Capítulo IV
VOLUNTARIO PARA LA GUERRA
—Preséntese al capitán de su compañía, recluta Corrigan. Es la Quinta. Han destinado un nuevo oficial del que ignoro su nombre.
—A la orden, señor.
El sargento, un hombre de edad madura y aspecto afable, estrechó la mano de Peter, deseándole suerte, a la par que le decía:
—Ni usted ni yo somos soldados profesionales. La patria nos reclama y nos disponemos a servirla con lealtad. Si me necesita, no vacile en venir a mí.
—Gracias.
El tejano abandonó la oficina de reclutamiento, Instalada en una tienda de campaña fuera de Washington, al otro lado del Potomac, y se detuvo para contemplar lo que le rodeaba.
Después de la derrota de Bull Run, que no se convirtió en irreparable catástrofe por falta de decisión en los confederados, todos los jóvenes en edad de empuñar las armas se alistaban con entusiasmo para defender la unidad del país. En el gran campamento provisional la actividad era extraordinaria. Grupos de voluntarios se adiestraban en la marcha y en el manejo de las armas bajo la vigilancia de oficiales, suboficiales e, incluso, de soldados veteranos. En un lugar se cargaban y descargaban fusiles, en otro intentábase que los reclutas mantuvieran el orden en las formaciones. Acá y allá enseñábase a los hombres a aprovechar las desigualdades del terreno y los matojos para ocultarse del enemigo…
Nadie descansaba. La ausencia de uniforme en los reclutas, que sumaban varios millares, y sus distintas vestiduras, imprimían al campamento un extraño aspecto. Corrigan adivinó por los ropajes y la manera de comportarse que allí habíanse dado cita seres de comarcas tan antagónicas como Illinois, gente ruda avezada a la lucha en los bosques, y Oklahoma, vaqueros en su mayor parte, habituados al uso del lazo y a las largas cabalgadas por las llanuras. Vio mulatos, mestizos de indios y no pocos individuos de caras patibularias.
—Hay muchos que se alistan pensando en el botín de la guerra.
Como en tantas otras ocasiones, Peter había hablado en voz alta. Se sorprendió al oír, a su espalda, una réplica plena de agudeza.
—Todos sirven para morir. Eso es lo que, por el momento, interesa, al menos hasta que se constituya un ejército regular. No será difícil imponer la disciplina cuando los hombres estén encuadrados en sus respectivas unidades. Ahora interesa fomentar el entusiasmo, el romanticismo, el heroico concepto de la aventura.
El tejano se volvió al que hablaba, un teniente de Caballería de rostro enérgico, y repuso:
—El desorden no beneficia a ninguna causa justa, señor. Busco la Quinta Compañía para presentarme al capitán.
—Venga conmigo. Le tendré a mis órdenes. Soy el teniente Sioux Masón.
Peter no supo ocultar su extrañeza.
—¿Sioux?
—Sí. Ese es mi nombre. Me lo pusieron mis padres en gratitud a un guerrero de esa tribu que les salvó la vida. Es una breve historia. Al ir a nacer yo, tres indios apaches intentaron asesinar a mi madre, y un sioux logró alejarlos, no sin lucha. Era un indio amigo. Oí su comentario y me dije que quien lo lanzaba era un hombre con plena conciencia de la responsabilidad. Le llevaré junto al capitán.
—A la orden, mi teniente. Me llamo Peter Corrigan y tendré mucho gusto en servir en su compañía.
—Eso espero.
Atravesaron la gran explanada. Corrigan, que iba examinándolo todo con curiosidad, inesperadamente se encontró cara a cara con Bob Stebbins. No tuvo tiempo de reaccionar. La voz de Sioux Masón le hizo comprender que desde que había abandonado Texas, la Providencia se comportaba cruelmente con él.
—A sus órdenes, mi capitán. Me acompaña el recluta Peter Corrigan.
