le perseguiría, se mezcló entre los soldados, no sin previamente rasgarse el uniforme con un cuchillo, alborotar sus cabellos y ensuciar su rostro con las manos, que introdujo en una charca fangosa producida por un destrozado barril de agua que, sin duda, cayó a tierra desde cualquier carro regimental en retirada.
Entre los miembros del ejército, el evadido de la cárcel dejóse arrastrar por la multitud hasta la Casa Blanca, ante la que formaban, con las bayonetas caladas, más de un centenar de miembros de la escolta de Abraham Lincoln.
Una mujer, de mísero aspecto y voz ronca por los años, ofreció a Corrigan un trozo de queso, un pedazo de pan y media botella de vino, diciéndole:
—Toma. Traerás hambre y sed. ¡Guardé esto para cuando regresara mi hijo, pero él ha muerto en Richmond! ¡Pobres soldados!
Una avalancha separó a Peter de la anciana. El joven, al contemplar lo que ella le había entregado, sintió vergüenza de sí mismo por ocultar su fuga entre hombres cubiertos de gloria, que la gloria y el heroísmo son más estimables en los vencidos que en los vencedores.
De pronto, un silencio denso estremeció al tejano. ¿Qué ocurría? Miró a los balcones de la Casa Blanca y en uno de ellos pudo ver la desgarbada figura del Presidente, quien al levantar los brazos con las palmas de las manos hacia adelante a fin de que le, fuese permitido hablar, parecía que suplicaba inspiración al cielo. Las palabras de Lincoln, plenas de pesadumbre, se clavaron como dardos en el corazón de los que le escuchaban.
—Sólo el que sufre sabe lo meritorio que es conservar la moral cuando todo parece ponerse en contra. Mentiría si negase que no soy víctima del desaliento; pero sería un cobarde y un traidor si no continuara en mi puesto de lucha, decidido a morir por la unidad de la patria. La derrota que el enemigo acaba de infligirnos debe servir de estímulo para superarnos en el futuro.
El Presidente hizo una pausa en su breve discurso y un hombre de los que se hallaban en las primeras filas, de cara a las bayonetas, gritó:
—¡Necesitamos un general, Lincoln! ¡Alguien que no sea el inválido Scott o el estúpido McClellan!
Una mueca de amargura se dibujó en el rostro del que ostentaba la máxima representación del país. Sin responder a una pregunta que le angustiaba, que noche tras noche le privaba del descanso, se retiró al interior con paso lento, de hombre agobiado por la responsabilidad y las preocupaciones.
Corrigan, con no pocos esfuerzos, consiguió abandonar la gran plaza de Washington. Necesitaba un caballo.
Varios corceles, atados a las columnas de una casa de madera, le hicieron confiar en el futuro, con esperanza consoladora de libertad. Despacio, con fingida indiferencia, luego de elegir el animal de más bella estampa, con el temor de que su dueño estuviera cerca, desató las riendas y, de un salto, subió a la silla, emprendiendo un rápido galope hacia el oeste, lejos de Dryden Holden, de alma noble pero inflexible cumplidor de la Justicia; de Bob Stebbins; de una ciudad muy distinta a aquellas otras de Texas que él había abandonado con el mejor de los propósitos.
Al salir de la capital, un aire fresco, acariciándole las mejillas, le hizo sentirse más joven, más feliz. Tras el largo encierro en la cárcel, la luna y las estrellas, que iluminaban la tierra con intensidad, bañándola de plata, le parecieron nuevas, distintas, más bellas.
Ensanchó los pulmones, aspirando con avidez el aire puro de la noche, con fragancias silvestres de llanuras, bosques y montañas, y con el frescor de los manantiales y los ríos.
Desde una elevación del terreno miró a la ciudad en la que, parpadeantes, brillaban las luces de petróleo de los domicilios y las antorchas y grandes quinqués con los que se iluminaban las calles para atender a los soldados.
