17
La abdicación de Carlos XI
Los problemas a que se enfrentaba la cúpula del gobierno francés se resumían en las pintadas que podían verse en las paredes de París: «De Gaulle tiene la cabeza en las nubes y los pies en la mierda». Duff Cooper lo expresó de un modo algo más suave: «Se responsabiliza a De Gaulle de una serie de dificultades internas de las que en realidad no tiene ninguna culpa, en tanto que, en lo tocante a los asuntos exteriores, su politique de panache y otras resultan bastante populares.»[274]
La segunda mitad de 1945 no proporcionó demasiados motivos de alegría. En una época en la que Francia no mostraba signo alguno de ir a recuperarse de su pobreza material, algunos de los comentarios del general estaban impregnados de una fatuidad harto extemporánea. «Cuando le pregunté acerca de las recientes elecciones municipales —señaló Jefferson Caffery en un informe enviado a Washington el 15 de junio—, me dijo que el pueblo había votado a tal partido o a tal otro, pero que todos habían votado a De Gaulle. Entonces pasó a referirse a la notable recepción que se le había brindado en Normandía para añadir acto seguido: “Como sucede siempre, vaya donde vaya”.»[275]
La mayoría solía culpar de esta situación a los que rodeaban a De Gaulle, y en especial a Gastón Palewski. Otros, empero, opinaban que eso era cometer una injusticia. Según Claude Bouchinet-Serreulles, De Gaulle conocía bien todas estas críticas, y acostumbraba decir al respecto: «Cuando la gente está descontenta, siempre es culpa de los que lo rodean a uno»[276]. Léon Blum, que sentía gran admiración por el general, definió el problema de un modo diferente. En su opinión, De Gaulle era un «solitario hipersensible, y quienes integran el círculo de sus allegados deben de tener miedo de confiarle lo que piensan»[277].
El general había empezado asimismo a perder la confianza de los industriales y las profesiones liberales, en parte debido a su obsesión antiestadounidense, aunque también por su negativa a abordar el problema de la economía. Monick, director del Banco de Francia, refirió a un diplomático extranjero que Bélgica estaba llevando sus asuntos mucho mejor que su propio país. El grupo de los que respaldaban a De Gaulle se estaba viendo limitado a los leales comprometidos desde la guerra, los elementos más reaccionarios del Ejército y —lo que puede parecer una ironía propia de la guerre franco-française—, los que siempre habían apoyado al mariscal Pétain, que veían en De Gaulle un baluarte frente a los comunistas.
En mayo, los disturbios de Siria amenazaron la posición de Francia en el Levante mediterráneo. De Gaulle estaba seguro de que el general Spears, quien hasta hacía poco había ejercido de ministro británico en el Líbano y Siria, había inspirado una conspiración para expulsar a los franceses. Cierto es que Spears había mantenido durante la guerra una actitud provocadora, así como que el resto de funcionarios británicos de la región hizo poco por apaciguar la situación. No obstante, y aunque a éstos les hubiera gustado sustituir a Francia en aquella zona antes de que se iniciase el conflicto, en 1945 Londres no veía que hubiese allí ningún futuro. Ante el temor de que los esfuerzos llevados a cabo por los franceses a fin de volver a imponer su dominio soliviantase al resto de Oriente Próximo, el gobierno británico dio un ultimátum a las tropas francesas destacadas en Siria para que regresasen a sus cuarteles.
De Gaulle, impotente ante el potencial militar con que contaban los británicos en el lugar, acabó por convencerse de que éstos estaban resueltos a minar su poder por otros medios. Llegó incluso a asegurar que, al mismo tiempo que preparaba «el golpe decisivo en el Levante mediterráneo», Inglaterra aguijaba a «Washington para que riña con París»[278].
Bien a raíz de la frustración surgida de los acontecimientos de Siria, bien debido a un intento —sin conexión alguna con lo anterior—, de incrementar el territorio francés durante la conferencia de paz, De Gaulle había trasladado a sus tropas al Val d’Aosta a través de la frontera con Italia. Esta vez tampoco informó a su ministro de Asuntos Exteriores. Bidault no pudo menos de enfurecerse y avergonzarse ante una empresa tan incierta e inútil acometida ante las propias narices de los estadounidenses. El 6 de junio, el presidente Truman envió un mensaje por el que exigía en tono airado la retirada de todas las tropas francesas y la interrupción del suministro militar. Los diplomáticos de París, convencidos de que De Gaulle había emprendido un camino que no podía desembocar sino en su propia destrucción, comenzaron a referirse a él como Charles le Temporaire. Una semana más tarde, el general se vio obligado a efectuar una humillante retirada.
