Capítulo VI

TRAS LAS HUELLAS DEL CULPABLE

Dryden Holden, después de escuchar atentamente al tejano, que le encañonaba con una de sus pistolas, repuso meditativo:

—Lo que me cuenta es de extraordinario interés. Sin embargo, mientras no reciba órdenes superiores, mi deber es encarcelarle. ¿Se sonríe?

—Sí. El único que está en condiciones de dar órdenes soy yo. Tengo su vida en mis manos. No dispararé a no ser que me obligue a hacerlo. Me consta que es usted un hombre honrado. Necesito su ayuda y, si fuera preciso, su protección. No quisiera presentarme en el Estado Mayor del Ejército del Potomac. Pienso que si Bob Stebbins es un traidor, pese a su condición de oficial, puede haber otros dentro de las fuerzas militares. Me propongo vigilar al capitán y a sus más íntimos colaboradores. ¿Puedo contar con usted?

Hubo un largo silencio. El diálogo se desarrollaba en el despacho del “sheriff”, en el que Corrigan había entrado por la ventana al ver luz en el gabinete de trabajo y, desde el exterior, contemplar cómo Holden trabajaba examinando unas carpetas.

El “sheriff”, con olvido del arma que el tejano empuñaba, paseó de un lado al otro por la habitación.

Para Corrigan, los minutos transcurrieron lentos, inacabables. Precisaba que Dryden le auxiliara. No conocía en Washington a nadie en quien poder fiar, y las investigaciones que iba a emprender, por su vital importancia, requerirían el consejo, al menos, de un hombre ambientado en la vida de la capital y que en cualquier momento pudiera darle informes sobre personas o instituciones. La respuesta de Holden llenó de gozo su corazón.

—Desde que le conocí a usted, Peter, no he cesado de recibir reprimendas del alcalde y del gobernador. Después de su segunda fuga, los dos llegaron a insinuarme que no era un hombre eficaz para el desempeño de la misión que se me había encomendado. Por tres veces presenté mi renuncia al cargo, renuncia que no aceptaron, no por afecto hacia mí sino porque no hay nadie capaz de substituirme. Las únicas personas de valía y de probada honradez se alistaron en el Ejército y prefieren la milicia a sentarse detrás de esta mesa a resolver problemas judiciales. El heroísmo caliente, como yo llamo a la guerra, supera al otro heroísmo, al callado, al anónimo, al que está lleno de renunciamientos y de sacrificios. Sí; decididamente me molesta la estrella de cinco puntas. Tendrán que admitir mi dimisión, y una vez esto haya sucedido…

El “sheriff”, sonriente, apelmazó el tabaco en la cazoleta de su cachimba para proseguir después, con un fósforo encendido en su mano derecha;

—Una vez que haya sucedido me honraré en ser su amigo y su colaborador, Corrigan. Mientras tanto, debe esconderse en sitio seguro. Con mis ahorros he comprado una casa muy cerca del Potomac, a una milla del rancho de Stebbins. Está deshabitada y todos saben que me pertenece. Siga la calle principal hacia el sur y, al final, tuerza a la izquierda. Es un edificio de ladrillo de dos plantas, rodeado de jardín. Ocúltese allí hasta que me reúna con usted. Procure permanecer en habitaciones interiores para no ser visto.

La llama del fósforo le quemó los dedos y Dryden Holden, arrojando la cerilla al suelo, masculló una maldición. Peter, dubitativo, preguntó:

—¿Puedo confiar en usted? No me conteste todavía. Como hombre, le considero digno; pero el cargo obliga a veces a realizar actos por encima de la propia voluntad. Si el gobernador no le acepta la dimisión, usted puede acordarse de que yo soy un fugitivo de la Ley y usted continúa siendo el “sheriff” de Washington. ¿Me comprende ahora?

—Perfectamente. No tenga temor alguno de mí. Estoy harto de formulismos oficiales y para mí constituirá una gran satisfacción el luchar a lo hombre, al estilo de Texas.

—¡Bravo, Holden! Usted y yo acabaremos con los enemigos de la patria.

Al pronunciar tales palabras, Peter enfundó la pistola para estrechar la mano del “sheriff”, preso de viva emoción.

* * *

La sombra se deslizó cautelosa junto a la cerca que rodeaba el rancho y, saltándola, pareció empequeñecerse más. El hombre acababa de ponerse de rodillas y, con un puñal en la diestra, se inmovilizó al sentir próximos los ladridos de un perro.