El jefe de la 5ta Compañía clavó sus acerados ojos en los del tejano, quien esperaba que diera orden de detenerle para, conduciéndole a Washington, hacerle responder del supuesto robo de las reses. Corrigan, muy sereno, con la frialdad del hombre al que no le importa enfrentarse al peligro o a la muerte, creyó adivinar un brillo burlón en la mirada de Bob. Sin dar muestras de haber reconocido a su enemigo, Stebbins dijo:
—Bien. Espero que no tenga queja de mí si se comporta con arreglo a las ordenanzas militares. Soy muy exigente con los hombres a quienes mando y la vida conmigo no suele ser muy grata. ¿Comprende, recluta?
Sin desviar sus ojos de los del capitán, Peter, en posición de firme, replicó:
—Desde luego. Sé lo que insinúa.
—Será mejor para los dos. Quítele las pistolas y dele las armas reglamentarias, teniente.
—Así lo haré.
—Ocúpese también de que le faciliten uno de los pocos uniformes que hay disponibles, y envíele al grupo de instrucción del sargento Roswel.
Sioux Masón frunció las cejas en claro signo de extrañeza o de íntima protesta, pero nada opuso a las instrucciones de su superior. Volvióse a Corrigan para indicarle:
—Acompáñeme.
Los dos hombres anduvieron unos metros, deteniéndose a la entrada de un gran barracón de madera destinado a almacén de ropas, víveres, fusiles y municiones, mientras Stebbins, con un gesto de gozo, entraba en su tienda de campaña. El tejano, algo pálido, miró al oficial para preguntarle:
—¿Puedo hablarle de hombre a hombre, con olvido de la milicia?
Sioux Masón, atónito, contestó:
—Sí; por una sola vez. ¿Qué es lo que tiene que decir?
—Poco y mucho. El capitán Stebbins es un miserable y un cobarde.
—¡Mida sus palabras!
Tras la airada exclamación del teniente, hubo un breve silencio, roto por Peter.
—Le pedí permiso para ser sincero. ¿Quiere oír mi historia y la de mi primer encuentro con el que es nuestro jefe? Le conviene saber a qué atenerse para, en un momento dado, proceder con arreglo a lo que le dicte su conciencia.
La duda del oficial fue breve.
—Hable. Si lo calumnia, tendrá en mí a un enemigo.
—¿Usted no ha nacido en Washington?
Una sonrisa de orgullo se dibujó en los labios de Masón.
—No. Yo vine al mundo en la sierra de Guadalupe, en Nuevo Méjico, al este de Las Cruces. Mis padres se trasladaron a Missouri y yo ingresé en West Point. Fui el número uno de mi promoción y ello quiere decir que no abandoné la Academia más que en contadas ocasiones, consagrándome al estudio.
—Haga una visita a Dryden Holden, “sheriff” de Washington, y repítale lo que voy a contarle.
Con palabra concisa, el joven refirió al oficial sus aventuras, terminando:
—Ahora piense lo que quiera de mí y de Stebbins. En lo sucesivo la vida me va a mostrar una de sus facetas más desagradables. De ello se encargará el capitán. ¿Puede explicarme por qué me facilita uniforme si ningún recluta lo lleva?
—Sí. Usted ha sido sincero conmigo y deseo corresponderle. Hasta que no haya ropa suficiente, los escasos uniformes que hay se entregan a los hombres a los que, por diversas causas, conviene recorrerles e imponerles con dureza la disciplina. Se dan a los que tienen un turbio pasado y a los que se supone que se alistan pensando en el botín, como usted dijo antes. El grupo del sargento Roswel, al que ha sido destinado para instrucción, lo integran sujetos poco recomendables. El Estado Mayor tiene por norma no rechazar a ningún recluta, sean cuales fuesen sus antecedentes y siempre que no estén procesados. Es terrible lo que acaba de contarme. Me resisto a creerle.
—Allá usted. Yo he cumplido con mi deber…
* * *
Media hora más tarde, Corrigan evolucionaba junto a medio centenar de soldados, todos, como él, de uniforme y a las órdenes de un hombre bajo, ancho de esqueleto, de cabeza y mandíbula cuadrada, cejas muy juntas y ojos pequeños, vivaces, en los que había un permanente reflejo de sarcasmo.
