17

No podía olvidar lo que había visto en el muelle de la Barceloneta. Por más que se esforzaba, Soledad retenía la dolorosa imagen de Joan Dolgut abrazado a aquella mujer. No lograba odiarlo, aunque quería. Ni siquiera podía serle indiferente el destino que su pianista hubiera tomado. Seguía enamorada, incluso más que antes; aunque lo había enterrado todo, el corazón no podía renunciar a llevarlo escondido. Muy a su pesar, estaba condenada a amarlo para siempre.

Jaume Villamarí empezó a frecuentar la quinta de Chapinero con cierta periodicidad, sin caer en el error de mostrar sus verdaderas intenciones. Siempre había una justificación. A veces eran las partidas de ajedrez con Benjamín, que empezaron como un pasatiempo hasta convertirse en verdaderas batallas donde apostaban lo inimaginable; otras, reuniones baladíes con algunos socios del Country, al calor de whiskies y puros, en las que terminaban inventando torneos de golf que nunca llegaban a realizarse. Incluso con sus discos traídos de España, Jaume llegó a aficionar a toda la familia Urdaneta Mallarino a escuchar ópera en casa, a excepción de Pubenza, que desde lo ocurrido en Cannes vivía encerrada en su habitación. Aquellas refinadas audiciones nocturnas, que tenían lugar en el gran salón de la casa, se extendían hasta altas horas de la madrugada, y sus arias de voces transparentes atravesaban paredes y muros haciendo florecer hasta los jardines del vecindario.

Soledad seguía pensando que aquel hombre de ademanes educadísimos era el novio perfecto para Pubenza. Quería que se la llevara de una vez de su casa para no verla nunca más; su primale recordaba su felicidad y su infelicidad; su cielo y su infierno. Volvía a culparla de su desgracia. Si la hubiera ayudado, ahora Joan seguramente estaría con ella. Pero la había dejado sola en medio de su desamparo. ¿Dónde estaba todo el «amor de hermana» que decía tenerle, si cuando más la había necesitado le había dado la espalda? No pensaba volver a hablarle nunca.

Su madre hacía verdaderos malabares tratando de reconciliarlas, sin ningún resultado. Parecía que cuanto más insistía, más abismos las distanciaban. Un día, Soledad Urdaneta la amenazó:

—No sigas… o me perderás, mamá.

A partir de esa frase, Soledad Mallarino decidió ignorar que las dos muchachas no se dirigían la palabra, y enfiló toda su astucia a tratar de que su hija le viera las gracias al catalán.

—Un clavo saca otro clavo, Soledad.

—¿Otra vez con lo del clavo, mamá?

—Sigues siendo una niña.

—¿Porque no pienso como tú?

—El amor no es lo que ves en las películas. Hay que meterle cabeza, hija.

—Entonces, ¿para qué tengo corazón, ah?

—El corazón no te ha traído más que problemas… ¿No crees que ya es hora de que actúe la razón?

—La razón es fría, mamá. ¿Cómo puedes recomendarme eso? ¿De verdad quieres mi felicidad?

—Jaume Villamarí es una persona seria.

—Y yo también; por eso no quiero engañarlo.

—Te enamorarás de él.

—Imposible, mamá.

—Eso mismo dije yo de tu papá… y míranos.

—No me hagas reír. Si lo de ustedes es amor… prefiero verme a monja.

—¿Y matarnos de pena?

—Solo piensas en ti. ¿Alguna vez en la vida, tú y papá han pensado en mí?

Durante el año y medio que siguió, Jaume Villamarí discretamente pasó a ser uno más de la familia. Soledad Mallarino lo adoraba, Benjamín lo veneraba, y hasta los sirvientes empezaron a verlo como el yerno ideal del que tanto hablaba el señor. Siempre había para él un lugar en la mesa y, a pesar de su asiduidad, nunca llegó a hacerse incómodo para nadie. Ni siquiera para Soledad, que fue cogiéndole un auténtico cariño de hermano o tío, aunque eso sí, nunca de novio.

