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El regreso de los exiliados

El flujo constante de exiliados que regresaban a París entre 1944 y 1945 estaba formado por gentes de todas clases y de diversas nacionalidades. Muchos trabajadores, junto con sus familias, habían buscado refugio con parientes campesinos después de hallarse en un estado cercano a la inanición en la ciudad. Retornaban con sus pocas posesiones metidas en maletas de cartón, tras haber subido a vehículos de todo tipo impulsados por la energía obtenida de la combustión de madera o a trenes una vez reparadas las vías. Siempre que podían, llevaban con ellos uno o dos costales de harina, bien por venderlos, bien con la intención de guardarlos para los meses venideros. Pocos prestaron excesiva atención a su llegada en medio de tanta convulsión. Sin embargo, sí que hubo una serie de exiliados cuyo regreso no olvidarían los parisinos en toda su vida: la de los deportados que volvieron de Alemania durante la primavera de 1945.

El término deporté se empleaba libremente para designar tres categorías diferentes de prisioneros: judíos y otras minorías raciales enviadas a los campos de exterminación, miembros de la Resistencia confinados en campos de concentración y reclutas destinados a trabajos forzados por el gobierno de Vichy desde 1943. Los prisioneros de guerra franceses capturados durante la derrota de 1940 no recibieron un trato diferente del dispensado a británicos, holandeses o belgas.

Los ejércitos que avanzaban en abril de 1945 se encontraron liberando un campo de concentración tras otro. Los comandantes tenían la mente puesta en acabar la guerra cuanto antes, y no estaban preparados para enfrentarse al problema de alimentar y cuidar a cientos o miles de ciudadanos, de los cuales eran muchos los que estaban al borde de la muerte. Con demasiada frecuencia se limitaban a darles bolsas de raciones e indicarles que debían valerse por sí mismos hasta que hubiese acabado la lucha.

A los familiares que esperaban en París noticias suyas les resultaba muy difícil sobrellevar la mezcla de esperanza y miedo que les producía esta situación. A menudo venía acompañada de una náusea febril. Dormir era imposible. La novelista Marguerite Duras se sentaba al lado del teléfono, convencida de que su marido, Robert Antelme, se hallaba entre los que habían sido ejecutados por las SS en el último momento, antes de la llegada de los Aliados. Cada vez que sonaba era para traer del otro lado la voz de algún amigo que preguntaba: «¿Se sabe algo?»[192].

Aun cuando se organizó por fin el transporte para facilitar la repatriación, el proceso siguió siendo lento. El viaje de regreso a Francia podía durar cinco días. (En cuanto acabó la guerra, en el mes de mayo, los estadounidenses destinaron la mayor parte de sus aviones de pasajeros a transportar a los prisioneros, con lo que la operación se aceleró de un modo incalculable). Algunos atravesaban Suiza para entrar en Francia por Ginebra, donde era cónsul Pierre de Gaulle, hermano del general, de cuya solidaridad no cabía dudar. Pierre Daix, joven comunista que había sobrevivido a Mauthausen, se sorprendió al verse abrazado a él de modo espontáneo.

El 14 de abril de 1945 se congregó en la Estación de Lyon un comité oficial de bienvenida —formado por el general De Gaulle, Henri Frenay, François Mitterrand y los dirigentes comunistas Jacques Duclos y André Marty entre otros—, para recibir al primer grupo femenino que regresaba a París, compuesto de 288 mujeres[193]. Muchos de los presentes llevaban lilas a modo de obsequio, mientras que las mujeres que esperaban en el andén habían preparado barras de labios y polvos de tocador para distribuirlos entre las recién llegadas. Suponían que las prisioneras llegarían delgadas y cansadas a raíz de lo vivido, pero no demasiado. Francia se había visto protegida en parte de la terrible verdad, dado que el ministro francés responsable de los prisioneros, deportados y refugiados había hecho lo posible por ocultar toda información relativa a los campos de concentración en el mismo momento en que el general Eisenhower reclamaba la presencia en Alemania de todos los periodistas disponibles a fin de que se hicieran eco de sus horrores.

