Prefacio

Dar vida a un periodo histórico como éste requiere una cantidad poco común de recuerdos personales a fin de dotar de contenido lo que de otro modo no sería sino el esqueleto de una narración. En este sentido, hemos sido afortunados desde un primer momento al contar con la valiosísima ayuda de ciertos documentos familiares. Diana Cooper no tenía diario alguno, pero la nutrida correspondencia que mantenía con Conrad Russell contiene descripciones dignas de mención. El testimonio más importante, sin embargo, lo constituye el diario privado que llevó Duff Cooper durante cada uno de los días que vivió en París en calidad de embajador británico. Sus páginas nos informan de un modo incomparable acerca de las preocupaciones y cuestiones del momento, así como de los chismorreos que circulaban en torno a los personajes más relevantes de aquella época: los políticos, escritores o artistas que visitaban con frecuencia al matrimonio.

Otra fuente inédita de gran valor ha sido el minucioso diario del brigadier Denis Daly, agregado militar británico. No eran raros los días en que escribía una o más páginas para recoger lo que se decía sobre la situación política o el último escándalo de que se tenía noticia. Cuando se pretende recrear una época, los rumores tienen la misma importancia que lo que se toma por cierto tras un acontecimiento determinado. Detalles así son cruciales, por ejemplo, a la hora de dar una idea del acusado estado de nerviosismo en que se hallaba sumida la población en la primavera de 1946, tras la dimisión de De Gaulle, ante la perspectiva de un golpe de estado comunista o de derecha.

Charlotte Mosley se ha mostrado muy generosa al permitirnos acceder a toda la correspondencia parisina inédita de Nancy Mitford. El diario de David Bruce, embajador estadounidense a la sazón, resultó a un tiempo delicioso e instructivo en lo tocante al período de recuperación de 1949. Este tipo de material proporciona una riqueza aún mayor a los fundamentos, de por sí fascinantes, que se derivan de los fondos descubiertos en los archivos estatales de París, Washington, Moscú y Londres. En los Archives Nationales de París puede consultarse un número considerable de testimonios, aunque muchos permanecen guardados bajo siete llaves. Afortunadamente, los documentos y la información que enviaron a las embajadas extranjeras los funcionarios franceses de la época bastan para suplir muchas de las lagunas.

Los años que van de 1944 a 1949 abarcan la alegría de la liberación, la épuration de colaboradores llevada a cabo mediante los aparatosos procesos de los dirigentes del gobierno de Vichy, el restablecimiento de la República a manos de De Gaulle en medio de las ruinas provocadas por la guerra, su repentina dimisión en enero de 1946, el poder de que gozó en Francia el Partido Comunista, la etapa inicial de la guerra fría, que encontró al estado francés al borde del derrumbamiento durante el invierno de 1947, y la llegada de la ayuda ofrecida por el Plan Marshall, que logró librar al país del desastre. El año de 1949 supone un final inmejorable por muchas razones: Los empeños de los comunistas por destruir la economía habían fracasado, y de igual modo se habían desmoronado las esperanzas de regresar al poder que albergaba el general De Gaulle. Para sorpresa de casi todos, la democracia parlamentaria había sobrevivido. El dramático proceso de Kravchenko, celebrado en París, comportó el primer golpe real al mito estalinista que había brotado del movimiento de Resistencia, en tanto que el influjo del Plan Marshall dio pie a una recuperación económica que hizo que el país comenzara a restablecerse de la miseria sufrida durante el conflicto. No faltan, claro está, las superposiciones; sin embargo, en 1950 se inicia una nueva era con el prototipo del Mercado Común que constituyó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero.

Comenzamos el libro con un breve preludio que incluye el derrumbamiento de Francia y la ocupación. Todas las narraciones elaboradas tras la liberación remiten a estos años oscuros, y resulta más fácil entender las emociones merced a un breve recordatorio de las razones que alimentaron el rencor existente entre los que siguieron el «sendero colaboracionista» del mariscal Pétain y los que optaron por resistir. Este hecho da forma de un modo inevitable al primero de los tres asuntos principales del período y también de este libro.

