23

El día anterior a la boda y a primera hora de la mañana, Joan Dolgut había pasado por las Ramblas, donde lo esperaba su amigo florista con el delicado ramo de novia de rosas Virginias recién cortadas y las trescientas rosas beso-rojo que le había encargado expresamente de Colombia.

Llegó hasta el Born borracho de perfume, ahogado entre las flores, y como pudo, esquivando las miradas de asombro, las metió en su piso. Un viejo de ochenta y dos años cargando tantas rosas rojas daba mucho que hablar.

Miró el reloj de la sala: faltaban dos horas para que su niña del aire apareciera.

El chaqué blanco ya había llegado del sastre y colgaba de una percha en el pomo del armario de la habitación principal. En el suelo, los zapatos de charol níveo esperaban su estreno.

Una vez llenó los jarrones de rosas y los distribuyó por toda la casa, empezó a deshojar las muchas docenas que aún le sobraban, hasta quedarse con todos sus pétalos.

Sobre la cama matrimonial recién comprada, extendió las sábanas de lino blanco aún por estrenar, y espolvoreó sobre ellas, con su pulso trémulo, los cientos de pétalos rojos que acababa de deshojar. Comprobó que la vela verde-esperanza estuviera en la mesa de noche, la roja-pasión en la ventana, y la blanca-pureza en la cómoda, frente a la Virgen de los imposibles, para que le hiciera el milagrito que ella sabía; ritual de viejo que por primera vez ponía en práctica.

La cama se había convertido en un lecho de rosas. Antes de cerrar, dio un repaso a toda la habitación desde la puerta, con un temor juvenil adelantado. No sabía si sería capaz, si la osadía que llevaba muerta entre sus piernas sabría resucitar para la ocasión. Decidió distraer el pensamiento, temiendo que el propio miedo acabara por matarla definitivamente.

Ahora solo faltaba que llegara la tarta de novios, pues la botella de Codorníu ya estaba enfriándose.

Probó de nuevo el tocadiscos. La aguja cayó sobre la Marcha nupcial de Mendelssohn y no pudo evitar emocionarse. Desde que había vuelto con Soledad, no paraba de llorar lágrimas de dicha. Llorar por amor, a su edad, era más de lo que le podía pedir a la vida.

Entretanto, en el ático del paseo de Colom, Soledad Urdaneta no paraba de doblar los metros y metros del primoroso velo que durante años había bordado. La tarea se prolongaba debido a su longitud, y aunque lo doblaba y doblaba, el final parecía no llegar. Sobre la cama matrimonial se extendía el regalo de sus amigas costureras: un hermoso vestido de novia, que la noche anterior había vuelto a probarse con los nervios propios de una novia novata, y la corona de azahares que sostendría el gran velo.

La maleta, con su pequeño ajuar, ya estaba hecha. Con los últimos ahorros se había comprado un pijama largo de satén, el que había soñado llevar cuando era joven en la primera noche de amor con Joan Dolgut, y su batín a juego. Se miraba al espejo y no entendía cómo su pianista de olas la encontraba aún hermosa. ¿Sería capaz de desnudarse en su presencia? Solo pensarlo, sus mejillas se encendieron de vergüenza. El rubor era lo único que le quedaba de su antigua belleza; lo demás se lo había llevado el tiempo. Prefirió dejar de mirarse para no deprimirse; al fin y al cabo, no era con sus ojos con los que tenía que verse, sino con los de él.

Los minutos no pasaban. Cuanto más observaba el reloj, más se inquietaba… Todavía faltaba una hora para que la recogiera el taxista que la llevaría al Born, y mientras, los nervios iban comiéndole el cuerpo a mordiscos. Los sentía en el pecho, los pulmones y la cabeza. O se serenaba, o no alcanzaría a llegar hasta la casa de Joan.

Cuando lo tuvo todo a punto, se preparó una bañera con todos los menjurjes comprados en la perfumería: sales relajantes, geles exfoliantes y un chorrito de aceite de rosas para perfumar íntegramente el cuerpo con su esencia. En el agua, se relajó y empezó a soñar…

¿Qué pasaría si su cuerpo fuese líquido? Ella, toda agua calmando la sed de su Joan, si se bebieran íntegros y desaparecieran en un lago inmenso de lágrimas alegres. Flotando en la nada acuosa, revueltos y disueltos… ¿Así sería esa eternidad tan desconocida? Agua… ¿Un mar sin nombre, sin dueños, sin edad, sin tiempo, sin recuerdos? Se sumergió pensándolo; se sentía feliz.

Joan y ella, unidos para siempre en la eternidad de la nada.

Volvió al presente…

¿Qué pasaría si Joan quería tocarla? ¿Si buscaba su cuerpo? ¿A sus ochenta años, podría sentir sus caricias? ¿Su piel estaría viva…?