Pocos habían imaginado la realidad de aquellos esqueletos vestidos de espantapájaros que bajaron de los vagones. «Tenían el rostro entre gris y verdoso, con círculos de color pardo rojizo alrededor de unos ojos que parecían mirar sin asimilar lo que veían», escribió la periodista norteamericana Janet Flanner[194]. Galtier-Boissiére, por su parte, describe a los deportados como gentes de «complexión glauca, cérea, y rostro consumido, semejante al de esas cabecillas humanas reducidas por tribus primitivas»[195]. Algunas estaban demasiado débiles para permanecer erguidas, pero las que podían, no dudaron en plantarse ante el comité de bienvenida en posición de firmes y entonar la Marsellesa con voz quebrada. Los allí presentes estaban destrozados.

Este tipo de escenas se repitió en muchas ocasiones. Louise Alean, superviviente de Birkenau y Ravensbrück de treinta y cuatro años, describió así su propia llegada: «Estación del Este. Ocho de la mañana. Una multitud tras las barreras. Cantamos la Marsellesa. La gente nos mira y rompe a llorar»[196].

Los pocos judíos galos que volvieron de los campos de la muerte se alinearon junto a sus compatriotas. Vichy los había despojado de su nacionalidad para entregarlos a los alemanes, pero no por ello eran menos franceses: también ellos entonaron la Marsellesa y el Chant du Départ, el himno de guerra durante la Revolución Francesa. Sólo regresó un porcentaje ínfimo de los casi ochenta mil «deportados raciales»; más de un cuarto de la población total de judíos franceses había muerto. El régimen de Vichy había entregado asimismo a cuarenta mil semitas extranjeros que habían buscado asilo en Francia. A estas cifras hay que añadir las de los cien mil prisioneros políticos y los seiscientos mil destinados a trabajos forzados, muchos de los cuales habían perecido mientras construían fábricas subterráneas diseñadas para evitar los bombardeos aliados. Se calcula que, de un total de 820.000 deportados franceses, murieron unos 222.000.

El primer punto de atención a los recién llegados se estableció en la Estación de Orsay. El general Dixie Redman llevó allí a su ayudante militar, Mary Vaudoyer, y le dijo: «Vas a ver algo que nunca podrás olvidar»[197]. Se hallaban de pie, mirando por una ventana a un espacio enorme por el que caminaban cientos de hombres completamente desnudos, cubiertos de polvo contra los piojos y DDT, pues el temor al tifus era extremo[198]. Tenían el rostro hundido, la cabeza calva —ya por estar afeitados, ya por haber sufrido alopecia a causa de la desnutrición—, y los ojos deprimidos. Ninguno de ellos hablaba. Tanto Redman como su ayudante quedaron horrorizados ante aquella última humillación por la que obligaban a pasar a todas aquellas personas. Cuando se consideraba que estaban desinfectados, los vistieron con ropas de batalla excedentes de los británicos, toscas, cálidas en exceso y a menudo varias tallas mayores que las que necesitaban, y pesadas botas militares.

Desde la Gare d’Orsay se condujo a los deportados al hotel Lutetia, que había sido el cuartel general de la Abwehr durante la ocupación. El edificio estaba rodeado de familiares desesperados por saber de los suyos. Los periódicos estaban plagados de pequeños anuncios que solicitaban información relativa a parientes desaparecidos o comunicaban las muertes que se habían confirmado. Tales eran la confusión y la magnitud de la labor, que algunas familias hubieron de esperar aún varios meses.

El esposo de Marguerite Duras se salvó de milagro gracias a su determinación. François Mitterrand, dirigente del grupo de resistencia de Antelme, formaba parte de la comisión francesa semioficial enviada a Alemania. Logró entrar en Dachau, sellado por el Ejército estadounidense a fin de evitar que se extendiese el tifus. Una voz lo llamó: «¡François!». En un principio no fue capaz de reconocer a aquel cadáver viviente: hubo de ser su compañero quien identificase a Robert Antelme, y aun así, tan sólo por sus dientes.