Desde un principio nos ha intrigado otro aspecto de esta historia: de manera casi inmediata tras la ignominia de la ocupación, y en medio de la dilapidación y la pobreza de 1945, a París apenas le costó difundir su posición de superioridad cultural. La agitación de las ideas provocada en Saint-Germain-des-Prés tras la represión engendró un entusiasmo extraordinario con independencia del hambre que pudiesen haber pasado durante la ocupación los habitantes del barrio. El que nos ocupa fue el período con el que aún sueña todo estudiante extranjero que pasea por el Quartier Latin, partiendo del Café Flore o el Deux Magots, mientras trata de evocar las discusiones que entablaban los existencialistas en las cafeterías o la imagen de Juliette Gréco entre el humo condensado en algún local abierto en un sótano. París era a la sazón la Meca intelectual del mundo, si bien el sentido de superioridad favoreció la aparición de una soberbia desmesurada cuando la élite intelectual progresista comenzó a considerarse una casta sacerdotal en el ámbito de la causa que defendían los teóricos de izquierda.

La tercera cuestión, estrechamente ligada a la segunda, consiste en el surgimiento de la relación de atracción y repulsión existente entre Francia y Estados Unidos. Nadie siente amor por su libertador, pero en el caso francés, las emociones resultaron ser particularmente complejas. Los jóvenes, en especial, adoraban todo lo que provenía de Norteamérica: el jazz, las películas, la ropa y los modales despreocupados de los soldados estadounidenses representaban la libertad surgida tras la ocupación y el régimen embrutecedor del anciano mariscal. Con todo, no hubo de pasar mucho para que los intelectuales de izquierda y los tradicionalistas de derecha empezasen a temer y tomar a mal la cultura en potencia dominante de Estados Unidos. Esta «fiebre recurrente», como la llamó Jean Monnet, sigue manifestándose en nuestros días[1].

Un libro que pretenda abarcar una perspectiva tan amplia depende inevitablemente de la ayuda y la generosidad de un buen número de personas. Estamos muy agradecidos a todos los que han dedicado su tiempo a hablar con nosotros durante los últimos cuatro años y compartir sus observaciones y recuerdos acerca del período: Susan-Mary Alsop, Richard Arzt, Letitia Baldrige, Lucius Battle, el señor ministro Jacques Baumel, Munir Benjenk, el general Pierre de Bénouville, André Bergeron, sir Isaiah Berlin, Lesley Blanch, el senador Édouard Bonnefous, Jean Borotra, William Boswell, Claude Bouchinet-Serreulles, madame Du Bouétiez, el embajador francés René Brouillet, Evangeline Bruce, John Bruce-Lockhart, Claus von Bülow, el barón y la baronesa De Cabrol, Francis Cammaerts, el conde René de Chambrun, Olivier Chévrion, sir Ashley Clarke, el profesor Richard Cobb, Roger Codou, Ethel de Croisset, el señor ministro Philippe Dechartre, el coronel André Dewavrin, sir Douglas Dodds-Parker, el señor ministro Pierre Dreyfus, el príncipe difunto Jean-Louis de Faucigny-Lucinge, Magouche Fielding, el licenciado Max Fischer, Alastair Forbes, Maurice Franck, Jean Friendly, Jean Gager, Martha Gellhorn, Frank Giles, el ilustre G. McMurtrie Godley, Walter Goetz, Juliette Gréco, la ilustre Pamela Harriman, la señora Holman, el licenciado Jacques Isorni, Joe Kingsbuy-Smith, el ilustre Ridgway Knight, el conde Totor de Lesseps, el ilustre Douglas MacArthur II, Alain Malraux, John Mowinckel, el difunto Henri Noguéres, André Ostier, Violette Palewski, Tom Pocock, Odette Pol Roger, la princesa Ghislaine de Polignac, Stuart Preston, el barón Alexis de Redé, el conde Jacques de Ricaumont, sir Brooks y lady Richards, sir Frank Roberts, Georges Roditi, Willy Ronis, la baronesa Élie de Rothschild, lady Teresa Rothschild, Jacques Rouét, el conde Jean-Louis de Rougemont, difunto general, el señor ministro Maurice Schumann, lord Sherfield, el embajador de Francia Jean-Marie Soutou, Roger Stéphane, Louis Teuléry, el comandante Desmond Thayre y señora, Denise Tual, Henry Tyler, el embajador de Francia François Valéry, Mary Vaudoyer, Jacqueline Ventadour-Hélion, el general de división de la RAF mariscal segundo Paul Willert, Tom Wilson y Jean Zinenberg.