Al día siguiente estaba previsto que otorgase la Cruz de la Liberación al general Eisenhower; pero en el último momento se informó a éste de que no podía llevar a ningún oficial británico a la ceremonia, debido a la disputa del Levante mediterráneo. El condecorado repuso que pensaba, como comandante supremo de las fuerzas aliadas, hacer que lo acompañase el mariscal Tedder, de las fuerzas aéreas, y el general Morgan, dos de sus subordinados inmediatos, y añadió que, si al general De Gaulle no le parecía bien, su respuesta consistiría en no acudir a la ceremonia. El dirigente francés no pudo hacer otra cosa que ceder.
Palewski, actuando al parecer en nombre de De Gaulle, envió a Duff Cooper un mensaje a través de Louise de Vilmorin por el que ambos lamentaban que «su relación con la Embajada Británica no sea, a raíz de los últimos acontecimientos, tan cordial como en el pasado»; aunque, según rezaba la nota, querían que el embajador supiera que seguían albergando hacia su persona los más afectuosos sentimientos. El destinatario no se mostró impresionado. «Me parece un procedimiento sumamente extraordinario, y me sorprende que De Gaulle se haya prestado a algo así.»[279]
El general comenzó a darse cuenta de que sus esperanzas se habían frustrado en lo referente a la Francia de posguerra, tanto desde dentro como desde fuera del país. Cuando la Asamblea Consultiva debatía la crisis del Levante mediterráneo el 17 de junio, quedó horrorizado al saber que la mayor parte de las críticas no tenía por objeto a los británicos, sino a su propio gobierno y a la política tradicional que había puesto en práctica Francia en aquella región. La noche del día 26 confió al general Pierre de Bénouville, héroe de la Resistencia, que «pretendía retirarse por completo de la política». De Bénouville repitió esta información a Louise de Vilmorin «en el más estricto de los secretos» pero ella se lo comunicó a su amante, el embajador británico[280].
De Gaulle tenía razones mucho más serias para preocuparse que el asunto del Levante mediterráneo o su desastrosa incursión en el Val d’Aosta. Así, por ejemplo, la situación de los suministros de alimentos era tan desesperada que el ministro del Interior envió un telegrama secreto el 7 de julio de 1945 al gobernador general de Argelia para solicitar de forma urgente dos barcos cargados de ovejas a fin de evitar una nueva crisis. También se recibieron cargamentos de judías y lentejas desde Suramérica, aunque el suministro de cereal de que disponía el país no daría para dos semanas. Y aún estaban en verano: el invierno sería mucho más duro.
La economía francesa se hallaba en un estado desastroso; sin embargo, De Gaulle prestaba poca atención a las cuestiones financieras. La pregunta de si pronunció de verdad la famosa afirmación: «l’intendance suivra», es una cuestión académica; pero no cabe negar que refleja de forma veraz cuál era su actitud al respecto[281]. Cuando Pierre Mendés-France y René Pleven, sus dos ministros responsables de asuntos económicos, se enfrentaron durante el invierno de 1944, De Gaulle los había convocado a su residencia del Bois de Boulogne un domingo por la tarde a fin de discutir sus puntos de vista. Pleven se oponía a una política fiscal estricta por las penalidades a que daría pie a corto plazo. En menos de media hora expuso su teoría de un modo sencillo y convincente. Mendés-France, más diestro que él con diferencia, desarrolló durante más de dos horas su argumentación, según la cual el gobierno francés no lograría superar nunca el estado de indigencia en que se hallaba el país a menos que tuviese el valor de dejar de pagar acuerdos salariales inflacionarios. Como resultado de esta reunión, De Gaulle no volvió a permitir jamás que nadie le hablase de economía durante tres horas.
El plan de Mendés-France era del todo correcto en términos fiscales, pero ni el país ni la coalición gubernamental podrían haber resistido los efectos políticos de la miseria que habría causado. Al igual que sucedía con el resto de Europa, la salvación financiera de Francia no se hallaba en sus propios recursos, sino en la generosidad o el interés de naciones más ricas. No obstante, el objetivo primordial del siguiente viaje que efectuó De Gaulle al extranjero no fue el de lograr un préstamo, sino el de persuadir a los estadounidenses a que concediesen a Francia la margen izquierda del Rin y le permitiesen participar en el reparto internacional del Ruhr.
Bidault refirió a Duff Cooper que, «habida cuenta de cuál es el estado de ánimo de De Gaulle en estos momentos, cuantos menos viajes haga el general al extranjero, mejor[282]» Sin embargo, la visita que efectuó a Estados Unidos, al menos, no resultó ser un desastre.
El 21 de agosto, una vez superado el proceso del mariscal Pétain, De Gaulle partió hacia Washington acompañado por Bidault, el general Juin y Gastón Palewski. La paz futura de Europa estaría garantizada, según hizo ver al presidente Truman, si se reducía Alemania a una serie de estados menores restringidos a la actividad agrícola, en tanto que Francia se fortalecía en calidad de coloso industrial europeo. El general desechó la teoría de Truman, según la cual el problema a la hora de establecer la paz era en esencia económico. El presidente lo escuchó con cortesía, y aun soportó el pequeño discurso de De Gaulle en torno al tema de «por qué Francia concebía el mundo de un modo menos simplista que Estados Unidos»[283].
