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El campo de batalla diplomático
Por segunda vez en treinta años, París se encontró albergando una versión moderna del Congreso de Viena. En primer lugar se celebró el encuentro de los ministros de Asuntos Exteriores de los Cuatro Grandes en mayo de 1946, y a éste siguió la conferencia de paz, en la que participaron dieciséis países y que prosiguió a trompicones desde agosto hasta mediados de octubre.
El Quai d’Orsay y las embajadas se hallaban inmersas en un constante ajetreo. Jacques Dumaine hubo de hacer incontables salidas a los aeropuertos de Le Bourget y Orly a fin de recibir a los visitantes ilustres. El jefe de protocolo resumió la competición diplomática del momento comparándola con una partida de póker: «No sabemos si Stalin está jugando con buenas cartas y fondos ilimitados, pero sí que sus oponentes estadounidenses les siguen el juego y que los británicos no pueden doblar la apuesta». Su esposa estaba a punto de dar a luz, por lo que no podía menos de preocuparse por lo que depararía la vida a su hijo en un futuro «lleno de malos augurios»[341].
El día 24 de abril, Dumaine se encontraba en Orly, donde debía recibir al secretario de estado James Byrnes y al resto de la delegación estadounidense, incluidos los senadores Tom Connally y Vandenberg. «Habían logrado, tras veinticuatro horas de avión, mantener el aspecto normal y alegre de costumbre, y llegaban bien afeitados, en tanto que sus esposas se mostraban más lozanas que nunca con sus orquídeas.»[342] Aquella tarde, Dumaine hubo de esperar en Le Bourget a Molotov, que llegó «limpio y restregado como un médico rural. Su expresión parece indecisa y relativamente amable, pero sus movimientos son desconfiados y amenazadores».
Ernest Bevin llegó a la mañana siguiente, y el primer encuentro de los Cuatro se celebró avanzada la tarde, en el palacio del Luxemburgo, que a la sazón estaba restaurado casi por completo.
La conferencia se inició con mucha más desenvoltura de la que había esperado la mayor parte del público, aunque apenas hizo falta una semana para que se atascase como de costumbre. Algunos asuntos resultaban muy interesantes, como el de determinar lo que debía hacerse con las antiguas colonias italianas, incluidas Libia y Cirenaica. Bevin quería que se les concediera la independencia total, pero los franceses se alarmaron ante las consecuencias que podía suponer este hecho con respecto a sus propias colonias norteafricanas. Entonces Molotov se desdijo del acuerdo al que había llegado en septiembre en relación con Italia, lo que hizo a Byrnes montar en cólera. Como quiera que se hallaban en la festividad del Primero de Mayo, Bevin, haciendo las veces de presidente, insistió en que se hiciera un descanso. «El próximo punto —anunció—, es una breve vacación que se aprobará por unanimidad.»[343]
Aquel respiro no hizo gran cosa por aliviar el atolladero de diferencias al que habían llegado. «Al menos, se ha logrado llegar a un acuerdo en cierta materia —recordaba el embajador británico en tono acre al día siguiente—: el futuro de las islas Pelagosa y Pianosa, que contienen un faro y cero habitantes.»[344] El mal humor de Duff Cooper se debía sobre todo a la precipitada partida de su nuevo amor, Gloria Rubio, que acababa de tomar un avión hacia Nueva York casi sin avisar. Por otra parte, mantenerse despierto tras los copiosos almuerzos oficiales era una labor rayana en lo imposible. Al ver que Cooper se había quedado dormido durante una de las sesiones, Bevin observó: «Díganle a Duff que prometo llamarlo si sucede algo —tras lo que añadió en voz lo bastante alta para que lo oyesen los que se sentaban a su alrededor—: Es el hombre más sensato de la sala: todo esto es una pérdida de tiempo»[345].