La instrucción resultó dura para el joven, quien, tres horas más tarde, con las ropas y el calzado cubiertos de polvo, exhausto y sudoroso, se tendía en el suelo, sobre una manta, en el interior de una gran tienda de lona donde se hallaban todos los miembros de su grupo. Extrajo su cachimba del bolsillo de la guerrera, pero no llegó a llenar la cazoleta de tabaco, pues la voz del sargento llamó imperativa desde la entrada:
—¡Recluta Corrigan! ¡Salga inmediatamente!
Peter obedeció sin ocultar la fatiga y, cuadrándose, miró con fijeza al suboficial.
—A sus órdenes.
—El capitán quiere verle. Preséntese a él.
El tejano, después de un nuevo saludo al sargento, se dirigió a la tienda de lona habitada por Stebbins y, luego de solicitar permiso, entró en ella. Bob, que fumaba en unión del teniente Sioux Masón, examinando varios papeles, aparentó no reparar en Peter quien, en rígida postura, mordiéndose los labios para dominar la ira que le invadía, esperó a que su superior le dirigiera la palabra. Al fin, tras un largo silencio, Stebbins se dignó mirar al joven. Una sonrisa de crueldad se reflejó en sus labios, muy finos casi repulsivos.
—Observe a ese hombre, teniente. Da pena mirarle. Le faltan, dos botones de la guerrera y está sucio y desarreglado. Es cierto que lleva apenas unas horas entre nosotros, pero debía saber el decoro con que ha de presentarse ante sus superiores. Va a aprenderlo ahora mismo. Le impondré un arresto para que en lo sucesivo aprenda a cepillarse cuando sea llamado por su capitán. ¿Qué hizo de esos botones, recluta Corrigan?
El aludido, sin desconcertarse, replicó:
—Debí perderlos arrastrándome como un indio durante más de media hora. El sargento tiene ideas muy originales.
Bob frunció las cejas.
—¿Le critica?
—Nada de eso. Me limito a contestarle, señor. Hemos terminado ahora mismo la instrucción de combate y me ha ordenado venir a verle.
—Tiene cara de cansado. Me extraña en un tejano. Dicen que los hombres de allá son muy fuertes. ¿Sería capaz de hacer una marcha de cuarenta kilómetros?
—Es posible, si esa marcha representa un servicio a la patria y no un capricho.
Stebbins, poniéndose en pie, volvióse al oficial que le acompañaba.
—Dele un paso ligero, con el fusil suspendido, durante media hora. Así aprenderá modales y limpieza. De vez en vez me asomaré para comprobar si el castigo se cumple como yo he ordenado.
Sioux Masón fue a decir algo, quizá en defensa de Corrigan, pero el capitán no le dio tiempo a ello.
—Espero su novedad dentro del plazo previsto. ¿Alguna duda, teniente?
—Ninguna —repuso Masón con voz ronca—. Vamos, recluta Corrigan.
Peter, sin obedecer, miró a Bob con fijeza.
—Fórmeme consejo de guerra si lo desea, pero es usted un mal nacido.
El puño derecho del tejano chocó de forma inesperada contra la mandíbula de Stebbins, derribándole. El joven, fuera de sí, saltó sobre el militar dispuesto a seguir golpeándole y lo consiguió hasta que Sioux Masón, de un culatazo en la nuca, le privó del conocimiento.
Bob, levantándose, se sacudió la ropa con ambas manos mientras por las comisuras de sus labios se deslizaban dos hilos de sangre.
—¿Qué le parece esto, teniente?
—En su presencia no doy opiniones. Me limito a obedecer órdenes, capitán. ¿Qué hacemos con ese hombre?
Señaló a Peter, en tierra, en grotesca postura. Bob, acariciándose la mandíbula, repuso.
—Clave un poste en tierra y átele a él de pies y manos. Con los indeseables hay que mostrarse enérgico desde el primer momento. Daré parte al Mayor de lo ocurrido apenas tenga tiempo para hacerlo.