El jefe de gobierno francés podría haber seguido un argumento ligeramente distinto en caso de haber sido consciente del documento que se había proporcionado a Truman antes de la reunión que mantuvieron ambos. Este informe —si podemos llamarlo así—, exponía en una serie de toscas caricaturas la actitud que seguía prevaleciendo en los círculos gubernamentales estadounidenses y, por ende, presentaba la siguiente descripción de Francia: «Un país en el que todos, desde el más alto cargo del gobierno hasta el más pobre de los campesinos, esperan sentados a que ocurra algo; una nación sin conciencia alguna de la solidaridad y la ayuda de Estados Unidos y en la que el coste de la vida hace que tan sólo sean capaces de subsistir los ricos; un país en el que los jóvenes, tanto los de buena familia como los de la clase más desfavorecida, viven y prosperan gracias al mercado negro; un país con tal complejo de inferioridad que hace difícil, si no imposible, cualquier intento de discusión; un país convencido de que Estados Unidos y Rusia tendrán que enfrentarse a muerte en una guerra que se desarrollará en un futuro inmediato, y de que, en el ínterin, serán los comunistas quienes dominen Europa». La diatriba se extendía hasta ocupar tres páginas. Recomendaba «devolver [a De Gaulle] a Francia con la impresión de haber logrado una asombrosa victoria diplomática, a la que se dará una gran publicidad, de tal manera que asegure la continuidad de su gobierno», siempre que accediese a aceptar ciertos compromisos y que «se mantengan en Francia unas fuerzas armadas estadounidenses lo bastante numerosas para proteger las líneas de comunicación y suministros que tenemos establecidas con nuestra fuerza de ocupación en Alemania».
«Conclusión: El estado de desesperación y desánimo en que se encuentran hoy los franceses los hace asemejarse de un modo aterrador a los alemanes de hace doce años. Otro invierno pésimo podría hacer que los Aliados nos encontrásemos con que han sustituido la cruz doble de Lorena por la torcida de Múnich. Tal vez De Gaulle no desee que suceda esto… pero puede que los acontecimientos acaben por obligarlo. Debemos actuar de forma rápida y enérgica.»[284]
El presidente Truman, por suerte, no se dejó influir por la proverbial antipatía que abrigaba Roosevelt contra el general francés, por lo que, en conjunto, los encuentros que celebraron transcurrieron sin ningún problema. Sin embargo, había en el citado documento algo con lo que Truman se mostraba de acuerdo por entero: la necesidad de proteger las líneas militares de comunicación. Un año más tarde, demostraría ser capaz de trasladar tropas a Francia a fin de proteger la retaguardia de las tropas estadounidenses apostadas en Alemania sin informar siquiera al gobierno galo hasta el último momento.
Las elecciones «plenas y libres» para las que Roosevelt había querido en un principio esperar hasta reconocer a De Gaulle se celebraron finalmente el domingo, 21 de octubre de 1945. Junto con los comicios por la Asamblea Constituyente se llevó a cabo un referéndum para la creación de una nueva Constitución. Sólo los radicales estaban a favor de mantener la desacreditada Tercera República. Por lo demás, la principal cuestión que había que dirimir en relación con la futura Cuarta República era si debían conferirse a la asamblea poderes plenos, según pedían en especial los comunistas, o restringidos, tal como instaba De Gaulle.
Las predicciones acerca del resultado de la elección a la asamblea eran variadas: muchos esperaban que la clase media votase a los socialistas, lo que para ellos constituía la mejor manera de tener a raya a los comunistas. Sin embargo, el voto de los conservadores tenía otro objetivo: el Mouvement Républicain Populaire (MRP), encabezado por Maurice Schumann. A pesar de contar con un historial impecable en cuanto liberal y miembro de la Resistencia, el católico MRP no escapaba a las burlas de los que lo consideraban una Machine a Ramaser les Pétainistes, ya que tras el derrumbamiento del régimen de Vichy no había quedado ningún partido de derecha digno de crédito, deficiencia que desfiguró desde un principio el abanico político de posguerra.
El MRP obtuvo muy buenos resultados en zonas de tradición conservadora, como Bretaña, Normandía o Alsacia, y se benefició del voto de la cantidad nada despreciable de pétainistas con que contaba París. Éstas fueron las primeras elecciones generales en las que se concedió a la mujer el derecho a votar, un hecho que favoreció sin duda al MRP, por cuanto el sector femenino era, tal como mostraban los sondeos de opinión, más conservador y piadoso que el masculino.