Mitterrand telefoneó a Duras, que se hallaba en París, y le dijo que enviase a dos miembros del grupo a su despacho, donde había dispuesto pases y tres uniformes. Empleando un coche y combustible proporcionados por aquél, los dos amigos viajaron durante toda la noche para alcanzar Dachau a la mañana siguiente. Vistieron al esqueleto andante con el uniforme que habían introducido a escondidas en el campo de concentración y lo sacaron de allí sujetándolo entre los dos para que pasase erguido ante el puesto de guardia. Por fortuna, los centinelas estadounidenses tenían tanto miedo de los posibles contagios que llevaban máscaras antigás y apenas podían ver con claridad. Los rescatadores de Antelme lo colocaron en el asiento trasero del coche y lo llevaron a París. El viaje de regreso fue tres veces más largo que el que los había llevado a Alemania. Ninguno de ellos pensaba que fuese a sobrevivir; sin embargo, aún vivía cuando llegaron a la calle Saint-Benoît. A pesar de que ya la habían advertido de lo radical del cambio, Duras estuvo en un tris de sufrir una crisis nerviosa y hubo de ser reanimada con el ron proporcionado por un vecino. La portera, que había decorado la entrada a fin de darle la bienvenida, se encerró en su garita y lloró de rabia.

En el Lutetia se hizo todo lo posible por los deportados. En señal de deferencia por cuanto habían padecido, se les consideró «los mejores de los franceses»[199]. No había nada que no se les concediese: ternera, queso y café de verdad, que sólo era posible conseguir en el mercado negro. Sin embargo, a menudo las mejores intenciones no traen consigo un tratamiento adecuado. Los deportados necesitaban ingerir alimentos sencillos y en cantidades muy pequeñas. Sus estómagos no estaban preparados para un cambio así, lo que les provocó fuertes vómitos. También necesitaban paz y tranquilidad, y no el pandemónium que se había organizado alrededor del Lutetia. «Nos sentíamos como marcianos», escribió Daix.

Algunos habían sobrevivido a la pesadilla del modo más sorprendente. Entre los que habían sido trasladados en avión desde Alemania se hallaba la condesa de Mauduit, de nacionalidad estadounidense, que había ocultado a pilotos aliados en su castillo de la Bretaña francesa hasta que la denunció una de sus criadas. Bessie de Mauduit llegó de Ravensbrück «vestida aún con el andrajoso uniforme de los prisioneros, aunque sin haber perdido su elegancia». Puso al corriente a Jean y Charlotte Galtier-Boissiére de lo que le había sucedido. «No he llorado una sola vez durante los dos años de cautiverio —concluyó con una sonrisa orgullosa—, pero sí al volver a ver París.»[200] Pocos días después, Galtier-Boissiére supo que Bessie de Mauduit había logrado permanecer tan elegante con su uniforme porque se lo había arreglado otra prisionera, una oficiala de Schiaparelli.

Los que mejor sobrevivieron a la larga fueron los resistentes, en tanto que la tasa de supervivencia de kapos[201] y colaboracionistas fue —por lo que puede considerarse con mirada retrospectiva como justicia moral—, la más baja. Los que habían intentado destruir su propia individualidad con la intención de hacerse invisibles ante los kapos o los guardias de las SS tal vez sobrevivieron mejor a corto plazo; pero el hecho de anular la mente con el fin de convertirse en autómatas impávidos —conocidos como musulmanes en los campos de concentración—, hacía casi imposible la posterior recuperación[202]. En total murieron seis mil deportados poco antes de ser liberados, de los cuales no eran pocos los que pertenecían a este grupo.

La dificultad de regresar a la vida que habían llevado antes era común a todos. Les resultaba imposible dormir en una cama blanda. Tenían pesadillas y falta de confianza. Lo peor, en cierto sentido, era la decepción que suponía su regreso al hogar: a sus familias les era muy difícil sobrellevar sus depresiones, causadas en gran medida por el síndrome de la culpabilidad del superviviente. «No podíamos sentirnos felices —escribió Daix—, porque habíamos traído demasiados muertos con nosotros.»[203]

Toda la relación que habían mantenido con el mundo real se vio distorsionada por completo a raíz de su reciente inmersión en la pesadilla del «univers concentrationnaire»[204]. Charles Spitz, résistant-déporté que había trabajado en el túnel de Dora, pudo comprobar que los hábitos adquiridos en el campo de concentración tardaban en desaparecer. Dos meses después de que hubiese regresado a París, su esposa sugirió que salieran a cenar a un restaurante. «Me había comprado toda la indumentaria del hombre civilizado, incluidos la cartera y el monedero. Sin embargo, y sin que ella lo supiese, yo aún conservaba en el bolsillo la cajita de madera que me había confeccionado un camarada en Dora. Contenía trozos de cuerda, alfileres y otros tesoros que resultaban de gran valor en el campo de concentración… Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, y ante la mirada estupefacta de todos, abrí mi caja de forma automática y vacié su contenido sobre la mesa.»[205]

