10

Había llegado al piso del Born acompañada por Ullada, quien le había amenizado el camino hablándole de películas, actrices y actores de todos los tiempos. Aurora Villamarí había decidido volver al sitio que había sido el escenario de la muerte de su madre, amparándose en las ganas de tocar de nuevo el piano lisiado que tanto le intrigaba, cuando lo que en realidad necesitaba era volver a sentir ese lugar, un poco para exorcizar el sentimiento de incomprensión que desde el fallecimiento de su madre la acompañaba.

Era la segunda vez que ponía los pies allí, y le parecía que con el paso de los días aquel lugar se había convertido en un santuario contenido de silencios y amor. Al entrar, percibió en la atmósfera el olor de un perfume inconfundible, y un escalofrío intenso la recorrió de pies a cabeza. Ella, que como su madre sabía interpretar las fragancias del aire, estaba convencida de que en algún rincón del apartamento aquel intenso aroma quería expresarle algo. Sin decirle nada a Ullada, se fue directa a la cocina buscando encontrar su procedencia, pero allí solo le esperaba enfrentarse al recuerdo de su madre extendida sobre el suelo. Se quedó evocando su mirada cerrada por el sueño de la muerte y su sonrisa grabada de alegría.

—No se martirice… —le dijo Ullada, adivinando sus pensamientos—. Sus motivos tendrían. A veces no aceptamos los hechos, simplemente porque no los entendemos.

Aurora lo miró con cariño. Ullada tenía razón. Lo único que le faltaba a ella para aceptar la pérdida de su madre era comprenderla, y en eso se basaba su solitaria búsqueda. Quería explicaciones. Frente al horno, ahora cerrado, volvieron a nacerle las congojas convertidas en lágrimas que el inspector quiso enjugar con su pañuelo, y ella, con gesto rápido, se limpió con las manos.

Envueltos en la tenue luz del atardecer volvieron al salón, que aún conservaba intactos los preparativos de la boda. El champán todavía se mantenía en la cubitera, con la etiqueta despegada, nadando en un agua que empezaba a verse estancada. La tarta parecía haberse petrificado en su vestido de azúcar, manteniendo erguida su pareja de novios.

—¿Cómo es posible que ese hombre —Aurora se refería a Andreu— no haya hecho nada por limpiar esto?

Ullada aprovechó para arremeter contra él.

—Andará ocupado comprándose algún yate. Ese tipo de gente no tiene sentimientos, Aurora. He conocido a unos cuantos como él. Son pura basura en bolsa de seda.

Antes de dirigirse al piano, Aurora fue recorriendo el pequeño lugar imaginando a su vieja madre. Si su amor por Dolgut la había llevado a la muerte, ese sentimiento debía ser inmenso. Por un momento se alegró por ella; cuántos a su edad morían de soledad. Su madre, por lo menos a su manera, había encontrado el amor tardío. Llegó hasta la habitación principal, y aunque le costó suponer un encuentro de cuerpos entre ella y el anciano Dolgut, pudo imaginarlos felices.

Ullada la dejó pasearse por todos los rincones. Sabía que una vez hubiera hecho suya toda la estancia, desandando a su manera los pasos de su madre, regresaría y tocaría para él una sonata maravillosa. Entonces sería el hombre más feliz de la tierra. La vio venir por el pasillo con cara serena y le pareció que aquel rostro inmaculado era una Audrey Hepburn mucho más delicada y bella. Ahora no le cabía ninguna duda: se había enamorado de Aurora Villamarí.

La hija de Soledad Urdaneta se sentó en la butaca del piano poseída de música, como siempre le pasaba frente a aquel instrumento. Al levantar la tapa que cubría las teclas, el perfume de su madre besó su rostro con tal fuerza que la cabeza se le fue hacia atrás. Volvió a sentir que estaba con ella; aquello le produjo la primera alegría después de su pérdida. Se quedó aspirando en silencio su aroma, evocando los abrazos infantiles sumergidos en su mullido pecho. Paseó su nariz por el teclado y descubrió que la fragancia provenía del agujero donde faltaba la tecla del fa. Se asomó por el delgado orificio pero no vio nada, y entonces adivinó en aquella perfumada señal que tal vez su madre era feliz sabiéndola allí, tocando el piano de su amado Joan. Comenzó por observar la partitura que descansaba frente a sus ojos. Era una delicada composición escrita a mano directamente sobre el pentagrama, con tachaduras sobre la nota fa que parecían posteriores por el tipo de tinta empleado.

Hizo sonar las primeras notas preparándose para tocarla. Ullada se puso detrás de ella, volviendo a acariciar con sus ojos el interrogante largo y cisneado de su cuello. Imaginó por un segundo que sus labios rozaban aquel espacio de piel desnuda, pero se sacudió el pensamiento; si iba a conquistarla, lo haría de manera delicada. Aurora, ajena a los pensamientos del inspector, se hundió en la música que Joan había compuesto en Cannes para Soledad. Era una canción sobrecogedoramente triste, con un crescendo vibrante y duro. La negación del fa la hacía sonar inconclusa y completa a la vez. Mientras la interpretaba, fue notando una extraña coincidencia. A medida que la melodía crecía en sus manos, el aroma de su madre se expandía en el aire, como si las propias notas estuvieran liberando aquella embriagadora fragancia. Pronto el salón quedó inundado por una cascada de perfume. Ullada lo respiró y su deseo de proximidad se acentuó al punto de llevarlo a acercarse a la pianista hasta casi rozarle el cuello con su aliento. En ese instante se contuvo. Si llegaba a hacerlo, estaba seguro de que nunca más volvería a verla. Aún llevaba el sobre con el antiguo retrato retocado de Joan y Soledad que le habían entregado en la tienda fotográfica y que pensaba darle a Aurora al finalizar la velada, pero cuanto más la escuchaba, más dudaba en dárselo. No sabía qué le estaba ocurriendo; en aquel lugar sus sentidos se turbaban. Parecía como si el ambiente estuviera cargado de amor y fuera inevitable acabar arrastrado en su corriente.