La ronda de banquetes oficiales acabó tan entumecida como las reuniones, pese a que, al igual que la conferencia, había comenzado bien. Félix Gouin dio una comida en honor de las tres delegaciones que resultó tener gran éxito. «Thorez sonreía de oreja a oreja, dejando ver los hoyuelos de sus mejillas —señala Dumaine—, mientras tomaba a Molotov del brazo y le daba golpecitos en el hombro con un humor excelente, pese a que tanta familiaridad habría resultado impensable tres años antes en Moscú.»[346] Duff Cooper, sentado al lado de Thorez, apuntó más tarde que no pudo evitar sentir simpatía por él.
La Embajada Británica agasajó con un almuerzo a los dos senadores pelicanos: el tejano Tom Connally, que vestía corbatín, y el poderosísimo Arthur Vandenberg. James Byrnes celebró un cóctel en la Embajada Estadounidense, y todos coincidieron en que los emparedados eran excelentes. Sin embargo, Ernest Bevín cometió el error de ofrecer un bufé en el hotel George V, práctica que los franceses aborrecían.
«Ernie sabe ser basto de un modo que roza la agresividad —escribió Diana Cooper a un amigo—: más que tres Budas sin acabar de tallar. En él (siempre con el cigarrillo pendiente del labio caído) no hay un solo vestigio de buena educación. Ríe con gran estrépito, y resulta por demás ingenuo y desinhibido.»[347] Durante un almuerzo celebrado en la Embajada Británica en honor de Bevin, Jacques Dumaine lo observó con cierta estupefacción. «El whisky mejoró su humor y lo animó a contar interminables anécdotas acerca de borrachos y clérigos. Se relajó hasta tal extremo que no dudó en entonar alguna que otra canción antigua acompañado al piano por Ashley Clarke [ministro de la Embajada], en tanto que la señora Bevin cloqueaba y repetía: “Cántanos otra, Ernest”. Lady Diana observaba la escena con una sonrisa cariñosa. El salón de Paulina Borghese se impregnó de la atmósfera cómica de cordialidad acogedora que uno espera encontrar alrededor de una tetera o un fuego de carbón.»[348]
La verdadera pesadilla de este tipo de conferencias la constituían los colosales ágapes, como el que se ofreció a los delegados en la Sorbona. La disposición de los asientos parecía estar concebida para garantizar que muchos de los invitados estuviesen rodeados de comensales con los que no compartían ninguna lengua. La señora Bidault hubo de conversar con Molotov con la ayuda de un intérprete que se sentó entre ambos. «A mi izquierda —escribió Duff Cooper—, se encontraba madame Duhamel, con quien siempre resulta agradable conversar. Ella, a su vez, tenía sentado a su izquierda a Guroff, embajador ruso en Londres, que tiene rudimentos de inglés, pero no habla francés, por lo que no pudieron intercambiar una sola palabra… La señora Bevin, sentada frente a mí, se hallaba entre el doctor Roussy, rector de la Sorbona, y Thorez, y ni uno ni otro eran capaces de articular palabra alguna que ella pudiese entender.»[349]
Asimismo, se daban celebraciones semioficiales, a semejanza de las oficiales y debidas en parte al elevado número de propietarios y editores de periódicos que acudían a la llamada de París. Algunos gozaban de una enorme influencia, aunque a menudo no sabían cómo emplearla del modo correcto. Henry Luce, fundador de la revista Time, era un hombre tímido, intranquilo y sentimental. «Luce es un pollo raro —escribió David Bruce en otra ocasión—. Da la impresión de que se está empapando de todo lo que uno dice sin que su mente llegue a mojarse. Su juventud misionera y sus colosales influencia y opulencia posteriores han complicado, junto con otros factores, su personalidad. La ambición y el fanatismo parecen conducirlo a juicios extremos.»[350] En la Embajada Británica conoció a Louise de Vilmorin y quedó al punto «locamente enamorado de ella»[351]. Duff Cooper se divirtió mucho, aunque le inspiraba más simpatía Henry Luce que su esposa, Clare. Caffery fue a llevarla a la Embajada Británica después de comer cierto día del primer invierno que siguió a la liberación. «Está tan guapa como siempre —escribió a la sazón—, e igual de pagada de sí misma… e igual de tonta.»[352] Dedicó mucho más tiempo a la señora Ogden Reid, esposa del propietario del New York Herald Tribune y quien dominaba en realidad el diario. «La señora O.R. es una mujer muy sensata y equilibrada. Es lo mejor que puede ofrecer Estados Unidos en este momento, lo que no es poco. Su marido no es más que un asno borracho, a juzgar por sus rebuznos.»[353]
