5

Desde la ventanilla del tren, Joan Dolgut iba despidiéndose de su país contando los postes del telégrafo que el paisaje robaba de uno en uno; los cables eran trapecios donde descansaban los pájaros formando hileras de interrogantes fugados y puntos suspensivos negros. Era la primera vez que abandonaba su tierra, y además, con desgana.

El humo de la máquina incendiaba el horizonte envolviendo de bruma cenicienta lo que quedaba atrás; una huida impuesta por su padre y acatada por él con respeto y obediencia. Hasta ese momento no había tenido tiempo de sentir miedo… hasta ese momento. El ruido mecánico de las vías del tren empezó a ponerle el alma en vilo, aquel tracatrac monocorde parecía preguntarle afónico «adóndevas… adóndevas… adóndevas», y él no sabía qué contestar. Se entretenía repasando caras, adivinando oficios, contando las destartaladas cajas de madera y cartón que llenaban los suelos. A veces el tren se detenía a llenar sus depósitos de agua y él aprovechaba para visitar los vagones de primera clase, paseándose, curioseando sin ambición entre las puertas de cristales ahumados los compartimientos de cómodos cojines con estanterías atiborradas de lujosas maletas de piel que contrastaban con los polvorientos bultos de tercera. En aquellos vagones todo era distinto. Las mujeres, ataviadas con sombreros veraniegos, conversaban y reían despreocupadas como si aquella guerra no existiera o estuviera sucediendo en otro mundo. Hombres circunspectos, trajeados impecables, fumaban sus puros mientras alegaban de todo menos de política. Aquel mundo viajero llevaba destinos incomprensibles para Joan. Aunque la guerra había empezado, él sentía que solo había comenzado para unos pocos como él. Cuando regresó a su vagón, volvió a encontrarse con la miseria rampante y los ojos de angustia de sus compañeros de viaje.

Volvió a lanzar sus ojos al aire, perdiéndose en el paisaje francés que se abría camino. Intrigado, fue comparando. Nada cambiaba. El verde seguía siendo verde, el cielo era el mismo manto azul que cobijaba a su Barcelona; aquellos árboles frondosos daban la misma sombra ancha de las tardes catalanas; el atardecer manchado de naranjas teñía de dorado campiñas, rebaños y tejados, como en Rupit, donde había pasado algún verano. En el país vecino, todo era igual que en su tierra, salvo los muertos que vendrían. Ahora Francia tenía algo que ellos acababan de perder: la paz.

Su estómago empezaba a protestar. Envolató el hambre bebiendo agua de la cantimplora mientras repasaba los últimos momentos con su padre. Se sentía orgulloso de él, era un hombre humilde y justo que siempre había entendido su sensibilidad y la había potenciado en lo que había podido. Sabía que había amado con locura a su madre, y aunque no habían tenido nada, lo habían tenido todo. Al morir esta, Joan había encontrado la manera de mantenerla viva en la memoria de su padre y de él, interpretando al piano su sonata favorita: el Nocturno n.º 2 de Chopin.

En cavilaciones, adormecimientos, cabezadas y recuerdos se le fueron escapando los paisajes, enredándose todos en un nudo de tripas rugientes que se cansaron de clamar a gritos comida, porque a él ya no le quedaban provisiones. Había regalado sus bocadillos a la señora de al lado, que viajaba con un bebé de brazos y dos niños hambrientos.

Cuando Joan Dolgut llegó a Cagnes-sur-Mer aquel 31 de julio de 1936, nunca imaginó que lo más doloroso aún estaba por vivir.

Sus despóticas tías lo habían recibido con sus fauces de hienas hambrientas y su olor rancio a maquillaje barato que las hacía grotescas y asquerosas. La misma noche que llegó le dejaron claras las condiciones de convivencia: ellas le darían un techo a cambio de todos los trabajos domésticos. Lo llevaron a una vieja bodega donde le tocó arrastrar un colchón de paja medio roto, y en una incómoda buhardilla llena de mosquitos y bichos inmundos le asignaron su vivienda.

Se despertaba antes del amanecer para preparar la casa. Aunque el suelo estuviera reluciente, lo obligaban a pasarse el día entero fregando de rodillas con una bayeta y un cubo de zinc. Limpiaba los váteres a mano pelada, se iba con la cesta de la ropa a lavar al lavadero comunal de la plaza del pueblo, donde era el hazmerreír de todos los chicos; planchaba hasta altas horas de la noche y cenaba en un rincón del suelo lo que cocinaba a punta de regaños y gritos.