Entretanto, en el apartamento de al lado, y solo escuchar el piano del difunto, Conchita Marededeu había corrido a prenderle una vela a la Virgen de Montserrat, santiguándose compulsivamente mientras rezaba un avemaría por el alma del viejo, que según ella debía andar penando. Era la segunda vez después de la tragedia que escuchaba nítidamente aquella melodía, la misma que los días previos a su muerte su vecino no había parado de interpretar. Ni se atrevió a asomarse, por temor a encontrarse de cara con el fantasma del muerto.

Esa misma tarde, Andreu regresaba en su coche sintiéndose extraño y ridículo, todo a la vez, después de haberse entrevistado con la echadora de cartas; confuso por las predicciones oídas de su boca, y muy humillado por el desplante de Aurora Villamarí. Era la primera vez en toda su vida que una mujer osaba rechazarle algún tipo de galantería, y aquello lo fastidiaba a rabiar. Por más que trataba de olvidar el incidente del bolso, las palabras, y sobre todo su actitud altiva y desafiante, ocupaban su pensamiento. Aunque quería arremeter contra ella, no podía. Tropezaba con aquellos puñales negros que, mirándolo, se le habían clavado no sabía en qué sitio, y le impedían dejar de pensarla sin rabia. Él atribuía el no poder sacarla de su cabeza a la ordinariez del encuentro, pero aquel sentimiento desconocido iba más allá de su racional y metódica conciencia.

Aquella noche el tráfico de la Diagonal era denso; el de su mente también. Sus pensamientos iban y venían sin semáforos. ¿Cuáles eran sus logros? ¿La presidencia de una gran empresa? ¿Sus exitosos movimientos en Bolsa? ¿Sus casas de revista? ¿Su yate de competición? ¿Sus coches de colección? ¿Haberse casado con una de las más grandes fortunas catalanas, una mujer envidiada por todos, menos por él? ¿Haber tenido un hijo que, por debilidad y vergüenza, no llevaba ni su apellido? Su vida empezaba a pesarle de aburrimiento y vacuidad. A pesar de tenerlo todo, últimamente percibía algunas punzadas de soledad que empezaba a diluir en whiskies esporádicos.

Al llegar a su casa, ni los perros salieron a su encuentro. Tita aún no había regresado, y la habitación de su hijo estaba, como siempre, cerrada. Se sirvió un whisky doble y desde el jardín marcó un número en su móvil; al otro lado de la línea le respondió una voz.

—Señor Andreu, dichosos los oídos… —El detective había reconocido el número de Andreu.

—Gómez, lo llamo por una pregunta concreta. ¿Me pareció oírle decir que Aurora da clases de piano?

—Afirmativo, señor Andreu. Clases de piano a domicilio.

—Gracias, Gómez, es todo.

—¿Solo eso? Ya sabe, estoy siempre a sus órdenes. Permítame decirle que sigo averiguando temas y le tengo algunos datos de su abuelo muy interesantes. Cuando quiera…

Andreu lo interrumpió y se despidió a las volandas.

Acababa de ocurrírsele una idea para acercarse a Aurora en transversal. Desde niño, su hijo siempre había querido estudiar piano, y él se lo había impedido con todas las negaciones juntas por temor a que se pareciera a su padre. Ahora empezaba a ver que tal vez aquellas clases les beneficiarían a ambos. Sería una grata sorpresa para Borja y un pequeño regalo para él. Entró en la habitación de su hijo y, al comentárselo, Borja le preguntó:

—¿Estás bien, papá?

—¿Por qué no iba a estarlo?

—Como no querías que pusiera mis dedos en las teclas…

—Pero uno cambia, Borja. Pienso que sería bueno para ti. Menos ordenador y más piano. Qué te parece, ¿ah? ¿Quieres?

—Claro que quiero, papá.

Después de muchos años, Andreu recibió un sentido beso de su hijo. Así se los encontró Tita al llegar.

—¿Me estoy perdiendo algo? —dijo dejando la bolsa de deporte en una silla.

—Mi padre quiere que tome clases de piano.

Tita miró interrogante a su marido.

—Demasiado ordenador, demasiada Play Station —justificó Andreu.

—En eso, tu padre tiene razón.

Andreu le entregó a Tita una tarjeta garabateada con el teléfono de Aurora Villamarí.

—Me han dicho que es una excelente profesora. Llámala. Ya va siendo hora de que Borja cambie de pasatiempos.

Al día siguiente, Tita y Aurora se pusieron de acuerdo por teléfono. Le daría clases dos veces por semana en su propia casa, a las seis de la tarde, y empezaría en quince días; justo al iniciarse el colegio.