Los resultados finales dejaron a los comunistas con 159 escaños, a los socialistas con 146 y al MRP con 152. Los dos primeros partidos podían haber formado una coalición para obtener la mayoría absoluta; pero el socialista había rechazado en el congreso celebrado en agosto las propuestas en favor de una fusión, e instó —con gran sensatez—, a la creación de una alianza tripartita en cuanto única solución para el país. Pudieron incluso alegar en su favor que tal medida no hacía sino seguir el espíritu de los estatutos del Conseil National de la Résistance, henchidos de generalidades bienintencionadas en relación con la unidad y el progressisme.
Pese a que todo se desarrolló sin ningún contratiempo, De Gaulle quedó desencantado por el regreso del sistema de partidos. No le convencía en absoluto el mecanismo del gobierno constitucional, y más aún dado el impresionante respaldo con que contaba el Partido Comunista (cinco millones de votos, lo que suponía poco más de un 26 por 100 del total) y que lo convertía en el más popular de Francia. Los comunistas habían triplicado con creces los resultados de 1936, por lo que, como cabe suponer, esperaban obtener un nivel de representación en el Consejo de Ministros coherente con tales cifras.
La sesión de apertura de la Asamblea Constituyente tuvo lugar el 6 de noviembre de 1945 en el hemiciclo del palacio Borbón. Una semana más tarde, la Asamblea había de votar la reelección de De Gaulle en cuanto jefe de gobierno. Aquel día coincidió con la invitación que hizo éste a Winston Churchill para comer. El político británico hacía escala en París durante su visita a la Francia meridional, donde pensaba tomarse unas vacaciones tras haber sido derrotado por los laboristas. En el almuerzo participaron el matrimonio De Gaulle, Palewski y el capitán Guy; Churchill y su hija Mary, y Duff y Diana Cooper. «Nunca he sentido tanta simpatía o admiración [por De Gaulle] —señalaba Duff Cooper en su diario—. Estaba sonriente, cortés, casi encantador. En aquel momento (casi a aquella misma hora) su futuro pendía de un hilo; no obstante, él mostraba una actitud de completa serenidad, hasta tal punto que cualquiera habría podido pensar que se trataba de un señor rural que vivía lejos de París. No hubo interrupción alguna: ni una llamada de teléfono, ni mensajes, ni secretarias entrando y saliendo… En definitiva, nada hacía suponer que estuviese ocurriendo algo importante, a pesar de que Winston insistía en quedarse hasta las tres y media para hablar del pasado cuando la reunión de la Asamblea estaba programada para las tres.»[285]
Tal como se demostró más tarde, De Gaulle no tenía mucho de que temer. La Asamblea lo votó jefe de gobierno por unanimidad, y acompañó su elección con una moción según la cual «Charles de Gaulle a bien mérité de la patrie», un honor muy poco frecuente en la historia de Francia. Éste constituyó, al menos en teoría, el punto culminante de sus logros durante la guerra: hizo que la subsiguiente crisis resultase más drástica que nunca.
Dos días más tarde, el general recibió a Thorez y se negó a concederle los cargos ministeriales que solicitaba, para lo cual alegó que era él, Charles de Gaulle, quien formaba el gobierno, y no el Partido Comunista. Thorez escribió y publicó entonces una réplica en la que afirmaba que De Gaulle había insultado «le caractére national de nôtre parti et de sa politique», así como la memoria de sus «75.000» mártires[286]. (Según lo expresó Galtier-Boissiére, de los veintinueve mil franceses de ambos sexos ejecutados durante la ocupación, setenta y cinco mil habían sido comunistas).
Al día siguiente, 16 de noviembre, el general hizo correr el rumor de que estaba a punto de dimitir. Sin embargo, no fue capaz de planear esta acción tan temeraria con el detenimiento que requería, de manera que acabó por verse acorralado. El día 17 pronunció un discurso radiado en el que afirmaba no tener intención alguna de confiar el Ministerio del Interior a los comunistas y concederles de este modo el control sobre cuestiones de seguridad. Tampoco pensaba ponerlos al cargo de la política exterior ni de las fuerzas armadas. Los funcionarios superiores quedaron consternados ante esta provocación sin sentido.
Dos días más tarde, François Mauriac subrayó en Le Fígaro que, sin De Gaulle al frente del gobierno, Francia acabaría por caer bajo la influencia de los anglosajones o de la Unión Soviética. Aquel mismo 19 de noviembre se manifestaron ciertos grupos gaullistas en el bulevar Raspail bajo la siguiente consigna: «¡Necesitamos a De Gaulle! ¡Abajo Thorez!»[287]. El palacio Borbón quedó sellado por un cordón militar, en tanto que la policía estableció controles en buena parte de la ciudad. El Partido Comunista, por su parte, parecía haber ordenado a sus integrantes guardar la máxima discreción, tal como informó Luizet al ministro del Interior.
Tras el cordón de soldados, el debate de la Asamblea Nacional se centraba en contra de De Gaulle. A despecho de las diversas muestras de admiración hacia el general, el mensaje era evidente: debía aceptar una división equitativa de carteras ministeriales entre los tres partidos más importantes.