El oficial, tras un frío saludo, abandonó la tienda de su jefe para, con la ayuda de dos soldados, cumplir las órdenes recibidas.
Cuando Corrigan recobró el conocimiento, un cuarto de hora más tarde, y se dio cuenta del castigo impuesto por Stebbins, tensó con fuerza las muñecas en un vano deseo por romper las ligaduras. Un centinela impedía que ningún soldado se acercara al que, sujeto al poste, experimentaba vivos dolores en la nuca.
El toque de corneta, anunciador de la cena, distrajo la general atención de los hombres que, rendidos por la instrucción, por un día de agotador trabajo, saciado su apetito, se retiraron unos a descansar y otros, formando corros, conversaron.
—¿Puede pedir un poco de agua para mí?
El que vigilaba a Peter, repuso:
—Lo siento, muchacho. Me han prohibido hablar contigo. En lo sucesivo, y una vez hecha esta advertencia, no responderé a ninguna de tus preguntas.
Corrigan, con los labios resecos y un volcán de rencores en su pecho intentó de nuevo libertarse, consiguiendo hacerse profundas heridas en las muñecas. El que le ató supo hacerlo bien, con recias cuerdas, sin conceder al arrestado la menor probabilidad para la fuga.
El toque de silencio, agudo, prolongado, sonó en los oídos de Peter como un lamento. A poco, sólo los centinelas paseaban en servicio de vigilancia.
Eran inútiles las recriminaciones, y por ello el joven no se las formuló. La noche era espléndida. La luna y las estrellas iluminaban la atierra. Al norte y al sur predominaban las estribaciones rocosas de los montes Apalaches, gigantescos fantasmas de granito cubiertos de túnicas de plata. Al este, los campos de cultivo de ambas orillas del Potomac y, lejano, no visible, el Océano Atlántico.
El silencio era roto a intervalos por el roce de las botas de los centinelas. Un coyote aulló en la lejanía.
La paz del ambiente no penetraba en el alma de Peter. En forzada postura, sus pies no se posaban por completo en la tierra, apoyando únicamente las punteras de las botas, con ambos brazos extendidos hacia atrás, contorsionados en parte, el tejano notaba punzadas en los músculos y el paso de la sangre por las arterias con brusco golpeteo. Pudo ver, asomado a una tienda de lona, al teniente Sioux Masón mirándole con fijeza. También distinguió al sargento Roswel tumbado sobre una manta.
—¡Si pudiera libertarme! —masculló el tejano en voz alta.
No obtuvo respuesta por parte del centinela, y tras una noche angustiosa en la que se sucedieron de dos en dos horas los relevos de los puestos, el sol comenzó a surgir por oriente, rojo disco de fuego. Corrigan, tan enamorado de la naturaleza, no reparó en el maravilloso amanecer, de cara a las montañas. Tenía hambre y, lo que le torturaba más, sed, una sed voraz, inextinguible.
—He de matar a Stebbins —se dijo el joven.
¿Cuantas veces había pensado lo mismo? Imposible darse una respuesta concreta. El rencor que experimentaba hacia el capitán era tan profundo que sólo con su sangre podría satisfacerlo.
Sioux Masón fue el primero en acercarse a Peter. Este, al ver al oficial, le pidió con altivez:
—Ordene que me den agua, teniente, y que me quiten estas ligaduras, aunque sea para fusilarme por agredir a un superior. Ningún derecho asiste al capitán para torturarme.
Él oficial, con amarga sonrisa, respondió:
—Hablaré con Stebbins. Aún no ha dado parte de usted. Sin embargo, temo que no consiga gran cosa. Los oficiales tenemos instrucciones encaminadas a mantener la disciplina a cualquier costa, y usted, por decisión del capitán, figura en el grupo de indeseables a los que adiestra el sargento Roswel.
Después de tales palabras, Masón, decidido a aliviar en lo posible la situación de Peter, se dirigió a la tienda de campaña habitada por Stebbins, tropezando casi con él, que salía abrochándose el correaje.