La noche era oscura y nubes bajas impedían que la luz de la luna y las estrellas iluminaran la tierra.

Un mastín, abiertas las fauces, tensos los músculos, se detuvo a escasa distancia del que, conocedor de la acometividad de tales animales, esperó un ataque que no iba a tardar en producirse. El perro, luego de contemplar a su enemigo, ya sin ladridos, y de girar en semicírculo en torno a él, saltó contra el hombre, quien elevando los dos brazos a la par, sujetó con la mano izquierda el cuello del mastín mientras con la derecha, en rápidos y contundentes golpes, apuñalaba al animal.

Libre de aquel obstáculo, el individuo, arrojándose a tierra, esperó unos minutos con el temor de que algún vaquero acudiese con el propósito de indagar qué había motivado la inquietud del mastín. Por fortuna no fue así y el hombre, incorporándose, avanzó muy despacio, con todo género de precauciones, hacia la gran casona que adivinaba más que veía a unos veinte metros de distancia.

Los pasos de la sombra eran medidos y procuraba evitar pequeñas ramas para no quebrarlas, a fin de que ningún ruido le delatase.

Cuando el intruso estuvo junto a una de las paredes del edificio, examinó una a una varias ventanas, rodeando el rancho. Todas estaban cerradas, por lo que, con un leve chasquido de la lengua, signo de contrariedad, el hombre buscó la que peor ajustase a fin de introducir entre las dos hojas el afilado cuchillo y hacer saltar la falleba interior. Al conseguirlo, una sonrisa de alivio fue reveladora de la satisfacción del individuo quien, ya en el interior de la casa, permaneció quieto junto a la ventana, escuchando atentamente con el temor de hallarse en la alcoba de cualquiera de los empleados del rancho y de que éste, al despertar, sembrara la alarma.

Como el silencio era absoluto, la sombra encendió un fósforo para convencerse de que no le acechaba ningún peligro inmediato. La estancia, no muy amplia, estaba amueblada con sencillez, y a juzgar por la mesita de centro, el tresillo de mimbre y las dos alacenas, servía de sala de estar. Una puerta, al fondo, comunicaba con un pasillo y el intruso anduvo por él con sigilo, procurando que sus recias botas pisaran en los extremos de las tablas del entarimado y no en el centro para que la madera no crujiese.

Conocedor de la distribución del rancho, el hombre, siempre con una pistola en la diestra y el cuchillo en la mano izquierda, subió unos desgastados escalones para alcanzar un amplio rellano, del que partía un pasillo.

La sombra movíase con rapidez y con cautela, orientándose con la ayuda de fósforos. Se detuvo ante una puerta e hizo girar el pestillo.

Cerró a su espalda y, de nuevo inmóvil, esperó. Como ningún ruido le advirtiera de peligro, prendió fuego a una cerilla y pudo ver una amplia mesa de trabajo, un sillón giratorio, un mueble archivo librería y, sobre una repisa, un quinqué de petróleo. Cerró la ventana que comunicaba con el exterior a fin de que la luz no le delatase y prendió fuego a la lámpara de largo tubo de metal y amplio depósito de combustible, para, sin pérdida de tiempo, iniciar el registro de los cajones de la mesa. Tanto se abstrajo el hombre en el examen de carpetas y papeles, que no sintió abrirse la puerta del despacho hasta que una voz, de agradable timbre pese al significado de sus palabras, le hizo levantar la cabeza.

—¡Otra vez usted! ¿Por qué ese empeño en mezclarse en nuestras vidas? No se mueva. Le estoy encañonando con una pistola, y esta vez, aunque tenga que matarle, no le dejaré escapar igual que en el bosque. ¿Quién es y cómo se llama?

El interrogado, sin desconcertarse, replicó con viveza:

—Celebro verla, señorita Stebbins. Es cierto que he pecado de incorrecto por no presentarme antes a usted. Soy Peter Corrigan, nacido en Texas, y pretendo demostrar que su padre es un mise…

—¡No le insulte o no sabré contenerme! Dentro de unos minutos podrá repetirle a él esas palabras. Ayer llegó a casa a ocuparse de los asuntos de la administración del rancho, en el disfrute de un breve permiso. Duerme en la planta baja y bastará que yo oprima una vez el gatillo para que acuda con varios “cow-boys” de la hacienda.

