18
Regresaron de Colombia más unidos y enamorados que nunca. Andreu Dolgut y Aurora Villamarí permanecieron en Bogotá solo lo justo; una vez visitado el lugar que tiempo atrás había albergado la fábrica de Jabonerías y Cererías Urdaneta, donde ahora se levantaba un gran centro comercial, se dieron cuenta de que su tiempo como buscadores de pasado había acabado y empezaba el tiempo de los dos.
En Barcelona los esperaba una realidad que, si no la modificaban ellos, se quedaría como estaba.
Después del viaje, lo primero que hizo Andreu fue reunirse con sus abogados y encargarles formalmente su caso. Su divorcio se había convertido en un objetivo de primer orden.
—Cuando se negocia, tú lo sabes mejor que nadie, hay que tener fuerza, Andreu —le dijo uno de ellos.
—Y tal como están las cosas, con aquellas capitulaciones firmadas, de tu divorcio no sacarás ni un duro —remató el otro abogado—. Necesitas tener un as en la manga.
—¿Y la infidelidad de mi mujer?
—¿Tienes pruebas?
—Ninguna. Pero yo la vi con mis propios ojos salir de un edificio y despedirse de su amante.
—¿Puedes probarlo?
—¿Quieres decir… si tengo fotos o un video, o alguien que pueda atestiguarlo?
Los abogados asintieron.
—No.
—Pues sin pruebas, no tienes nada. Si te vas por las buenas de la empresa, te irás prácticamente con las manos vacías… Y si te despiden…
Andreu lo cortó en seco:
—No me lo digas. Con mi contrato de alta dirección solo me darían seis días por año trabajado; una miseria. Ni hablar. Quiero las acciones a las que tengo derecho.
—Dadas las circunstancias y con quien te enfrentas, lo mejor que puedes hacer ahora es conseguir unas pruebas contundentes. Se llama chantaje, querido amigo. A los que van de apellido, cuanto más suena más les duele el escándalo.
—¿Crees que podrías conseguirlas? —preguntó uno de ellos—. Podríamos ayudarte. Tenemos…
Andreu lo interrumpió:
—De eso me encargo yo. Conozco un detective que ya me ha hecho algún trabajo y lo hace bien.
Solo salir del edificio, Andreu llamó a Gómez. Se verían en una reunión de emergencia esa misma tarde.
Se encontraron en el interior del bar Sandor, en la esquina de la plaza de Francesc Maciá. En las últimas semanas, el detective había ido avanzando todo lo que concernía a la exhumación de los restos de José Dolgut. Había visitado varias veces el lugar con los expertos en excavaciones, quienes habiendo analizado el terreno y calculado las dimensiones, le habían hecho un estimado de la operación. Faltaba el permiso del gobierno, pero estaba convencido de que si Andreu lo financiaba todo y hacía la petición personalmente, no tendría por qué haber dificultades.
—Lo del permiso de la Generalitat lo pongo en marcha inmediatamente, Gómez. Quiero felicitarlo por su eficiencia, ¿y qué mejor felicitación que encargarle otro caso?
—Señor Andreu, usted sabe que puede contar conmigo para lo que sea… ¿Algún contratiempo en su empresa? —Por un momento, el detective pensó que entraría en el negocio del espionaje industrial.
—No, Gómez. Quiero que con este trabajo se luzca. Si lo hace bien, es posible que empiece a plantearme contratarlo en la empresa. Ahora lo necesito para que me consiga las mejores pruebas… no escatime en gastos. Quiero videos, fotografías… Si tiene que alquilar por días algún piso para situarse en el mejor lugar…
—De verdad, me tiene intrigado, señor Andreu. ¿De qué se trata?
—De infidelidad. Mi mujer… necesito que la coja in fraganti. Quiero que averigüe el nombre de su amante, su ocupación, su estado civil, pero sobre todo que consiga unas imágenes comprometidas… ya me entiende, Gómez. —Lo miró remarcando la intención—. Si lo hace bien, le compensaré… Usted me conoce…
Andreu le dio la dirección del piso del amante, la de la torre de la avenida Pearson; el modelo del coche de Tita, su matrícula, varias fotos de ella en el último verano y con sus últimos retoques de quirófano, todo para que empezara cuanto antes.
De ninguna manera quería que abandonara los trámites de su abuelo, pero tenía que ponerse en marcha inmediatamente. De su agilidad dependía el recibir un mayor beneficio metálico.
—Concéntrese, Gómez. Y empiece ya. Aquí tiene, para que se le abra el apetito.
Andreu sabía cómo incentivarlo; sacó del bolsillo de su americana un sobre repleto de euros y se lo entregó. Gómez zanjó la conversación, como siempre hacía cuando le encargaban un caso.
—Confíe en mí, señor Andreu. A nadie ha defraudado Rigoberto Gómez. Detective de familia, infidelidades, asuntos legales, sucesiones, plagios…
—Gómez, pare ya. ¿Hasta cuándo me va a soltar el mismo rollo?
El detective se permitió una sonrisa antes de marchar, que Andreu le devolvió.
