Capítulo I

UNA BORRACHERA DE HEROISMO

A los dos meses y medio de la toma de Fuerte Sumter por los confederados, lo que dio comienzo a la guerra de Secesión, ciento noventa mil reclutas esperaban ansiosamente su bautismo de fuego. Hasta entonces, el conflicto entre el Norte y el Sur había sido una romántica empresa, algo pleno de emoción que daba a la vida su más hermoso aliciente: el heroísmo.

Los soldados, que a las órdenes de oficiales dedicaban unas horas escasas cada día a la instrucción y el manejo de las armas, caminaban por pueblos y ciudades con aires fanfarrones y extraños atuendos, ya que la uniformidad de ropa era imposible de conseguir pese a que numerosas mujeres trabajaban en grandes talleres improvisados al efecto.

Era el de Lincoln un ejército extraño. Por ser muy admirados los turcos, algunos de los reclutas llevaban raros turbantes rodeando sus cabezas y no pocos, al igual que los zuavos, envolvían sus piernas en vendas de sedas multicolores. Mientras unos optaban por echarse el fusil a la espalda, los más sosteníanlo en la mano derecha, suspendido, e iban por las calles golpeando las piedras con las culatas o lo que era peor, lanzándolo al aire mientras gozaban con la ingenua e infantil admiración de los muchachuelos, quienes considerábanles héroes.

Mientras, en la Casa Blanca, Abraham Lincoln, con semblante irritado, paseaba por su despacho. De vez en cuando, hacía llamar a uno de sus secretarios para preguntarle:

—¿No ha venido el general?

La respuesta era siempre negativa. Winfield Scott, general en jefe del Ejército, no había llegado aún.

El Presidente, incapaz de continuar una espera que agotaba sus nervios, seguro de que sus manos se posaban en el timón de una nave a punto de hundirse, con grandes zancadas abandonó su gabinete de trabajo para, descendiendo las anchas escaleras que comunicaban con las caballerizas, ordenar a uno de los oficiales de servicio:

—Disponga un coche con caballos veloces. He de salir ahora mismo.

Minutos después, Lincoln, el desgarbado Lincoln, “Patas Largas”, como era denominado por el pueblo, no siempre respetuoso para las grandes figuras, se dirigía, en unión de dos jefes del ejército, al domicilio de Winfield Scott, situado en el extremo opuesto de la población.

El vehículo, que avanzaba veloz, hubo de frenar su marcha ante la muchedumbre que llenaba las calles, formada en su mayor parte por militares. El antiguo leñador de Illinois, el hombre de mísera infancia y aventurera juventud, pudo contemplar con disgusto a los miembros de un ejército que parecían comparsas de una ridícula pieza escénica a la que entonces las damas y los caballeros eran muy aficionados. Al ver cómo un fusil caía a tierra por torpeza de su dueño, que después de lanzarlo al aire no supo recogerlo, y su culata se quebraba en dos, el Presidente suspiró con profunda tristeza. ¿Cómo se comportarían aquellos hombres de cara a la guerra?

Abraham Lincoln no ignoraba que los confederados tenían una superioridad indudable sobre las fuerzas del Norte, superioridad debida a disponer de jefes del máximo prestigio militar, entre ellos el que había de ser famoso caudillo. Roberto E. Lee. El Presidente chasqueó la lengua con disgusto. Desde que se hizo cargo del poder entre amenazas de muerte de sus enemigos, no había tropezado más que con dificultades. Fuerte Sumter fue la primera. La elección de un jefe para el ejército, la segunda, aún no resuelta. ¡Qué distinto todo si Lee hubiese aceptado la jefatura que le ofreció! Estaba seguro que sin la negativa del orgulloso virginiano los ciento noventa mil reclutas habrían emprendido ya una ofensiva, quizá la primera y la última por su victoriosa eficacia, contra el Gobierno de Jefferson Davis.

—¡A Richmond! ¡A Richmond!