El tejano miró con fijeza a la muchacha, para afirmar después:

—Usted no hará eso.

Ella, retándole con el gesto, inquirió:

—¿Por qué?

—Sería condenarme a muerte. Su padre no vacilará en asesinarme.

—¡Él no es un criminal!

—Es algo peor. Si accediera a oírme, lo comprendería. Sé que es usted una muchacha noble. No hay más que mirarla a la cara. A los seres se les conoce así. Rara vez nos engaña el instinto. Su padre quiere perderme y como no he podido averiguar la causa de su odio hacia mí, vine para ver si encontraba la clave del misterio registrando sus efectos personales. Soy capaz de sostener mi mirada frente a la suya porque no tengo de qué arrepentirme.

Las serenas palabras de Corrigan desconcertaron a la que, sin confiarse, continuaba encañonando al tejano.

—Entre usted y mi padre, prefiero creerle a él.

—Eso la honra. Ethel.

El silencio fue largo. Peter continuaba sentado en el sillón giratorio, con las manos sobre la mesa. La joven, en pie, dudaba sobre su conducta futura. Sin embargo, el concepto del deber la hizo decidirse.

—Avisaré a mí padre.

Peter, al observar cómo el dedo índice de la muchacha se curvaba en torno al gatillo, exclamó:

—¡Espere aún! ¿Cómo adivinó mi presencia?

—Me desvelaron los ladridos de uno de los perros y luego creí oír pasos en la escalera. Siempre tengo una pistola en el cajón de la mesilla por consejo de mi padre. Según él, los tiempos están muy revueltos y hay que vivir prevenidos para cualquier contingencia que pueda presentarse.

—Es usted una joven valerosa. Otra hubiera dado la alarma. ¿Por qué no lo hizo?

—Dudaba de si mis sentidos me habían engañado o no y no quise despertar a nadie. Ahora que estoy segura por haberle visto, aclararé de una vez el misterio de su conducta. Sé algo de usted por el teniente Sioux Masón. Tuve con él una conversación poco agradable. Desde entonces no ha vuelto a casa. Ese oficial llegó a insinuarme cosas poco gratas.

—¿De Stebbins?

La muchacha se mordió los labios para no contestar afirmativamente. Desde su diálogo con Masón, el confusionismo imperaba en su alma. Ella quería a su padre, pero…

—¡Dispare ya sobre mí! Es igual que me asesine por su propia mano o que me entregue a un grupo de criminales.

—¡No vuelva a decir esto!

Temblaba la diestra de Ethel.

—¿Me da su palabra de no volver por aquí ni de mezclarse más en nuestras vidas?

El tejano meditó unos segundos.

—No puedo prometerle lo que no he de cumplir. Lo siento. Me he jurado a mí mismo no descansar hasta que desenmascare a los traidores a la patria, y su padre de usted es uno de ellos. Lo que sí puedo asegurarle es que no me dejaré arrastrar por el rencor o el resentimiento y que, lejos de tomarme la justicia por mi mano, actuaré de acuerdo con la Ley. Es más, de lo que Stebbins merece, se lo aseguro.

Corrigan se puso en pie, con las manos ostensiblemente separadas de sus armas, y agregó:

—Por segunda vez me tiene bajo el punto de mira de su pistola y por segunda vez tendrá que elegir entre matarme o dejarme libre. Me consta que usted nunca ha disparado contra nadie y le aseguro que es horrible hacerlo. Yo me vi obligado a defenderme en tres ocasiones y durante noches interminables se me han aparecido en mis pesadillas los rostros de mis víctimas. No le digo esto para inclinarla a la clemencia. He llegado a tomarle estimación. Nuestras vidas parecen encontrarse.

Los dos jóvenes, en pie, se contemplaron con fijeza. Ella estaba muy pálida. El sereno, valeroso, dispuesto a afrontar lo que se presentara.

Un perro aulló lejano y, de pronto, una voz gritó en el exterior:

—¡Han apuñalado a uno de los mastines!

Un disparo de alarma rasgó el silencio. Ethel, dejándose arrastrar por algo superior a su voluntad, por algo más fuerte que el que consideraba el cumplimiento de un sagrado deber, bajó el brazo armado para rogar a Peter con angustia:

—Huya y respete en la fuga la vida de mi padre. Corrigan, sin apresurarse, sonrió a la muchacha, y había en su sonrisa una inmensa ternura.

—Gracias. Le prometo recordar siempre su generosidad.