Hemos contraído una deuda enorme con aquellos que con tanta amabilidad han compartido con nosotros documentos privados: Letitia Baldrige, quien nos permitió consultar los relatos de su hermano y su padre, así como su propia correspondencia parisina; el capitán C.P.D. Berrill-Daly, que nos prestó el diario de su tío, el brigadier Denis Daly, agregado militar británico; la duquesa de Devonshire y Charlotte Mosley, que nos dejaron acceder al epistolario inédito de Nancy Mitford; la condesa de Durfort, quien hizo otro tanto con las memorias, también sin publicar, de su padre, el general conde Jean-Louis de Rougemont, y John Julius Norwich, que compartió con nosotros los papeles de Duffy Diana Cooper.

También hemos tenido la inmensa suerte de contar con la ayuda y el consejo de conservadores y demás personal de diversos archivos, institutos y bibliotecas: en Francia, madame Chantal Bonazzi, conservatrice-en-chef de la Section Contemporaine de los Archives Nationales, y sus subordinados; Henri Rousso y sus colegas del Institut d’Histoire du Temps Présent; madame Catherine Trouiller, del Institut Charles de Gaulle; madame Filióles, de los Archives de la Ville de Paris, y el personal del Centre de Documentation Juive Contemporaine; en Moscú, el doctor Kyril Anderson, director del Centro para la Conservación y el Estudio de los Documentos Históricos Modernos, que nos brindó su impagable ayuda; en Estados Unidos, el personal de los National Archives and Records Administration y el de la Biblioteca del Congreso, así como Nelson D. Lankford y sus colaboradores de la Virginia Historical Society, en la que se conservan los diarios y demás papeles de David K. Bruce; en Gran Bretaña, el personal de la Public Record Office, la Biblioteca Británica y, como siempre, el director de la biblioteca de Londres y el personal a su cargo.

Nuestros constantes viajes al extranjero se han hecho posibles —y muchísimo más agradables—, merced a la generosa hospitalidad de los amigos que se han mostrado dispuestos a acogernos: en Francia, Jacques-Henri y Cécile de Durfort, Lucy Morgan-Bert, Alexander y Charlotte Mosley, Henri y Sybil d’Origny, el difunto comandante Paul-Louis Weiller; en Estados Unidos, Susan-Mary Alsop, Jean Friendly, y Martin y Julia Walker, y en Moscú, David Campbell y Tom Wilson, así como Francis y Jill Richards. El trabajo llevado a cabo en los archivos Pushkinskaya habría sido imposible sin Olga Novikova, nuestra traductora, que más tarde siguió investigando por su cuenta y descubrió para nosotros una buena cantidad de valioso material.

Los historiadores y biógrafos se han mostrado generosos en extremo a la hora de prodigarnos su tiempo, su consejo y, en ocasiones, sus propias fuentes. Se trata de Henry Amouroux, Jean-Pierre Bernard, Jean Bothorel, Philippe Buton, Stéphane Courtois, Jean Elleinstein, M.R.D. Foot, Sabine Jansen, James Lord, Patrick O’Connor, Patrick Marnham, Bernard Minoret, David Pryce-Jones, Henry Rousso y Philip Ziegler. Estamos en especial agradecidos al realizador de documentales Mosco Boucault, que puso a nuestra disposición las cintas de las entrevistas que mantuvo con miembros destacados del Partido Comunista francés y nos presentó a un buen número de informadores.

Otros a los que debemos consejo, materiales o contactos son Marina Berry, François Claudel, el difunto Aidan Crawley, Rudi Fischer, Robert y Aliette Gillet, Andrew Harvey, sir Nicholas Henderson, Alain Malraux, Suzy Menkes, Eric Olivier, John e Yvonne Panitza, Irena Sjondina, Susan Train, Hugo Vickers, lady Warner y el ilustre Charles Whitehouse.

Nunca podremos agradecer lo suficiente a los que han leído el manuscrito completo o partes relevantes de él y han ofrecido sus críticas y observaciones: M.R.D. Foot, Frank Giles, Patrick Marnham, John Julius Norwich y sir Brooks Richards. Huelga decir que sobre nosotros recae toda la responsabilidad de cualquier error que pudiese haber aún.

Estamos eternamente agradecidos a nuestros agentes, Felicity Bryan y Andrew Nurnberg, y al consejo y la ayuda recibidos de nuestros editores, Kate Jones, de Hamish Hamilton, y Jacqueline Kennedy Onassis y Scott Moyers, de Doubleday. Por último, hemos de mencionar la deuda que hemos contraído con cada uno de los que han hecho de estos últimos años un período, amén de agotador, sumamente agradable.

ANTONY BEEVOR Y ARTEMIS COOPER