Aquella noche, Gastón Palewski apareció abatido en la Embajada Británica, persuadido de que todo acabaría en un par de días. Duff Cooper le preguntó si de verdad resultaba tan peligroso dejar a los comunistas al mando del Ministerio de Defensa durante seis meses, y el recién llegado se mostró convencido de que el partido acabaría por soliviantar al Ejército y dar un golpe de estado.
El hablar de una sublevación se tornó en algo contagioso. Durante la mañana siguiente se extendió el rumor de que era De Gaulle, y no los comunistas, quien planeaba hacerse con el poder absoluto respaldado por el Ejército. El Partido Comunista se limitó a quejarse con vigor ante la negativa expresada por el general de conceder la cartera del Ministerio de Defensa a uno de sus miembros y a advertir que De Gaulle no hacía bien al «tratarnos como franceses de segunda categoría». Como candidato habían presentado al general Joinville, oficial procedente de las FFI, conocido simpatizante comunista a quien los integrantes del Ejército regular profesaban una gran aversión.
Aquél fue un día de negociaciones en la calle Saint-Dominique, adonde fueron llegando los diversos dirigentes políticos, solos o en grupo, en respuesta a la citación del general. Mientras tanto, los diputados del palacio Borbón esperaban torturados por la impaciencia, los rumores y la especulación. Todo el país se hallaba sumido en un hondo estado de desasosiego. Muchos temían que De Gaulle hubiese aprovechado mal su baza y se viera obligado a ceder ante todas y cada una de las exigencias presentadas por los comunistas. La dirección de los Renseignements Généraux proporcionaba informes actualizados acerca del estado de ánimo del pueblo con intervalos de pocas horas.
Cuando De Gaulle salió por fin aquella noche para dirigirse a su domicilio, hubo de afrontar un alud de preguntas relativas a si se constituiría o no un gobierno al día siguiente. Él se limitó a una de sus herméticas evasivas diciendo: «Uno tiene derecho a esperar que así sea».
De todos los políticos que visitaron la calle Saint-Dominique aquel día, los menos comunicativos fueron los dos dirigentes comunistas, Maurice Thorez y Jacques Duclos. A la mañana siguiente, un espía de la policía infiltrado en el cuartel general del Partido Comunista —identificado en los informes de los Renseignements Généraux como XP/23 sin más—, oyó a Duclos decir a un colega de camino a una reunión del Politburó: «Ayer nos engañaron como a chinos, y hoy no nos queda otra cosa que intentar conseguir un ministerio más que los socialistas»[288]. Los comunistas estaban furiosos porque el Partido Radical no los había respaldado como esperaban.
Al final se llegó a un acuerdo: los comunistas no obtuvieron ninguna «cartera decisiva» (ni el Ministerio del Interior, ni el de Asuntos Exteriores o el de Defensa), pero Charles Tillon fue nombrado ministro de Armamento. Maurice Thorez recibió la vicepresidencia del Consejo de Ministros, un cargo de subordinado inmediato del primer ministro sin importancia real. Además, se concedieron a los comunistas otros tres ministerios: el de Producción Industrial, el de Economía Nacional y el de Trabajo. A decir de Bidault, los militantes del partido se mostraron entonces muy dispuestos a cooperar. Con todo, este reparto abrió una brecha entre De Gaulle y el MRP, agrupación a la que el general se negó a perdonar que hubiese respaldado la solicitud de uno de los tres ministerios clave hecha por los comunistas.
El invierno no mejoró la situación. En los círculos gubernamentales se tenía la sensación de que el país se estaba dirigiendo a cámara lenta hacia un desenlace catastrófico. A partir del 10 de diciembre, París quedó sin suministro eléctrico tanto por la mañana como por la tarde. En ocasiones faltaba también caída la noche, lo que dejaba a oscuras las celebraciones e impedía el funcionamiento de los ascensores.
André Malraux, a quien De Gaulle había nombrado ministro de Información del nuevo consejo, profetizó durante un almuerzo celebrado en cierta embajada el 3 de diciembre «que los comunistas tratarían de hacerse con el poder mediante la fuerza en el transcurso de los doce meses siguientes, aunque no lo lograrían»[289].
Las ideas del general no eran muy divergentes. En este sentido, resulta significativa la conversación que mantuvo con Jefferson Caffery el 6 de diciembre, por cuanto revelaba el carácter erróneo de su pensamiento, algo que habría de persistir durante algunos años.
—Hoy en día existen tan sólo dos fuerzas reales en Francia: los comunistas y yo. Si ganan ellos, Francia se convertirá en una república soviética; si gano yo, seguirá siendo independiente.
—¿Y quién va a ganar? —quiso saber el embajador estadounidense.
—Si se me da la más mínima oportunidad, sobre todo en el ámbito internacional, ganaré yo. Si cae Francia, caerán con ella todos y cada uno de los países de la Europa occidental, y todo el continente acabará por ser comunista[290].