Solo tenía su cuaderno gris de rayas y su música en el alma. Para no olvidar que tenía corazón de pianista, mientras hacía los oficios, tarareaba en silencio sonatas, unas veces de Beethoven y otras de Chopin. Era su manera de sobrevivir a la injusticia. Se desahogaba escribiendo cartas a su padre, que nunca enviaba por falta de dinero para el franqueo. Las primeras noticias que tuvo de él le llegaron con tres meses de retraso, luego fueron llegándole a cuentagotas algunas cartas más donde evitaba ilusionarlo con el regreso; en la última, su padre le contaba que muchos artistas empezaban a abandonar el país buscando refugio en el extranjero. Le decía que las personas sensibles debían estar lejos de masacres y guerras para que no se les contaminara de odio el corazón. Después de aquella carta no había vuelto a saber nada más, pero se había enterado de que la guerra dificultaba la comunicación, y guardaba la esperanza de reanudar el contacto epistolar con su padre. En las pocas cartas que llegó a enviarle nunca le comentó sus tristezas, pues sabía que desde allá él no podía hacer nada para evitarlas.

Una mañana, estando en el lavadero comunal, un chico pelirrojo que llevaba días observándolo se le acercó y le habló.

Vous parlez français?

Por fin alguien se dignaba dirigirle la palabra. Alguien lo veía como un ser humano. Joan tenía las palabras resecas de no pronunciarlas, pero el francés le fue fluyendo a borbotones.

Aquel chico le enseñó lo mejor del pueblo. Cagnes-sur-Mer era algo más que trabajos rastreros. Por sus calles empedradas habían desfilado caballeros de cota y malla. El castillo y la ciudad medieval respiraban pasados pintados por Cézanne, Renoir, Modigliani… Cagnes-sur-Mer tenía también aquel Mediterráneo azul, y él estaba vivo.

—Te presentaré a mi padre. Es el panadero del pueblo. Verás qué panes… —le dijo Pierre.

Joan Dolgut empezó a soñar con otra vida. Sus manos desolladas por la alergia al jabón y a los oficios domésticos hacía ya tiempo que no acariciaban las teclas de un piano. El viejo panadero fue encariñándose con él, primero regalándole panes que saciaban su hambre adolescente, después llevándolo a la iglesia, donde un viejo órgano mudo volvió a cantar sonatas incompletas. Su hijo Pierre necesitaba un compañero de trabajo; no daban abasto haciendo pan, pues aquel horno había cogido fama en la comarca y le llegaban pedidos de los pueblos vecinos.

En los ratos que Joan robaba a sus quehaceres, el panadero fue enseñándole el oficio. Aprendió a preparar el horno, amasar la harina, poner levadura, reposar la masa, todo, cantando.

En la vieja bicicleta que Pierre le dejaba se recorría el pueblo todas las tardes hasta llegar a la playa, donde recuperó su vieja costumbre de escuchar el mar. De su padre no sabía nada, y tal vez esa razón lo hacía seguir viviendo con sus impresentables tías; temía perder el último contacto. Si él le escribía, sería allí donde lo encontraría. No había contestado a sus últimas cartas, y por las noticias que se escuchaban en la radio, se había enterado de que la situación en Barcelona se agravaba por el apoyo incondicional que Hitler y Mussolini estaban ofreciendo a los nacionales.

Una mañana comunicó a sus tías la buena nueva: el panadero del pueblo le proponía ser su ayudante. Por unos escuetos francos pasaría a hornear y a repartir panes.

Las tías pusieron el grito en el cielo amenazándolo con echarlo de casa si aceptaba. Pero Joan logró convencerlas a cambio de darles la mitad de su jornal.

Durante un largo e intenso año vivió entre los humeantes aromas de la harina cocida y los largos trayectos que realizaba repartiendo el pan en su propia bicicleta, una de segunda mano que el panadero le había regalado al cumplir los quince años.

La guerra había obligado a huir a miles de españoles. Las interminables hordas de gentes sin hogar se amontonaban en la frontera, donde los franceses aplicaban la democracia a su antojo, separando a los hombres de las mujeres, algunas veces mandándolas a ellas a Chomerac, en Ardéche, y a ellos al campo de concentración en la playa de Argeles. Los pueblos fronterizos habían ido recibiendo el éxodo de artistas, poetas, maestros, pensadores y políticos de todos los niveles, que buscaban desde allí colaborar con lo que quedaba de la República.