En el piso de Pedralbes, Massimo di Luca y Tita Sardá revisaban los planos que habían traído de Los Angeles. Los días en Saint-Barth y luego en California habían sido espléndidos. El proyecto del gimnasio era una auténtica maravilla de lujos y comodidades exquisitos. La fachada de titanio tenía un toque gerhyano, pero se distanciaba del estilo del arquitecto americano en que las formas, en lugar de ser onduladas, eran marcadamente angulosas. La obra tardaría dos años. Ahora faltaba lo más importante: la aprobación del padre de Tita.
—No te preocupes, amore —le dijo ella, mordisqueándole la oreja—. Ya verás como todos te aceptarán. Tienes tanto glamour… eres tan cool…
—Diavoletta mia… —Massimo se abalanzó apasionado sobre ella, reventándole la camisa; los botones saltaron por el parquet.
—Qué violento eres… Hum… sigue, malvado…
—¿Te gusta así? —El italiano le arrancó el pantalón de un tirón y la arrinconó contra el gran ventanal del salón.
Al otro lado, desde el edificio de enfrente, el primer clic…
Tita jadeaba. Se había quedado en bragas y sujetador. Las manos de Massimo levantaban con fuerza los extremos de su tanga, consiguiendo que este se metiera entre su sexo hasta hacerla mojar… Clic…
El tanga se metía y Tita gemía… Zoom y clic…
Hasta que Massimo se quedó con dos jirones negros en las manos… Clic…
El italiano la puso de cara al cristal y desde atrás la fue embistiendo… Enfoque a rostro y clic… Los senos de Tita se bamboleaban aguantados por el sujetador a punto de caer. Los pezones se desbordaban erectos… Clic…
Cambio de posición.
De estar de pie, ahora Tita era sometida a ponerse de rodillas…
—Bruto… eres un bruto maravilloso…
—De rodillas o te castigo. —Massimo sacó un pequeño látigo con empuñadura de cristales que brillaban con los rayos del sol.
—Castígame, demonio. —Tita se había puesto a cuatro patas.
Massimo le dio en las nalgas… Clic, clic…
—Así, amore. Así… —Tita gritaba enloquecida.
El amante, de rodillas, le introducía toda su fuerza… como un potro salvaje… Clic…
Una y otra vez… Clic, clic…
Hasta quedar exhaustos en el suelo, el cuerpo de él sobre la espalda de Tita. ¡Clic! ¡Clic! ¡Clic!
Las tenía. Gómez había ido capturando toda la secuencia sexual desde su cámara digital, y además la había grabado en un video colocado sobre un trípode. Solo habían pasado diez días desde el encargo y ya tenía un jugoso material. Había sido facilísimo. Andreu lo felicitaría, y eso significaba más euros en su bolsillo y un porvenir en el espionaje industrial, en una de las mejores empresas catalanas.
Corrió a prepararlo todo, ampliaciones y copias en papel desde su ordenador y en DVD, por si acaso Andreu quería verlo en pantalla panorámica… y ponerse cachondo, tal como él se había puesto mientras los fotografiaba.
Andreu y Aurora habían pactado no volver a verse hasta tanto no hubieran solucionado sus temas maritales y, aunque se echaban de menos con íntima urgencia, lo cumplían a rajatabla.
A Aurora le estaba resultando muy difícil plantearle a su marido el tema de la separación, y no porque él siguiera enamorado, pues ambos estaban convencidos de que el amor hacía rato que se les había largado, cansado de vivir entre tanta rutina. El tema fundamental era otro. La familia debía permanecer unida a toda costa. Ese era el caballo de batalla de Mariano Pla cuando criticaba los divorcios de otros. «La familia que cena unida permanece unida», era su frase favorita cuando, por algún motivo, alguno de los tres no aparecía a tiempo a la hora de cenar. No había reflexión ni argumento, por más sensato que pareciera, que lograra derrotar su tozudez.
Lo de no dormir con su mujer le daba igual. Ni la deseaba ni no la deseaba; ese no era el tema. Después de tantos años de casados, ¿qué pareja seguía sintiendo los arrebatos que mostraban los culebrones de la tele? Estaba dispuesto a pactar lo que fuera con tal de que no se rompiera aquello de «cenar en familia». Se habían casado para toda la vida, y eso era un compromiso muy serio como para querer romperlo así como así de la noche a la mañana. Una unión bendecida por Dios no podía romperse. «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre». ¿Adonde habían ido a parar los principios de su mujer?
—Quiero el divorcio, Mariano.
—Aquí no se trata de lo que quieras, sino de lo que puedas. No puedes pedir el divorcio porque te has casado conmigo para toda la vida. ¿No te acuerdas? «Hasta que la muerte nos separe»… —Se quedó pensando—. Vete si quieres, con tu mala conciencia, pero a Mar me la quedo yo.
—No metas a la niña en esto.
—La estás metiendo tú. ¿O crees que destrozándole a su familia no te estás metiendo con ella?
—¿Le has preguntado alguna vez a tu hija cómo se siente en esta familia… modélica?