Por paradójico que resulte, durante este período de deriva se produjo uno de los acontecimientos más decisivos de la historia de la Francia de posguerra. Se debió a Jean Monnet, el menos pretencioso de entre los grandes hombres.
Monnet procedía de una familia próspera de productores de coñac y, a pesar de que sus raíces se hallaban asidas con firmeza al ámbito rural, creía de forma apasionada en la modernización industrial. Este «padre de la Comunidad Económica Europea» fue el planificador más admirado e influyente del siglo, si bien no poseía título oficial alguno. Al estallar la guerra, se había unido al comité de compra de armas. Tras la caída de Francia lo reclutó Churchill para llevar a cabo una labor análoga en Estados Unidos, donde llegó a ser el principal autor del plan de la victoria de Roosevelt, concebido para propiciar una abrumadora producción de material militar.
Monnet sabía ganarse la confianza de todo aquel que lo conocía. De este modo entabló amistad con los principales banqueros, industriales, administradores y diplomáticos de todos los países occidentales de relieve, en el transcurso de discretas cenas privadas en las que la conversación giraba en torno a la reconstrucción de Europa tras la guerra.
Pese a no poseer ningún talento en cuanto orador público, Monnet tenía el raro don de saber encontrar el argumento más efectivo para cada uno de sus contertulios. «Usted habla de grandeza —había dicho a De Gaulle cuando la guerra tocaba a su final—, pero los franceses no son más que pigmeos en estos momentos. No habrá grandeza hasta que el pueblo francés no alcance la estatura suficiente para justificarla. Por esa razón es tan necesario modernizar el país: porque los franceses no son modernos.»[291]
Durante la segunda mitad de 1945 volvió a tratar la misma cuestión: Francia había de transformarse si pretendía infundir algún respeto en el mundo moderno. De Gaulle le encargó la elaboración de una serie de recomendaciones detalladas, animado por la idea de una estrategia que tuviese por objetivo convertir Francia en el gigante industrial de Europa, en sustitución de Alemania. El 6 de diciembre, Monnet le presentó un memorándum de cinco páginas, que el Consejo de Ministros aprobó el 3 de enero de 1946. El decreto estaba refrendado por nueve ministros, entre los que se incluían cuatro del Partido Comunista. El brillante borrador de Monnet permitía a casi todas las partes —desde industriales hasta comunistas—, ver reflejada en el plan su propia política y mostrarse de acuerdo con sus objetivos.
Enseguida se constituyó un Commissariat General du Plan, que contó con la ayuda de Gastón Palewski. A fin de evitar celos y maniobras departamentales, Monnet trabajó bajo las órdenes directas del primer ministro, y contó con un personal poco numeroso y de estilo apenas ministerial. Se crearon dieciocho comisiones de modernización, aunque lo primordial, al parecer de Monnet, era la producción de acero. Aún quedaban por superar las cotas alcanzadas en 1929, y él tenía por objetivo igualarlas en 1950 para poder rebasarlas enseguida en un 25 por 100. De Gaulle soñaba con lograr la dominación de Francia sobre el resto de industrias europeas mediante el uso de carbón extraído de la región del Ruhr, pero los estadounidenses se oponían de plano a una nueva versión de las reparaciones que habían hecho resentirse a Alemania tras la primera guerra mundial.
El plan resultaba más que ambicioso dada la catastrófica escasez de combustible, materias primas y piezas de repuesto de que adolecía el país. Por otra parte, se hacía impensable desde el punto de vista político favorecer, por ejemplo, el suministro de armas frente al de alimentos cuando la inmensa mayoría de la población vivía en la miseria. De cualquier modo, la infraestructura de Monnet estaría lista en 1947, cuando el Plan Marshall ofreciera a los franceses la oportunidad de reconstruir su futuro.
Dos días después de Navidad, el franco sufrió una drástica devaluación. El precio oficial, que se había mantenido desde la liberación a 50 del dólar estadounidense y a 200 de la libra esterlina, cayó en picado a 120 de aquél y 480 de ésta. Jacques Dumaine pudo comprobar con pesar que, comparando el suyo con otros sistemas monetarios, Francia era a la sazón ochenta y cuatro veces más pobre que en 1914.
El de Año Nuevo de 1946 fue un hermoso día de sol invernal en París, bien que su luz fría y quebradiza no favoreciese a los principales participantes de la recepción que daba De Gaulle a los integrantes del cuerpo diplomático. Muchos estaban aquejados de gripe. A decir de un espectador, el general «parecía estar enfermo, y el aspecto de Palewski era aún peor»[292].
Los dos tenían buenas razones para estar agotados, y las del segundo radicaban en sus empeños por calmar al primero. La víspera, los socialistas habían comenzado por exigir un recorte del 20 por 100 en el presupuesto de defensa, petición que coincidía con el envío por parte del gobierno de refuerzos a Indochina a raíz de la retirada de las tropas británicas.