A los prisioneros de guerra se les atendió en el cine Rex y en el Gaumont. A cierto prisionero que acababa de llegar de Alemania le preguntaron dónde residía en Francia, a lo que respondió que era de Oradour. El encargado de entrevistarlo se desmayó, incapaz de transmitirle que la aldea había quedado destruida con casi todos sus habitantes a manos de la división Das Reich de las SS. A todos los esperaban numerosas tragedias, de mayor o menor magnitud. No faltaron casos en los que el prisionero llegaba a su apartamento para enterarse por un vecino de que su esposa se había ido a vivir con otro hombre. Uno de ellos se encontró en su casa con un niño de cuya existencia no le había hablado nadie. Su esposa no estaba, pues había salido a comprar. Los celos del recién llegado estallaron después de cinco años de confinamiento en un campo de prisioneros, hasta tal punto que acabó con la vida del crío antes de entregarse a la policía. Sin embargo, la víctima no era ningún hijo que hubiese tenido su mujer con otro hombre: para conseguir algún ingreso económico, ella se había ofrecido a cuidar niños en su propia casa.

La Ejecutiva de Operaciones Especiales (SOE), cuyos agentes especiales habían sido enviados a campos de concentración, consagró grandes esfuerzos a encontrarlos entre la muchedumbre de la Gare d’Orsay. Los equipos áefanys (las jóvenes del First Aid Nursing Yeomanry o «Cuerpo de Voluntarias Enfermeras de Primeros Auxilios») se turnaban con la intención de localizar a supervivientes cuyo aspecto había mudado hasta tal extremo que resultaba casi imposible reconocerlos. Esta tarea resultaba tan angustiosa que algunas llegaron a sufrir una crisis nerviosa.

La SOE ya había establecido una base en París, para lo que había tomado el hotel Cecil, de la calle Lauriston, y hacía todo cuanto estaba en sus manos por auxiliar con alimentos procedentes de las raciones del Ejército estadounidense a sus agentes, a las familias de éstos y a los que habían colaborado con ellos de cualquier otro modo. Este tipo de ayuda debía prestarse de forma discreta, ya que contravenía por entero el reglamento. Con este fin, los invitaron a comer al Cecil y después los alentaron a llevarse todo cuanto pudieran.

Aparte de sus propios refugiados, Francia hubo de responsabilizarse de otros cien mil desplazados de cuarenta y siete nacionalidades en julio de 1.945. Entre ellos se incluían 30.000 rusos —de los que 11.800 eran prisioneros de guerra—, 31.500 polacos y 24.000 yugoslavos.

Desde mucho antes de la primera guerra mundial, París se había constituido en refugio de expatriados de toda Europa que huían de regímenes autocráticos, pogromos o nacionalismos violentos. El bolchevismo y, más tarde, el fascismo en todas sus formas incrementaron sobremanera el flujo de exiliados. Desde 1900 habían crecido en la capital francesa comunidades de extranjeros formadas por armenios que escapaban de las masacres turcas, bielorrusos que huían de la revolución y la guerra civil, polacos, en su mayoría judíos, exiliados del régimen de Pilsudski, etc. También llegaban fugitivos políticos de la Italia de Mussolini y las dictaduras balcánicas, así como judíos, izquierdistas y liberales procedentes de la Alemania de Hitler y los demás países ocupados por los nazis. Por último, en 1939 irrumpió la mayor oleada de todas cuando cruzó los Pirineos más de medio millón de republicanos españoles derrotados que huían de los pelotones de fusilamiento franquistas.

En el 20.º arrondissement, al noroeste de Pére-Lachaise, se había establecido el mayor gueto judío, le village Yiddish de Belleville. El más antiguo se encontraba en el Marais, aunque las clases profesionales judías estaban repartidas por todos los distritos parisinos de clase media. Quienes habían vivido los tormentos más atroces debían aprender de nuevo a ser médicos, maestros, abogados y hombres de negocios, y el único modo que tenían de hacerlo consistía en encerrar bajo llave el pasado en lo más hondo de sus conciencias para no aludir nunca a él. Richard Arzt, que creció en el seno de una familia judía cuando tocaba a su fin la década de los cuarenta, decía que en su casa se limitaban a no mencionar nunca el holocausto y el sufrimiento de los judíos. Cuando una de sus primas se prometió con un alemán muchos años después, Arzt quedó pasmado ante las hondas muestras de rencor y dolor que provocó el anuncio.