Tuvo que suceder un terremoto histórico, un rugido de odio y descontento que, como lava ardiente, arrastraría a muchos bogotanos, entre ellos a los Urdaneta Mallarino, para que Soledad, contra su voluntad y sin remedio, se enamorara del importador de telas.

Aquella madrugada del viernes 9 de abril de 1948, Soledad se despertó sobresaltada. Una pesadilla de sangre, imposible de recordar con nitidez, la tuvo deambulando entre dormida y despierta por el jardín. No sabía qué sentía, pero el aire premonitorio de desastre flotaba en la helada niebla del amanecer.

No pudo volver a conciliar el sueño, y después de ducharse a la ligera, trató de poner en orden lo que tenía pendiente para ese día.

Seguía haciendo sus recitales de iglesia y ahora ensayaba, con el coro de la de San Francisco, la gran misa de Haydn que estrenarían el primer domingo de mayo, para celebrar el mes de la Virgen.

Había tomado el tranvía contra la voluntad de su madre, que a pesar de saberla mayor, seguía tratándola como una niña y le insistía en que se dejara llevar por el chofer de la casa.

A esas horas, como de costumbre, aquella zona de la ciudad era una masa de bogotanos ilustrados y humildes que trataban, cada uno a su manera, de ganarse el jornal.

Cuando visitaba el centro se sentía parte de aquel bullicio; una más intentando vivir la vida sin ser vista ni juzgada. Le gustaba aquel anonimato de transeúnte perdida; sus omnipresentes padres desaparecían y, por algunos instantes, ella era la dueña de su desapasionada existencia.

Pasó la mañana encerrada dirigiendo el coro, cantando y ultimando detalles y escenografías para el gran día. No volverían a ensayar hasta dentro de dos semanas, y para ese entonces, ya no habría tiempo de modificar nada.

Cuando oyó las campanadas de las doce, las ignoró y no se movió del altar hasta convencer al párroco de cubrirlo todo, sagrario, cristos y santos, con una gran tela blanca para darle énfasis a la imagen de la Virgen la noche del concierto.

Salió de allí al filo de la una y tomó por la Séptima, mezclada entre la gente que a esa hora se dirigía a almorzar. Cuando estaba a punto de cruzar la calle, tres explosiones la aturdieron, dejándola paralizada. Frente al edificio Agustín Nieto, un hombre de abrigo y sombrero caía desplomado. Lo que había oído no eran explosiones, sino tres disparos. Acababan de asesinar enfrente de ella a un desconocido.

Un charco de sangre empezó a empapar el andén y un grito furioso rasgó en dos el aire de Bogotá:

—¡¡¡MATARON A GAITÁN!!!

Al cabo de unos minutos, la calle se había convertido en un hervidero de rabia e indignación. El herido de muerte fue trasladado de inmediato a la clínica Central, mientras la turba enloquecida trataba de desplomar a golpes la entrada de la farmacia Nueva Granada, buscando alcanzar al asesino, que había sido capturado y se encontraba en el interior custodiado por algunos guardias, para lincharlo.

Lo consiguieron.

Los limpiabotas primero, y después toda la muchedumbre, lo apalearon, los unos con sus cajas de embolar y los demás a puñetazos y patadas, revoleándolo por los suelos. Aquel cuerpo ensangrentado, con la ropa hecha jirones, era conducido a rastras por el suelo de la Séptima, acompañado por el griterío que exigía su muerte.

Como surgidos de la tierra aparecían a diestra y siniestra hombres enardecidos, armados de machetes y sed de venganza, que se sumaban a la marabunta y destruían lo que encontraban a su paso. Soledad, paralizada de terror, había sido empujada por aquel río humano y trataba de alcanzar una salida sin resultados. Cuanto más trataba de alejarse, más dentro de la furia se encontraba.

Delante de sus ojos fue volcado el primer tranvía. A este, se sumaron muchos más. A partir de ese momento, todo fue un caos. Las calles habían dejado de ser caminos para convertirse en muros humanos infranqueables.