El Presidente miró por la ventanilla a un grupo de soldados, ebrios a juzgar por lo inseguro de su paso y por las botellas de vino, medio vacías, que llevaban en sus manos. Algunos arrastraban los fusiles, cogidos lánguidamente por el cañón. Otros carecían de armas. Tal vez las dejaron olvidadas en cualquier taberna.

Lincoln, extendiendo uno de sus largos brazos, golpeó en la espalda al que guiaba el coche, un joven oficial, para pedirle con angustiosa voz:

—Más de prisa.

El militar, respetuoso, hizo lo que se le ordenaba aumentando la marcha del carruaje, aun con riesgo de atropellar a cualquiera de las personas que caminaban por el centro de la calle. Uno de los dos jefes que acompañaban a Abraham, dijo:

—La inacción desmoraliza a los reclutas. Todos están ansiosos de lucha. Es posible que los que hoy parecen seres despreciables, en un futuro próximo se comporten como héroes.

—Gracias, coronel. Sus palabras confortan mi espíritu.

El coche se detuvo y Lincoln, saltando a tierra y antes de que los que había por los alrededores pudieran advertir su presencia, seguido de sus dos ayudantes, penetró en un ancho portalón. Un negro, con vistoso uniforme, pródigo en adornos dorados, al ver a la máxima autoridad de la nación, quiso hincar su rodilla para besar la mano de Abraham. Este, impidiéndoselo, le ordenó:

—Avisa al general.

—Ahora mismo, mi amo.

Detrás del hombre de color, Lincoln y sus dos ayudantes entraron en una lujosísima sala, adornada con armas, trofeos de guerra y caza y valiosas cornucopias. El Presidente, en pie, esperó con impaciencia a que un capitán, uno de los oficiales al servicio del jefe del ejército del Norte, saliera para poniéndose a sus órdenes, decirle:

—Pase, señor Presidente. El general acaba de despertar ahora mismo.

—Envié un emisario en su busca.

El militar, turbándose, vaciló unos segundos. Al fin, repuso:

—Me prohibió que nadie le despertara bajo ningún pretexto, ni, aunque fuera…

El capitán calló, no atreviéndose a completar la frase. El Presidente, con una amable sonrisa, le invitó a que terminara de hablar y al no ser obedecido lo hizo él.

—Ni, aunque fuera el propio Presidente, ¿no es eso?

—¡Señor!

—Sí, es su frase favorita. Tengo suerte de que haya despertado ya. De lo contrario, me tocaría esperar.

En las palabras de Lincoln no había sarcasmo ni burla sino sencillez y humildad. Los dos jefes militares que le acompañaban, sonrieron imperceptiblemente, pese a estar habituados a las excentricidades del que regía el país.

Abraham, luego de hacer una seña a sus ayudantes y al oficial para que esperasen fuera, entró en la alcoba de Winfield Scott, quien, vestido con una larga bata de casa y tumbado sobre un amplio diván, se disculpó:

—Perdone que no me levante… La gota no me deja moverme y la columna vertebral me duele.

Lincoln, siempre caballero y comprensivo, contestó:

—El vencedor de Lundy’s Lane puede permanecer en cualquier postura delante de su Presidente.

Scott, con gesto de amargura, exclamó:

—¡Hace ya tanto de eso que nadie se acuerda! Fue en mil ochocientos doce y ahora estamos en mil ochocientos sesenta y uno. Soy un viejo. Llevo muchos meses sin poder cabalgar y me encuentro cansado, enfermo…

Había tanta amargura en las palabras del general, que el Presidente, conmovido, dijo:

—Los buenos patriotas no le olvidarán jamás. Quisiera hacerle una consulta. Los reclutas firmaron un compromiso por tres meses, compromiso que termina dentro de quince días. Es forzoso emprender la lucha y he pensado que el general McDowell podría asumir el mando. Los confederados se concentran en Virginia. Es el momento de darles la batalla. ¿Qué le sucede?

El general, intensamente pálido, se llevó la diestra a la espalda. Gruesas gotas de sudor se deslizaron por sus sienes.

—Acaba de darme una punzada insoportable en los huesos. ¿Decía usted?

