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La sed de novedades

Tras la ocupación, a una sociedad cerebral como la francesa le resultó imposible sustraerse al deseo de expresar sus ideas. A Galtier-Boissiére le llamó la atención el repentino desbordamiento de la prosa escrita por autores franceses que se habían negado a trabajar para la prensa colaboracionista. Surgió entonces un asombroso número de periódicos y revistas literarias dispuestos a aplacar la citada sed ideológica. El mayor problema a este respecto era la escasez de papel. Este hecho había obligado a reducir Le Monde al formato propio de un tabloide, por lo que no tardó en conocerse por Demi-Monde. La falta de papel, con todo, no fue óbice para que Les Lettres Françaises alcanzara una tirada de más de cien mil ejemplares a finales de 1944.

De cualquier modo, la mayor parte de las quejas que provocó este diluvio de material impreso se debió a la reducida variedad de posturas políticas a la que servía de vehículo. Aun la revista Esprit, publicada por Emmanuel Mounier, propagaba una forma de socialismo cristiano que pretendía superar el abismo que se abría entre las ideologías católicas y las comunistas. Como otros muchos de los que compartían los ideales de la Resistencia, Mounier creía entonces que la revolución constituía una renovación vital del organismo, lo que lo llevó incluso a aceptar la brutal transformación de la Europa ocupada por los soviéticos como un hecho natural dadas las circunstancias.

La liberación sumió a los jóvenes en un estado de gran entusiasmo. «Tener veinte o veinticinco años en septiembre de 1944 —escribió Simone de Beauvoir—, se consideraba un tremendo golpe de suerte, pues ante los de esa edad se abrían todos los caminos posibles. Los periodistas, escritores y cineastas en cierne discutían, hacían planes, tomaban decisiones con espíritu apasionado, como si el futuro dependiese de ellos por entero… Yo ya era vieja: tenía treinta y seis.»[239]

«¡Oh prodigio! —escribió Emmanuel le Roy Ladurie al ver por vez primera el bulevar Saint-Michel tras la guerra—. Me sorprendió la extraordinaria concentración de jóvenes, la mayor de toda Francia por kilómetro cuadrado, y en una nación que parecía ser un país de ancianos.»[240]

La juventud parisina no había sido dócil durante la ocupación. Su respuesta a la consigna de «Trabajo, Nación, Familia» defendida por Pétain no había sido otra que: «Resistencia, mercado negro, y surprise-parties[241]» Muchos habían actuado de mensajeros o de repartidores de panfletos y periódicos clandestinos; otros hacían tratos al filo del mercado negro, actividad que, por el solo hecho de estar prohibida, se hallaba envuelta en un fascinante halo de rebelión. Por su parte, las surprise-parties representaban su modo de sublevarse ante un régimen que se les hacía semejante a practicar escultismo con botas de agua.

Algunos se hacían zazous, miembros de un movimiento anárquico y antiheroico hasta la desvergüenza basado en el desprecio de Vichy, los alemanes y todos los valores militares, cualquiera que fuese su procedencia. No falta quien haya considerado a los zazous, dadas sus largas melenas grasientas, como los precursores de la generación Beat; aunque la inclinación que mostraban los jóvenes por las chaquetas largas de cuello alto y las muchachas por las faldas cortísimas les confería un aspecto más cercano al de los teddy boys de los años cincuenta, en tanto que el sistema de valores antiviril de los primeros se asemejaba más al de los hippies de los años sesenta. A fin de eludir el servicio militar, acostumbraban aplastar tres aspirinas e introducirlas en un cigarrillo para fumárselo una hora antes del examen médico al que los sometía el Ejército. Sin embargo, los zazous corrían también un riesgo cada vez que aparecían en público, dado que los grupos de jóvenes fascistas pertenecientes al Parti Populaire Francais que se cruzaban en su camino no dudaban en propinarles una paliza o, en el caso de que la víctima fuese una muchacha, torturarla sin piedad.

La mayoría de los zazous pertenecían a la clase media acomodada. Organizaban sus surprise-parties (conocidas también como potlucks, ya que los términos estadounidenses estaban muy de moda) en los apartamentos de aquellos cuyos padres se hallaban temporalmente ausentes y con la comida y la bebida que aportaban los amigos y los que se presentaban sin haber sido invitados. En esencia, estas fiestas constituían una respuesta a las leyes dictadas por Vichy en contra del jazz y el baile, de tal manera que si alguien poseía discos de Duke Ellington o Glenn Miller, no tardaba en correrse la voz. A causa del toque de queda, no era extraño que estas reuniones durasen toda la noche. Tras la liberación, la verdadera moda zazou acabó por extinguirse, si bien el término permaneció como sinónimo de «abuso» en boca de puritanos de izquierda y derecha.

La liberación hizo que todo cambiase para los jóvenes —o los J3, como a menudo se les llamaba a raíz del nombre dado a la categoría de racionamiento que iba de los quince a los veintiún años—. La desaparición del toque de queda les permitió saborear la libertad que ofrecían las calles por la noche, aun cuando eso conllevara morirse de frío en las esquinas cercanas a los clubes de jazz de Saint-Germain-des-Prés. El hecho de pasar toda la noche fuera conservaba aún la emoción de lo ilícito, mientras que la escasez de alimentos propiciaba una continua sensación de mareo que en ocasiones resultaba vertiginosa. Hacían caso omiso del último metro, el de las once —para el que muchos ni siquiera tenían dinero—, y dormían en los portales para volver a casa andando al amanecer. Los más afortunados podían permitirse cruzar medio París en patines.