—¿Hay que preguntárselo cuando se la ve tan feliz?
—¡Ay, Mariano! ¿En qué mundo vives? Yo he hablado con ella y… ¿sabes qué me ha dicho?
—Te lo advierto, Aurora. —Mariano la señaló con el dedo—. No consentiré que inventes mentiras.
—Está claro que no entiendes nada. Nuestra hija ya no es una niña, podrías preguntárselo. Anda, pregúntale qué opina de esta estupenda familia…
En ese momento, Mar llegaba con unas vecinas.
—¿Qué os pasa? Tenéis cara de entierro.
Mariano se levantó y encendió la tele mientras preguntaba a su mujer como si nada:
—¿Podemos cenar dentro de una hora? Hoy juega el Barça.
Mientras el padre se pegaba a la pantalla del televisor, alienado con el partido de su amado equipo, Mar escuchaba atentamente a su madre que había decidido sincerarse.
La entendía… ¿Cómo no la iba a entender, si sus almas eran idénticas?
La apoyaría en todo. No había lugar a dudas. De tener que elegir entre los dos, escogería vivir con su madre, aunque prefería que este tema lo resolvieran ellos, para no verse en la pena de tener que rechazar a su padre. Lo amaba y entendía las abismales diferencias ideológicas que los separaban. Solo había que observar. Su madre tenía una vida interior inquieta, inteligente, que ella admiraba. Su padre, en cambio, estaba hecho para vivir una vida sin cuestionamientos ni sobresaltos. Era conformista, si podía llamársele así a alguien que día a día repetía el mismo esquema metódico y sin deseos. A los dos los amaba y a los dos los entendía. Él era primario, un campesino de ciudad sin grandes aspiraciones y muy tradicional. Ella era culta y refinada, estaba hecha para ser aplaudida. ¡Tenía tanto que dar! ¡Se podía aprender tanto de ella!
Esperaron a que acabara el partido, y cuando Mariano estaba a punto de dar las buenas noches y meterse en el cuarto, su mujer y su hija lo detuvieron.
—Tenemos que hablar, Mariano.
—Sí, papá. Mamá me lo ha contado todo. Quiero que sepas que, si es por mí, no impidas lo que mamá quiere hacer.
Mar se acercó a su padre y lo besó.
—Os amo a los dos, papá. Eso está por encima de todo. No porque sigáis juntos a la fuerza yo voy a creer que tengo una familia maravillosa. Os prefiero separados… pero felices.
—¿Cómo te has atrevido a hablar con la niña sin estar yo presente? ¿Qué le has dicho? —Mariano miró con rabia a su mujer.
—La verdad, Mariano. Tiene derecho a saberla. Ya no es una cría, ¿no la ves?
Mariano le pidió a su hija que los dejara a solas. Esa noche, hablaron hasta la madrugada y repasaron sus largos años de vida en común; desde su desapasionado noviazgo hasta el abandono por parte de Aurora del lecho conyugal. Finalmente, Mariano entró en razón.
—Está bien, Aurora. Tú ganas. Si esto significa que lo has destruido todo, cárgatelo en tu conciencia. Tú sabrás. No entiendo tus modernidades. Serás mi mujer toda la vida, a pesar de que no lo quieras. Lo único que te pido es que no dejemos de cenar unidos… aunque solo sea una vez por semana.
Aurora lo abrazó dándole las gracias. En el abrazo se dio cuenta de cuánto cariño le tenía.
Entretanto, el amor de Ullada por Aurora Villamarí se había avivado después de haberla visto en compañía de Andreu.
Sus lecturas de las cartas escritas por Joan Dolgut a Soledad Urdaneta le sacudieron el corazón de tal forma que, el mismo sábado en que Aurora marchó en el taxi hacia el aeropuerto, no pudo evitar espiarla. No solo había presenciado desde su coche la despedida que le habían hecho su hija y su marido, sino que la había seguido hasta el aeropuerto. La vio facturar el equipaje, aguardar en la sala de bussines y, más tarde, embarcar junto a Andreu hacia Madrid. Lo demás, dada su condición de inspector de policía, había sido muy fácil de averiguar. Tenía los datos del vuelo a Bogotá, la hora de llegada y dónde se habían alojado; incluso lo sabía todo sobre la escapada de cinco días al hotel Santa Clara de Cartagena de Indias donde, después de ver las fotografías de aquella romántica ciudad, estaba convencido de que habían pasado una luna de miel anticipada. Aurora, la novia de sus sueños, le ponía los cuernos con el ser más despreciable que había conocido. Y eso, en lugar de obligarlo a olvidarla, había avivado el amor que sentía por ella. Ahora gastaba las madrugadas escribiendo cartas de enamorado ofendido: misivas dulces, ácidas, de agravio, de desagravio, de ternura, de violencia, de pasión, de celos… Todas las guardaba en sobres, como pruebas irrefutables de que su amor estaba por encima de las equivocaciones de su amada. No podía culparla del todo; el consuelo y el amor que, por excesivo respeto o timidez, él había sido incapaz de darle aquel año, los recibía a manos llenas de aquel pedante perfumado. Era la clase de hombre que poseía las armas para seducir a cualquier mujer, y ella había caído en sus redes. Había desaprovechado la oportunidad de acercársele al alma, consolándola por la dolorosa pérdida, pero encontraría otra manera. Nadie sabía de lo que era capaz de hacer por amor.