De Gaulle hizo ver la indignación que le provocaba el que los partidos políticos hubiesen recuperado «sus juegos de antaño»[293]. Para confirmar sus peores sospechas, la comisión constitucional del palacio Borbón estaba resuelta a asegurarse de que el presidente de la Cuarta República dependiese en absoluto de la Asamblea Nacional. De Gaulle, por consiguiente, «se sentía atado como Gulliver entre los liliputienses»[294].
Dos días más tarde, el 3 de enero, el general no pudo menos de relajarse por causa de la boda de su hija Elisabeth y el comandante Alain de Boissieu, antiguo integrante de la 2e DB de Leclerc. Tras la celebración, los padres de la novia se tomaron unas vacaciones en la casa de campo que el hermano de Yvonne de Gaulle tenía en el cabo de Antibes, donde el general dedicó su tiempo a leer y pasear por los pinares que rodeaban la villa. De cualquier manera, no podía alejarse demasiado, por cuanto los periodistas habían dado con su pista y hacían cuanto estaba en sus manos por lograr una instantánea.
De Gaulle, al parecer, refirió a su anfitrión y cuñado, Jacques Vendroux, que se había retirado a aquel lugar para asegurarse de que, en caso de dimitir, el país no pensara que había tomado la decisión de improviso.
«El 20 de enero —escribió Duff Cooper—, víspera del aniversario de la ejecución de Luis XVI, el general De Gaulle se decapitó a sí mismo para sumirse en la penumbra en lo que a actividad política se refiere.»[295] El mal humor del embajador era doble, dado que había desautorizado los rumores de una inminente dimisión cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores de su país le había preguntado directamente si eran o no ciertos. Se había negado a creer que De Gaulle pudiese considerar siquiera esa posibilidad cuando Francia estaba negociando la concesión de un préstamo de gran importancia por parte de Estados Unidos.
El anuncio del general, sin embargo, fue del todo típico de él. Convocó a sus ministros a la calle Saint-Dominique, y sin esperar siquiera a Bidault, que llegó algo tarde, les comunicó: «Caballeros, he decidido dimitir. Hasta la vista, y que tengan un buen día». En ese momento apareció Bidault, y De Gaulle se limitó a decirle: «Adiós, Bidault. Que le cuenten los demás por qué les he pedido a todos que vengan»[296].
En la reacción de los que se hallaban en torno al general se mezclaban el horror, la perplejidad, el pesar y la rabia. No fueron pocos los que expresaron su determinación de seguir luchando. André Malraux fue a almorzar a la Embajada Británica dos días después de la dimisión. Su visita «resultó muy interesante, como de costumbre, aunque también alarmante en cierta medida —escribió Duff Cooper—. Está convencido de que Francia está abocada a una dictadura, y me da la impresión de que este hecho no le produce pesar. La pregunta es si la instaurarán los comunistas o De Gaulle, aunque para él está claro que se impondrá a la fuerza. Dice que la dimisión de De Gaulle no es el final, sino el inicio del gaullismo, que se convertirá en un gran movimiento extendido por toda Francia»[297].
Al principio, los estadounidenses quedaron alarmados por la brusca partida del general. Caffery temió «una crisis política de gran magnitud», en la que los comunistas acabarían por aumentar su dominio merced a una coalición con los socialistas[298]. Sin embargo, enseguida se dieron cuenta de que los comunistas no debían de estar dispuestos a que los asociaran al fracaso económico cuando no gozaban del poder absoluto. La población de Francia en general tomó estos trastornos con mucha más calma de lo que se había esperado. Según informó Caffery, la decisión de De Gaulle «apenas si ha provocado un murmullo»[299]. En París, la noticia se aceptó con cierta indiferencia no exenta de hastío, mientras que en las distintas provincias, la idea de que «el gran hombre había sido víctima de intrigas políticas de base» fue a confirmar las sospechas que se abrigaban allí acerca del carácter inicuo de la capital. A juzgar por los informes remitidos por los prefectos al Ministerio del Interior, los habitantes se mostraban mucho menos perturbados que durante la crisis política de noviembre. Los comunistas, conscientes de cuál era el espíritu imperante, «hicieron patente su satisfacción de forma discreta»[300]. Marcel Cachin afirmó que se habían desembarazado del general sin tener que horrorizar a las masas.
Las pertenencias de De Gaulle no tardaron en retirarse de la calle Saint-Dominique, en tanto que sus archivos personales quedaron amontonados en una habitación que se le había cedido. El único guardapolvo que pudo encontrarse para proteger los muebles fue una enorme bandera nazi de color escarlata con una cruz gamada en el centro que había ondeado en el hotel Continental antes de que fuese ofrecida a modo de obsequio al general tras la liberación.