Podían comprar ropa —nada menos que auténtica ropa estadounidense, en muchos casos—, a precios irrisorios en el mercadillo de Saint-Ouen, en el que se vendían prendas enviadas por la comunidad judía de Nueva York a fin de ayudar a sus correligionarios. De este modo, al pelarse unos a otros a imitación de los soldados yanquis y vestirse con camisas a cuadros de segunda mano, pantalones tan cortos que llegaban a la mitad de las espinillas, calcetines a rayas y zapatillas de deporte, los antiguos zazous crearon un nuevo estilo.

Los estudiantes parecían vivir de energía nerviosa e ideas. No había nada que ansiasen más que la lectura, a pesar de que había muy poco tiempo y mucho que leer: Aragon, Camus, Sartre y De Beauvoir, así como Apollinaire, Lautréamont, Gide y, además, todas las novelas estadounidenses cuyas traducciones proliferaban entonces, como las de Hemingway, Steinbeck, Damon Runyan, Thornton Wilder y Thomas Wolfe. Había que ver todo lo que antes había estado prohibido, tanto las obras de teatro de García Lorca como las películas de Buñuel. No era necesario ser estudiante de filosofía para tener la obligación de ser capaz de discutir sobre el paradigma hegeliano del amo y el esclavo, las obras completas de Karl Marx y la sucesión existencialista nada apostólica que va de Soren Kierkegaard y el fenomenólogo Edmund Husserl hasta Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, sin olvidar a Martin Heidegger.

Beaufret, profesor de filosofía de Emmanuel le Roy Ladurie, gozaba de un inmenso prestigio entre los estudiantes por el hecho de haber conocido personalmente a Heidegger. Los jóvenes estudiantes comunistas, crecidos a causa de la importancia de su histórica misión, no se dejaban impresionar. A los ojos del partido, Heidegger no era más que un nazi, y el existencialismo, una doctrina decadente.

Los liceos y las facultades universitarias de París se hallaban muy politizados, una situación que había sido peor durante la ocupación, cuando la Milice había reclutado a estudiantes de derecha para que espiasen a sus compañeros. Tras la liberación, eran los comunistas quienes pretendían ejercer su hegemonía política e intelectual. El blanco de sus acciones lo constituían en primer lugar los estudiantes católicos, aunque apenas había que manipular los hechos para considerar «objetivamente» marxista a todo aquel que, aun siendo de izquierda, no mostrase una decidida actitud de compromiso para con lo que el Partido Comunista definía como progressisme. Emmanuel le Roy Ladurie metió la pata hasta el corvejón al confesar ante un comunista la impresión que le había producido la lectura de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler. No hubo parcela alguna del arte que escapase a la implacable crítica marxista-leninista. Admitir que se había disfrutado con El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, era dar muestras de un sentimentalismo tan lamentable como pasado de moda, así como de tendencias reaccionarias.

Antoine de Saint-Exupéry había escrito en 1940 Piloto de guerra. La liberación logró en un principio unir a la mayoría del país bajo la bandera del progresismo, tal como demostraron los sondeos de opinión, que dieron a conocer el colosal respaldo popular a la nacionalización de los bancos y la industria pesada. Simone de Beauvoir escribió acerca de París en el «año cero», y de hecho, los comunistas y sus simpatizantes tenían la impresión de estar avanzando codo a codo con la historia. Otro hecho que refleja de un modo inmejorable el espíritu de la época, tal como señaló Galtier-Boissiére, fue el que la revista Vogue —y no otra—, publicase un poema de Eluard y un retrato de Marcel Cachin, comunista veterano.

La muerte del gran Paul Valéry a la edad de setenta y cuatro años parecía subrayar el final de una época. El poeta, que había pronunciado el discurso de bienvenida a Pétain cuando éste fue elegido miembro de la Académie Francaise, falleció el 20 de julio de 1945, tres días antes de que comenzara el juicio del mariscal. Se le ofreció un funeral oficial: se llevó el féretro en procesión por las calles de París, acompañado de un cuerpo de guardias que marchaban al compás de tambores sordos. El ataúd se depositó justo por debajo del Trocadéro, en un catafalco dorado iluminado con antorchas. Duff Cooper, gran admirador del respeto que profesaba la República francesa a los hombres de letras, reflexionaba compungido acerca de la diferencia con su propio país: «Sólo tenemos que imaginar la actitud con que recibiríamos la sugerencia de que la Brigada de Guardias marchase ante el féretro de T.S. Eliot[242]».

La reaparición del periódico satírico Le Canard Enchainé proporcionó a la prensa francesa la dosis de humor que tanto necesitaba. El semanario había dejado de editarse el 11 de junio de 1940. Tras la caída de Vichy se había incrementado sobremodo el apetito de manifestaciones irreverentes, y el Canard no tenía escrúpulos en lo tocante al buen gusto. Muestra de ello fue, verbigracia, una viñeta publicada a raíz de la muerte de Hitler en la que se representaba al Führer en el cielo colocando a Dios una estrella de David. Por otra parte, la publicación poseía su propio código de valores. Así, se negó a atacar a los colaboracionistas durante los momentos más exaltados de la épuration. De Gaulle se equivocaba de medio a medio cuando la consideró una de las revistas caídas en manos de los comunistas durante la liberación.