—A sus órdenes, señor. Quiero decirle…
—Luego hablaremos de lo que desee. Acompáñeme al despacho del Mayor. He de informarle del incidente de ayer y quiero que usted testifique mis palabras para que no haya dudas ni se me tache de cruel.
Sin aguardar respuesta, con su característica brusquedad, Stebbins caminó hasta un rústico edificio de madera que servía de alojamiento y oficinas a los jefes del campamento. El mayor Sinclair, militar profesional, de unos cuarenta años de edad, se hallaba trabajando detrás de una mesa repleta de papeles.
Después de un breve cambio de saludos, con aspereza, el comandante Sinclair inquirió:
—¿Qué les trae por aquí, señores?
Stebbins, tras una breve pausa, repuso:
—Vengo a pedirle la gracia del perdón para un recluta. Será un buen soldado si antes sabemos dominar sus bruscas reacciones e infundirle el sentido de la disciplina castrense.
—¿Es de su compañía?
—Sí.
—Entonces, obre como se le antoje —replicó el Mayor, con algo de impaciencia.
—No se trata de eso, señor. Ayer, el recluta Peter Corrigan, antiguo cuatrero que no está procesado pese a sobrar motivos, se presentó ante mí con el uniforme roto y sucio de polvo. Le llamaba para hacerle unas consideraciones que inclinaran su ánimo al bien y a la justicia. Molesto por su desatención al no asearse como es debido, decidí imponerle como castigo un paso ligero, y entonces fui agredido a puñetazos. El teniente le golpeó en la nuca, dejándole fuera de combate. ¿Es cierto lo que digo, Masón? Le suplico que si en algo me desvío de la verdad rectifique mis palabras. Nada me molesta tanto como equivocarme.
El oficial, de mala gana, hubo de responder:
—Salvo sus intenciones al llamarle, que no pongo en duda, lo que afirma es cierto.
—Celebro que estemos de acuerdo, teniente. Mandé atar a Corrigan a un poste en espera de que usted decidiera el castigo que ha de aplicarse a ese individuo. No quiero, salvo su mejor opinión, Mayor, que se le forme un expediente que pueda privarnos en el futuro de un hombre para la lucha. Le aseguro que yo haré de ese Corrigan un buen soldado.
Sinclair, grave el rostro, apremió a Stebbins:
—Diga de una vez lo que desea.
—Que permanezca un día entero más en el poste sin comer ni beber a fin de domeñar su espíritu levantisco. Después, yo me ocuparé de encargarle de las faenas más duras del campamento hasta, que lime lo que hay de malo en él. Encerrarle en el calabozo durante meses o en prisiones militares varios años resulta negativo para la guerra. Tengo el deber de informarle del incidente del que fui víctima y protagonista y por eso lo hago; pero también tengo el deber de no privar al Ejército de un fusil. Masón fue el único testigo de la agresión. Además…
El capitán hizo una pausa antes de continuar. Su voz serena, convincente, desasosegaba al oficial, quien intuía una perversa intención en sus palabras.
—Considero conveniente que todos los soldados sean espectadores de algo ejemplar, de algo superior a un arresto, para que comprendan la necesidad de obedecer a sus jefes. El desastre de Bull Run fue debido a una falta total de disciplina. Ahora le corresponde a usted hablar, Mayor. Si lo desea, podemos abrir expediente al recluta Peter Corrigan o expulsarle del Ejército. No obstante, creo que mi fórmula es buena.
Sinclair se acarició con los dedos índice y pulgar de ambas manos el grueso mostacho negro que contribuía a endurecer más su rostro. Luego, muy despacio, dijo:
—Téngale veinticuatro horas como ha dicho. ¡Ni una más! Dentro de una semana, si no ha observado un cambio de conducta en ese hombre, procederemos como ordena el Reglamento. Redacte un parte con lo sucedido y haga al final una súplica de clemencia. Yo me reservaré la respuesta durante siete días. ¿Algo más, capitán?