Corrigan, hombre reflexivo, sereno, no maldijo a la capital de la que huía como un malhechor, pero con la conciencia limpia. No. Allí quedaban seres nobles, envejecidos prematuramente por el infortunio, dispuestos a morir en defensa de sagrados ideales. Comprendía, no obstante, el desprecio con que sus camaradas de Texas hablaban del Este, de sus abogados y sus leyes, de una Justicia más perfecta en la técnica que la ley del más fuerte, pero más imperfecta en la práctica por la maldad de unos cuantos.
Sintió tentaciones de regresar a la ciudad para vengarse de Stebbins. ¿Iba a dejar sin castigo al miserable que proyectó su ruina, ignoraba con qué objeto?
El instinto le gritó un ¡no! rotundo, pero la sensatez se impuso en el tejano. Esperaría a que terminase la guerra y después…
Una sonrisa de gozo al imaginar a Bob implorándole perdón iluminó las facciones de Peter. Volvería a Washington, aunque fuese lo último que realizara en su vida. ¿Por qué tal demora? Resultaba imposible y muy peligroso para él penetrar en el campamento de las proximidades del Potomac, expuesto a ser detenido por los centinelas, en busca del miserable padre de Ethel.
El recuerdo de la muchacha le sorprendió. Eran muchas las cosas que le sorprendían desde su llegada a la capital, entre ellas y en primer término la misteriosa llegada de paquetes con víveres, tabaco y golosinas a su celda. ¿Quién fue su misterioso protector?
Recobrada la libertad de la que nadie le había privado hasta entonces, el tejano no quiso perderla en un afán de desquite, constreñido por ropas militares que le ataban a una disciplina. Stebbins dejaría de ser oficial cuando terminara la guerra y entonces, de hombre a hombre…
No completó su pensamiento. Un próximo disparo le hizo descabalgar y, pistola en mano, con el caballo de las riendas, orientándose por el fogonazo, se dirigió quién sabe si al encuentro de la muerte.
Una y otra vez, el cerebro gritaba a Corrigan que se desviase de tal camino, prosiguiendo su marcha rumbo a Texas. Pese a ello, su espíritu generoso le inclinaba a seguir. Quizá alguien necesitase ayuda.
El galope de numerosos corceles, cuyo sonido no tardó en perderse en la distancia, detuvo a Corrigan. El joven, con un lazo que pendía de la silla de su cabalgadura, trabó al animal y volvió a avanzar con cautela.
Un leve gemido, más bien un suspiro, impulsó a Peter a acelerar el paso, y segundos más tarde se arrodillaba junto a un hombre con ropas de “cowboy”. La luna acentuaba la palidez de su rostro, colaborando a la acción de la muerte. El individuo, joven, de facciones proporcionadas, no exentas de belleza, tenía una herida en el pecho por la que, copiosa, manaba la sangre.
Los ojos del herido se animaron y al ver a Corrigan, que con su pañuelo intentaba taponarle el boquete producido por el proyectil, a fin de cortarle la hemorragia, dijo:
—Gracias, no se moleste. Mis minutos están contados. Esos cobardes supieron bien lo que hacían.
—No se desaliente. Le ayudaré.
Hubo un brillo gozoso en los ojos del moribundo.
—Quizá pueda ayudarme, pero de distinta forma a como usted supone. No sé si debo fiar de usted. No me queda otro remedio que hacerlo. Dentro del Ejército del Norte, al que pertenezco, existe una red criminal cuyos objetivos son la muerte de Abraham Lincoln y el facilitar armas a los indios para que, lanzándoles al sendero de la guerra, distraigan fuerzas de las zonas de combate, mermen la moral de la población civil y obliguen a los jóvenes a quedarse en sus propiedades para defender lo que les pertenece, imposibilitándoles para alistarse bajo la bandera del Norte. El Presidente y el ministro de la Guerra me encargaron unas averiguaciones, que han terminado con mi asesinato.
El herido, jadeante por el esfuerzo realizado, guardó un largo silencio. Corrigan, temeroso de que muriera antes de comunicarle lo que pretendía de él, le apremió:
—¡Continúe!
El hombre, señalando a una cantimplora que pendía de uno de los laterales del doble cinturón canana, rogó:
—¡Agua! ¡Deme un poco de agua!