Las idas y venidas no se redujeron siquiera durante la suspensión de la conferencia. El almirante lord Louis Mountbatten llegó a París para recibir la Grande Croix de la Legión d’Honneur. Diana Cooper describió así a sus invitados de la Embajada: «Dicky [Mountbatten], hombre fornido, aún apuesto, pero exento de encanto; Edwina, marchita como la momia de Rameses, con grandes ojos azules en forma de escarabajos y apenas un mechón de verdad asomando bajo su sombrero de Saint John»[354]. El general Juin le entregó el galardón en Les Invalides, y aquella noche se celebró un generoso ágape en la Embajada. En él, «Edwina estaba igual que Gandhi con sari». Después cantó Suzy Solidor. Al día siguiente, Mountbatten pronunció un discurso en francés en el Ayuntamiento. «Esto impresionó a la concurrencia sobremodo —escribió Duff Cooper—. El que un inglés sea capaz de hablar francés ya resulta de por sí sorprendente, pero que lo haga un almirante con tanta perfección es, cuando menos, pasmoso.»[355]
En la mesa de negociaciones, cada uno de los bandos suscitaba en el otro sospechas que apenas tardaban en confirmarse. Cada vez que los estadounidenses plantaban cara a Stalin en lo referente a alguna brecha en el acuerdo de Yalta, éste temía que cifrasen la seguridad en sí mismos en un plan secreto para usar la bomba atómica, haciendo caso omiso de la desmovilización masiva de sus efectivos que estaban llevando a cabo en todo el mundo.
Por su parte, los estadounidenses subestimaban el carácter paranoico de Stalin y, en consecuencia, interpretaban mal su obsesión por establecer un cordón protector alrededor de la Unión Soviética. Daban por hecho que todos los movimientos que efectuaba a fin de dominar los países de la Europa central y los Balcanes ocupados por el Ejército Rojo se debían tan sólo a un afán de imperialismo ideológico. Cuando se negó a retirar el 1 de marzo sus tropas del norte de Irán, que tenían a tiro los yacimientos petrolíferos, lo hizo como táctica defensiva, lo que hay que entender en el contexto de su mentalidad paranoica.
Cinco días después de la fecha límite del 1 de marzo, Churchill pronunció en Fulton, Misuri, el discurso en el que se habló por primera vez del «telón de acero». La reacción de la prensa y el público estadounidenses, empero, no fue favorable a la sazón. Truman se negó a que lo arrastrasen al debate que siguió, a pesar de que él y los funcionarios superiores del gobierno de su país habían empezado ya a pensar en términos similares, influidos en buena medida por George Kennan, «kremlinólogo» de la Embajada en Moscú. Éste les había hecho llegar un extenso telegrama en el que analizaba la amenaza soviética y que se convirtió en el preludio de la política de contención que elaboraría al año siguiente.
En París, el embajador turco, observador astuto, indicó que el negarse a evacuar Persia según lo pactado «ha sido un error irreparable [por parte de los rusos], por cuanto ha propiciado el que los estadounidenses desarrollen una nueva política exterior»[356]. Tal vez aún no la habían desarrollado, pero no cabe duda de que se habían propuesto hacerlo. Esto desembocaría en la denominada «Doctrina Truman» durante la primavera de 1947, cuando Estados Unidos asumió la responsabilidad de la defensa de Grecia y Turquía al derrumbarse el dominio británico sobre la región.