Cuando Soledad Urdaneta cruzó el portón del número 15 del Born, las notas maravillosas de un piano acudieron a su encuentro. No tuvo que subir su equipaje, pues tal y como estaba previsto, el taxista se encargó de hacerlo. En la puerta la esperaba Joan con una rosa, un beso y sus partituras. Durante todo el día, no paró de interpretar todas las sonatas que había compuesto para ella en Cannes. Le dolían los dedos como nunca, pero no pensaba dejar de tocar hasta que entrara la noche. Era su regalo de bodas. Soledad lo observaba conmovida.

—¿Nos emborrachamos un poquito? —le dijo él con picardía, cuando el atardecer cayó sobre la sala. Ella sonrió, socarrona—. ¿Un anisado?

Joan trajo la botella de Anís del Mono que llevaba guardada más de cincuenta años en el armario.

—Ojalá esté bueno.

—Dicen que, cuanto más viejo, más sabe —le dijo ella, mirándolo traviesa—. ¿No enciendes la luz?

—Esta noche prefiero las velas…

Soledad sintió un cosquilleo en el cuerpo. Los ojos de Joan la miraban distinto, ¿sería deseo aquella luz que le venía de dentro? Y lo que ella sentía, ¿qué era?

—¿Cenamos? —preguntó Joan.

—No tengo hambre.

—Entonces… ¿otra copita?

Soledad sintió el calor del anís en sus mejillas y empezó a abanicarse.

—¡Uy, cómo me estoy poniendo!… Si me viera mi padre. —Rio, nerviosa.

—Estás tan bella.

Joan se sentó en el sofá, junto a ella, y deslizó la mano sobre su cuello. Su piel era tersa y joven. La miró a los ojos. En sus manos, su niña del aire temblaba. La levantó en sus brazos y, tal como había imaginado, su cuerpo no pesaba. Tenía la levedad de la brisa.

—Estás loco… —Soledad reía, nerviosa—. ¿Qué haces?

—Te llevo a la alcoba nupcial.

La puerta de la habitación cedió y el aroma de los cientos de rosas los recibió triunfal. Joan colocó sobre el lecho perfumado de pétalos a su niña del aire. La luz de las velas los acogía con dulzura, regalándoles dos rostros jóvenes hirviendo de deseo… El amor les devolvía la pasión de la juventud.

—No sé hacerlo… —le dijo ella.

—Yo tampoco.

—Espera… —Soledad buscó el pijama que había comprado y se metió al baño. Cuando salió, Joan la esperaba entre las sábanas—. Necesito otro anís…

—¡Dios! Eres un ángel… —La vio acercarse con su cabello suelto; su cabellera negra enmarcaba sus transparencias… Dos botones sonrosados se adivinaban entre el corpiño del camisón. Su boca húmeda de miedo se entreabría.

—Joan…

—Mi niña hermosa… —Empezó a acariciarla por encima de la ropa sin detenerse.

El tacto del satén tocado produjo en su cuerpo un dulce cosquilleo. Bajo el camisón estaba desnuda y, por primera vez en su vida, sentía el aleteo de la vida entre sus piernas. Su pianista de olas le provocaba un oleaje de humedades en los rincones más recónditos de su ser.

Joan le cogió la mano y la llevó a su pecho.

—Tócame… —le dijo lujurioso—. Haz conmigo lo que quieras.

Soledad lo fue desnudando lentamente… besando palmo a palmo su cuerpo. No sabía, pero no necesitaba saber. Era como bailar, solo había que dejarse llevar por la melodía… y el cuerpo de su pianista era música. Al llegar al vientre, se detuvo. No se atrevía a cruzar aquella zona. Nunca la había tocado, ni siquiera de casada. Joan volvió a coger su mano y la guio hasta su fuerza… Aquel poderío varonil se levantaba vivo, palpitaba entre sus manos, crecía triunfal entre sus dedos… hervía…

Era un milagro.

Las manos firmes de Joan levantaban su pijama… la recorrían con avidez tranquila; sus muslos de miel… su vientre fino… sus caderas anhelantes y el vello suave de su pubis… caricias ensortijadas… Y entre la selva… escondidos… unos labios húmedos… sus dedos de pianista rozando su rocío.

Joan la miró. Los pétalos rojos se habían enredado entre sus cabellos, se habían pegado a su cuerpo de virgen cristalina… era una diosa primaveral.

Quedaron desnudos, vestidos con la pasión de las rosas y la luz tamizada de las velas… sus pechos reventaban de pasión.

Sobre ella, Joan era el dios de la vida… venía a resucitarla con su espada en alto.

Antes de hundirle su amor, con toda la delicadeza de su fuerza, Joan volvió a mirarla.

—Te amo, Soledad Urdaneta… más allá del último sueño.

—Del penúltimo… —lo corrigió ella, suspirando de amor.

Sus piernas se abrieron sin reparos, en una ceremonia de recibimiento. El alma de Joan entraba… la tocaba… la hería de placer… y coronaba su amor.

Ahora Soledad sabía lo que era alcanzar las estrellas. A sus ochenta años… había tenido su primer orgasmo.