—Que considero necesario lanzar las tropas al ataque…

De nuevo se había contraído dolorosamente el rostro de Winfield Scott y el Presidente, comprendiendo que allí no haría otra cosa que perder el tiempo, anunció sin brusquedad:

—Volveré en otra ocasión. Adiós, general.

Estrechó la mano de Scott y ya fuera de la casa del inválido, subió en el coche para dirigirse a su residencia. Apenas había arrancado el vehículo, un hombre, colgándose del pescante, gritó:

—¡Maldito seas, Abraham!

Los dos ayudantes empuñaron sus pistolas, temerosos de que aquel individuo, de rostro congestionado por el alcohol, Intentara agredir al Presidente. No tuvieron tiempo de disparar porque un joven que había presenciado la escena saltó contra el que injuriaba a Lincoln para aferrándole por la garganta, derribarle a tierra. Numerosos hombres se acercaron al carruaje y el oficial que lo conducía, pensando sólo en la vida de Lincoln, fustigó con dureza a los caballos, que emprendieron un rápido galope. Atrás quedaban…

* * *

Peter Corrigan golpeó con fiereza el rostro del que osó insultar al padre de la patria, al ser por el que experimentaba profunda veneración. Sus manos anchas, habituadas a los rudos trabajos ganaderos, en pugna con los novillos de su rancho de Texas, machacaron las facciones innobles del que, sin oponer resistencia, no tardó en perder el conocimiento. Un cabo del ejército, que también había presenciado lo ocurrido sin tiempo a intervenir, se reunió con Corrigan para decirle:

—Yo me ocuparé de ese tipo. ¿Quiere acompañarme a casa del “sheriff”?

El interrogado, con una sonrisa bonachona en su rostro juvenil, rostro que denotaba extraordinaria vitalidad, repuso:

—No me agradaría hacerlo. Tengo prisa. Traje una partida de reses y estoy citado con el comprador.

El cabo no se opuso a que Corrigan se alejara, rápido el paso, con visible deseo de separarse del lugar donde un individuo, posiblemente embriagado, se había atrevido a insultar a Abraham Lincoln, al Presidente cuya única ambición era contribuir al engrandecimiento de su patria.

Mientras Peter caminaba, iba pensando en las circunstancias que le condujeron a Washington. En los últimos años, la fortuna no había sido pródiga con él, por lo que la guerra le liberaba de una lucha en la que era muy posible que hubiese resultado vencido. Una lucha económica contra la adversidad, que parecía complacerse en mostrarle los caminos difíciles de la vida. Primero, la falta de lluvia, después los cuatreros y, por último, terminando de trastornarlo todo, la epidemia de fiebre que en sólo dos semanas mató el ochenta por ciento de las reses de que era propietario. Al tener noticias de la ruptura de hostilidades entre el Norte y el Sur, Corrigan, que aún en época favorable de sus negocios los hubiera abandonado para cumplir su deber de ciudadano, respiró con alivio. Aquélla era su liberación. Hasta entonces le mantuvo cara al rancho el amor propio, el deseo de no declararse vencido. Ahora, con la guerra, tenía el gran pretexto para emprender un nuevo rumbo.

Vendiéndolo todo, Peter se trasladó hasta Washington, en interminables jornadas a caballo. Poco antes de llegar a la población, tuvo la oportunidad de adquirir ganado en buenas condiciones que, al revenderlo, esperaba le diese algunos beneficios.

Abstraído en sus pensamientos, el joven no reparó en que era seguido por dos hombres con atuendos de vaquero y en cuyos pechos brillaban estrellas de latón doradas. Cuando quiso darse cuenta de que algo anormal sucedía, cuatro manos le aferraron por los brazos y una voz bronca le conminó:

—No se resista, amigo, o nos veremos obligados a matarle.

Corrigan se tranquilizó al ver los emblemas de la autoridad, y muy tranquilo, sin intentar oponerse a los que le sujetaban, repuso:

—Creo que se equivocan. Acabo de llegar a la capital y…

—Y ya tuvo tiempo de comportarse como un perfecto cuatrero. Hay una denuncia contra usted. Bob Stebbins le acusa del robo de cincuenta cabezas de ganado.