Ni los más expertos habrían imaginado lo que pasaba por su corazón. Solo su anciana madre intuía algo extraño en su rutina nocturna; no había vuelto a oír el sonido de la televisión con sus videos favoritos, y últimamente dejaba la cena sin apenas probarla.
Su carácter de acero helado le había valido para ser reconocido en la Jefatura como un perfecto insensible. En los muchos años de servicio nunca se le había conocido novia, ni amante, ni nada por el estilo; todos estaban convencidos de que ello se debía a su notoria incapacidad para amar.
A pesar de dormir tan poco, Ullada seguía moviéndose entre robos, homicidios sin resolver, suicidios, desapariciones y, cuando su trabajo se lo permitía, seguimientos a su amada.
No entendía por qué, al regreso de Colombia, Aurora se había distanciado de Andreu. Estaba a la expectativa de confirmar lo que daba por hecho. Si no se veían era, o porque lo habían dejado, o porque se estaban reestructurando. Prefería pensar lo primero.
Aunque algunas veces había estado a punto de marcar el número de Aurora, finalmente se reprimía, esperando que fuera ella quien lo hiciera. A pesar de todo lo visto, intuido y sabido, decidió mantener como fecha límite la que se había marcado: diciembre. Mientras, tenía que aprender cómo acercarse a ella sin tantos complejos.
Gómez estaba eufórico. Las cosas le iban de maravilla. La entrega casi inmediata del paquete con la flagrante prueba de infidelidad de la mujer de Andreu le había supuesto un buen mordisco al bolsillo de su cliente. Había disfrutado como en ningún caso, y además, cobrando. ¿Qué más podía pedir?
El proyecto de exhumación de los restos de José Dolgut avanzaba. Andreu había hecho su labor, entrevistándose durante semanas con quien había hecho falta hasta lograr lo que necesitaba. Su prestigio y respeto empresarial le habían valido para obtener un sí rotundo, respetando su anonimato a cambio de la financiación de todo el proyecto.
Las excavaciones estaban a punto de empezar, y aunque se llevaban en el más riguroso secreto, la información se había filtrado, y los habitantes de Sant Cugat del Valles las vivían con gran expectación. Gómez se había convertido en un personaje mediático. Como Andreu quería permanecer en el anonimato, lo había nombrado su vocero y representante legal para la mayoría de las gestiones. El detective concedía entrevistas a la prensa local y se extendía en sus declaraciones, como el erudito en el que se había convertido tras su viaje a Priaranza del Bierzo y sus entrevistas con científicos de la Universidad de Granada. Afirmaba que esta iniciativa era suya desde hacía muchos años, incluso antes de que se dieran las primeras exhumaciones. Algunos viejos del pueblo lo veían como el salvador del honor de los republicanos caídos en esas tierras.
En vista del movimiento de prensa levantado, y por respeto a los muertos, los días previos a la exhumación el ayuntamiento limitó el acceso a la zona, impidiendo con ello que curiosos o fanáticos de última generación pudieran profanar la fosa. Abrirían zanjas en un perímetro de cuatrocientos metros cuadrados.
Al cuarto día de trabajos infructuosos, la pala de la excavadora dejaba al descubierto la primera prueba macabra: la esfera de un reloj y un hueso de lo que debía ser el brazo de uno de los desaparecidos. A partir de ahí, fueron emergiendo de la tierra más huesos… montones de huesos, monedas, suelas de zapatos, peines, broches de tirantes, cremalleras, botones… Durante tres días, las máquinas no descansaron hasta que el terreno no quedó totalmente peinado. Lo que encontraron coincidía exactamente con la información que el anciano de la residencia le había dado a Gómez. Ahora faltaba lo más importante: la identificación.
Con la premura que llevaba Andreu por zanjar ese tema y dedicarse de lleno al que tenía entre manos, su divorcio, no ahorró en nada y trajo desde Granada al mejor especialista en ADN forense y a todo su equipo; el jefe de medicina legal que había trabajado en la academia del FBI en Estados Unidos y que ahora dedicaba su vida a identificar los restos de los exhumados de las fosas comunes.
Los huesos de su abuelo mantenían intacta su huella genética. Esa mañana le habían tomado a él una muestra de saliva, y al cotejarla con uno de los restos, vieron que coincidía. Cuando se lo dijeron, Andreu sintió una alegría nueva. La sensación de pertenecer a algo, de haber tenido unos antecesores que habían luchado a muerte por la libertad. Por primera vez se sintió orgulloso de su apellido. Era un Dolgut… o lo que era lo mismo: un Valiente.
La alegría del descubrimiento lo llevó a llamar a Aurora y a encontrarse con ella en el cementerio de Montjuic, en la tumba de sus padres.