Se quedaron dormidos en el lecho de flores, con el sabor del anís en los labios y el del amor en sus entrañas. Abandonados a la suerte de sus sueños… El cuerpo de Soledad se había encogido en un ovillo bajo el abrazo protector de Joan.

De madrugada, la suave brisa del amanecer entró por la ventana, despeinando los pétalos que empezaron a aletear sobre sus cuerpos lánguidos.

—La vida es sueño… —murmuró Joan, dormido.

—Y los sueños… vida son —concluyó Soledad, adormilada.

Joan volvió a abrazarla. Sus manos recorrieron con fluidez un territorio que ahora conocía de memoria… ríos y selvas, montes y montañas; el cuerpo de su amada.

—Mía… —le dijo al oído.

Soledad volvió a posar su mano sobre el vientre de Joan, buscando a tientas la respuesta.

—Se murió de dicha… —le susurró él, alegre.

—Ssssst… solo duerme —replicó ella, besándolo en la boca.

Se acariciaron sin esperar nada. Sus cuerpos ya lo habían sentido todo. No durmieron más. Les quedaba el amanecer y unas pocas horas antes de la ceremonia. Volvieron a repasar con las yemas de sus dedos cada rincón. Joan terminó creando su propio piano en el cuerpo de Soledad. Una vertiente, un abismo, un mar, humedad salada… Soledad aprendió a deslizarse sobre el cuerpo de su hombre. En pocas horas, se había convertido en una amante sabia. Sus cuerpos se entrelazaron en un nudo amoroso, esperando el alba.

—¿Tienes hambre? —preguntó Soledad.

—Tendré hambre de ti eternamente… —le contestó él.

—¿Cómo nos pudimos perder toda la vida?

—Nos esperaba un sueño.

Se ducharon juntos. Ella lo enjabonó como si fuese un niño: orejas, axilas, pecho, vientre… Su piel dormida despertaba con el roce; las nalgas, las piernas, los pies; sus manos de mujer usurpaban curiosas todos los rincones. Él le lanzaba buches de agua sobre la cara; niño y adolescente. Enjabonaba con lujuria sus senos erguidos, su talle, su cintura. Su niña del aire era de agua fresca, se la bebía; sus manos resbalaban, su cuerpo se escurría, una sirena esquiva por culpa del jabón…

Ese 24 de julio, el sol entró festivo, lanzando serpentinas de oro en todos los rincones. El piso resplandecía de vida. Comenzaron a prepararse en silencio, obedeciendo a una liturgia sagrada que les salía del alma… era el día más importante de sus vidas.

Joan ayudó a vestir a Soledad, abrochando una a una la columna de perlas que cerraba el elaborado traje de peau de soie con incrustaciones de encaje. Ella ajustó el cuello de la camisa de Joan, abrochó los tirantes a su pantalón, cerró su chaleco, dio una lazada al plastrón y lo ayudó con el chaqué. Él fue extendiendo sobre la habitación, el pasillo y el salón las cascadas infinitas de tul bordado, antes de colocarlo sobre la cabeza de Soledad. Por último, la coronó con la diadema de azahares.

—Mi Virgen blanca…

Soledad cortó una rosa de su ramo y se la puso en el ojal mientras decía:

—Mi pianista de olas. Aún estás a tiempo de arrepentirte…

—¿Puedo besar a la novia?

Soledad le devolvió en su beso todos los besos retenidos.

—¿Has olvidado que es tu cumpleaños? Ven, te tengo un regalo…

Joan la acercó al piano y se sentó. Sus dedos desenvolvieron una a una las notas de Tristesse. En cuatro minutos de música estaba contenida toda su historia de amor.

Cuando la pieza acabó, se miraron con ojos remotos, en un silencio Inmaculado que atravesó todas sus vidas y los dejó a las puertas de su primera y única ilusión juvenil.

Soledad vio en Joan al hermoso camarero de traje blanco.

Joan vio en ella a su niña del aire… convertida en novia.

—Ya es la hora… —le dijo ella.

—¿Vamos?

La Marcha nupcial empezó a sonar.

Joan le prestó su brazo y Soledad se colgó de él. En su mano llevaba el ramo de novia. Sus pasos, castigados por los años, los llevaron despacio a la cocina; cerraron la puerta tras de sí. Todas las ventanas y los agujeros habían sido sellados.

Sin titubear, las manos de Joan y Soledad entrelazadas, abrieron la puerta del horno; después, empuñaron la llave del gas y la fueron girando hasta llegar al tope. Un vaho ácido empezó a emanar de la cocina.

Joan ayudó a Soledad a acostarse sobre el suelo, y después de componer su velo, se echó a su lado.

—Me regalas tu vida… —le dijo ella, antes de dormir.

—Te equivocas… Te regalo mi sueño.

Se abrazaron fuerte, muy fuerte, para que nadie los separara nunca más.

Sus ojos se cerraron y una sonrisa se dibujó en sus labios.