Borja resultó ser un alumno ejemplar. Se tomaba las clases con una devoción inusual para un muchacho de su edad. Tenía un oído finísimo y bastaba con marcarle la melodía una vez para que él la repitiera con exactitud y destreza. Nada más verlo, Aurora le había cogido cariño. Nunca sospechó que aquel chico rubio y sensible fuera nada más y nada menos que el hijo de Andreu, el nieto de Joan Dolgut; para ella era simplemente Borja D. Sardá, un pobre niño rico solitario como muchos a los que solía enseñar, con una alma inmensa por verter.

Haciendo caso a las súplicas de su alumno y al pedido expreso de la madre, había pasado a aumentar a tres sus clases semanales. Todos los lunes, miércoles y viernes se encerraba con él en su cuarto, y siempre se le iba volando el tiempo entre escalas y compases, mientras Borja le suplicaba que se quedara un rato más. Algún día Andreu había llegado antes de la hora y desde la puerta, sin ser visto, había observado el hermoso perfil de la profesora y sus alados dedos que sonaban a gloria. Con ella, él también hubiera querido aprender a tocar lo que fuera.

En las últimas semanas se había entrevistado con Gómez, quien había ido ampliándole la información sobre su abuelo. En los pocos archivos que quedaban de la fábrica a la cual este había prestado sus servicios, constaba la contratación de un tal José Dolgut como encargado de la cadena de corte y pulido de maderas, con una nota al margen aclarando su tendencia política. Siendo republicano, cabía pensar que con seguridad había corrido la suerte de muchos de ellos. Últimamente había leído que se estaba recuperando la memoria histórica de aquella época, y era factible que dentro de esa memoria la suerte de su abuelo estuviera traspapelada por los años injustos. A fuerza de interesarse, su historia familiar había ido cogiendo un impulso inusitado, acrecentándole su deseo de saberlo todo. Era como un pasatiempo secreto que llenaba sus días y de manera inconsciente lo acercaba a un mundo donde podía sentirse más próximo a la única mujer que alguna vez lo había inquietado.

Una tarde, mientras probaba su coche nuevo, acabó deteniéndose frente a la puerta del cementerio de Montjuic. Llegó hasta allí sin ninguna idea clara, como si su coche lo hubiera llevado sin pedirle permiso. Decidió adentrarse en el solitario paraje. No había una sola alma caminante entre tantas almas dormidas. Condujo su Ferrari nuevo por entre magníficas esculturas modernistas que adornaban los mausoleos de las familias más ilustres; a lado y lado, ángeles y vírgenes de mármoles chorreados de intemperie parecían darle una muda bienvenida. Sabía dónde estaba sepultado su padre por un plano que le había entregado Gómez con el informe, y aunque no se proponía visitarlo, terminó subiendo la montaña de los muertos hasta detenerse en el lugar indicado. Nunca en toda su vida había puesto los pies en un cementerio, pues de los muertos nunca podría haber sacado nada más que silencio, y estaba claro que, hasta el momento, lo que lo había ido moviendo en la vida era solo aquello de lo que podía sacar algún tipo de beneficio, cuanto más grande, mejor.

Antes de bajar, miró a lado y lado por si acaso lo observaba alguien que para él contara. Subida a una escalera, una vieja sacudía el polvo a uno de los nichos, ignorando su presencia. El silencio de los muertos lo sobrecogió. Caminó entre tumbas, guiado por el pequeño plano, hasta que sus pies se toparon con la doble losa negra grabada con el nombre de su padre y el de Soledad Urdaneta. Sobre el mármol brillante descansaba la última docena de lirios dejada por Aurora en su visita de los miércoles; salvo dos lirios que incomprensiblemente rezumaban frescura, todos estaban calcinados por el sol. Una sola fecha acompañaba a los nombres: 24 de julio de 2005. El día de su muerte. Andreu no sabía qué hacer; de pronto la tristeza se le había enredado al cuello, estrangulándole las lágrimas que se resistían a brotar.

Había amado a su padre, claro que lo había amado, y en ese preciso instante se estaba dando cuenta de ello. Se sentó sobre la tumba y empezó a llorar como un niño chiquito; lloró y lloró hasta que los recuerdos acudieron a auxiliarlo. Su memoria aún guardaba momentos deshidratados. Se encogió en el tiempo y se vio a sí mismo, niño, de la mano de su padre, un domingo de otoño cogiendo el autobús de dos pisos; le encantaba subir por la escalera trasera de caracol y plantarse en primera fila a esperar al cobrador, que con su vestido de pana marrón y su cartera cruzada terminaba arrebatándole el ticket de la mano mientras su excitación infantil crecía a medida que avanzaban por la calle Balmes. Cuando el autobús coronaba la pérgola, sabía que minutos después de tomar el tranvía azul llegaría a la antesala de la felicidad: el viejo bar de mostrador de madera alto, que por más que se empinara él nunca alcanzaba; donde su padre, vestido de rigurosa parsimonia, se bebería el jarabe de grosellas de la Viuda de Esplugas, y él despacharía con hambre un bocadillo de sobrasada que siempre le sabía a gloria, y un Cacaolat calentito que le cortaba el frío.