—Darle las gracias.
—No debe hacerlo. Estamos faltos de tropas y, lo que es peor, las que tenemos no son eficaces por falta de disciplina. ¡Nosotros la impondremos! Pueden retirarse.
Masón y Stebbins abandonaron las oficinas del Mayor. Fuera de ellas, Bob encaróse con el teniente,
—¿Qué es lo que fue a decirme a mi tienda?
El interrogado, hosco, repuso:
—Lo olvidé. No era nada de importancia.
—Mala memoria.
Los dos hombres se miraron sin afecto, con manifiesta hostilidad. El capitán dijo:
—No busco amigos en el Ejército, pero necesito fieles colaboradores. ¿Puedo contar con usted?
—Conozco las ordenanzas militares, señor. ¿Me permite una sugerencia?
—Hable.
—Suelte a Corrigan y demuéstrele que no le guía animosidad hacia él, que sólo pretende un mejor servicio al país. Tal vez consiga más con unas palabras y con una demostración de afecto que abrumándole de castigos y de trabajo.
Stebbins tardó unos minutos en contestar:
—Cada uno tiene sus métodos. Yo confío en la eficacia de lo que me propongo hacer con ese hombre. ¿Algo más, Masón?
—Nada. ¿Ordena usted alguna cosa?
—Ocúpese de que la instrucción de los reclutas sea perfecta.
Con un rígido saludo el teniente se separó de su jefe pasando muy cerca de Peter, el cual, orgulloso, le siguió con la mirada sin pronunciar palabra.
Al joven, en quien al tormento de la sed y de la postura se unía el del sol que le daba de plano, aquella experiencia le demostraba su profundo error al abandonar Texas para sumarse a las tropas del Norte. Rectificó en el acto tal pensamiento. No. La causa de Lincoln era noble y merecedora del sacrificio de sus mejores hijos. El que Bob Stebbins fuese un miserable no quería decir que en el Ejército de la Unión abundaran tales individuos. Lo más frecuente era encontrar hombres como Sioux Masón y el sargento que le hizo estampar la firma en el compromiso del voluntariado. ¿Por qué tal actitud en el capitán? Si deseaba el triunfo de los del Norte, era inconcebible que se portase así con él. ¿Inconcebible? Hizo un movimiento negativo con la cabeza. Stebbins se vengaba de sus acusaciones ante el “sheriff” Dryden Holden. ¿Por qué le vendió el ganado en dos mil dólares, y después pretendió encarcelarle por cuatrero? ¿Sólo por lucro? ¿Qué otro móvil podía impulsarle? Tal vez su situación económica no fuera buena y necesitara aquel dinero para hacer frente a alguna deuda. ¿Por qué, entonces, no se desprendió legalmente de las reses en el mercado de Washington, donde le hubieran dado, como mínimo, cuatro o cinco mil dólares por ellas?
En la imposibilidad de responderse a tales interrogantes, Corrigan movió la cabeza cual si con aquel ademán físico intentara alejar de sí ideas que le angustiaban, y su recuerdo voló a Texas, a las extensas llanuras surcadas por caudalosos ríos y pequeños arroyuelos junto a los que había pasado todos los años de su vida. ¡Qué gratos los atardeceres junto al río Brazos o en las inmediaciones del Llano Estacado! La brisa, al mover al unísono el mar de hierba de la pradera, arrancaba a la vegetación diversas tonalidades…
El escozor de las muñecas, que le iba en aumento, volvió el joven a la realidad. No ignoraba que el agredir a un oficial era una falta gravísima en el Ejército. ¿Qué castigo le impondría Stebbins?
Entornó los párpados en un vano intento por sustraerse a los rayos del sol que, conforme ascendía por oriente, aumentaba la tortura de la sed. Los músculos, envarados, acusaban su rebeldía con frecuentes pinchazos y calambres. La lengua, algo hinchada y reseca al roce con el paladar, le producía una extraña sensación, como si lamiera una pared acabada de encalar. Los labios, que empezaban a agrietarse, estaban cubiertos de polvo, morados en algunas partes.