Vencida su momentánea emoción, el tejano apagó el quinqué y abriendo la ventana del despacho midió con la vista la distancia que le separaba del suelo. No era mucha, pero sí la suficiente como para producirle una fractura.

Se descolgó por el exterior, aferrando sus dedos al alféizar y, al soltarse, tuvo la habilidad de flexionar las piernas y de dejarse caer de costado de forma que sus articulaciones no soportaran por completo la violencia del golpe.

Ya en tierra, lamentando que la presencia de la joven hubiera frustrado un registro en el que tanto confiaba para el esclarecimiento de la verdad, encorvado, corrió hacia la cerca de madera, saltándola con limpieza sin apoyar en ella las manos.

—¡Ahí va!

Peter reconoció a Bob Stebbins en el que gritaba, y amparado en la obscuridad, sintiendo silbar los proyectiles en derredor, en zigzag avanzó hacia el bosque inmediato, donde había dejado su caballo. Si llegaba hasta allí podía considerarse a salvo.

Un ruido de corceles al galope le hizo crispar las mandíbulas. Los vaqueros de Stebbins, tal vez el propio Stebbins, iniciaban la persecución.

Las detonaciones atronaban el silencio de la noche. Por dos veces, el fugitivo sintió tentaciones de replicar al fuego de los que le acosaban, pero no lo hizo por no descubrir su posición con el resplandor de los fogonazos y también ante el temor de que cualquiera de sus proyectiles hiriese al padre de Ethel. Aunque aquel miserable merecía la muerte, estaba decidido a acceder al ruego de la joven con respecto a que, en su fuga, respetara la vida de Bob.

Agotado por el esfuerzo, el tejano alcanzó su caballo cuando percibía con claridad las voces de sus perseguidores. Unos minutos de retraso y éstos no le hubieran permitido llegar a su cabalgadura.

A los lomos ya de su corcel concibió esperanzas de salvación y picando espuelas, emprendió un rápido galope hacia el Potomac, con la esperanza de escapar de sus enemigos. No tardó en comprender que no iba a serle fácil. Stebbins, cual si adivinara la identidad del hombre que había penetrado en su rancho, excitaba a los suyos. Tan cerca estaba de Peter, que el joven oír:

—¡Cien dólares al que le capture o le mate!

Corrigan, casi tumbado sobre el cuello del animal que montaba, se dijo que sólo la Providencia podía salvarle. Desconocía la comarca, y sus enemigos eran muy numerosos y hallábanse dispuestos a capturarle. Unos, como Stebbins, por odio. Los restantes, por codicia.

Clavó más y más las espuelas en las ijadas del corcel, que cual una exhalación, corría por los terrenos montañosos del valle del Potomac. Los proyectiles continuaban silbando sobre la cabeza del fugitivo, no hiriéndole de verdadero milagro.

—¡Abríos en abanico! ¡No puede escapar!

Con los labios resecos por la emoción, decidido a morir matando antes que entregarse, el joven, formando un solo cuerpo con su caballo, tan pegado iba a él para ofrecer menos blanco, animaba al animal con frases cariñosas, incitándole a aumentar la marcha, a la usanza de Texas, donde un hombre nada vale sin un buen corcel. El noble bruto cual, si comprendiera la angustia del jinete, en un supremo esfuerzo consiguió distanciarse unos metros de los que le acosaban para a poco perder la ventaja obtenida, y deteniéndose bruscamente, arrojar a Peter de la silla. Después, sin un relincho, cayó a tierra y el tejano, mientras se incorporaba, pudo ver cómo el caballo tenía dos heridas de bala en el flanco izquierdo. El Potomac se hallaba cerca y el joven, en zig zag, corrió con la esperanza de llegar al río antes de que sus enemigos le apresaran o le matasen. No pudo conseguir sus propósitos. Cesaron las detonaciones y varios corceles, rodeándole, le hicieron comprender que estaba perdido.

Con las pistolas empuñadas, viendo cómo un grupo de hombres saltaba de sus cabalgaduras, disparó contra los más inmediatos, con mortífera puntería. Dos hombres pagaron con la vida su audacia de intentar detener al bravo tejano.

Una orden, seca como un trallazo, restalló en los oídos de Corrigan.

—¡No le matéis! ¡Quiero cogerle vivo!