Existen razones mucho más poderosas para localizar el origen de la guerra fría en Alemania, que, a despecho de su condición de país en ruinas y ocupado, seguía siendo el centro de las pesadillas de Stalin. George Kennan reconoció que los temores de Rusia eran comprensibles, habida cuenta de las invasiones que había deparado la historia al país a manos de mongoles, polacos, suecos y franceses, sin olvidar las dos oleadas de ocupación alemana que había sufrido durante los treinta años anteriores.
Duff Cooper, quien compartía el miedo que profesaban los franceses a Alemania (similar por fuerza al que albergaba la Unión Soviética), no pudo menos de alarmarse al saber, a finales de mayo, que los jefes de estado mayor británicos pretendían lograr «una Alemania poderosa capaz de enfrentarse a Rusia»[357]. Dos años antes, estando aún en Argel, había presentado un plan para la creación de un bloque europeo formado por Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Había defendido la idea con uñas y dientes, pero Anthony Eden, aterrorizado ante la perspectiva de disgustar a Stalin, se había opuesto. Cooper alegó que al final de la guerra, lo que preocuparía a los rusos no sería un bloque occidental europeo, sino un bloque occidental dominado por los estadounidenses y ligado a una Alemania reconstruida.
Los franceses habían comenzado, no exentos de razón, a abrigar sospechas de que los jefes de las fuerzas armadas estadounidenses y británicas aspiraban a fortalecer a Alemania. El resquemor se hizo aún mayor en junio de 1946, a raíz de una serie de artículos escritos por Walter Lippman y un discurso de Ernest Bevin. Los franceses se hallaban muy intranquilos por lo que estaba sucediendo en Alemania. No hacía mucho que los Renseignements Généraux habían informado de «une certaine nervosité» entre los anglosajones y los rusos en Berlín[358].
La Unión Soviética observaba aún más de cerca lo que ocurría en las tres zonas occidentales de Alemania. A este respecto se concedió una responsabilidad especial al departamento de Ponomarev. De un documento que éste envió a Molotov y Malenkov sobre el particular se desprende una cuestión que resulta sorprendente: el Partido Comunista francés sólo interesaba por aquel entonces por la influencia que podía ejercer sobre los acontecimientos de Alemania. El Kremlin se quejaba de que, pese a tener ocho miembros con cargos en el gobierno, el partido no hubiese «dado ningún paso para cambiar la política de las autoridades francesas de ocupación» que «protegen a elementos fascistas y reaccionarios»[359]. A todas luces, el máximo organismo soviético no había parado mientes en el hecho de que los comunistas galos apenas tuviesen potestad alguna sobre el Ejército francés.
La conferencia de ministros de Asuntos Exteriores se reanudó a mediados de junio. James Byrnes se hallaba alojado en el Meurice, y Ernest Bevin, en el George V. El pánico se enseñoreó de la reunión debido a los informes que llegaron de Washington y que aseguraban que el Ejército Rojo iba a tomar Trieste para avanzar después hacia el oeste a través de la Italia septentrional en dirección al mediodía francés. Aun el mismo Bevin se inclinó a creer el rumor, dado el extraño humor que había mostrado Molotov aquel día. Este estado de nerviosismo coincidió con el discurso que pronunció De Gaulle en Bayeux.
A pesar del carácter dramático de este inicio, las perpetuas evasivas de Molotov hicieron interminables las reuniones, hasta que Bevin y Byrnes pusieron en práctica una táctica de guillotina con la intención de poner fin a los circunloquios. La idea consistía en que Byrnes hiciera de presidente e insistiera en la resolución inmediata de cada una de las cuestiones pendientes o, en su defecto, en su aplazamiento hasta la conferencia de paz. Pese al escepticismo de muchos, el plan trazado por Byrnes y Bevin para acelerar el proceso funcionó, de manera que pudieron enviarse invitaciones a las dieciséis naciones que iban a reunirse en la conferencia definitiva en agosto.