Llegaron por separado. Aurora, caminando; Andreu, en su Ferrari. Hacía muchos días que no se veían. Antes de abrazarse miraron a su alrededor, pero solo encontraron el silencio sagrado de los muertos.
—No hay nadie… —le dijo Andreu.
—Están todos… —le contestó Aurora, observando las tumbas—. Creemos que no están porque no los vemos. ¡Cómo acabamos olvidándonos de los muertos!
—Tienes razón. No sabes lo feliz que me hace haber encontrado a mi abuelo. Lo triste fue no haberlo hecho a tiempo, mientras mi padre vivía.
—Este era el tiempo, Andreu. El tiempo no lo elegimos nosotros; es él quien nos elige. Necesitabas una prueba de la existencia de tu abuelo para sentirlo. ¿Qué habría pasado si sus restos no hubiesen aparecido?
—Era mi deber encontrarlo.
—No lo has hecho por deber. Aunque lo ignores, te ha movido el amor. El deber es obligación, y si hay obligación, no puedes amar lo que estás haciendo. Lo has hecho por amor a tu padre y a ti mismo.
Andreu la besó. Esa era la mujer con quien quería compartir el resto de sus días; era compasiva, honesta, y bondadosa, y regalaba amor en todo cuanto hacía o decía. Incluso en el más callado de sus silencios, su sencillez terrenal la elevaba a la categoría de ángel. Sabía encontrar en las profundidades más oscuras de su alma lo mejor de él. Con ella se sentía un buen hombre.
Se habían quedado mudos delante de la tumba de Joan y Soledad. Nunca antes la habían visitado juntos. Los lirios derramaban su belleza inmaculada sobre el mármol negro.
Andreu levantó uno, lo besó y se lo entregó.
—«No puedes tocar una flor, sin molestar a una estrella» —le susurró Aurora al recibirlo.
—¿De dónde sacas tantas frases bellas?
—Lo dijo un filósofo…
—El filósofo desconoce las razones de quien toca la flor. —Andreu acarició el hombro de Aurora.
—Mira al cielo… —le dijo ella.
Andreu levantó la mirada.
—¿No ves nada?
—¿Qué tengo que ver?
—Hay luna… en pleno día.
—Es una luna despistada…
—Tal vez… o se ha quedado aquí para presenciar algo. Tengo una sorpresa para ti…
Andreu la miró, expectante.
—Lo he conseguido… La próxima semana me iré a vivir con mi hija al piso de mi madre, en el paseo de Colom.
—¿Cómo no me habías dicho nada?
—Quería hacerlo delante de ellos. —Señaló la tumba—. ¿Crees que se alegrarán?
Se besaron delante del mármol florecido. Un abrazo doble los arropó. Estaban con ellos.
—¿Y tú? —le preguntó Aurora, acariciándolo.
—Espérame… Solo puedo decirte una cosa: el árbol de esta Navidad lo adornaremos juntos. Será la más bella Navidad que haya tenido en toda mi vida… La primera.
El padre de Tita notó en la llamada que acababa de recibir de su yerno un tono distante. Le había dicho que quería verlo para hablar de un asunto importante, sin adelantarle nada más. Antes de reunirse con él, se citó con su hija a solas.
—Esta tarde me veo con tu marido. ¿Tienes idea de qué quiere hablarme? Hace días que lo noto algo extraño.
—Pues yo no le noto nada raro.
—¿Va todo bien en casa?
Tita lo miró con cara inocente.
—Claro, papá. Estamos más enamorados que nunca…
—Déjate de cinismos… —La observó, inquisitivo—. No seguirás tonteando, ¿verdad?
—¡Qué dices, papá!
—¿Puedo estar seguro?
—Tan seguro como que hoy es lunes.
Andreu llegó al despacho de su suegro con las fotos de Tita Sardá y su amante, y con el DVD que contenía la filmación al completo. Nada más despedirse de Gómez había corrido a las oficinas, se había encerrado con llave en la sala de juntas y lo había visionado todo. Ver a su mujer con aquel modelo de yogures no le produjo ningún tipo de celos; por el contrario, lo deprimió. El material, más que darle satisfacción por lo que supondría para él, le causó tristeza: vergüenza ajena. Mientras esperaba en el sofá, sintió pena por lo que iba a hacer. Le tenía algo de cariño a su suegro y le sabía mal enseñarle aquella basura.
No tuvo tiempo de pensarlo más. En ese momento, el padre de Tita entraba por la puerta y se acercaba a saludarlo.
—Andreu, hijo, ¿qué te trae por aquí?
—Un asunto, digamos que… delicado.
—Pero si tú eres un maestro en resolver lo delicado… ¿De qué te puedo servir yo?
—Quiero mis acciones.
—¿A qué viene esto? —Pere Sardá lo invitó a sentarse, mientras pensaba rápido—. No te entiendo. Claro que las tendrás. Ya lo sabes… dentro de cinco años.
—Las quiero ahora.
—¿Se puede saber por qué tanta premura?