Entre disparos de francotiradores que desde las azoteas trataban de alcanzar sus objetivos, cientos de manifestantes de toda índole prendían fuego a cuanto edificio gubernamental encontraban en su camino. Asaltantes hambrientos reventaban cristaleras y vitrinas, saqueándolo todo. El comercio estaba abierto a las riadas incontrolables que se hacían a joyas suntuosas, trajes ingleses, abrigos de piel, vinos exquisitos, whiskies irlandeses y electrodomésticos. El desconcierto era general, y el orden público brillaba por su ausencia.

Soledad, que se sentía perdida en medio de tanta rabia enardecida, trató de refugiarse en la primera iglesia que encontró, pero la halló saqueada, con sus puertas abiertas de par en par y sus Cristos y sus santos mutilados, suplicando al cielo.

En medio de su aturdimiento, buscó el almacén de Jaume Villamarí, que se encontraba en plena Octava, y cuando llegó lo descubrió hecho añicos. Los escaparates, reventados a punta de botellazos y martillos, destilaban tufo a aguardiente y desquicio; las estanterías vomitaban retazos arrancados a la fuerza. En el andén, algunos cadáveres parecían dormir envueltos en banderas multicolores: las telas abandonadas. Rollos de sedas chinas yacían por los suelos, pisoteados y arrancados. Un maniquí desnudo colgaba de los cables de la luz.

Confundida entre los escombros y la muerte, Soledad buscó con sus ojos horrorizados en el interior abierto y se encontró con un hombre llorando en el fondo de la tienda: era Jaume Villamarí.

Sin saber si tenía alguna palabra, Soledad abrió la boca, tratando de llamarlo. No pudo. Se había quedado muda ante tanta desgracia presenciada. Su cuerpo temblaba de arriba abajo y por primera vez se dio cuenta de que llevaba el vestido destrozado y había perdido los zapatos en su huida. Se sentía absolutamente indefensa en una ciudad que en pocas horas había desaparecido, víctima de la más loca de las locuras: la rabia. Aquella Bogotá tranquila y perezosa, de chocolates calientes, tertulias y fatuidades, empezaba a llorar lágrimas de sangre.

En la quinta de Chapinero, los terribles acontecimientos del día se vivían con el alma en vilo. Algunas emisoras de radio, que habían sido tomadas por liberales, comunistas y gaitanistas, lanzaban todo tipo de proclamas falsas. En ellas se hablaba del triunfo de la «revolución» que había ajusticiado ejemplarmente a los responsables, empezando por el presidente Ospina Pérez y por Laureano Gómez, conservadores, cuyos cadáveres eran exhibidos en la plaza de Bolívar. En estos comunicados, además, se incitaba a la gente a asaltar ferreterías para que se armaran de machetes, hachas y garrotes, y vengaran a su líder sacrificado.

Las noticias no podían ser más alarmantes. Se hablaba de una guerra de partidos donde el resentimiento social se había cobrado ya decenas de víctimas.

No habían matado solo a un hombre. Jorge Eliécer Gaitán era el sueño de todo un pueblo; un liberal infiltrado en el corazón de los más débiles. Habían asesinado la esperanza de las clases obreras, que nunca habían sido tenidas en cuenta y aspiraban a vivir dignamente. Él era el salvador de los que no tenían voz. Loteros, voceros, limpiabotas, sirvientas, choferes, taxistas, camareros, barrenderos, obreros, la clase de los invisibles, quedaban desorientados y perdidos en la jungla de la incertidumbre. Se les había muerto el padre sin resolverles el futuro.

Él era su caudillo, quien los sacaría de aquel anonimato servil y los encumbraría a la condición de seres humanos.

Se culpaba al gobierno de los conservadores, y la venganza se dirigía a todo aquello que representara el poder y la riqueza.

La anarquía y la violencia se habían instalado en el centro de Bogotá. Habían sido quemados y destruidos el Palacio de Justicia, la Gobernación, numerosos hoteles, edificios, iglesias y centros educativos católicos como el Palacio Arzobispal, la Nunciatura y la Universidad Javeriana Femenina.