A escasa distancia del tejano, los reclutas, luego de un frugal desayuno, se dispusieron a comenzar la penosa instrucción. El grupo del sargento Roswel, a menos de diez metros de Corrigan, se arrastraba a estilo indio. De vez en cuando, el suboficial, con su brutalidad acostumbrada, hacía levantarse a alguno de los soldados para, en castigo a una falsa maniobra o simplemente por levantar la cabeza más de lo conveniente, obligarle a dar una o dos vueltas a la gran explanada, a paso ligero, con la mochila de campaña en la espalda y el fusil suspendido de la mano derecha.
Las voces de órdenes, al mezclarse, formaban una algarabía indescriptible.
Corrigan, al ver acercársele al Mayor Sinclair, concibió esperanzas de que cesara la tortura. Le explicaría toda la historia a fin de que supiera a qué atenerse con respecto a Bob Stebbins.
Animado con tal propósito, el joven esperó a que el jefe estuviera lo bastante cerca como para oírle y, con voz que se esforzaba en mantener serena, exclamó:
—Llevo desde anoche sin tomar agua ni alimento. El calor es insoportable y mis músculos no resisten más. ¿Puedo esperar justicia de usted, señor?
El aludido clavó una mirada fría en el que le hablaba.
—Vine a decirle que aproveche la primera oportunidad que se le presente para manifestar su gratitud al capitán Stebbins. Él me ha pedido clemencia para usted, rogándome que no se le instruyera expediente.
Impetuoso, sin medir sus palabras, impulsado por su carácter indomable, el joven repuso:
—Lo hace para tenerme al alcance de su mano. Si ingreso en el calabozo o en la prisión no podrá seguir torturándome a su antojo. ¡Ese hombre es un…!
—¡Es su capitán y le debe respeto! Se porta con usted mejor de lo que se merece.
Sinclair, irritado, se dirigió al encuentro del coronel jefe, a quien en breves palabras refirió la visita efectuada por Stebbins, su ruego de perdón para el recluta y el diálogo sostenido con el preso.
—Soldados así no le interesan al Ejército. Encarcelen a ese individuo y sin castigos físicos, de los que soy enemigo, fórmesele un expediente.
—A la orden, señor. ¿Puedo retirarme?
—Sí.
El coronel quedó en uno de los laterales del campamento contemplando las evoluciones y ejercicios de los soldados, mientras el Mayor se dirigía a Bob Stebbins, que conversaba sobre temas del servicio con Sioux Masón.
—Meta en el calabozo a Corrigan y deme parte por escrito de su conducta. Es una orden del coronel.
El capitán, con rostro inalterable que ocultaba la íntima contrariedad que las palabras de Sinclair le producían, repuso:
—Lo siento por él. Sólo deseaba beneficiarle. Ocúpese de ello, teniente.
Cuando diez minutos más tarde, Peter se hallaba tendido en tierra, en un barracón de madera sin ventanas, teniendo al alcance de su mano una vasija llena de agua fresca, una escudilla de rancho y medio pan, el preso se dijo que a veces la felicidad para los humanos no es más que una ausencia del dolor. En aquel momento, bebiendo el confortador líquido a pequeños sorbos, sentíase dichoso.
Sioux Masón, que con la ayuda de tres soldados le habían conducido hasta allí, le previno con respecto a su futuro. Sus palabras fueron breves, terminantes:
—La Ley ampara a Stebbins y yo tendré que declarar contra usted. Al tribunal militar que le juzgue le bastarán dos hechos. El primero, la suciedad de su ropa al presentarse ante un superior. El segundo, su violenta reacción al serle notificado el arresto. En cuanto a la historia que usted me contó, no le favorecerá. También las pruebas son concluyentes.
¡La Ley! ¡Qué terrible le parecía a Peter tal palabra! En Texas…
¿A qué pensar en Texas si estaba en Washington, a merced de un hombre sin escrúpulos?
Saciado el hambre y la sed, Peter Corrigan se quedó dormido.