Los de derecha incurrían en un error no menos grave al considerar el existencialismo en cuanto otra forma de marxismo. El Kremlin definió esta corriente como «filosofía burguesa reaccionaria», lo que se debió al carácter anticolectivista de una teoría que declaraba que era el hombre en su carácter de individuo (y no la sociedad ni la historia) el responsable de definir su propia vida[243].

Resulta difícil acusar a Sartre de seguir las modas. Tras la liberación, en un momento en que elogiar a la Unión Soviética resultaba obligatorio en los círculos progresistas, había mantenido el recelo que profesaba al estalinismo para acabar por respaldarlo en los albores de la década de los cincuenta, cuando los escritores franceses ajenos al Partido Comunista habían empezado a juzgarlo por lo que era. Su libro El ser y la nada se publicó por vez primera en Gallimard el año 1943. A. J. Ayer, escéptico, pensaba que, aparte de algunas buenas ideas filosóficas, se trataba de «una pretenciosa tesis metafísica». En resumen, para él el «existencialismo se basaba sobre todo, a juzgar por esta muestra, en un uso erróneo del verbo ser»[244].

Si Sartre no hubiese sido más que un filósofo, pocos habrían oído hablar de él fuera de un reducido grupo de intelectuales. Sin embargo, al dar forma a sus ideas y cuestiones filosóficas mediante novelas y obras teatrales (y sobre todo, al crear para éstas antihéroes condenados al fracaso, como el Antoine Roquentin de La náusea o el Matthieu de Los caminos de la libertad), despertó en la juventud una honda sensación de pesimismo de un modo nunca imaginado desde la insólita oleada de suicidios provocada entre los espíritus poéticos europeos por el Werther de Goethe. El renombre de Albert Camus también debe mucho a Mersault, el antihéroe de El extranjero, y hoy en día se recuerda más el existencialismo en cuanto movimiento literario que como una tendencia filosófica duradera.

El grupo de los existencialistas, que dominó la vida artística del París de posguerra, había comenzado a tomar forma durante el invierno anterior a la liberación. Sartre conoció a Albert Camus en 1943, cuando este último fue a ver los ensayos de Las moscas, obra teatral del primero. Simone de Beauvoir se reunió más tarde con ambos en el Café de Flore para descubrir en Camus «un encanto basado en una feliz mezcla de indiferencia y ardor»[245].

Los integrantes de este grupo de amigos cada vez más numeroso vivían en la zona de Saint-Germain-des-Prés, en hoteles baratos que cambiaban de cuando en cuando. Se encontraban —más por casualidad que por haberse citado—, en sus cafés habituales, de entre los que destacaba el Flore —donde pasaban seis horas escribiendo Sartre y De Beauvoir—, bien que tampoco hay que olvidar el Deux Magots. Por su parte, la Brasserie Lipp, situada frente a éstos, cayó en desgracia durante algún tiempo, por cuanto sus especialidades alsacianas habían atraído a demasiados oficiales alemanes durante la ocupación. En ocasiones se unían a Picasso y a Dora Maar en Le Catalán, sito en la rué des Grands Augustins, que constituía casi una prolongación del estudio del pintor.

El círculo de intelectuales que se congregaba en torno al autor de La náusea recibió el vago sobrenombre de la famille Sartre, de igual manera que los jóvenes que se reunían alrededor de Jacques Prévert eran conocidos por la bande Prévert. Este último, célebre en cuanto guionista, trabajó entre 1936 y 1946 en una serie de películas del cineasta Marcel Carné Les Visiteurs du Soir y Los niños del Paraíso, entre otras. Sin embargo, no tuvo demasiado éxito como poeta hasta 1945, año en que Gallimard publicó Palabras. Sus versos límpidos, irreverentes y frívolos irrumpieron en el París de posguerra como un soplo de aire fresco. No faltó quien les pusiera música ni quien los cantara en la calle, de tal modo que, en el plazo de pocos años, Gallimard logró vender más de cien mil ejemplares. Paul Boubal, patrón del Flore, era de la opinión de que Prévert y sus amigos habían plantado la simiente del fenómeno Saint-Germain (al menos en su propio café); pero la actitud de Simone de Beauvoir hacia la bande Prévert era más bien de censura, dada la falta de compromiso político demostrada por el grupo.

Mientras esperaba la liberación, Simone de Beauvoir organizaba modestas cenas cocinadas de cualquier manera en su habitación de hotel de color «rosa dentífrico», en las que al menos la mitad de los invitados había de sentarse en el borde de la cama. Sartre hablaba de fundar una revista con ella, Camus y Merleau-Ponty, proyecto que acabó por tomar forma en otoño de 1945 con la publicación del primer número de Les Temps Modernes.

A despecho del carácter sombrío de su filosofía, Sartre podía resultar muy atractivo. Alguien que lo conoció muy bien durante aquella época lo describió como una persona «rebosante de encanto; en pocas ocasiones he conocido a alguien tan divertido, agradable y generoso[246]». Era siempre el primero en defender una buena causa y ayudar a los artistas con dificultades. Organizó una velada benéfica en favor de Antonin Artaud, amén de proporcionarle dinero personalmente. A menudo se las ingeniaba, por no herir el orgullo de aquellos a los que socorría, para hacerles llegar los fondos de un modo indirecto. Así, las ayudas económicas que dispensaba a la novelista Violette Leduc llegaban siempre por mediación de Gallimard, que las hacía pasar por derechos de autor de sus obras.