El joven, sin tiempo para cargar sus armas, desenfundó el cuchillo y pudo retroceder unos metros hasta que su espalda chocó contra una roca. Seguro de que nadie podía sorprenderle a traición, Peter, con gesto feroz y una expresión decidida en sus ojos, inquietos, vivaces, trazó varios molinetes en el aire con el acero. Sus enemigos eran siete sin contar a Bob Stebbins, que no cesaba de alentar a los suyos para que redujeran a Corrigan a la impotencia.

No era fácil. El tejano manejaba el cuchillo con igual destreza que las pistolas y su brazo, al obedecer al reflejo de su mente, que le indicaba de qué lado presentábase el mayor peligro, parecía impulsado por una fuerza extraña, tan veloces eran sus movimientos.

—¡Acabemos con él de un tiro, jefe!

—No. ¡Hacer lo que os digo! Sois siete contra uno. ¿Es posible que tengáis miedo?

Stebbins no obtuvo respuesta. Sus hombres, espoleados por tales palabras, lanzáronse en tromba contra el que defendíase con heroísmo. El puñal de Peter se hundió hasta la empuñadura en el pecho de uno de sus enemigos y ya iba a clavarse en la garganta de otro cuando unas manos, aferrándole por ambos brazos, le inmovilizaron por unos segundos. El joven quiso libertarse, pero algo duro chocó contra su nuca, haciéndole perder el sentido.

Los seis vaqueros supervivientes no pudieron contener un suspiro de alivio al ver en tierra a su temible adversario, y uno de ellos, cegado por la cólera, propinó a Peter un puntapié en la espalda.

—No lo harías si estuviese consciente —comentó Stebbins, sin disimular su admiración hacia Corrigan—. Ese muchacho es un valiente. ¡Lástima que se haya cruzado en mi camino! Subidle a un caballo y regresemos al rancho. Haced lo mismo con los cadáveres. Si me interesa entregarle de nuevo al “sheriff”, tendré un nuevo motivo para hacerle colgar.

Bob, seguro de que sus órdenes serian obedecidas, no sin encargar una severa vigilancia en torno a Corrigan ante el temor de que recobrara el sentido, montó en su corcel, y dirigióse al rancho con el propósito de tranquilizar a su hija, sin duda inquieta por los disparos.

No se equivocaba Stebbins. La muchacha esperábale en el porche de la casa, con un fusil en la diestra. Al ver a su padre, dejó el arma apoyada en la pared y corrió a abrazarle.

—¡Papá! ¡Papá!

El, acariciando los cabellos de Ethel, se apresuró a tranquilizarla con cariñosas palabras, y al observar que su hija, pese a ellas, continuaba llorando, le preguntó:

—¿Qué te sucede? Ningún peligro me amenaza y no es la primera vez que oyes disparos. Desde que empezó la guerra, mi vida, y la de todos los militares, está siempre en peligro. Llevas unos días muy extraña. ¿Por qué no eres sincera conmigo? Ayer me pareció que me huías.

Ethel, sin responder directamente a la pregunta, interrogó a Bob:

—¿Le habéis capturado?

El la miró con extrañeza.

—¿Tanto te interesa Corrigan? ¿Acaso le conoces?

La joven miró al suelo con obstinación, guardando silencio. Fué preciso que Stebbins, cogiéndola por la barbilla, la obligara a levantar la cabeza. Los ojos del hombre se posaron en los de la muchacha, inquisitivos.

—¡Habla de una vez!

Había impaciencia en las palabras de Bob. Ethel, más serena, replicó con viveza:

—¡No quiero que a Peter le suceda nada malo! ¿Le cogisteis?

—Sí.

—¡Déjale libre! Él es bueno.

Tanta pasión reflejaba el rostro y la voz de la joven, que Stebbins, admirado, tornó a insistir:

—¿Qué hay entre ese hombre y tú? ¡Necesito saberlo!

Era la primera vez que su padre le hablaba con dureza y la muchacha creyó adivinar una segunda personalidad en el hombre al que quería y admiraba.

—Le vi por vez primera en el bosque, vigilando nuestra casa. Le apunté con mi pistola, y él, con un desprecio absoluto del peligro y con un valor que me dejó admirada, no hizo caso de mi amenaza, invitándome a que disparara y le matase. Yo no pude hacerlo. Después volví a encontrármele en Washington y su comportamiento fue caballeroso y digno, librándome de la brutalidad de Michael Spud que quiso obligarme a hablar con él por la fuerza. Más tarde, por mediación de uno de tus oficiales, supe tu choque con él en el campamento. Durante meses he intentado alejarle de mi recuerdo, sin conseguirlo. En mis sueños y en mis vigilias, le veía siempre. ¡Es algo superior a mi voluntad, papá!