Lo siguiente era lo mejor: volar en el funicular hasta alcanzar la cima de la montaña mágica, el Tibidabo. Aquel parque de atracciones era algo más que distracciones infantiles; era el lugar donde su padre y él jugaban a ser padre e hijo de verdad, compartiendo un día sin risas, pero unidos; en silencio, pero entrelazadas las manos. Visitando el salón de los autómatas; haciendo mover aquellos personajes sin cuerpo, atrapados en vitrinas a la espera de la moneda para jugar a estar vivos treinta segundos; la Moños, el payaso… Aquel trenecito eterno, que subía y bajaba escarpadas colinas atravesando nevados valles en miniatura, con el cual él soñó todas las noches de Reyes hasta que se hizo mayor y pudo comprarlo, tarde, cuando el sueño ya había muerto y los trenes ya no le hacían viajar… Aquel subir a la atalaya con el miedo en el cuerpo y la seguridad pendiendo de una mano, la de su padre… Mirarse a los espejos que siempre le devolvían distintos padres y distintos Andreus, a cual más deforme. Montarse en el pequeño avión y, en vuelos de mentiras, imaginar una Barcelona a sus pies.

Sí, ahora entendía por qué le gustaba tanto el Tibidabo. Por un día lo hacía sentirse unido a su padre y alcanzar felicidades de cómic. Ni siquiera el peso de la vieja congoja que su padre arrastraba lograba aplastarle esas horas, ya que hasta en ese lugar de alegría su sensibilidad de niño percibía la tristeza de sus suspiros. Lo único era la culpabilidad; con sus ocho años, ya se culpabilizaba de no darle las suficientes alegrías como para que su semblante, por una sola vez en su vida, cambiara. Al regresar del parque todo volvía a ser igual de lúgubre. Odiaba oírlo tocar aquellas sonatas dolorosas que impregnaban la casa de nostalgias.

Cuando su madre vivía, el ajetreo femenino y la radio a todo volumen escupiendo zarzuelas habían mantenido el piano en un mutismo castigoso. Esa había sido la época más feliz de su vida… cuando oía cantar a su madre. Una vez muerta, el maldito piano había resucitado, y con él, la melancolía se había instalado de forma permanente. Por eso había huido, para alejarse de la tristeza que envolvía a su padre, porque tristeza y mediocridad habían terminado siendo para él la misma cosa. Pero lo había querido, tanto que ahora, por más que luchaba por llorar mudo, sus roncos aullidos terminaron compadeciendo a la sencilla mujer que se encontraba lejana, quien, maternal y dulce, acabó acercándose a él.

—Hijo… ¿por qué lloras? A los muertos no les sirven nuestras lágrimas, ¿sabes? Les sirve nuestra alegría, nuestra plenitud. Sabernos felices…, ese es el mejor regalo que podemos ofrecerles… ¿Eran tus padres? —Miró la tumba—. Yo tengo a mi hijo aquí, ya ves, eso sí que es duro… No le tocaba morir, dieciocho añitos… Hoy sería un hombre como tú.

Andreu estaba roto y el pecho anónimo de aquella desconocida terminó recibiendo su dolor de hijo viejo, hasta que las lágrimas se le agotaron y la vergüenza se le desbocó obligándolo a huir sin agradecer ni despedirse. La vieja terminó retirando las flores marchitas del ramo de la tumba de Joan y Soledad, dejando los frescos lirios, de cuyo centro ahora brotaban imparables gotas de rocío que, en diminutos ríos, rodaron por la gran lápida hasta empaparla de frescura. La mujer, antes de desaparecer, observó cómo se alejaba en su rojo y deslumbrante coche aquel triste hombre rico.

Aurora acababa de entrar a la residencia de ancianos. Llevaba semanas visitando todos los días, y sin frutos, a Clemencia Rivadeneira en las pocas horas que le quedaban libres, pues su actividad como profesora le ocupaba la totalidad del día. A pesar de que las breves frases que lograba capturar en sus extravíos arrojaban pocas luces respecto a la relación de su madre y Joan, ella seguía insistiendo. Una de sus mayores virtudes era la perseverancia; de ahí que la relación con su marido continuara muy a pesar del desencuentro de sus cuerpos y sus almas. Las enfermeras, de tanto verla, se habían acostumbrado a sus visitas, y se alegraban cada vez que venía, pues siempre aparecía con alguna delicia exótica; ese día era una bolsa llena de almojábanas que ella misma había horneado siguiendo al pie de la letra las instrucciones del viejo cuaderno de recetas de su madre. Ofreció a las enfermeras algunas, cuidando de guardarle a Clemencia unas pocas, a ver si el gusto a comida colombiana despertaba en la anciana sus sentidos y, en especial, sus recuerdos. Ignoraba que otra persona también hacía averiguaciones y visitaba asiduamente a aquella mujer haciéndose pasar por un sobrino lejano. Con aquel hombre, Clemencia había recordado a Joan Dolgut.

Esa mañana, Aurora, vestida de paciencia y amor, volvía a interrogarla con delicadeza.

—Soledad te manda recuerdos, dice que pronto vendrá a verte. Te manda estas almojábanas para que las tomes con un cafecito. —Se lo dijo pensando que, tal vez devolviéndole la vida a su madre, Clemencia reaccionaría sin los dolores de las últimas visitas. El olor que desprendía la bolsa la llevó a reconocer en Aurora a Soledad.

—Te quedaron muy buenas, mija. ¿Has venido con Joan?

—Se ha quedado tocando el piano. Dice que pronto vendrá a verte.

—Ya vino, el otro día… y estuvo toda la tarde conmigo.

Aurora se sorprendió y continuó llevándole la idea.