Durante aquel verano diplomático, el centro de París había comenzado a perder el aspecto que le habían conferido las privaciones de la guerra. Los vélotaxis, accionados por bicicletas, se habían convertido en un vehículo del pasado ante los cinco mil taxis de cuatro ruedas con que contaba entonces la capital francesa. Además, si antes podían usarlos tan sólo quienes poseyeran un pase del gobierno o un certificado médico, en aquel momento estaban disponibles para todo aquel que pudiera permitirse pagar las elevadas tarifas del gremio. En los jardines de las Tullerías, los niños se divertían montando en burro o en carretas tiradas por cabras con arreos de cascabeles. Asimismo, habían vuelto a aparecer los cochecitos de niño, después del trote que habían recibido durante la ocupación, cuando se empleaban para transportar todo tipo de artículos, desde troncos y carbón hasta nabos.
Aquélla fue la temporada en que triunfó el musical Auprés de ma blonde, con Yvonne Printemps y su marido, Pierre Fresnay. Se trataba de una sofisticada comedia familiar de costumbres (con lujosos vestidos de Lanvin) que retrocedía en el tiempo desde los años treinta hasta la belle époque de la última década del siglo XIX.
A medida que se acercaba el mes de agosto se iba vaciando el centro de la ciudad a causa de la salida de los setecientos cincuenta mil parisinos que pasaban fuera las vacaciones de verano, lo que no era sino otro indicio del paulatino regreso a la normalidad. La afluencia de extranjeros, por otra parte, no se debía por entero a la conferencia: en abril se había restablecido el servicio del tren Golden Arrow, que conectaba la Victoria Station londinense con la Gare du Nord, y se había abierto una terminal aérea en Les Invalides que anunciaba una nueva era en el ámbito de los viajes.
La gran asamblea de diplomáticos y periodistas de todo el mundo no sólo proporcionaban ingresos a hoteles, restaurantes y locales nocturnos: Nancy Mitford refirió en una carta a una de sus hermanas: «Me han dicho que los maquereaux (“chulos”) abordan a quienes participan en la conferencia de paz nada más salir del Luxemburgo para ofrecerles Amour Atomique!. ¿No son un encanto?»[360].
Entonces se retomaron los actos sociales entre los diplomáticos. El 9 de agosto, Bogomolov organizó una fiesta para Molotov con «más diferenciación entre clases que nunca». Se hizo pasar a los treinta invitados distinguidos a «una sala semejante a un callejón sin salida, sin comunicación alguna con el resto de habitaciones». Molotov, los estadounidenses y los británicos contaban «chistes relativos al vodka», como si fueran miembros de «un exclusivo club de caballeros», hasta que Vyshinsky estropeó el cuadro al emborracharse hasta lo indecible[361].
Al día siguiente, Cy Sulzberger ofreció un almuerzo en honor del senador Tom Conally en una sala privada de LaRue. Al pedir a la señora Conally que le sugiriera ideas acerca de los posibles menús, pudo comprobar que, al parecer, tan sólo había uno: vermú seco con ginebra, filetes y patatas fritas. Sulzberger invitó asimismo a Raymond Offroy, del Quai d’Orsay. «El viejo “Chom” se animó un poco con los cócteles —escribió más tarde el anfitrión—. Sin embargo, seguía algo malhumorado, aunque tenía un aspecto impresionante con su corbatín negro y su blanca melena». Cuando vio llegar «un filete de verdad… se tornó mucho más efusivo. Tras dar algunos bocados a las viandas, se volvió hacia mí con aire solemne y me preguntó:
»—Cy, ¿dónde está Westfalia?
»—¡En Alemania, senador!
»—Allí firmaron un tratado, ¿no es verdad?
»Offroy lo observaba, fascinado, a la espera de alguna muestra de prudencia y sabiduría estadounidenses.
»—Sí, señor: el Tratado de Westfalia. Puso fin a la guerra de los Treinta Años en 1648.
»—¡Aja! —dijo Chom—. Ahí fue donde le dieron para el pelo a Napoleón.