—Quiero divorciarme de tu hija.
El padre de Tita simuló sorprenderse, estudiando ágilmente cómo afrontar de manera práctica y sibilina lo que se le venía encima.
—Sabes que lo que me pides es imposible, Andreu. Hay unas capitulaciones… ¿te acuerdas?
—Unas capitulaciones redactadas a tu amaño.
—Que tú firmaste, te lo recuerdo. Mira, Andreu, no sé qué está pasando entre vosotros, pero todos los matrimonios atraviesan crisis. No sois los primeros… ni los últimos.
—Esto no es una crisis. Esto es insalvable.
—Bien sabes que no quiero perderte, Andreu. Divinis Fragances eres tú.
—Por eso mismo merezco que se me respete.
—Y te respetamos. Has hecho lo que has querido, y lo has hecho de forma magistral.
—Menos tener acceso a lo que me corresponde.
—Quédate cinco años más. Trabaja para mí… Arréglate tú mismo el sueldo y después hablamos.
—No hay pacto. Quiero las acciones que me corresponden. Las quiero ya, y entonces, tal vez siga trabajando para ti.
—No hay trato. —Pere Sardá zanjó la discusión de forma cortante.
Andreu lo miró fijamente antes de hablar.
—Siento decirte que no estás en condiciones de negociar.
—¿Estamos negociando? —le espetó el suegro con rabia contenida—. No quisiera pensar que me estás amenazando, ¿o sí?
Andreu no contestó. Sin decir nada, se acercó a la mesa y pulsó el mando del DVD. La imagen de Tita y Massimo llenó la pantalla.
Delante del televisor, Pere Sardá temblaba de ira. Su hija, a cuatro patas, y aquel asqueroso pegándole con un látigo mientras se la follaba. Era humillante, vergonzoso, grotesco, degradante, inmoral. ¡Increíble!
—¡Esto es un sucio montaje! —gritó.
—Bien sabes que no lo es. Y no te imaginas cuánto lo siento.
—¿Quién más ha visto esta porquería?
—Ese es el tema, Pere. Si no me das lo que es mío, esto puede acabar en otras manos… menos discretas… No sé si me explico.
—No eres más que ba… —Pere Sardá no acabó la frase. Necesitaba serenarse. Su apellido no podía verse manchado por semejante escándalo.
—¿Por qué no hacemos una cosa, Pere? Tú te lo piensas, lo vuelves a ver, con tu hija, si quieres. Dudo que, delante de tan flagrante evidencia lo niegue, aunque conociéndola sería capaz de hacerlo.
El suegro miraba al yerno con la impotencia de saberse perdedor por una estúpida negligencia. Durante toda su vida lo había controlado absolutamente todo; por primera vez, las circunstancias lo desbordaban, sacándolo de quicio. Imperdonable. Había subestimado la inteligencia de Andreu, el profesional más audaz que había conocido en el mundo de los negocios, y de nuevo, acababa de demostrárselo. Ahora, el futuro de Divinis Fragances estaba en juego por culpa de la zorra de su hija. ¿En qué había fallado como padre? ¿De qué habían servido los colegios caros y las universidades católicas… la educación esmerada que le había dado? ¿Serían sus otras hijas tan desvergonzadas como esta? Volvió a escuchar a Andreu, que reclamaba algo más:
—Ah, y otra cosa: quiero a Borja conmigo. Díselo. Eso también es innegociable.
—Veré qué puedo hacer. —Su voz sonaba entre cínica y derrotada.
—Es muy fácil, Pere. Las acciones y mi hijo… o el escándalo y mi renuncia de la empresa. Tú eliges.
Al marcharse Andreu, el padre de Tita extrajo rápidamente el DVD de las vergüenzas de su hija y recogió asimismo el sobre con las fotos, que terminaron de inundarlo de rabia. Luego salió con el semblante lívido, llevándose por delante a su secretaria, que estaba a punto de entrar en su despacho.
¿Qué había pasado con Clemencia Rivadeneira? ¿Por qué en la residencia de Bonanova eran tan reacios a darle información, siendo ella tan cercana a la anciana?
Aurora Villamarí no entendía el comportamiento de la directora del centro. Allí nunca le habían pedido ningún papel a la hora de visitarla y ahora se los exigían todos. Que no era hija, ni sobrina, ni familiar cercana o lejana eso lo sabían de sobra las enfermeras. Tan solo hacía un mes y medio que no iba a visitarla, y el personal parecía desconocerla. Pasados algunos minutos de insistencia inútil, Aurora salió del centro disgustada. Fuera la esperaba la enfermera que se ocupaba de la mujer. Estaba muy inquieta cuando la hija de Soledad le habló.
—¿Qué pasa con Clemencia? ¿Por qué tanto secretismo?
—Clemencia… —la enfermera bajó la mirada—, desapareció. Aún desconocemos cómo ocurrió. Nadie la vio salir, y la recepcionista dice que por la puerta no pasó.
—¿Cómo es eso posible? ¿Han dado parte de su desaparición a la policía?