—Qué bien. ¿Y qué te dijo…?

—Le pregunté por ti… y por tu hija. Ya le dije que la próxima vez toque para mí una sonata de las buenas… ¿Ya le ha dicho a su hijo que se casa contigo? Olvidé preguntárselo.

—No, aún no.

—No me extraña. Ha vivido tan despegado de su padre… ¿Y tú? ¿Se lo has dicho a Aurora?

—No me atrevo.

—Debes hacerlo, es buena hija.

Con el último mordisco a su almojábana, su identidad se evaporó adentrándose en su túnel de nada. Aurora miró la bolsa y se arrepintió de haber repartido aquellos panecillos tan especiales entre las enfermeras. Se despidió de la anciana con un beso, acariciándole el cabello. Volvería con otras ricuras colombianas. De momento, las almojábanas habían sido milagrosas; le habían abierto los recuerdos a la entrañable octogenaria; ahora había quedado intrigada. ¿Sería verdad que alguien había visitado a Clemencia? ¿Y ese alguien, quién podría ser? A la salida preguntó como si nada a la encargada, que buscó en el libro de registros, confirmando no una, sino varias visitas, cada una de ellas realizada con intervalos de una semana. Al pedirle el nombre del visitante, la recepcionista se negó a dárselo. Por respeto a los ancianos, y salvo a familiares directos, le estaba prohibido desvelar la identidad de las personas que iban a ver a los pacientes. Aquello no era una cárcel, sino una casa respetable, le dijo, una especie de hotel de lujo donde acudían a pasar los últimos años de olvido los mayores, ya ignorados por la sociedad y con fortunas aún por gastar. La mujer se había guardado bien de preservar el dinero que todas las semanas recibía de manos del elegante visitante.

Andreu había empezado a ir cuando Gómez le había revelado la existencia de la anciana y su condición de amiga íntima de Soledad; era un tema que quería llevar él solo, personalmente…, como lo estaba llevando Aurora. Desde el primer momento, y dada su pinta de hombre adinerado, la sebosa recepcionista de la residencia lo había recibido prácticamente con honores. Se creyó todo lo que él le dijo apenas le vio el billete doblado de quinientos euros que le extendió mientras la saludaba. Contestó a todas sus preguntas y hasta le facilitó datos que no le había pedido, como el ritmo de visitas que llevaba Aurora y sus horarios. La primera vez lo acompañó servil hasta el salón de visitas más exclusivo, instruyéndolo en el manejo de la enfermedad y en la manera como debía abordarla. No tuvo necesidad de aplicar ninguna técnica. Nada más verlo, Clemencia Rivadeneira lo reconoció y lo llamó Joan. Sus intensos ojos selváticos le jugaban una mala pasada; volvían a levantar de la tumba a su padre. Aunque siempre lo hubiera negado y hubiera luchado por no parecerse físicamente a él, sus genes paternos habían ganado la batalla; cuanto mayor se hacía, más se le parecía. Ahora aquello le servía para seguirle la corriente a aquella viejecita chupada que parecía abarcar todos los recuerdos en su mirada bañada de lejuras. Casi no tuvo tiempo de prepararse para el diálogo que vendría.

—Joan, me tenías abandonada. ¿Cómo puedes olvidarte de tu madrina de bodas, ah?

Lo abrazó con dulzura, como si lo quisiera mucho. A Andreu le gustó ese contacto casi maternal con olor a jazmines. La viejita era elegante y refinada, y además olía a madre ausente. Después de un largo silencio, cuando se repuso del improvisado abrazo, habló:

—¡Ay, Clemencia! El olvido es una palabra muy pesada. Ni se te ocurra mencionarla porque corremos el riesgo de que nos caiga encima.

—¿Hoy no vino Soledad?

—Tenía ensayo de coro. Ya sabes… —Se sabía al derecho y al revés el informe que Gómez le había dado.

—¿Ya has visto a Aurora?

—Es hermosa… —Andreu recordó su rostro de pétalos volados.

—Y toca igual que tú. Yo la he oído desde chiquita acariciar el piano tal como tú lo acaricias… amándolo. En eso es igualita a ti.

En ese preciso instante, un puñado de periquitos bullangueros se posaron en el alféizar de la ventana, con una algarabía roja que chamuscó la memoria de Clemencia hasta convertirla en humo negro. Volvió a mirar a Joan, esta vez con ojos despepitados.

—¿Quién eres?

—Soy Joan.

—¿Joan? No conozco a ningún Joan… —le gritó asustada—: ¡VETEEE!… ¡VETEEE!

Los gritos alertaron a las enfermeras, quienes terminaron calmando a la anciana y a Andreu, que había quedado petrificado de la impresión. No le habían advertido de esas escenas de desorientación y violencia; solo le habían hablado de la desmemoria y el silencio. Trató de mantener la calma y finalmente, cuando se serenó del todo, volvió a acercarse a Clemencia, que lo miraba en silencio con sus ojos amnésicos, abiertos pero cerrados… Se había ido. Besó su mano y desapareció con una desazón enfermiza en el cuerpo que lo enmudeció el resto del día.

Esa fue la primera vez. Luego vinieron otras, más seguidas, más jugosas, aunque nunca había logrado que la conversación volviera a sus inicios, que la anciana le hablara de Aurora.