»Offroy tragó saliva.»[362]
El otro gran senador, Arthur Vandenberg, logró causar una impresión similar en otro funcionario superior del Quai d’Orsay. «El senador Vandenberg, sentado a mi lado —escribió Jacques Dumaine tras un almuerzo ofrecido por el Conseil Municipal de París—, repetía sin poder apartar la mirada del radiante rostro de Maurice Thorez: “No entiendo cómo puede ser comunista un hombre de aspecto tan saludable”.»[363]
La brillante imitación que hacía Hervé Alphand de Byrnes, Bevin y Molotov hacía que banquetes como los de la duquesa de Windsor se convirtieran en una sucesión de carcajadas. Ésta demostró ser una habilidad de doble filo. Duff Cooper, amigo de Alphand, escribió en su diario: «Resulta curioso el modo en que Alphand despierta antipatía y desconfianza entre los ingleses. Creo que se debe al hecho de que, no obstante su condición de funcionario de sorprendentes cualidades y de inspecteur de finances, tenga traza de actor y se comporte como tal. Es imposible convencer a ningún funcionario inglés de tomar en serio a Noel Coward.»[364]
La conferencia de paz contó con un número sorprendente de adeptos a despecho de su naturaleza tediosa. Haciendo caso omiso del «tiempo propio de un baño turco», Momo Marriott, una de las hijas de Otto Kahn, asistía a diario a las sesiones como si se tratara de un fascinante proceso por asesinato. De cualquier manera, se hacía difícil pensar en un juicio que durase tanto. Los cinco tratados de paz con Italia, Rumania, Hungría, Bulgaria y Finlandia no se firmaron hasta el 10 de febrero de 1947. El acto duró todo un día, de tal manera que Duff Cooper pudo leer Una pistola en venta, de Graham Greene, durante los intervalos. La ceremonia final tuvo lugar en el salón de l’Horloge del Quai d’Orsay, sobre la mesa en la que había yacido herido Robespierre antes de ser guillotinado.
Pese a que aquel verano todo parecía indicar un regreso a la normalidad, en otoño de 1946 volvió a extenderse una sensación general de inquietud. Así y todo, la obsesión por el espionaje y el temor del comunismo dieron pie a algunos momentos de comicidad. Los Windsor, según escribió Nancy Mitford a Evelyn Waugh, iban contando a todo el mundo que Francia se hallaba «al borde de una revolución comunista, por lo que harían bien en poner sus joyas en un lugar seguro»[365]. También en octubre corrió la voz de que Bogomolov, el embajador soviético, no sólo mostraba una gran admiración por la princesa Ghislaine de Polignac, sino que estaba manteniendo una aventura con ella. El rumor divirtió mucho a la aludida, sobre todo cuando fue a visitarla Eric Duncannon para pedirle que espiase a Bogomolov de parte del Servicio de Inteligencia británico[366].
El nombramiento del general Petit, simpatizante del comunismo, en cuanto vicegobernador militar de París hizo saltar la alarma en los círculos más susceptibles. El general Revers, fuente no del todo fiable a juzgar por su condición de anticomunista a ultranza, aseguraba que era Thorez quien lo había organizado.
Los ministerios de Defensa y Asuntos Exteriores londinenses se opusieron constantemente a llevar a cabo negociaciones en lo tocante al personal durante todo este período, para exasperación de Duff Cooper. Las sospechas relativas a la incapacidad de mantener una seguridad efectiva de que daban muestras los franceses se remontaban a la desastrosa expedición a Dakar de 1940 y se habían agravado sobremanera a consecuencia de los temores exagerados de la infiltración de agentes comunistas entre los oficiales de las FFI.
En otoño de 1946, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico pretendía instalar transmisores inalámbricos ocultos en los diversos consulados de Francia «por si surgían complicaciones», como un golpe de estado o una invasión a manos del Ejército Rojo. El embajador se opuso en redondo a tal sugerencia, presentada por William Hayter, a la sazón presidente del comité conjunto de inteligencia, llevado del convencimiento de que una medida así sólo conseguiría irritar a los franceses.