—¿Bob Stebbins? Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿Quién es?

—Ahora lo sabrá. El, luego de señalarle a usted como culpable del delito de robo, se dirigió al despacho del “sheriff” y allí nos espera.

—Vamos. Tengo ganas de encararme con ese sujeto.

Los delegados gubernamentales se apoderaron de las pistolas de Peter antes de que éste pudiera oponerse y, sin soltarle para impedir una fuga que Corrigan no pensaba iniciar, le condujeron, entre la curiosidad de chicos y grandes, a un caserón que servía de oficinas al “sheriff” y también de cárcel.

El joven vaquero de Texas, muy sereno, atravesó varios pasillos y habitaciones, unas amuebladas y otras no, para penetrar en una amplia estancia en la que dos hombres, en pie, conversaban animadamente. Uno de ellos era el “sheriff”, Dryden Holden, de unos cincuenta años de edad y aspecto fornido, de luchador. El que le acompañaba, algo más joven, no mucho, era alto y delgado, de rostro anguloso y nariz prominente. Sus ojos negros estaban muy hundidos en las órbitas, lo que, con una acentuada palidez, le daba un matiz cadavérico.

Los dos agentes de la autoridad, soltando al detenido, se situaron en la puerta con el propósito de impedir que Peter escapara. El tejano, tranquilo al reconocer al hombre al que la noche anterior había comprado las reses que proyectaba vender, adelantó un paso, con la diestra extendida en amistoso gesto de saludo, mientras decía:

—No esperaba volverle a ver. Ayer me dijo que se iba de Washington a enrolarse en el Ejército del Sur.

Dryden Holden, sorprendido por la naturalidad de Corrigan, miró inquisitivo al que había puesto la denuncia.

—¿Es éste el hombre, señor Stebbins?

—Sí. No he hablado con él en mi vida.

El tejano tragó saliva, empezando a comprender. Dejándose llevar de la ira y en un gesto maquinal, sus manos volaron a las vacías cartucheras. Al no encontrar sus armas, se encaró con el cadavérico individuo.

—Anoche me vendió cincuenta reses por dos mil dólares. No era un mal negocio y acepté. ¿Se atreverá a negarlo?

Bob Stebbins, con glacial sonrisa, replicó:

—Lo niego rotundamente. Estos cuatreros suelen ser muy audaces. Vi su rostro un solo segundo cuando abandonaba mi rancho llevándose las cabezas de ganado que tenía dispuestas para su traslado a Washington. Hoy le encontré por casualidad e hice la denuncia a sus comisarios.

Las facciones de Peter palidecieron primero para enrojecer después, tanta era la cólera que le dominaba. Sin poderse contener, arrastrado por su primitivismo, saltó sobre Stebbins, para aferrándole por la garganta, gritar:

—¡Es usted un cobarde y un mal nacido! ¡Diga ahora mismo la verdad o…!

No pudo seguir hablando. El “sheriff” y sus comisarios arrojáronse sobre Peter, intentando reducirle a la obediencia, pero el tejano, preso de santa indignación, no estaba dispuesto a someterse, y revolviéndose como una fiera enjaulada, propinó un soberbio izquierdazo a Dryden Holden, derribándole. Luego y antes de que los que le detuvieron consiguiesen empuñar las pistolas, se lanzó en tromba sobre ellos repartiendo golpes con tal rapidez y eficacia que los dos hombres retrocedieron, incapaces de resistir a su enemigo. Fue Bob Stebbins el que impidió que Peter se hiciera dueño del campo, pues apuntándole con una pistola que llevaba oculta debajo de los faldones de su levita, le amenazó:

—Quieto, cuatrero, o no sale vivo de aquí.

Peter se había enfrentado muchas veces a la muerte y al mirar los ojos fríos, de una dureza inconcebible, de Bob, dedujo que aquel hombre estaba habituado a matar, por lo que, alzando los brazos, dijo:

—Usted gana… por ahora.