Una semana más tarde, un edecán del general entregó una carta de éste al embajador británico. La letra era propia de una mano temblorosa. La señora Diana Cooper quiso saber cómo estaba De Gaulle. «No muy bien —fue la respuesta—. Ni siquiera duerme».
El general De Gaulle se retiró al refugio cinegético de Marly, lo único que quedaba de los dominios de Luis XIV. Sin embargo, De Gaulle prefirió compararlo, llevado de una visión dramática de sus propias circunstancias, con Longwood, la casa que habitó Napoleón en Santa Elena.
Habían transcurrido unas seis semanas de su dimisión cuando Hervé Alphand fue a ver al exgobernante al lugar que había elegido para su exilio voluntario. La nieve cubría el parque y el bosque de los alrededores. Para sorpresa del visitante, no había en el lugar ningún guardia armado. Abrió el portillo de madera de la valla, y hubo de llamar al timbre de la puerta principal durante diez minutos antes de que el capitán Guy, fiel ayudante de campo, fuera a recibirle y lo dejara pasar a la casa.
De Gaulle, que estaba trabajando en un estudio del siglo XVIII, se puso en pie para saludar al recién llegado. Éste lo encontró mucho más relajado que durante los meses anteriores. Si tenía algún pesar, era evidente que no lo revelaba.
Alphand lo advirtió de que Estados Unidos quería construir una Alemania nueva a partir de las zonas occidentales a modo de baluarte frente a Rusia. Los estadounidenses, y en especial Robert Murphy y el general Lucius Clay, que dirigían su gobierno militar desde Frankfurt, estaban ejerciendo una gran presión sobre los franceses. «No puede imaginar cómo nos están apretando: nos chantajean al amenazarnos con cortar las provisiones destinadas a nuestra zona si no accedemos a seguirlos, y proclaman por todos lados que no nos hacemos en absoluto cargo de la situación, que confundimos 1946 con 1919 y que mañana el enemigo no será la Alemania que pretendemos mantener a raya, sino la Unión Soviética, contra la que debemos unir todas nuestras fuerzas, incluidas las de la Alemania resucitada.»[301]
La noticia hizo estallar el resentimiento que profesaba De Gaulle a Estados Unidos: «Los estadounidenses han estado equivocándose con nosotros durante cuatro años». Sólo cuando los rusos invadiesen París se darían cuenta del «grave error que han cometido al querer reconstruir Alemania y no Francia». Sin embargo, al igual que todos los gobernadores exiliados, el general no podía hacer otra cosa que enfurecerse en privado.
Malcolm Muggeridge, que regresaba a París en calidad de periodista tras haber servido durante la guerra en el Servicio Secreto, concertó una entrevista con De Gaulle. Apenas si encontró competencia: la suerte del general se hallaba en un punto tan deprimido que todos los corresponsales extranjeros en París habían acabado por darle de lado en cuanto persona carente de interés.
Muggeridge se dirigió al despacho de De Gaulle, donde lo encontró sentado tras un escritorio que distaba mucho de quedarle pequeño. El aire era denso por causa del humo que desprendía su puro, y el general no tenía buen aspecto. «Su barriga comenzaba a sobresalir de un modo considerable, su complexión era terrosa y tenía mal aliento. Con todo, y como siempre, encontré su persona henchida de nobleza, indiferencia e incluso una especie de irracionalidad sublime… La conversación se inició con una de sus diatribas en torno a la podredumbre de la política francesa y finalizó cuando le pregunté qué pensaba hacer ahora, a lo que me respondió con un mayestático: “J’attends!”.»[302]
Gastón Palewski se mudó al número 1 de la calle Bonaparte, lo que lo convirtió, más adelante, en vecino de Nancy Mitford —que vivía en el número 20 y estaba encantada con tenerlo tan cerca—, y también de Jean-Paul Sartre, a quien estuvo a punto de declarar la guerra dieciocho meses más tarde, cuando él y Simone de Beauvoir atacaron en un programa de radio a De Gaulle y su entorno.
Palewski se había servido de su encanto y su tacto para tratar por todos los medios de persuadir al general a que adoptase una postura más flexible, aunque en ningún momento se había detenido a examinar con seriedad las potenciales imperfecciones de que adolecía la concepción del mundo que tenía De Gaulle. André Dewavrin, a quien aún llamaban por su nombre en clave, coronel Passy, parece haber sido el único miembro de su antiguo equipo londinense que lo hizo.
«Passy alegaba —según un informe del agregado militar británico remitido a la dirección del servicio de inteligencia militar de Londres—, que la política exterior de De Gaulle estaba errada desde un principio porque era una paradoja. Sentía una aversión temperamental por los anglosajones, lo que lo llevó a creer que Francia debía ligar su destino al de Rusia si quería seguir siendo una gran potencia, aun a pesar de su violento anticomunismo. Al final, acabó por pensar que podía construir un puente que uniese a anglosajones y a soviéticos.»[303] Resulta difícil encontrar una valoración más certera al respecto.