La incipiente guerra fría había empezado también a afectar a la vida literaria. Arthur Koestler, que vivía en Gales por aquel entonces, llegó a París el 1 de octubre de 1946 para asistir a los ensayos de su Twilight Bar, dirigido como Bar du Soleil por Jean Vilar en el Théátre de Clichy.
Un día, muy poco después de su llegada, fue a visitar el hotel Pont-Royal y se dirigió a la cafetería de la planta baja para presentarse a Sartre. «Bonjour, je suis Koestler». La famille Sartre lo acogió en cuanto persona llena de vida e interesada en todo (en especial cayó en gracia al propio Sartre), aunque su engreimiento competitivo —aún mayor a raíz del clamoroso éxito de Oscuridad a mediodía, del que se habían vendido casi doscientos cincuenta mil ejemplares en Francia—, resultaba fastidioso a sus componentes[367]. Simone de Beauvoir no tardó en encontrar otra razón para sentirse irritada con él cuando, tras una de las muchas noches en las que se excedía con la bebida, se despertó en el lecho de Koestler.
Ella y Sartre compartieron algún tiempo después otra noche impredecible con Koestler. El 31 de octubre, él y Mamaine Paget, su hermosa compañera, con quien contraería matrimonio poco más tarde, los llevó a cenar a un bistro árabe junto con Albert y Francine Camus. Sartre había de dar una conferencia en la UNESCO al día siguiente, por lo que confiaba en poder acostarse temprano. Sin embargo, tras la cena fueron a «un pequeño dancing con luces de neón azules y rosa y hombres con sombrero que sacaban a bailar a muchachas de falda minúscula». Mamaine describió «el atractivo espectáculo» que ofrecía Koestler «llevando casi a rastras a Castor (que, a mi entender, no ha bailado mucho en toda su vida) de un lado a otro de la sala», en tanto que Sartre, quien adolecía de una falta de experiencia similar, «arrastraba a la señora Camus».
Koestler los instó a visitar el Schéhérazade, local nocturno bielorruso que había gozado de una gran aceptación entre los oficiales alemanes durante la ocupación. La mezcla de música cíngara, una oscuridad casi total, vodka, champán y zakuski hacía que los parroquianos olvidasen los compromisos contraídos para el día siguiente.
Todo parece indicar que Koestler consideró que el Schéhérazade era un buen lugar para sumergirse en una diatriba antisoviética, y cuanto más discutían, más bebían él y sus acompañantes. No hubo de pasar mucho tiempo para que tan sólo quedasen relativamente sobrios Camus y Mamaine Paget; los demás, y en especial Sartre, estaban como cubas. A las cuatro de la mañana, Koestler los persuadió a que fueran a un bistro de Les Halles, en el que tomaron soupe a l’oignon, ostras y vino blanco. Sartre bebió más aún y se dedicó a verter sal y pimienta sobre una serie de servilletas de papel que después «doblaba varias veces antes de echarse al bolsillo».
A las ocho de la mañana, cegados por la luz del sol, Simone de Beauvoir y Sartre se hallaban en un estado lamentable, llorando lágrimas diluidas en vodka sobre uno de los puentes del Sena y preguntándose en voz alta si debían arrojarse a sus aguas. Con todo, y tras sólo dos horas de sueño, Sartre logró escribir y dar su conferencia.