Ahora sabía más cosas de su padre interpretando, en el cariñoso equívoco de Clemencia, los sentimientos que nunca hubiera imaginado que su progenitor pudiera llegar a inspirar. Fue en esas visitas donde su amor de hijo comenzó a revivir a pedacitos, donde, a punta de adoptar el papel del padre, reaprendía a amarlo. Sabía con seguridad que este había sido feliz los últimos meses de su vida y que había amado intensamente a la mujer muerta. Clemencia se había encargado de desvelarle a trozos episodios de delicado romanticismo. Por lo que intuía, su padre había sido un refinado compositor anónimo de cuyas partituras podrían haber nacido los conciertos más hermosos; una malograda figura de la música que él podría haber patrocinado sobradamente siendo, como era, uno de los grandes benefactores del Gran Teatre del Liceu y del propio Palau de la Música. En uno de sus desvarios concretos, Clemencia le había contado que existían por lo menos doscientas partituras inéditas que habían ido a parar quién sabía dónde, todas compuestas por su padre e inspiradas en el amor de Soledad. Ella decía haber escuchado algunas, y lo comparaba con Chopin en lo romántico y con Beethoven en lo dramático. También le había hablado de un transatlántico que recorría el mundo con él dentro, pero eso se le había quedado en una nebulosa de difícil ubicación. A veces pensaba que era posible que todo lo que le contaba no hubiera existido nunca, pero como no tenía de qué más agarrarse, prefería seguir creyendo en ella. Además, aquellas visitas se le habían convertido en un compromiso inaplazable; una rutina semanal que lo descomprimía de los avatares empresariales, con sus juntas, cócteles, reuniones y politiqueos. Sentía el afecto de aquella viejecita, y eso, sin saberlo, le encantaba… Se sentía querido.

Ese año, el otoño había entrado temprano, con su aliento naranja, premiando con monedas de oro a quienes aún insistían en buscar el sol en bancos de parques y terrazas voladas. En la residencia de Bonanova pronto clausurarían el patio, y los viejos presenciarían, con las mantas sobre sus reumáticos pies, el escurrir de la vida por los grandes ventanales. Las lluvias lavarían otras soledades, los árboles se desnudarían frente a sus asmáticos ojos, un olvido calentaría otro olvido, y ellos, anhelantes, aguardarían la caricia perdida, como los niños pobres soñaban con reyes que nunca llegaban de Oriente. Las visitas se espaciarían, y la Navidad les dejaría algún regalo inservible que calmaría culpabilidades de familiares desalmados. La única que no notaba el paso del tiempo y seguía recibiendo visitas religiosamente era Clemencia Rivadeneira.

En lo que quedaba de año, Aurora y Andreu, cada uno por su lado, no dejaron de visitarla; ella se les había convertido en fuente de amor, amnesia y datos. Aurora había descubierto la fórmula de despertar sus recuerdos, agasajándola con delicias colombianas que desperezaban sus papilas gustativas, estimulándole las salivas del recuerdo; preciosas anécdotas vividas junto a su madre, algunas de ellas de una confidencialidad juvenil y sonrojante. Un día, mientras bebía el chocolate caliente que le había traído en un termo y saboreaba a cucharaditas el queso derretido del fondo de la taza, Clemencia le dijo:

—Amor sin besos es como chocolate sin queso…

Entonces, Aurora le contestó una frase que le había oído decir a su madre: «Y amor sin sesos es como huevo sin sal».

—¿Sabes, Soledad? Lo que más extraño de mi Eliseo son sus manos ganosas metiéndose por mi falda hasta encontrarme la… flor. —Al decirlo rio como niña que sabe que ha hecho una pilatuna—. Hum, nos amamos con arrebato hasta que sintió los pasos de Toña la Negra. —Se refería a la muerte—. Eso sí que era amor, no lo que se ve en esa caja boba. —Señaló la televisión—. ¿Y tú? ¿Para cuándo vas a dejar el amor? ¿Para cuando te coman los gusanos? ¡Arranca de una vez!, que el tiempo es un gallinazo que nos roba a picotazos la vida. ¿Te queda un poquito más? —dijo, tendiéndole la taza—. Está buenísimo.

Aurora sabía que para mantenerle vivas sus evocaciones lo último que podía faltar era la ñapa; por eso siempre traía doble ración, pues cuando terminaba la degustación, desaparecía inmediatamente la memoria.

Clemencia continuó paladeando y hablando.

—Fíjate cómo lo encontraste y cuánto tardaste. Has esperado toda la vida para tenerlo. Ay, mijita, serías una pendeja si no lo disfrutaras. Por ejemplo, ahora estás perdiendo el tiempo conmigo. ¡Vete! No dejes para mañana lo que puedas amar hoy. ¿La próxima vez me traerás esponjado de curaba? —preguntó, glotona.

—La próxima vez te traeré lo que quieras.

—No les des a ellas —señaló a las enfermeras—, son unas tragonas. Me lo quitan todo.

Así eran sus visitas a la residencia de ancianos. Pedacitos de historias donde faltaba la mejor parte, la parte de Soledad. A pesar de ello, Aurora empezaba a intuir que su madre conocía a Joan de antes… de mucho antes, y eso tenía que ver con las maravillosas sonatas que había compuesto aquel anciano.