Stebbins, con el rostro sombrío, apremió con voz ronca:

—Sigue.

La muchacha refirió entonces su diálogo en el despacho, omitiendo las acusaciones de Corrigan contra su padre. Bob, al ver que ella se callaba, dijo:

—No me ocultes nada. ¿Qué es lo que ese hombre habló de mí? —Como la joven vacilara, insistió—: ¡Dímelo todo!

Tras una breve pausa, Ethel, valerosa, contestó:

—Te acusa de traidor a la patria, de haberle intentado robar dos mil dólares de unas reses que le vendiste, de cobardía…

Stebbins, con pulso poco firme, extrajo un cigarro puro del bolsillo de su levita, encendiéndolo después. Aspiró profundamente el humo del tabaco e intentando sonreír, puso una de sus manos sobre los cabellos de su hija.

—¿Estás enamorada de Corrigan?

El silencio fue largo, interminable para Stebbins, que esperaba con ansiedad la respuesta.

—Sí.

Un velo de tristeza nubló la mirada de Bob.

—Bien, hija. Vete a dormir. Mañana volveremos sobre el mismo tema.

Ella, sin obedecer, suplicó a su padre:

—Si es inocente, ayúdale. ¡Hazlo por mí! ¡Te lo suplico!

—¿Tanto le quieres?

—Sí.

Era una segunda afirmación, terrible para Stebbins, cuyos hombres, con el prisionero y los tres cadáveres, se acercaban al rancho.

—Haré lo posible por complacerte, Ethel. Te lo prometo. De él dependerá y no de mí, salvarse. Te lo aseguro. ¿Sabe Peter tus inclinaciones con respecto a él?

—Las ignora. Lo ignora todo.

El frunce de las cejas de Bob se acentuó.

—¿Todo? ¿Qué quieres decir?

—Durante los meses que ha permanecido en la cárcel, de forma anónima le he enviado paquetes con comida y tabaco para que nada le faltase. ¿Me perdonas, papá?

—Sí, hija. Ve a tu cuarto.

Ethel besó a Stebbins en la frente, retirándose con rapidez, aliviado su corazón por la confidencia. Bob, apenas la muchacha hubo desaparecido, inclinó la cabeza con pesadumbre.

—¿Qué hacemos con ese hombre? Acaba de recobrar el conocimiento.

Era uno de los vaqueros el que hablaba. Bob, dominándose con un sobrehumano esfuerzo, imponiéndose a la congoja que amenazaba ahogarle, repuso:

—Llevadle a la leñera. ¿Le habéis atado?

—Sí. No escapará. ¿Qué hacemos con los muertos? ¿Les damos sepultura?

—No. Tal vez sea conveniente dar parte de lo ocurrido y que el juez y el “sheriff” vean los cadáveres.

Dejadles también en la leñera. Es el único sitio al que no acostumbra a ir mi hija.

Retiróse el “cow-boy” y Stebbins paseó por el campo, abstraído en trágicas ideas. Las nubes, impulsadas por un fuerte viento, comenzaban a alejarse de aquellos parajes, y a poco, el cielo lució la gala de sus estrellas y la palidez de la luna.

Acabado su cigarro, Bob dirigióse al vestíbulo de la casa para tomando un quinqué encendido en su mano derecha, encaminarse a un barracón en cuya puerta montaba la guardia uno de sus hombres de confianza.

—No hay novedad, jefe. El capataz ha dispuesto que establezcamos por turnos un servicio de vigilancia.

—Confiaba en ello. Dame tu pistola. Con la precipitación me olvidé de coger mis armas. Quita la tranca de madera que cierra la puerta. Voy a hablar con ese individuo.

El vaquero obedeció, y por orden de Stebbins, cerró de nuevo.

Las sombras, al ser rasgadas por la luz oscilante del petróleo, unas desaparecieron por completo y otras alargáronse fantásticamente. Peter Corrigan se hallaba atado de pies y manos, apoyada su espalda en una pila de troncos y miró serenamente a su enemigo.

—¿A qué viene, Stebbins?

La respuesta fue breve, tajante, estremecedora.

—Vengo a matarle, Corrigan.