Koestler se sentía amenazado a la sazón. Se había convertido en una de las figuras más odiadas por los estalinistas, y al igual que todos los miembros del partido renegados, era víctima de una campaña difamatoria más intensa aún que la que podía sufrir un fascista comprometido. Regresó a Gales muy poco después de la noche del Schéhérazade, y no hubo de pasar mucho antes de que Les Temps Modernes publicara la invectiva que contra él escribió Maurice Merleau-Ponty con el título de «Le Yogi et le Prolétaire». En ella, el autor, profesor de filosofía en la École Normale Supérieure, se propuso justificar los juicios organizados en Moscú en 1936 con fines propagandísticos alegando que la Unión Soviética, aislada y amenazada como estaba, tan sólo podía salvar su revolución a costa de una firmeza monolítica; «desde un punto de vista objetivo», en el sentido marxista-leninista del término, la oposición era un modo de traición. «Subordinaba la moral a la historia de un modo mucho más resuelto que cualquier otro existencialista —escribió Simone de Beauvoir en un pasaje muy revelador—. Nosotros dimos con él ese salto (sin que aún hayamos cambiado de parecer), conscientes de que la moralización era la última defensa del idealismo burgués.»[368]
Camus no pudo menos de indignarse por el artículo y por el hecho de que el comité editorial hubiese decidido publicarlo. Esto dio pie a una riña durante una fiesta ofrecida por Boris Vian, escritor y músico de jazz, y su esposa Michelle. Camus se presentó tarde, hacia las once de la noche, recién llegado del sur de Francia. De inmediato se enzarzó en una invectiva a Merleau-Ponty por su artículo y lo acusó de justificar los juicios propagandísticos de Moscú. El atacado se defendió, ayudado por el respaldo de Sartre. Entonces, Camus se fue horrorizado dando un portazo. Sartre echó a correr tras de él y lo alcanzó ya en la calle. Allí intentó persuadirlo a que regresara a la fiesta, pero Camus se negó.
A partir de este altercado comenzó a agriarse la relación entre ambos escritores, una situación que culminó pocos años después, en el célebre intercambio de correspondencia publicado en Les Temps Modernes. La amistad de Camus con Simone de Beauvoir, por otra parte, nunca había sido excesivamente afectuosa. Ella llevaba sospechando de la ambivalencia política de él desde la crisis ministerial de noviembre de 1945, cuando Camus había defendido la postura de De Gaulle. Al igual que el Koestler de aquellos tiempos, Camus no era gaullista, aunque a los ojos de De Beauvoir había puesto de relieve sus convicciones anticomunistas.
Sartre y Castor comenzaron también a separarse de Raymond Aron en otoño de 1946. La obra de teatro que había escrito el primero acerca de la Resistencia, Muertos sin sepultura, se estrenó por las mismas fechas en que Jean-Louis Barrault montaba Les Nuits de la Colére, drama de Salacrou sobre el mismo tema (de la que se dice que Sartre comentó que su autor conocía a sus collabos mejor que a sus résistants). La noche del estreno de Muertos sin sepultura, las escenas de tortura resultaron —a pesar de que se representaban fuera del escenario—, demasiado duras para la esposa de Aron, que se mostró indispuesta. Él la llevó a casa, pero Simone de Beauvoir se negó —con más firmeza aún que Sartre—, a aceptar que la enfermedad de ella constituyese una excusa válida para abandonar la sala.
Al margen de cuál fuera la postura de Simone de Beauvoir en estos casos, no debe olvidarse que Sartre era aún objeto de la desconfianza, y aun de la enemistad, de los comunistas. Así, por ejemplo, cuando coincidió con él durante un almuerzo literario, Ilya Ehrenburg lo criticó con dureza por haber representado a los militantes de la Resistencia como «cobardes e intrigantes», a lo que Sartre repuso diciendo que no le cabía duda de que no había leído la obra en su totalidad. Sus creaciones anteriores también habían sido objeto de críticas por razones similares. En La puta respetuosa, verbigracia, no había presentado a la víctima negra como «un luchador de verdad»[369]. Por otro lado, su siguiente obra de gran envergadura, Las manos sucias, acabó por convertirlo en blanco de todos los insultos del (hay que decir que más bien limitado) diccionario de vilipendios estalinistas.
Durante los años siguientes, con el estallido de la guerra fría, Sartre comenzó a modificar su postura en lo referente a la política y las manifestaciones artísticas. «Los comunistas están en lo cierto —escribió más tarde, haciendo uso de una fórmula de compromiso que resulta sorprendentemente breve desde el punto de vista del rigor filosófico—. Yo no estaba equivocado: para quienes están aplastados y agotados, la esperanza siempre es necesaria. Ya han tenido demasiadas ocasiones de desesperarse. Sin embargo, uno también debe esforzarse por trabajar sin ilusiones.»[370]