Continuaba yendo todas las semanas al apartamento de Dolgut, donde Ullada la esperaba para su exclusivo concierto semanal. Se habían hecho amigos mudos, con una complicidad que los reunía sin citas concertadas. Ella, la pianista, y él, salvo cuando se presentaba algún imprevisto policial, su fiel público. El día del primer concierto a solas, Aurora había encontrado en la butaca del piano un fajo de partituras inéditas que eran una verdadera joya del virtuosismo musical. Estaban realizadas sobre papel corriente con pentagramas trazados a mano en líneas prácticamente evaporadas por el tiempo. Cada nota había sido tejida de manera que el fa se hacía notar en su ausencia premeditada. Cada concierto consistía en resucitar una de ellas y hacerla vivir en el piano.

Había días en que Aurora percibía a su madre tan nítidamente que solo le faltaba abrazarla. Su perfume había ido capturando toda la estancia; estaba en el piano, en el aire, en la cocina, en las habitaciones, en las notas que volaban en el aire. Era como si esa música estimulara su presencia, como si la llamara. Aquel era el único lugar en que sentía que su madre aún vivía, y así como ella se convencía de que su madre estaba en aquel lugar, los vecinos del Born vivían sugestionados con la idea de que el espíritu de Dolgut rondaba su piso y hacía sonar su piano. Se había creado un grupo de oración para rogar por su eterno descanso, y Conchita Marededeu había mandado decir una novena de misas en su nombre. Eso sí, nadie se atrevía a acercarse a la puerta, ni a husmear, lo cual facilitaba los encuentros entre Ullada y Aurora, quien, fascinada por el descubrimiento de aquellas partituras y la percepción que de su madre tenía en aquella casa, había optado por mantenerlos, por lo menos hasta agotar en el piano las doscientas sonatas y hacerlas sonar completícas.

Por su lado, Ullada seguía llevando en cada una de esas citas el sobre con la foto de Soledad y Joan, y aunque se prometía a sí mismo entregársela al final de la tocata, cuando estaba a punto de hacerlo, el temor a perderla se lo impedía. Aurora le trastornaba la conciencia de una manera respetuosa e irrespetuosa a la vez. Se había ido enamorando como un niño de su vaporosa belleza y bondad interior, y cuanto más cercana la sentía, más lejana la veía. Se creía muy inferior; a pesar de saberla de su misma clase social, estaba a años luz de alcanzarla en profundidades y reflexiones. Iba conformándose en ser el silencioso portador de la llave que la conectaba con su madre y ese espiritual y mágico ambiente. Porque a él también le estaba pasando lo mismo en aquel lugar; percibía no solo la total presencia de aquellos ancianos enamorados, sino, por encima de todo, la inconfundible omnipresencia del amor absoluto. Cuanto más iba, más quería ir.

Gómez, que seguía con su labor detectivesca, estaba al tanto de aquellas infiltradas de Aurora y Ullada al apartamento de Dolgut, y nada más darse la primera visita clandestina se lo había comunicado a Andreu, quien había hecho caso omiso a la espera de ampliar la información, que, poco a poco iba cogiendo consistencia. Sabía a qué iba Aurora al piso de su padre, pues el detective, que lo observaba todo desde una pequeña rendija, no había omitido ningún detalle a la hora de narrárselo. Lo consideró tan bello que, permitirla entrar, aunque fuera de manera tan ilegal, terminó por convertirlo en un regalo tácito a aquella volátil mujer de la que, salvo su ropa barata, todo le parecía perfecto.

Lo único que no acababa de entender de toda esa historia era la presencia del inspector, pero ahora nada le corría prisa. Iba descubriendo que los comportamientos humanos distaban mucho de corresponder con lo que revelaban las apariencias. Desde que había empezado aquella búsqueda de la verdad sobre el pasado de su padre, se sentía disparejo. Su vida había adquirido pinceladas nuevas; no sabía cómo clasificarlas, pues eran sensaciones totalmente diferentes de las establecidas, primero solo y más adelante con su mujer, a quien desconocía por completo salvo en lo referente a citas, clubes y manipuleos de sociedad. Se daba cuenta de que, en realidad, últimamente le importaba un pepino lo que esta hiciera o dejara de hacer, siempre y cuando no afectara la imagen que proyectaban al exterior. Y cuando decía al exterior se refería sobre todo a su suegro, quien a pesar de la boda y de los años, seguía teniendo la sartén del dinero por el mango. Se había casado —o mejor dicho, lo habían casado— con Tita en estricto régimen de separación de bienes, y eso él lo llevaba inscrito en la mente en letras de molde.

Con su mujer, en los últimos meses prácticamente ni se habían rozado, exceptuando cuando ella lo decidía, y eso ya no ocurría casi nunca. Entre las sábanas, sus cuerpos parecían de cemento helado, pero él hacía como que no se enteraba. Mientras, ella aprovechaba para floretear a su amante con caricias y regalos cada vez más salidos de madre. Las clases de piano que Borja estaba tomando le habían ampliado a Tita el horario de llegada a casa, y si antes se preocupaba un mínimo por regresar, ahora ese mínimo había desaparecido. El pasatiempo de su hijo era su salvoconducto; incluso llegó a ofrecerle más dinero a Aurora con tal de que aquellas clases se alargaran más de lo convenido.

Andreu, que a sus habituales trajines de trabajo y sexo pagado había ido anexando sus periódicas charlas con Clemencia, sus citas con Gómez y sus visitas al cementerio, ahora se le había convertido en un verdadero compromiso llegar a casa, por lo menos una vez a la semana, antes de que terminaran las clases de piano para espiar desde la puerta y a prudente distancia a la mujer de viento alado.