—Lo hicimos de inmediato. Debía haber pasado menos de una hora desde la última vez que la vimos.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace unas dos semanas.
—¡Dios mío! —Aurora se cogió la cabeza.
—No llevaba nada encima, se lo aseguro. Sus papeles están todos aquí. Ese es uno de los problemas de esta enfermedad. Es posible que se haya equivocado y, por ir a buscar el lavabo, haya terminado en la calle. Después, habrá tratado de regresar y…
—Pero es imposible que no la encuentren.
—¿Sabe cuántos ancianos pueden perderse y no aparecer nunca? Las cifras son alarmantes.
—¿Qué puedo hacer?
—Yo sé que usted es la única persona que la devuelve a la realidad. Tal vez ella la esté buscando. Los días que usted no volvió…
Aurora la interrumpió, desolada:
—Estaba de viaje, por eso no vine. Después tuve otros asuntos…
—No se preocupe. Todos tenemos nuestra vida, habrá tenido que hacer sus cosas. Le decía que la noté más inquieta; no sé… Miraba a la calle, al jardín… como buscando algo o a alguien.
—Pobre Clemencia… ¿y su hijo? ¿Lo sabe su hijo?
—Ese ya se olvidó de que tenía madre. Cree que con pagar ya es suficiente.
—Pero una persona no puede desaparecer así como así.
—Desgraciadamente, sí. Sí que puede.
—¿Si sabe algo me lo comunicará, por favor? —Aurora le anotó su número telefónico en un trozo de papel y se lo entregó—. Lo que sea, ¿lo hará?
—Por supuesto. Ojalá tengamos suerte. Hemos distribuido carteles por todo el barrio. En nuestro centro nunca nos había pasado algo así; estamos consternados… Es un desprestigio para la residencia.
Una vez se hubo despedido, Aurora se quedó frente al edificio durante un largo rato. De repente no sabía adonde ir ni qué hacer. Vio cómo la enfermera se perdía en el interior y la puerta de cristal se cerraba. Permaneció inmóvil, mientras la invadían los recuerdos de las tardes pasadas con Clemencia. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
¿Dónde estaba aquella hermosa viejita que, sin saberlo, había reemplazado a su madre? ¿Deambularía perdida entre las frías calles de aquella Barcelona sin hojas? ¿Quién la protegería de sus terrores sin memoria? ¿Y ella? ¿Qué sería de Aurora Villamarí con esta otra pérdida?
Ella, que ese día quería celebrarlo y le iba a dar una sorpresa con la noticia de su amor por Andreu y sus planes de alegría; ella, que estaba convencida de que diciéndole esto, la amiga de su madre finalmente le confesaría la verdad sobre los dos… Ella, que hoy la necesitaba más que nunca…
¿Quién iba a sacarla ahora de la duda que condicionaba su futuro?
Aurora acabó helándose entre preguntas, caminando sobre sus pensamientos, hasta que un recuerdo la iluminó.
¿Qué era lo que le había contado Andreu sobre aquella prueba que habían realizado con los restos de su abuelo? ¿No era la prueba del ADN? Sí, era eso, y los resultados eran fiables casi al cien por cien. ¿Funcionaría con ellos? ¿Cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes? ¿Sería viable averiguar de esa manera el parentesco entre ella y Andreu? Y sobre todo, ¿podría hacerlo sin que él se diera cuenta?
Al llegar a casa, averiguó en internet todo lo referente a pruebas de hermandad mediante el análisis de la huella genética. Decenas de laboratorios se ofrecían a realizarlas y entregarlas en un plazo relativamente corto. Lo haría. Ahora el único problema era haberse comprometido con Andreu a no encontrarse hasta que lo de él no se hubiese resuelto. Pero no podía esperar más tiempo.
En ese mismo momento, sobre Tita Sardá caía un aguacero de recriminaciones, con relámpagos mordaces de su padre y de su madre. Había manchado el honor de la familia Sardá de la forma más soez y humillante que jamás hubieran imaginado, dejándolos sin ninguna capacidad de maniobra. ¿Qué podían hacer con semejante material en manos de Andreu?
—Papá, no te lo tomes tan a pecho. No es tan grave —le dijo Tita, acercándose a él.
—No te me acerques. —La retiró—. ¿Que no es tan grave? ¿No te das cuenta de lo que has hecho? ¿Sabes lo que nos puede pasar? Sí, sí que lo sabes, pero no te importa, ¿verdad?
—Papá, podemos ganar millones con lo que voy a proponerte.
—¿Todavía tienes cara…?
—Massimo… —Tita interrumpió a su padre y antes de continuar se aclaró la garganta—, el de la foto, es un conde italiano.
—Eso me tiene sin cuidado.
—No, papá. Déjame que te explique. Un conde con ideas geniales. Lo que quiero decirte es que tenemos un proyecto entre manos que nos puede dar mucho dinero… a largo plazo; casi tanto como Divinis Fragances.
La madre interrumpió la conversación:
—No te dejes liar, Pere.