Otros exiliados extranjeros que regresaban a París parecían habitar un mundo diferente por completo, tuviesen su domicilio en la orilla izquierda o en los beaux quartiers. Gertrude Stein y Alice Toklas, protegidas al parecer por su inocencia o por un ángel de la guarda, habían logrado vivir durante la guerra en las estribaciones alpinas de Saboya. Nunca habían imaginado que pudiesen hallarse en peligro por ser judías. En la zona había soldados alemanes acantonados, pero jamás habían parado mientes en que ni Stein ni Toklas eran francesas, y habían observado las obras de Picasso que colgaban de sus paredes sin llegar a comprenderlas. Por fortuna, el amable alcalde no había incluido sus nombres en el registro.

Su regreso a la calle Christine resultó muy conmovedor: «Todos los cuadros se hallaban allí, y el apartamento estaba tan limpio y hermoso como antes. Lo estábamos contemplando sin más cuando entró corriendo todo el mundo: el portero, el marido de la lavandera de abajo, la secretaria de nuestro casero, el encuadernador. Vinieron todos a la carrera para saludarnos e informarnos de la visita de la Gestapo, cuyo sello seguía en la puerta»[206].

Si Gertrude Stein se encontró con que su apartamento se hallaba protegido, a Nancy Cunard la sorprendió a su regreso un panorama devastador. Había conocido París durante los días en que los surrealistas se reunían en el café Cyrano, de la Place Blanche. En aquella época había sido amante de Louis Aragon. Su mayor logro lo había constituido la Hours Press, que publicó obras originales —sobre todo en verso—, de Ezra Pound, Richard Aldington, Robert Graves, Harold Acton y Samuel Beckett.

Nancy Cunard llegó a París a finales de febrero de 1945. Lo primero que hizo fue abrazar a un perplejo mozo de estación vestido con su mono de trabajo, el representante de la clase trabajadora de la ciudad que halló más a mano. Durante los días siguientes recorrió la ciudad de cabo a rabo, observándolo todo y recordando, y vio a amigos del pasado, como Janet Flanner o Diana Cooper, a las que había conocido antes de la primera guerra mundial. Sin embargo, al regresar a su domicilio de Réanville, en Normandía, se lo encontró saqueado y profanado, no por los alemanes, sino por los vecinos que había considerado amigos suyos. La Hours Press había sufrido daños considerables, y otro tanto podía decirse de sus estatuas primitivas. Entonces no le quedó duda alguna de hasta qué punto habían desaprobado en secreto los de aquella zona sus ideas de izquierda y también a sus queridos, en especial a su amante negro, Henry Crowder.

Samuel Beckett regresó del escondrijo en que se hallaba en Provenza y en el que había disfrutado a menudo de la música compuesta por Henry Crowder interpretada en un piano vertical. Nancy Cunard pensaba que se parecía a «una águila azteca», y que su presencia le resultaba semejante a «la sobriedad del desierto»[207]. Peggy Guggenheim, con la que tuvo un breve romance poco después de la guerra, lo describió, en términos más prosaicos, bien que no menos exactos, como «un irlandés larguirucho de unos treinta años con enormes ojos verdes que nunca miraban a quien tenía enfrente»[208]. Su modestia era tal que tras la guerra fueron pocos los que sabían que le habían concedido la Croix de Guerre y la Médaille de la Résistance.

Hubo otros que tardaron más en volver a sus hogares. Julien Green reservó su viaje de regreso a través del Atlántico en el Erickson, un antiguo buque de transporte que conservaba la mayor parte de las incomodidades de este tipo de embarcaciones. Sin embargo, los poemas de John Donne mitigaron cualquier inconveniencia. Aun a pesar de que ya no existía el peligro que suponían los submarinos, en el canal de la Mancha quedaban aún minas flotantes. Con todo, lo que más lo conmovió fue el consejo que le dieron al llegar a París y querer saber de sus amigos: «Es mejor no preguntar por determinadas personas»[209].

André Gide, a quien fue a ver, no se mostró mucho más alentador en otro sentido diferente: le dijo que moriría de hambre y frío en París y que, para escapar a tal suerte, él mismo pensaba trasladarse a Egipto.