En medio del salón, Soledad Mallarino y Pubenza habían encendido velas y rezaban el rosario frente a la imagen de la Virgen para que Benjamín y Soledad regresaran sanos y salvos. Desde que se habían producido los hechos, no habían recibido noticias de ninguno de los dos y ya empezaba a anochecer. A aquellas horas, la servidumbre había abandonado la casa para sumarse al grito de venganza. Se habían quedado solas y desprotegidas.

Los incendios se propagaban descontrolados, vistiendo de luto el cielo; el llanto de la noche empezaba a lavar los ríos de sangre en los que se habían convertido las calles del centro de Bogotá.

Benjamín Urdaneta, que en el momento de los hechos se encontraba en un distendido almuerzo de trabajo, vino a enterarse del asesinato a eso de las tres y media de la tarde. Lo supo porque ya no le fue posible llegar hasta la fábrica.

Una pandilla de maleantes, con botellas de whisky, banderas rojas y machetes en mano, se había interpuesto en su camino, impidiendo que su Cadillac continuara avanzando.

Al grito de «Oligarca, oligarca» empezaron a zarandear el coche hasta volcarlo, con él y su chofer dentro.

La chusma, enardecida por el alcohol, lo sacó a rastras de dentro, antes de prender fuego al vehículo. Aprovechando la confusión, el chofer huyó mezclándose entre la muchedumbre.

—¡Muerte al oligarca! —gritó uno de ellos mientras le lanzaba un escupitajo a la cara.

Benjamín había caído al suelo, víctima de una lipotimia acrecentada por el impacto del ataque. Al verlo desplomarse, el populacho enfebrecido lo creyó muerto y acabó rematándolo a patadas, no sin antes haberle robado cartera, reloj y cuanto pudieron arrancarle. Había quedado gravemente herido; tirado en medio de la calle, indocumentado y desnudo. Sin sus signos externos, Benjamín Urdaneta era uno más dentro del reguero de cuerpos abandonados. A su lado, su Cadillac se había convertido en un amasijo de hierros humeantes.

Algunas horas más tarde, en el desamparo de esa noche lluviosa, su cuerpo fue llevado al anfiteatro, junto con los muchos cuerpos que las autoridades encontraron desparramados por los suelos.

Después de cinco rosarios completos, ni Soledad aparecía ni Benjamín daba muestras de vida. Pubenza y su tía, más que preocupadas, empezaban a estar angustiadísimas. En la sede de Jabonerías y Cererías Urdaneta no contestaban. Se habían cansado de llamar y llamar, sin resultados.

Mientras ellas trataban de comunicarse, dentro de la inmensa fábrica se vivía un espectáculo dantesco. A la luz de los acontecimientos, sus obreros se habían amotinado y destruían enloquecidos cuanto material encontraban. Al cabo de escasos minutos, aquella extensión de muros, maquinaria, parafina, plásticos, aromatizantes, cajas, disolventes, alcoholes y toda clase de material altamente inflamable, ardía.

El incendio se propagaba a una velocidad aterradora, y la manzana, ocupada en su totalidad por la edificación, se había convertido en una masa de fuego que amenazaba destrozar todo el barrio. Delante de los operarios desaparecía lo que había sido, durante largo tiempo, un símbolo de opresión y explotación obreras. Con este acto, vengaban los sueldos miserables que durante años habían recibido de Benjamín Urdaneta, quien, abusando de ellos, se había enriquecido a su costa. La muerte de Gaitán no había sido en vano: los redimía de la opresión de un «cerdo oligarca» a quien detestaban por despótico y cruel.

Jaume Villamarí y Soledad Urdaneta no habían podido llegar hasta Chapinero, pues Soledad se había empeñado en ir hasta la fábrica y buscar a su padre. Las calles empezaban a ser imposibles de transitar sin caer en el peligro de recibir una bala perdida. Desde azoteas y balcones, los francotiradores disparaban a ciegas. El centro estaba en llamas, y entre los escombros de automóviles y tranvías volcados, se improvisaban barricadas. Los muertos en las calles empezaban a ser incontables.

Poco antes de las diez, y en medio de una lluvia torrencial, lograron llegar al lugar.

La mole renegrida todavía ardía, con el letrero agonizante a punto de caer.