La relación de Simone de Beauvoir y Sartre resultaba mucho más agotadora en lo emocional de lo que ella se atrevió nunca a admitir. Él la llamaba Castor, mientras que otros se referían a ella con el apodo de Nôtre Dame de Sartre o la Grande Sartreuse. Conservaba aún cierta belleza, mas su seriedad y su ansiedad reprimida en lo referente a Sartre comenzaban a hacer mella en su rostro y lo trocaban en el de una criada entrada en años. Él siempre la había dominado y le había hecho soportar su carácter de tenorio compulsivo (lo que ella llamaba sus «désordres amoureux»)[247]. Tal como indicó a una amiga, «Sartre tenía una faceta casi diabólica: conquistaba a las jovencitas exponiéndoles su alma»[248].

Al parecer, las fiestas y la bebida no impidieron que la mayor parte de quienes integraban la familie Sartre estuviese a punto de acabar su propio libro, destinado a publicarse tras la liberación. La sala de arriba del Café de Flore daba a menudo la sensación de haberse transformado en una aula, algo que se acentuó durante el invierno de 1943 y 1944. En una mesa trabajaba Sartre en Los caminos de la libertad; De Beauvoir escribía Todos los hombres son mortales; Mouloudji, Enrico y Jacques-Laurent Bost, Le Dernier des Métiers. Se leían los manuscritos unos a otros, y por lo general se prestaban la atención que merece la obra de un amigo.

Merleau-Ponty, sin embargo, quería que Sartre leyese el suyo en calidad de filósofo, y no de amigo. Se lo dejó sin apenas articular palabra, y Sartre, que por lo general se hallaba muy ocupado, lo hojeó antes de emitir un sonido que pretendía ser una felicitación, algo que, sin duda, no bastó a su autor. Sartre recordaba así el incidente: «Descubrió mi escondrijo, y se encaró conmigo allí. De súbito me lo encontré ante mí, sonriendo mientras me ofrecía el manuscrito. “Estoy de acuerdo con todo lo que dices”, farfullé. “Me alegro mucho —dijo él sin siquiera moverse—. De todos modos, deberías leerlo”, añadió con paciencia. Lo leí, asimilé su contenido y quedé fascinado con lo que leía»[249].

Raymond Queneau, poeta, novelista y filólogo, era junto con Merleau-Ponty uno de los miembros más distinguidos del círculo de Sartre. Este editor veterano de Gallimard, llevaba una vida de erudición oprimida por la más profunda de las desesperaciones. Aun así, todo indica que esto no afectó jamás a su espíritu sociable, su risa contagiosa, su pasión por el jazz o la fascinación que sentía por la lógica y las matemáticas.

Michel y Zette Leins formaban asimismo parte del grupo. El primero era novelista y etnólogo, en tanto que ella regentaba la galería de su cuñado, Daniel-Henry Kahnweiler, marchante de Picasso, quien vivió con ellos de forma clandestina durante la ocupación. Su apartamento, que había servido a menudo para ocultar a otros judíos y militantes de la Resistencia, se hallaba en el Quai des Grans Augustins y tenía vistas al Sena. Sus paredes estaban decoradas con óleos de Picasso, Miró y Juan Gris colgados por encima de un mobiliario de buena calidad propio de la Francia burguesa. Contaban con muchos amigos entre los artistas de la orilla izquierda, incluidos André Masson, Giacometti y Picasso, cuyo estudio se hallaba a la vuelta de la esquina. De hecho, fue precisamente en su domicilio donde se representó por vez primera la obra teatral El deseo atrapado por la cola, del pintor malagueño, durante un recital celebrado el 19 de marzo de 1944, más de tres años después de ser escrita.

Camus hizo las veces de presentador, provisto de un largo bastón con el que golpeaba el suelo a fin de indicar los cambios de decorado mientras los describía. La obra evocaba las «de vanguardia de los años veinte», tal como muestra la relación de personajes. Michel Leiris representaba el papel principal, el de Gros Pied. Entre los otros lectores se hallaban Jean-Paul Sartre, que hacía de Bout-Rond; Raymond Queneau, de l’Oignon; Jacques-Laurent Bost, de le Silence; Zanie de Campan, de la Tarte; Dora Maar, de l’Angoisse Maigre, y Simone de Beauvoir, de la Cousine. Picasso y sus amigos la pusieron en escena por entretenimiento propio, pero la flor y nata de la intelectualidad parisina apenas podía contener su emoción ante la idea de un acontecimiento de tal envergadura. Tanto fue así, que a las siete, en el salón de los Leiris ya no cabía una sola alma.

La pequeña comedia de Picasso, que constituía casi un mero ejercicio de nostalgia, no hizo sino subrayar lo que ya era obvio a todos: el surrealismo, en cuanto movimiento, estaba prácticamente extinguido antes de la guerra, tras agotar casi por completo su capacidad de subvertir el pensamiento establecido y ser víctima de la escisión política cuando Aragon, Eluard y otros se convencieron de que la única respuesta se hallaba en el comunismo. Cierto día, en el Flore, Sartre preguntó a Queneau, antiguo surrealista, qué pensaba que había quedado del movimiento. «La impresión de haber sido joven», fue su respuesta[250].