Los dos ayudantes del “sheriff”, humillados por la derrota de que fueron objeto, hicieron ademán de agredir al detenido, pero Dryden Holden, que se incorporaba acariciándose la mandíbula, les ordenó:

—Ese individuo goza del amparo de la ley. Atadle las muñecas a la espalda. Nadie debe hacerle el menor daño. Será juzgado por un tribunal.

Peter se dejó atar, siempre bajo la amenaza de la pistola de Stebbins, y arrepentido por haber golpeado al que salía en su defensa, se disculpó:

—Perdone, “sheriff”. Los hombres de mi tierra no sabemos dominar el ímpetu si alguien nos calumnia. Ese embustero me sacó de quicio.

—¿De qué tierra es usted?

—De Texas.

Hubo un breve silencio durante el cual Dryden Holden contempló a Peter sin animosidad, admirando su fortaleza física, la nobleza de su rostro, curtido por el aire y el sol, por los cierzos nocturnos.

—La ley escucha siempre al que acusa y al que se defiende. El señor Stebbins asegura que le vio robar cincuenta reses que llevan la marca de su rancho y que no pudo oponerse al despojo por no llevar armas encima. Todos sus “cow-boys” habían ido a Washington a enrolarse en el ejército y se hallaba solo en su hacienda. Usted asegura que… ¿Quiere repetir lo que ha dicho antes?

—Lo haré con gusto. Ese individuo tenía el ganado fuera de la cerca de un rancho y al ver que yo contemplaba con curiosidad los animales, de bella estampa, me propuso vendérmelos por dos mil dólares. Al insinuarle que incluso en Texas, era un precio bastante bajo y que estaba seguro de que en la capital se cotizaba mejor el ganado, me repuso que era partidario del Sur y que nadie quería tratos con él por odiarle a causa de sus ideas políticas. Le di el dinero, me hizo entrega de las reses y partió al galope.

Aunque las palabras de Corrigan reflejaban sinceridad, Dryden Holden preguntó:

—¿Puede mostrarme el contrato de venta o al menos un recibo?

—No. Ya le he dicho cómo sucedió todo.

El “sheriff” permaneció unos minutos pensativo, para luego, volviéndose a Stebbins, interrogarle:

—¿Qué tiene que decir usted?

—Que ese hombre miente. Es la primera vez que he hablado con él. Nadie ignora en Washington que mis ideas son iguales a las de Lincoln y que haré la guerra como oficial de Caballería. Me retiré del Ejército con el grado de capitán para ocuparme de mis negocios. Ahora la patria me necesita. No creo que dude de mi palabra. Usted sabe quién soy.

El “sheriff” se mordió ligeramente los labios para no responder que, en efecto, por conocerle, dudaba de su sinceridad. La fama de Bob no era buena en Washington y aunque no pudo probársele jamás ningún delito, Dryden se inclinaba a dar fe al relato de Peter. Sin embargo, por encima de sus apreciaciones personales, estaba la justicia.

—Debo procesarle, Peter. ¿Qué hizo con esas reses?

Una sonrisa burlona iluminó los ojos del joven.

—Comérmelas.

Esta vez la pausa fue larga, interminable. El “sheriff”, hombre de lucha, hubo de volver la cara para que ni el detenido ni Stebbins le vieran sonreír. Al fin, dijo:

—Su negativa encierra un testimonio de culpabilidad.

—Es posible —repuso muy sereno el joven—. Sugiero una fórmula de arreglo. Que ese coyote me devuelva los dos mil dólares y entonces mi apetito será menor y mayor mi memoria.

Dryden Holden miró a Bob, en un mudo interrogante. Stebbins, con acritud, masculló:

—Parece que se inclina usted a dar crédito a ese cuatrero. Nadie compra ganado sin exigir un documento que avale la operación. ¿No conoce usted las leyes?