—¡Dios mío! —gritó Soledad—. ¡¡¡PAPÁ!!!

Jaume la tranquilizó, ofreciéndole su abrazo cálido. Durante algunos minutos, presenciaron espantados el triste espectáculo.

—Seguro que tu padre está bien… —le dijo Jaume sin tenerlo muy claro—. Deben estar preocupados por ti… Venga, vamos a casa. Se te ve agotada.

Durante horas caminaron abrazados, envueltos en el olor aterrador de la muerte que pisaban y en el silencio que, de cuando en cuando, se rompía por algún disparo suelto. La ciudad humeaba.

Pasada la medianoche, llegaron al portón de Moulin de Rêves.

Al verlos, su madre enloqueció de alegría. Ahora, solo faltaba que regresara Benjamín.

Pero Benjamín no había podido regresar.

A la mañana siguiente, en lugar de en su cama de lino, despertó en calzoncillos rodeado de muertos pestilentes a chicha y a whisky robado. Tenía rotas la nariz, las costillas y quién sabía qué más, pero estaba vivo. Se encontraba sin poder moverse, en el anfiteatro de no sabía qué lugar, en medio de cadáveres ensangrentados que iban a ser sepultados en una fosa común.

Se salvó de puro milagro. Cuando estaban a punto de evacuar los cadáveres, lo oyeron gemir. Durante varios días estuvo luchando entre la vida y la muerte, pues las patadas recibidas le habían destrozado parte del hígado; pero se salvó.

En el largo período de convalecencia, Jaume Villamarí se convirtió en el hijo que tanto había anhelado, encargándose de proteger a su familia y restablecer el orden en la quinta, lo poco que de su fortuna aún se mantenía en pie.

Le quedaban sus fincas, sus ahorros clandestinos, el capital que tenía en el banco, su orgullo pisoteado, pero el desastre le había decapitado la decencia.

Estaba mayor, deprimido, menguado y sin fuerzas para emprender ningún proyecto. Sumando sus haberes podrían vivir dignamente, sin estridencias.

El año después del gran desastre fue para la familia Urdaneta Mallarino una cura de humildad. Lentamente se vieron obligados a prescindir de lujos superfluos, fiestas sin sentido y reuniones pueriles. Los juegos de canasta y bridge, a los que Soledad Mallarino era asidua, se acabaron por culpa de las habladurías de las señoras que los compadecían y los trataban como pobres, aun sin serlo. Los partidos de golf dejaron de importarle a Benjamín, ya que su cuerpo había quedado seriamente deteriorado y cualquier caminata lo dejaba exhausto. Las tertulias de whisky y puro, dada la delicadeza de su hígado, desaparecieron. Pubenza se encerró definitivamente en su silencio, dedicándose en cuerpo y alma al jardín y a los rezos compulsivos. Soledad, que mantenía su voz nítida, salvada incomprensiblemente de sus penas, siguió cantando y dirigiendo cuanto coro y misa aparecían en su camino, sabiendo que nunca olvidaría a Joan… Sabiéndose ausente de la vida para siempre.

Jaume Villamarí, que había perdido su gran almacén, seguía importando telas para la pequeña tienda que le quedaba. Sin embargo, todo había cambiado. Aquella Bogotá que soñaba convertirse en capital de lujo, a la manera europea, se estancaba en el germen que había florecido aquel 9 de abril: la violencia. Las pompas, los despiltarros, las fiestas suntuosas quedaban opacadas por un ambiente turbio de dudas y politiquería. Su futuro en aquel país, que tan bien lo había acogido, empezaba a dejar de ser un sueño. Todavía tenía una pequeña fortuna, que pensaba emplear en crear la familia con la que siempre había soñado y que el destino se había empeñado en negarle; su nacionalidad española, que podía devolverlo a un continente culto que añoraba; y lo que quedaba de su abuelo en Barcelona: un ático fastuoso en el paseo de Colom. Eso fue lo que le ofreció a Soledad el día que se envalentonó y le pidió en matrimonio.

Pero ella no aceptó a la primera. Tuvieron que interceder su padre, su madre y las circunstancias.