En mayo de 1944, poco antes de la liberación, Sartre y Simone de Beauvoir se encontraban sentados en el Café de Flore cuando oyeron una voz que preguntaba: «C’est vous, Sartre?». Ante ellos vieron a un personaje recio, con la cabeza afeitada y la nariz rota. Se trataba de Jean Genet, a quien su biógrafo describe como «el Proust del París marginal»[251]. Tal vez poseyera un «aspecto desconfiado y aun agresivo» a resultas de la difícil vida que había llevado en varios reformatorios, en la calle, donde se prostituía, y en la cárcel; sin embargo, «sus ojos sabían sonreír, y su boca era capaz de expresar el asombro de la niñez[252]»

Durante el otoño de 1945, Simone de Beauvoir conoció en la cola de un cine de los Campos Elíseos a «una mujer alta, rubia y elegante, de rostro mal parecido, aunque lleno de vida»[253]. Dio por hecho que no era más que una persona a la moda, pero en realidad se trataba de la novelista Violette Leduc, que aún no había visto publicada ninguna de sus obras y que vivía de su ingenio y de la fuerza que le permitía trabajar de «maletera», llevando a París pesadas valijas llenas de mantequilla y carne procedentes de Normandía para vender a los restaurantes que se surtían del mercado negro.

Pocos días después, Violette Leduc fue a ver a Simone de Beauvoir en el Café de Flore con el manuscrito de su novela, L’Asphyxie. Cuando ésta le aconsejó que cambiase el final, desapareció para hacer exactamente lo que le había dicho. De Beauvoir quedó tan impresionada con el resultado que enseñó la obra a Camus, quien pertenecía a la sazón al comité editorial de Gallimard y dio de inmediato su visto bueno para publicarla. El único inconveniente era que Leduc se había encaprichado por completo con su mentora, quien se dio cuenta de que tendría que establecer una serie de normas muy estrictas si pretendía que su amistad no se fuese al traste.

Violette Leduc trabó una relación inmejorable con Jean Genet, y los dos extraños suscitaron en Sartre y sus amigos el interés propio de un mirón. La única persona con la que tuvo Leduc un enfrentamiento temperamental fue Nathalie Sarraute, la novelista que había ocultado a Samuel Beckett durante la ocupación. La recién llegada hizo lo posible por congraciarse con esta última, pero la incompatibilidad casi visceral que las separaba no hizo sino empeorarse a causa de los celos, dado que Sarraute era sin duda la protegida de Sartre, en tanto que la posición de que gozaba Leduc con respecto a Castor distaba de ser segura.

El otoño de 1945 fue testigo del gran apogeo del existencialismo, si bien Sartre y De Beauvoir no pudieron menos de mostrar su irritación ante el hecho de que se aplicase de forma automática esa etiqueta a todo lo que escribían. En septiembre, ella gozó de un gran éxito, tanto comercial como de crítica, a raíz de la publicación de su novela de Resistencia: La sangre de los otros. Durante los dos meses siguientes vieron la luz otros tantos volúmenes de Los caminos de la libertad y el primer número de Les Temps Modernes. El 29 de octubre de 1945, Sartre dio una conferencia con el título de «L’Existentialisme, est-il un Humanisme?» en una sala llena a rebosar. Fueron cientos los que hubieron de quedarse fuera por la falta de espacio, y algunas mujeres se desmayaron a causa de la aglomeración.

Les Temps Modernes ejerció una tremenda influencia. El nombre de la publicación se inspiraba en parte en la película Tiempos modernos, de Charlie Chaplin; aunque pretendía sobre todo hacer hincapié en la era de cambio intelectual que se abría ante ellos. Su comité editorial constituía por sí solo una garantía de calidad, por cuanto incluía a Sartre, De Beauvoir y Camus, a Merleau-Ponty como editor de filosofía, y a Michel Leiris y Raymond Queneau al cargo de la poesía y literatura en general, amén de a Raymond Aron y el gramático Jean Paulhan, que era el único que contaba con cierta experiencia en la dirección de una revista literaria. Invitaron a Malraux a unirse a ellos, pero él rehusó, lo que es de suponer que se debió en parte a que estaba abandonando la actitud radical de su juventud. Habida cuenta de la antipatía que le profesaba De Beauvoir («se tiene al mismo tiempo por Goethe y Dostoievski»), fue toda una suerte que se mantuviese al margen[254].

Gastón Gallimard se mostró dispuesto a respaldar la publicación y ofrecerle sus oficinas. No en vano pertenecían tres de sus editores —Paulhan, Camus y Queneau—, al propio comité editorial de Gallimard, por no hablar del resto, cuyas obras publicaba la misma casa. El primer problema radicaba en asegurarse una cantidad de papel suficiente. De Beauvoir y Leiris fueron a ver a Jacques Soustelle, el ministro de Información de De Gaulle, que se mostró reacio a prestarles su ayuda, dada la pertenencia a su comité de Raymond Aron, quien se había vuelto en contra del general. En realidad, Aron no tardaría en dimitir a resultas de una disputa ideológica.

Simone de Beauvoir consideraba que Les Temps Modernes constituía el punto culminante de lo que ella llamaba el «ideal sartreano». Sin embargo, apenas tardó en encontrarse rodeada de manuscritos y sitiada por escritores noveles de serias ambiciones. Daba la impresión de que la mitad de los jóvenes de la orilla izquierda hubiesen estado trabajando en novelas pseudoexistencialistas de Resistencia, a cuál más oscura y deprimente, porque no era menos lo que se esperaba de ellos.

El teatro francés había demostrado con creces su vitalidad durante los dos últimos años de la ocupación, aun a pesar de que muchos de sus principales representantes se encontrasen en situaciones más bien poco claras durante la liberación.