—Sí, también conozco Texas. Allí la palabra es ley, a la española. Todos los pronunciamientos de la justicia le son favorables, Bob. No obstante, me agradaría que estudiase una fórmula contraria a cualquier proceso. Mientras éste se celebre, ni usted ni el preso podrán abandonar la ciudad y la cárcel, respectivamente. ¿Quién va a ocuparse de un juicio por robo en plena guerra, cuando sólo se piensa en aplastar al enemigo?

—La ley es la ley, Holden.

El “sheriff”, disgustado, ordenó a sus comisarios:

—Llevaos a una celda al detenido. Mañana le interrogaré.

Peter clavó su mirada en el rostro enfermizo de Stebbins.

—Nos encontraremos de nuevo y en otro sitio. No lo olvide.

Bob, sarcástico, repuso sin intimidarse:

—Soy hombre de buena memoria.

Corrigan, conducido por los dos ayudantes del “sheriff”, anduvo por un largo corredor hasta detenerse ante una puerta de recia madera, con una mirilla que podía abrirse a voluntad desde el exterior.

—Ahí dentro se te bajarán los humos —dijo uno de los comisarios, mientras franqueaba la entrada a la celda.

Corrigan, mirando con fijeza al que hablaba, exclamó:

—No te atreverías a decirme esto en igualdad de condiciones.

La réplica fue un brutal empellón que hizo rodar por tierra al detenido. Peter, al ver que los dos representantes de la ley iban a retirarse, pidió:

—Desatadme las manos.

—El “sheriff” no nos ha ordenado que lo hiciéramos.

Los comisarios cerraron la puerta entre un chirrido de goznes enmohecidos y el tejano quedó solo en el calabozo. No sin dificultades, por tener los brazos atados a la espalda, Corrigan pudo incorporarse. Examinó la celda, situada en la planta baja, y a través de un estrecho ventanillo, tan estrecho que no permitía ver más que unas pulgadas de la calle, distinguió a un grupo de hombres que llevando en alto una bandera, caminaban entre gritos de entusiasmo y vítores.

—¡A Richmond! ¡A Richmond!

Tal era el grito unánime de la multitud. Los partidarios de Abraham Lincoln, en una borrachera de heroísmo, avanzaban en masas compactas hacia la Casa Blanca a pedir el exterminio de los sudistas.

—¡Viva el padre de la patria!

—¡Muera Jefferson Davis!

Peter, esforzándose en dominar la cólera que le invadía, maldijo a Bob Stebbins y se llamó estúpido. Allá, en las lejanas tierras de Texas, se hablaba de los hombres del Este con desprecio, asegurándose que eran seres incapaces de luchar cara a cara, de morir con la sonrisa en los labios, de hacer código de honor de una palabra. Aunque aquello era falso y lo atestiguaban así los que pedían luchar y morir en el campo de batalla, la primera experiencia de Corrigan no pudo ser más desafortunada. Catalogó a Bob Stebbins como a un pillo redomado que, por conocer la ley, la burlaba con facilidad.

Eran inútiles las recriminaciones. Ningún tribunal le absolvería.

Pensó en las cincuenta reses. Los animales quedaron bajo la custodia de un vaquero contratado para tal fin, en las afueras de la ciudad. ¿Qué iba a ser de aquellos animales si su encarcelamiento se prolongaba? Sólo vio dos soluciones, las dos catastróficas para él. La de que el “cow-boy”, cansado de esperar al que le había contratado, se marchara abandonando a las reses a su suerte. Y la de que el hombre se decidiera a venderlas, quedándose con el importe. Los dos mil dólares entregados a Stebbins eran todo su capital.

Sin embargo, más que el quebranto económico le angustiaba al joven el quebranto moral, el saberse engañado y quizá el sufrir condena por un delito que no cometió.

Conforme transcurría el tiempo, las cuerdas clavábanse con más fuerza en sus hinchadas muñecas.

Afuera continuaban gritando los millares de patriotas que exigían una acción inmediata contra los confederados. Peter, oyéndoles, se dijo que él no había recorrido millares de kilómetros a caballo con el deseo de vestir el uniforme del Norte para escuchar inactivo desde un calabozo los vítores de la multitud…