Con pulso trémulo, tan importantes eran las revelaciones del herido, Peter hizo lo que el moribundo le indicaba. Al humedecer los labios de la víctima, la sangre manchó los dedos del tejano.
El silencio fue largo, dramático, sobrecogedor.
—Me han matado cuando venía de entrevistarme con varios jefes indios para garantizarles el respeto a sus territorios de caza y a sus tradiciones. Es posible que algunos de los pieles rojas me hayan delatado a mis enemigos.
—¿Eran indios los que dispararon contra usted?
—No. Fueron cinco hombres. Llevaban los rostros cubiertos por pañuelos.
—¿No pudo identificar a ninguno?
—No. Sospecho de…
Una tos convulsa impidió al hombre continuar hablando. La fatiga le iba en aumento y cerró los ojos mientras crispaba las mandíbulas. Corrigan, inclinado sobre él, volvió a darle un sorbo de agua de la cantimplora. El moribundo, reanimándose, dijo:
—Tiene usted que continuar mi labor. No sé ni quién es ni cómo se llama, pero la Providencia lo ha guiado hasta aquí… Es usted un militar como yo. Si no se sintiera con ánimos para llevar adelante la empresa en que yo encuentro la muerte, pida ayuda al Estado Mayor. Voy a darle nombres…
El individuo hizo una pausa antes de proseguir:
—Los jefes indios son Nube Roja, Corazón de Potro y Saeta Dorada, los tres pertenecientes a la tribu mandada por Roble Negro, el Gran Sakem. Hay más de dos mil apaches en pie de guerra venidos desde Arizona, Nuevo México y el oeste de Texas. Alguien les pidió que abandonaran sus tierras porque en el Este, al amparo del conflicto bélico, encontrarían abundante botín. Aún no han iniciado las hostilidades; no tardarán en hacerlo. Esperan un envío de armas y municiones. Eso es lo que hay que impedir a toda costa.
La fatiga hizo enmudecer de nuevo al que esforzábase en referir a Peter los antecedentes de la misión, que terminaba, para él, con la muerte.
—En Washington reside el hombre al que hay que capturar, el criminal cerebro que pretende desencadenar una oleada de sangre y violencia en el Norte a fin de, desmoralizando a los soldados y a la población civil, favorecer los planes bélicos de los sudistas. Hay una persona de la que sospecho. Es el capitán Bob Stebbins. Procure averiguar si…
Una contracción de dolor, un espasmo, hizo comprender a Corrigan que la vida de aquel hombre tocaba a su fin. Fué inútil que intentara hacerle recobrar la lucidez. Con los ojos velados, sin brillo ya, el herido miró al tejano con angustia, con muda súplica. Al morir, parecía que la luna acababa de penetrar en el rostro blanco, sin sangre, del que consagró hasta el último segundo de su vida al cumplimiento de un sagrado deber.
Corrigan, poniéndose en pie, contempló el cadáver con fijeza, llamándose cobarde por haber intentado partir de Texas con olvido de la Justicia y dejando sin castigar los delitos de Stebbins. No. Volvería a Washington. Su puesto estaba en primera línea, afrontando todos los peligros.
Se apoderó de la cartera del cadáver y de sus efectos personales. Al montar a caballo para dirigirse a la ciudad, la luna se ocultó tras unas nubes, avanzada de un temporal, y un leve viento acarició las mejillas del hombre.
La guerra no se ganaba únicamente en los campos de batalla. El sería útil a su patria desenmascarando a los traidores que amparados en uniformes de honor, pretendían facilitar el triunfo a los que, al dividir la patria, al pretender que cada Estado se rigiera por propia autonomía sin obediencia a un Gobierno central, facilitaban las ambiciones internacionales de Inglaterra y Francia e intentaban continuar esclavizando a millares de seres de color.
Los cascos del caballo al golpear contra la tierra sonaron en los oídos de Corrigan como los pasos de los infantes que en Bull Run primero y en Richmond después, en compactas filas, no vacilaron en exponer sus cuerpos al plomo enemigo.