El público parisino había aprendido a apreciar las vanguardias en la década de los veinte, y durante los años que precedieron a la guerra, los dramaturgos Anouilh, Giraudoux, Salacrou y Cocteau ya habían preparado el terreno para lo que se considera el teatro posterior a la liberación.

La primera obra teatral de Sartre, Las moscas, se representó por vez primera en 1943. Otro tanto sucedió con la Sodome et Gomorrhe de Giraudoux, bien que hubo de montarse sin la participación del más insigne director dramático de Francia, Louis Jouvet, que se había embarcado junto con su compañía en un exilio trashumante por Suramérica. Uno de los mayores éxitos había sido el montaje que había hecho Jean-Louis Barrault de El zapato de raso, de Paul Claudel; sin embargo, ni Sartre ni De Beauvoir se sintieron capaces de juzgar la obra desde un punto de vista objetivo, dada la repulsión que les había provocado la Ode au Maréchal. A principios de 1944 apareció la Antígona de Anouilh, y poco antes de la invasión de Normandía se representó en el Vieux-Colombier A puerta cerrada, de Sartre. Esta obra acerca del infierno, que fue a ver Brasillach antes de desaparecer en su escondrijo, resultó ser la más influyente de todas. La idea de que «El infierno son los otros» tuvo enseguida una gran aceptación en todo el mundo.

Durante los dos años siguientes se sucedieron más obras dramáticas escritas por integrantes del grupo existencialista. En 1945, el público no escatimó alabanzas para el Calígula de Albert Camus, en tanto que consideró demasiado mecánica Las bocas inútiles, de De Beauvoir. Al año siguiente, Sartre regresó con Muertos sin sepultura y La puta respetuosa, estrenadas en el Théátre Antoine, donde iba a representarse su drama político más importante: Las manos sucias. No obstante, mientras que Sartre regresaba a un realismo sembrado de dilemas morales, el «teatro del absurdo» estaba a punto de tomar una dirección bien diferente de la mano de Arthur Adamov, Eugéne Ionesco y Samuel Beckett, autores todos influidos por Pirandello.

No cabe duda de que la obra que gozó de mayor éxito en el ámbito teatral de los primeros años de la posguerra fue La loca de Chaillot, de Jean Giraudoux, estrenada en el Théátre de l’Athénée. Había sido escrita durante la ocupación, poco antes de la muerte de su autor, ocurrida en los albores de 1944, y debía su montaje a Louis Jouvet, que acometió la empresa a finales del año siguiente. Aun a pesar de que la historia pueda parecer hoy en día una pieza radical de fantasía elegante —una demente inspirada se las ingenia, en una especie de corte de los milagros moderna, para engañar a los explotadores de París aprovechándose de su avaricia y los encierra en el alcantarillado de la ciudad—, la dirección de Jouvet, los decorados de Christian Bérard y la interpretación de los actores fueron soberbias. Cuando se estrenó la obra en diciembre de 1945, y durante mucho tiempo, el reducido teatro se vio atestado de público perteneciente tanto al beau monde como a la bohemia.

El mundo de la pintura y la escultura se hallaba también en un período de agitación intelectual y política. Cuando se inauguró, el 6 de octubre de 1944, el Salón d’Automme, recibió el nombre de «Salón de la Liberation». Se prohibió la participación de todos los pintores considerados colaboracionistas, incluidos Derain, Van Dongen, Segonzac, Despiau, Belmondo y Vlaminck.

Se creó una sección especial titulada «Hommage á Picasso», una muestra sin precedentes de respeto hacia un pintor extranjero compuesta de cuatro óleos y cinco esculturas. La mañana del 5 de octubre, en vísperas de la exposición, la portada de L’Humanité no estaba consagrada, como de costumbre, al avance del Ejército Rojo. En lugar de esto podía leerse un titular que encabezaba un artículo a cinco columnas y declaraba:

PICASSO,

el más insigne de todos los artistas con vida,

se ha unido al partido de la Resistencia francesa

La toma de conciencia política de Picasso fue objeto de hilaridad y cinismo en los ámbitos no comunistas. Muchos consideraban que su decisión de afiliarse al partido constituía una especie de póliza de seguros concebida para salvaguardar su fortuna, que, según se decía, ascendía a seiscientos millones de francos. Cocteau escribió en su diario que aquél había sido el «primer gesto antirrevolucionario» del pintor[255].

Durante la inauguración del acto, un grupo de tradicionalistas y amigos de los artistas excluidos organizó una manifestación en el interior. «¡Que los descuelguen! ¡Que los descuelguen!», gritaban ante los cuadros de Picasso, quien, al parecer, montó en cólera. Algunos jóvenes de derecha llegaron incluso a recorrer París para convertir la consigna de Vétain au poteau («Pétain al paredón»), escrita con tiza por los comunistas en las paredes de la capital, en Picasso au poteau. La intensidad de los sentimientos no disminuyó un ápice: todo el mundo era picassiste o antipicassiste a ultranza. Un año más tarde, en el ballet del Théátre des Champs-Elysées, gran parte de la concurrencia dedicó un sonoro abucheo al telón que él había diseñado.