—Por el bien tuyo y el de la familia, debes aceptar, hija. Ahora yo no puedo buscarte un pretendiente mejor. Este hombre cuidará de ti… Es lo máximo que podemos pedir. Nosotros ya no somos lo que éramos.

—Tu padre tiene razón, hija. No te faltará nada. —Soledad Mallarino bajó los ojos—. Aunque para nosotros será un sacrificio tu vida en Europa, ahora ya no estamos en condiciones de elegir.

Desde su regreso de París, Soledad se había acostumbrado a la presencia de Jaume Villamarí. Le tenía un cariño y respeto inmensos; era una persona pausada y pacífica que no buscaba otra cosa que hacer felices a cuantos lo rodeaban. Después de lo sucedido el 9 de abril, se había creado una amistad sincera entro ambos. Él entendía sus estados de ánimo y no la atosigaba a preguntas si de repente aparecían sus nostálgicos silencios, que obedecían a su herida de amor incurable. Se sentía más protegida por él que por su propio padre. A pesar de haber notado sus miradas profundas que derramaban amor, de ninguna manera la incomodaban, pues sabía darles la medida exacta. Algunas noches la llevaba al teatro a escuchar zarzuelas, o al cine, sin excederse en sus galanterías. Aunque era verdad que no le provocaba ningún tipo de pasión, empezó a pensar que la vida con Jaume podría ser el discurrir tranquilo de un río sin rápidos. Como estaba mutilada para la pasión y lo único que le quedaba para dar era cariño —tal vez lo que él también solo sabía dar—, le dijo que sí.

Al enterarse de la noticia, Benjamín Urdaneta y Soledad Mallarino enloquecieron de alegría. Olvidando sus recientes restricciones, empezaron a planear la boda con todos los lujos. Emplearon sus contactos más selectos para que fuera el propio cardenal, acompañado por una corte de sacerdotes cercanos a la familia, quien los casara.

Benjamín recuperaba para la ocasión sus alientos perdidos. Volvería a pertenecer a la sociedad, y les regalaría la mejor fiesta que hubiesen visto en su vida, pues no escatimaría en nada.

El enlace se celebraría en la catedral Primada de Bogotá, como siempre había deseado. Haría lo que fuera necesario para que aquella ceremonia se convirtiera en todo un acontecimiento social; invitaría a la flor y nata de la sociedad bogotana… hasta al presidente de la república. Contrataría el coro más refinado y la orquesta más virtuosa, para que aquella noche la iglesia fuera un paraíso de cantos celestiales. Arrasaría con los campos de flores de toda la sabana y con ellas haría una alfombra, para que su hija no llegara a pisar el suelo. Aquellos que después de su desgracia le habían girado la cara volverían a mirarlo con admiración y respeto. Las páginas sociales de todos los diarios se harían eco de tan espectacular enlace; incluso la revista Cromos publicaría un especial de la boda con fotos a página entera.

La fiesta estaría presidida por un suntuoso banquete en los salones del hotel Granada, y a ella acudirían no una, sino las tres orquestas más en boga.

Mientras Soledad era agasajada con despedidas de soltera de tés interminables y se preparaba para la boda asistiendo a las pruebas de su traje de novia, Joan Dolgut ya había contraído matrimonio.

Después de enterarse que Soledad lo había buscado en Barcelona, durante algunos meses le fue escribiendo cartas que daban rienda suelta a sus sentimientos más apasionados, enviándolas a la dirección que se sabía de memoria. Aunque dudaba de que le llegaran, ya que estaba convencido de que serían interceptadas por su padre, quería dejar constancia de cuánto la había amado.

Una vez acabó de frustrarse de nuevo y para no morir de amor, decidió dejarse amar por Trini.

Se casaron en la sacristía de la iglesia de San Cucufate, de la calle Princesa, con dos testigos mudos y sin luna de miel. El sueldo no les daba para más.

Con todo el dolor del alma, Joan se había visto obligado a renunciar a su trabajo de pianista, porque aquel dinero no le alcanzaba para mantener una familia. No quería que su mujer siguiera limpiando los pisos de nadie, y necesitaba comprar una vivienda donde meterse.