Su hijo progresaba a una velocidad increíble. Desde que había empezado con Aurora a recordar la escala musical, de eso hacía ya casi cuatro meses, había pasado a tocar él solo, sin la ayuda de su profesora, piezas completas. Si bien era cierto que aquellas sonatas eran sencillas, eso no desmerecía el virtuosismo que su hijo demostraba. Se lo veía poseído por aquel instrumento, en un éxtasis de pianista antiguo que contrastaba con la modernidad de su ropa y sus Nike aerodinámicas.

Una tarde de lunes, Andreu había asistido en secreto a una conversación entre profesora y alumno.

—Cuando pongas tus manos sobre el piano —le dijo Aurora a Borja—, piensa que acaricias un pájaro; que solo tocas sus alas con las que luego ha de volar. El deberá percibirte lo máximo como para sentirse querido, y lo mínimo para saberse libre. Las yemas de tus dedos deben pulsar las teclas como si fueran puntos de amor a estimular… no a lastimar, ¿comprendes?

—No entiendo tu lenguaje, Aurora…

—Tal vez porque aún no has amado a una mujer. ¿Has tenido alguna vez en tu mano un gorrión? Si lo has hecho, habrás sentido su pequeño corazón agitado por el miedo… y al abrir la mano y liberarlo, el cosquilleo del batir de sus alas impacientes de libertad.

—Pero las teclas no están vivas.

—Claro que lo están. Tus caricias les dan la vida.

—¿Tú crees que uno se puede enamorar de un piano? Porque yo siento que amo este piano. Mis padres no lo saben, pero… ¿Sabes lo que hago en las madrugadas, para no despertarlos cuando duermen? Toco el piano sin sonido.

—¿Quieres un secreto? Yo también lo hago, cuando me entran ataques de amor a mi piano a horas inadmisibles. El truco consiste en cerrar los ojos sobre las teclas e imaginar su sonido cuando pones sobre ellas tus dedos volados… sin tocarlas.

—Es lo que yo hago.

—Serás un pianista de los de verdad. ¿Sabes por qué? Porque incluso en las negaciones lo sabes querer. Y un buen pianista ama a su piano por encima de todos los obstáculos… incluso el más duro: el silencio.

—Anoche sentí que el piano me poseía. Mira… —Borja sacó de su cuaderno de pentagramas una hoja con apuntes de notas musicales y se la dio a su profesora.

—¿Esto lo has hecho tú? —Aurora lo estudió con calma. Era una pequeña pero perfecta composición musical.

—Sí. Cuando lo tocaba sin sonido me salió esta melodía que aún no he probado en el piano por miedo a que no suene como sonaba en mi cabeza. Era… celestial.

—Es fantástica. Si en tu cabeza sonaba celestial era porque tu alma había conectado directamente con las notas… Déjate ir de alma y tócala, te sonará igual… Venga, Borja…

Aurora lo empujó con suavidad. El muchacho cerró los ojos delante de su piano y su alma tocó.

Unas notas lánguidas y puras acariciaron los sentires de la profesora hasta hacer llorar su corazón. Recordó las sonatas de Joan Dolgut. Aquella melodía arrastraba una delicadeza idéntica a la del anciano.

—Es bellísima, Borja. —Lo besó con dulzura de madre—. El miércoles te traeré un tesoro. Las sonatas compuestas por un ser maravilloso que aún tengo que descubrir.

—¿Chopin?

—No… —Aurora le sonrió—. Un hombre anónimo, con una sensibilidad extraordinaria; alguien que un día será reconocido por el mundo, aunque esté muerto.

—¿Y para qué sirve componer si nadie te escucha?

—Para ser feliz. ¿A que fuiste feliz escribiendo esto? Esa felicidad que ya has tenido no te la quitará nunca nadie.

—¿Y si se burlan de mí?

—Los que se burlan no saben de tu alegría. Son pobres de espíritu porque no tienen su sueño personal. Y tú lo tienes.

—¿Y si los que se burlan son tus padres?

—Aprenderán de ti a descubrir las alegrías verdaderas. Nunca te des por vencido. Es a ti a quien corresponde luchar por tu sueño… Y para luchar por algo, primero tienes que creer en ese algo con mucha fuerza, con mucho amor.

Al oír la última pregunta de su hijo, Andreu sintió una vergüenza inmensa. Desde que había presentido sus dotes de pianista, no había dejado de combatirlo, negándole con alevosía la posibilidad de crecer como músico. Estaba haciendo de su hijo un desdichado jugador de juegos de ordenador y un triste niño rebosante de inutilidades de moda. Lo había escuchado interpretar en el piano su primera composición, y la piel de su alma por primera vez se había erizado. Había descubierto con su hijo una sensación de no ser solo cuerpo, de que dentro, había un algo que podía emocionarse sin ningún interés monetario ni de conveniencia.

Desde la ventana, Andreu la observó alejarse. Como si llevara alas en los pies, su ligero cuerpo no dejaba huellas en el césped perfectamente cortado. Su cabello se giró en un gesto sutil que dejó al descubierto dos negros soles brillantes que lo miraron sin verlo. Ella había sentido su mirada y se había vuelto, buscando entre persianas oblicuas la fuerza deseosa que dos vegetales y selváticos ojos le habían enviado.