El hecho de que Picasso se comprometiera con la causa tuvo para el partido un efecto semejante al de una intensa campaña de reclutamiento. El pintor llegó incluso a escribir en L‘Humanité: «Mi adhesión al Partido Comunista es parte de la progresión lógica que ha experimentado toda mi vida, toda mi obra… ¿Qué podía haberme hecho dudar? ¿El miedo de verme envuelto en la lucha? Lo cierto es que me siento mucho más libre, mucho más satisfecho»[256].

No hay duda de que la postura del malagueño inspiró a los artistas que tenían interés en ser considerados resistentes. Cuando cierto grupo de la Resistencia pidió a los pintores que donasen un cuadro a fin de venderlo para la beneficencia, Derain y Segonzac, acusados de colaboracionismo, no dudaron en aportar sendos lienzos. Sin embargo, el propio Picasso, al saber que los organizadores contaban también con su contribución, se negó a dar un óleo: en lugar de eso, ofreció una suma de doscientos mil francos. Entonces surgieron de inmediato otros pintores que amenazaban con boicotear la exposición si no se retiraban las dos obras de Derain y Segonzac. Los organizadores se vieron obligados a ceder, aunque, dado que los lienzos de éstos eran mucho más valiosos que los de los artistas que protestaban contra ellos, acabaron por venderlos por mediación de varios marchantes, sin que los dos autores recibiesen siquiera una palabra de disculpa.

La dictadura de la clase intelectual progresista de posguerra constituye un fenómeno fácil de explicar, pero difícil de justificar. Desde que los enciclopedistas de mediados del siglo XVIII alentaron la idea de que los pensadores debían guiar a las masas a la salvación, las posturas revolucionarias y anticlericales han generado su propia forma de arrogancia espiritual. El jacobinismo, verbigracia, no sólo ensalzaba la convulsión política y dotaba así a la violencia de cierto halo romántico, sino que consideraba la Revolución como una entidad con vida propia: un monstruo terrible al que había que adorar.

La exaltación de la teoría sobre la moral burguesa cobró fuerza durante la Resistencia. La naturaleza implacable de los comunistas, unida al enaltecido profesionalismo del partido, atrajo a muchos de los que se avergonzaban del derrumbamiento sufrido por Francia en 1940 y el colaboracionismo de Vichy. Estaban resueltos a no dejar jamás que la derecha que había traicionado al país volviese a hacerse con el poder; Europa no debía permitir nunca que se repitiesen los horrores de la dominación nazi. Sólo había un país lo bastante fuerte y decidido para oponerse al regreso del fascismo: la Unión Soviética.

Los comunistas no cesaban de reivindicar enérgicamente su carácter materialista, a pesar de que la ceguera de que daban obstinadas muestras en relación con la realidad que se vivía en la Unión Soviética resulta impensable si no es en el contexto de un fervor religioso incondicional. El embajador británico tomó conciencia de la faceta espiritual del comunismo al recibir en Argel la visita de un joven religioso a principios del verano de 1944. «Aquel demacrado sacerdote —escribió Duff Cooper en un informe dirigido al sucesor de Churchill, Clement Attlee—, en cuyos ojos refulgía el fuego del fanatismo religioso, me aseguró que, después de ser testigo de la muerte de los comunistas al lado de los católicos, no podía menos de creer que los primeros irían también al cielo, por cuanto, a su parecer, habían muerto como mártires de su propia fe.»[257]

El servilismo entusiasta de los intelectuales y su deseo de ser guiados quedan ilustrados de forma vívida en una misiva enviada por el diputado comunista francés de la XV Asamblea Nacional, Alain Signor, a Stepanov, miembro de la sección internacional del Kremlin, en la que se describe una reunión del comité central. «Debo decirte —escribió—, que nunca había estado tan seguro del poder con que cuenta nuestro partido. La intervención de Jacques [Duclos] fue soberbia… André [Marty] afianzó la argumentación de Jacques, que ya de por sí resultaba muy convincente. Y por último, Maurice [Thorez] demostró con su contribución hasta dónde llega su grandeza en cuanto guía de nuestro partido, dada su condición de sabio estratega y verdadero estadista a un tiempo… Debemos trabajar con ahínco. Debemos hacer cuanto esté en nuestras manos por situarnos a vuestro mismo nivel.»[258]

Tras la liberación, algunos de los intelectuales comunistas más frívolos bromearon en círculos privados acerca de los lugares comunes de que se hallaba sembrado cada uno de los artículos y panfletos: «deber sagrado… la función conductora del Partido… la gloriosa Unión Soviética, con el camarada Stalin a la cabeza…». Sin embargo, la cúpula del partido no tardó en reprimir estas actitudes irreverentes toleradas durante la Resistencia. La pregunta clave que se formulaba durante la entrevista a la que se sometía a todo aquel que pretendía afiliarse era: «¿Cuál fue tu reacción ante el pacto que firmaron en 1939 la Unión Soviética y Alemania?». Sólo había una posible respuesta: «Deposité toda mi confianza en el partido»[259]. Todo aquel que dijera haberse declarado en contra se convertía de inmediato en sospechoso. No se trataba de estar equivocado o en lo cierto, sino de someterse a la disciplina.

El mayor acto de humillación ante la autoridad del partido lo constituía la obligación que tenían todos sus miembros de redactar su bios, una detallada autobiografía en la que habían de incluir aun las faltas más insignificantes que hubiesen cometido en sus vidas. Esta confesión escrita demostraba, en teoría, la confianza que el individuo tenía depositada en el partido; sin embargo, la verdadera intención consistía en dotar a éste de un dominio total sobre cada uno de sus integrantes.