—Escúchame bien. —El padre señaló a Tita—. Si tengo que elegir entre tú y Andreu, quiero que sepas que me quedo con él. Por lo menos, tu marido me da beneficios.
La hija lo desafiaba con la mirada, sin inmutarse.
—Una cosa te digo, Tita. Tu marido quiere quedarse con Borja y me parece que tú no tienes otra elección. ¿Qué dices a eso?
Tita permaneció en silencio, como si lo que acabara de oír no fuera con ella.
—Trataré de negociar el porcentaje de las acciones, es lo único que puedo hacer; tal vez consiga rebajarle su demanda a la mitad.
—Y yo, ¿no te importo? —La hija fingió voz de pena.
—Eres una desvergonzada. ¿Pretendes que te aplauda? ¿Que me sienta orgulloso del numerito que has montado?
—Papá… amo a Massimo como nunca he amado a nadie. Tú y tus negocios me empujaron a casarme… sin estar enamorada.
—Mientes. Querías demostrarles a tus amigas que habías atrapado a Andreu. No culpes ahora a tu padre —replicó la madre.
—Piénsalo, papá. Un gimnasio para las que más tienen… y más se aburren. Las mujeres «objeto», las que no saben qué hacer con el dinero de sus maridos. —Por un instante, Pere Sardá pensó que no era tan mala idea, y continuó escuchándola en silencio, imaginando cómo sería unir los perfumes con ese centro—. En una sede como para olvidarse del mundo, papá; lo más sibarita de Barcelona… con cirujanos plásticos, embellecimientos a la carta, en fin, el culto al cuerpo en su máxima expresión; cuando quieras te enseñamos planos y costes. Massimo es un crac en la materia.
—¿No dices nada de tu hijo? —interrumpió la madre.
—Mamá, Borja ya es mayor y es un chico. Estará mejor con su padre. La verdad es que nunca nos hemos entendido.
—Eres la peor madre que he conocido, Tita. Me avergüenzo de ti.
La reunión fue interrumpida por una llamada. Era Andreu, metiéndole prisas al padre de Tita. Necesitaba que agilizara su respuesta cuanto antes. Quería tenerlo todo solucionado, a más tardar, a finales de año.
Solo acabar de hablar con su suegro, Andreu recibió una llamada de Aurora. Necesitaba verlo con urgencia, le dijo. Lo echaba muchísimo de menos. ¿Podrían verse esa tarde en el apartamento del Born?
Andreu, que, dadas las delicadas circunstancias de su separación, hubiera preferido evitar el encuentro por temor a que su suegro empleara las mismas cartas que él, acabó aceptando la propuesta amorosa. En días tan negros no podía negarse a tanta alegría.
Ella había llegado a la hora y lo esperaba en el mismo banco en que, dos años atrás, su madre se había sentado a espiar a Joan.
Nada más verlo, su corazón salió al encuentro, aunque esperó hasta que los ojos de él la invitaron a seguirlo. Abrieron la puerta como desconocidos… la cerraron como amantes.
Aquella tarde, el salón, encogido por la oscuridad otoñal, traspapelaba su memoria. El piano exhalaba el perfume exagerado a rosas de Soledad, y unas notas de piano, perdidas en el aire, les confirmaban que no estaban solos. Ya se habían acostumbrado a esa compañía.
No pudieron esperar.
Se amaron con la premura del amor atascado. Sin apenas desnudarse. El abrigo de ella entreabierto… Su pecho calcinado de deseo… La falda levantada… La blusa remangada… Los zapatos puestos… Y las medias rasgadas…
La gabardina de él recibiendo aquella lluvia fina de suspiros… Su traje sin arrugas… Su piel ardiendo… Sus manos sedientas levantando el amado cuerpo… aquella levedad apasionada; su sexo, una lanza implorante… la tortura frenética a punto de ceder. El fuego en su vientre… la sed. El sexo de ella florecido de rocío… el vértice de una savia retenida… El volcán… lava brotando… arrasando… uniéndose… quemando… Borbotones de éxtasis… La eternidad en un instante.
Andreu se había quedado dormido sobre el pecho de Aurora mientras esta le acariciaba la cabeza. Así estaba mucho mejor, pensó ella. Renunciaba definitivamente a hablarle de su preocupación; suficientes inquietudes tenía él como para sumarle la suya. Ahora, lo único que necesitaba era tomar unos pocos cabellos y arrancárselos con mucha delicadeza para que no se diera cuenta. Mientras lo hacía, Andreu se despertó.
—¿Qué haces?
Aurora se avergonzó.
—¿Te aprovechas de mi indefensión?
—Loco… —No quería mentirle, pero no le quedaba más remedio—. Solo quería tener algo tuyo.
—Pero ¿no ves que me tienes todo?
—Seré antigua, pero quería guardar un mechón de tu pelo… Hasta que vivas conmigo.
—Pues no se hable más. Aquí tienes —reclinó su cabeza sobre el vientre de Aurora—, coge lo que quieras; mi pelo es todo tuyo.
Andreu se metió en su falda y esta vez volvieron a amarse a fuego lento, con hervores pausados, hasta fundirse.