Terminó trabajando en un taller de carpintería en la calle Pallare tocando pianos, pero ya no sus teclas, sino las láminas de madera de lo que serían los armazones.

Su vida fue tornándose rutinaria y sin brillo. Solo la alegría de Trini hacía que de repente recordara que todavía vivía. Se había vuelto de poquísimas palabras, y en el barrio no entendían cómo una mujer tan salerosa podía vivir con alguien tan triste.

Mantenía sus visitas al rompeolas, y allí volvía a revivir lo que se había evaporado de su vida. Algunas veces se arrepentía de no haberse lanzado al mar la tarde en que había estado a punto de hacerlo. No le encontraba sentido a nada. A las pérdidas de su madre, de su padre y de Soledad, ahora sumaba la de su piano. Nada podía ser peor.

Sentía que traicionaba el amor de Trini por no poder amarla como ella merecía, con todos los ímpetus de su juventud, pero no podía. Y lo más grave era que ella así lo percibía. Continuamente le preguntaba si no la encontraba atractiva, si no quería hacer el amor porque no quería tener hijos, si no esto, si no lo otro… Anta tantas preguntas, él prefería huir.

Seguía componiendo sonatas, todas ellas melancólicas, y a pesar de escribirlas, nunca las interpretaba. Creía que si volvía al piano recordaría aún más a Soledad. Todavía mantenía su secreto de amor y no pensaba revelarlo nunca a su mujer, sobre todo para no herirla. Le estaba inmensamente agradecido, pues veía cómo se esforzaba en hacerlo feliz. Lo mimaba cocinándole sus platos favoritos, poniéndole música, peinándole los cabellos, cuidándolo a veces como a un niño… Tratando de resucitarle el alma sin conseguirlo.

La tarde del 7 de mayo de 1950 Joan Dolgut la recordaría para siempre.

Estando frente al rompeolas, con su cuaderno de música, un viento huracanado le estalló en la cara empujándolo al suelo. El mar estaba arrugado como nunca, y salivaba aliento de rosas. Hacía años que no sentía aquel perfume. Era el mismo cambio de aire que solo había experimentado junto a Soledad. Sin embargo, esta vez la brisa llevaba mezclado en su trasfondo el olor nauseabundo de la muerte. Aquel aroma alborotado a rosas estaba avinagrado por la desgracia. Le pareció ver flotar entre las olas una novia de encajes blancos que desaparecía en medio de un vómito espeso de despojos marinos, y una corazonada le apagó de un soplo mortal la última sonata que estaba a punto de acabar. A partir de ese instante, Joan nunca volvería a escribir ninguna más. Se había quedado seco.

Sin entender por qué, supo con la certeza inequívoca del amor perdido que Soledad ya no era de él.

Ese 7 de mayo de 1950 también sería inolvidable para Soledad Urdaneta. El día de su fastuosa boda, un cortejo fúnebre le impidió llegar a tiempo a la iglesia. Mientras los invitados murmuraban especulaciones de último momento y Jaume Villamarí desfallecía en el altar pensando que Soledad se había arrepentido a última hora, el coche de Benjamín Urdaneta aguardaba. El tráfico se había detenido, dando paso al desfile ennegrecido. El olor a incienso, el murmullo de rezos y camándulas, y los lamentos de la interminable procesión de deudos se habían colado en el coche nupcial, marchitando el ramo de azahares de la novia y su dudosa alegría.

Había muerto una hermosa joven.

La carroza mortuoria, tirada por seis caballos retintos, desprendía a su paso cientos de pavesas; minúsculas flores negras que profetizaban tristezas. Aquel encuentro sería más que un hecho fortuito. Sin poder evitarlo, un presagio de muerte en vida acompañaría a Soledad Urdaneta hasta el altar y le haría decir el «sí» más triste que había pronunciado en su vida.

A la salida del templo, y ya convertidos en marido y mujer, fueron bañados por una nube de cenizas que enlutó el traje blanco de la novia, convirtiéndola en la novia negra de todos los diarios.