La sensación de camaradería que iba ligada a la pertenencia a una célula se veía fomentada por la ceremonia de iniciación más emotiva de todas: la asistencia a un mitin multitudinario. Para muchos intelectuales, ésta suponía su primera comunión con el proletariado. Otra ocasión nada desdeñable a este respecto la constituía la Féte de L’Humanité, celebrada en Vincennes al aire libre durante uno de los primeros fines de semana de septiembre. El espectáculo no podía ser más adecuado: los estudiantes del Quartier Latín podían vagar de un lado a otro, observarlo todo tras sus antiparras, disfrutar del olor de la hierba pisada y del sonido de los acordeones, comer, beber y mezclarse con los habitantes de la ceinture rouge —el «cinturón rojo», constituido por los suburbios de la clase obrera, tales como Aubervilliers, Bagneux, Gennevilliers, Ivry, Montreuil, Saint-Denis o Vitry—. El partido no se cansaba de elogiar el sustento vital que suponía para él el proletariado de esta zona, aunque en realidad eran pocos los intelectuales con carné que la habían visitado alguna vez en su vida. Estaban más interesados en discutir de literatura y política, y ambicionaban por encima de todo codearse con las principales figuras intelectuales del partido.

Louis Aragon y Elsa Triolet formaban una pareja leal. No obstante, muchos de los que se sentían atraídos por la personalidad de él profesaban una honda desconfianza a Triolet, de quien sospechaban que trabajaba como espía para la KGB. Ella, sin embargo, tenía en Aragon a su más ferviente defensor. En cierta ocasión en que lo invitaron sin ella a un almuerzo oficial en el Quai d’Orsay, no dudó en telefonear a Jacques Dumaine, jefe de protocolo, presa de una gran indignación. Cuando éste le explicó que la práctica usual cuando se llevaba a cabo este tipo de actos a mediodía consistía en invitar al hombre y no a su mujer, el literato le respondió: «Sepa usted, señor mío, que Elsa Triolet no es ni hombre ni mujer, sino una gran escritora francesa; por lo que a mí respecta, poseo mis propios valores morales, y no tengo intención alguna de tolerar las prácticas de un gobierno que se llama a sí mismo “provisional”»[260].

Tal vez lo que más suscitara la susceptibilidad de Aragon durante la segunda mitad de 1945 fuese lo referente a la reputación de Elsa Triolet como escritora, ya que no eran pocos los que habían hecho públicas sus sospechas relativas al modo en que había ganado el premio Goncourt el 2 de julio con su novela El primer desliz cuesta doscientos francos. Se decía que, dada la fama de tres de los miembros de la Academia Goncourt, entre los que se incluía Sacha Guitry, el único modo de hacer que el galardón literario más importante de Francia recuperase el respaldo del público consistía en elegir un libro que contase con el total beneplácito del Partido Comunista. Los críticos señalaron que Dorgelés, el presidente del jurado, se había puesto en contacto con Aragon algunos meses antes de que se efectuara la votación, y que éste había publicado un artículo del primero en Les Lettres Françaises, El asunto en general desprendía un claro tufillo de trato sellado a fin de escapar de la depuración.

Triolet y Aragon, le couple royal de las letras comunistas, recibían a sus invitados en las fastuosas instalaciones de que se había apoderado el Comité Nacional de Escritores en el palacio Élysée, y convidaba a los más privilegiados a su apartamento, donde tomaban té rodeados de las obras de arte que habían reunido. La novelista Marguerite Duras, por otra parte, se movía en un ambiente mucho más informal. Su domicilio de la calle Saint-Benoît no tardó en convertirse en centro de reunión casi permanente de los intelectuales comunistas, más a la manera de un club privado que a la de un salón. Entre sus amigos se hallaban el poeta Francis Ponge, Maurice Merleau-Ponty, Clara Malraux (que se había separado de André durante la guerra), el escritor comunista español Jorge Semprún, Jean-Toussaint Desanti, Dominique, la esposa de éste, y André Ulmann, editor de la Tribune des Nations. El escritor Claucle Roy comparaba el apartamento de Duras con los lugares en que solía reunirse la intelectualidad rusa finisecular.

La agitación que siguió a la liberación y a la rigidez del gobierno de Vichy se debió tanto a un choque generacional como a uno político. Un sociólogo contrastó «el teatro burgués de la generación de nuestros progenitores, con sus historias bursátiles y financieras, sus cálculos relativos a ingresos y dotes», con el nuevo teatro, «en el que todos proclaman el desprecio que profesan a la riqueza, la impotencia del sistema financiero, lo aburrido de la vida de la clase media. Los personajes de Anouilh hablan de “vuestro sucio dinero”»[261].

Saint-Germain-des-Prés no tiene parangón con ningún otro lugar de la Europa de posguerra. En Londres, Edmund Wilson pudo constatar la existencia de un clima de depresión y negatividad. Graham Greene le aseguró haber sentido incluso «cierta nostalgia del silbido propio de un proyectil teledirigido»[262]. Sin embargo, en París, la liberación había proporcionado a la clase intelectual un poderoso símbolo de esperanza, aun a pesar de que el país se encontraba en ruinas. Del mismo modo que la doctrina defendida en 1914 por Grandmaison había representado el convencimiento apasionado de que el élan francés podría vencer a la artillería alemana, los intelectuales de después de la liberación tomaban como artículo de fe el triunfo final de las ideas sobre el «sucio dinero».