Joan se había enterado de que entre ellos se encontraba su admirado Pau Casals y pensó que en algo se parecían. Los dos vivían un exilio forzoso. Extrañaba a su padre con desesperación y sufría por su destino, sabía que no podía moverse de allí por amor a él; le había prometido que saldría adelante, pasara lo que pasara, y que lucharía por ello. Por un lado, albergaba la esperanza de que su padre hubiera huido y se encontrara entre los miles de refugiados, pero por otro sabía que no abandonaría y se quedaría a luchar hasta el final con sus compañeros. Poco a poco fue acariciando la idea de acercarse a la frontera. Quería reunir un poco de dinero para viajar a Prades y encontrarse con el gran violonchelista, a quien, sin haberle hablado nunca, sentía amigo de penurias e ideales.

Cuanto más tiempo pasaba, más republicano se sentía. Era el signo de identidad que lo ataba a su padre. Quería ayudar a sus compatriotas exiliados, pero no sabía cómo. A pesar de todos los males, se creía un privilegiado; el suyo era un dolor menor, iba sobreviviendo a trompicones y había días en los que hasta reía y olvidaba sus tristezas.

En casa del panadero, sin darse cuenta, fueron adoptándolo. Cada noche cenaba con ellos y compartía cálidas veladas de familia alrededor de la chimenea. Les cortaba la leña, les preparaba el fuego, se turnaba con Pierre para el lavado de cacharros y platos y el arreglo de la cocina. La madre de Pierre lo adoraba; igual que a su hijo, terminó tejiéndole bufandas y jerséis, y preparándole un día a la semana su tarta favorita: la tarte tatin. Él, a cambio, los agasajaba con conciertos de música barroca tocados en el órgano de la iglesia todas las mañanas de sábado.

Entre tanta mezcla de sentimientos, la frustración de no saber nada de su padre, la nostalgia de su tierra, la alegría de cenar caliente rodeado de afecto, sin darse cuenta, a Joan se le fue desarrollando una creatividad efervescente que en sus noches lo fue llevando a componer sonatas. La música la escuchaba dentro, le fluía en cascadas de notas alocadas que se ordenaban sobre el papel rayado. Corcheas, semicorcheas, blancas y negras, colgadas del pentagrama, tensaban su espíritu y le arrancaban alegrías raras; a pesar de no poder escucharlas nada más que en su interior, por falta de piano, estaba convencido de que lo que brotaba tenía el sonido de su alma. Mientras componía, su cabeza era una caja de música vibrante cerrada al mundo y abierta a sus sentires. Su oído no descansaba nunca de la música. Vivía inmerso en sus sueños sonoros.

Si salía al mar, era él quien le marcaba compases de olas contrariadas; si escuchaba a la mañana, los pájaros le hablaban de sinfonías confusas; si sentía el fuego, el crepitar de los leños le sugería acordes contrastados; el agua del aljibe, fugas. El molino, las hojas de los árboles, el silencio apagado de la nieve, sus pasos, el viento, el grifo, las cucharas, hasta las manos amasando la harina le cantaban.

Una mañana, el panadero lo envió con el primer pedido importante:

—A partir de ahora, mi querido Joan, llevarás el pan a los grandes hoteles; ya va siendo hora que tú y Pierre os encarguéis de toda la distribución. Irás a Antibes, Juan-les-Pins y Cannes…

Joan terminó vestido de blanco almidonado, pedaleando por la Riviera francesa con su carga humeante empolvada de harina y sueños.

En los años que llevaba en Cagnes-sur-Mer nunca había ido más allá de sus empedrados límites, salvo una vez que había escapado con Pierre hasta Golfe-Juan y allí, a escondidas, se habían introducido en una gran villa que decían había pertenecido a Francis Picabia y donde la gran Isadora Duncan, antes de morir, había bailado descalza una sonata de Bach, seduciendo con su danza de velos al mundo bohemio parisino.

Ahora iría por encargo a descubrir caminos.

Esos largos trayectos, además de regalarle paisajes de cuadros, lo llevaron a contactar con mundos glamourosos jamás vistos, y poco a poco fue haciéndose familiar para muchos.

Se fue imponiendo una rutina de entregas que hacían esperarlo con alegría. Madrugaba a las cinco con los gallos y salía de puntillas a recoger los panes, envueltos en manteles que colocaba en canastos dentro del sidecar que ahora conducía, pues la bicicleta se le había quedado pequeña para su nuevo oficio. A las diez de la mañana llegaba a Juan-les-Pins, donde madame Tetou lo aguardaba con su sonrisa, su cremosa taza de chocolate y su suculenta propina. Le encantaba conversar con ella; siempre tenía historias de famosos dejadas la noche anterior sobre las mesas de su restaurante, cuentos de lentejuelas, risas y llantos de artistas y bohemios de turno.

Surtía de pan los sitios más de moda. La Maison de l’Amour, Le Bistrot d’Angélique, Chez Simone, André Plage, eran clientes habituales. Los encargados le tenían cariño y lo trataban como a uno de los suyos en un momento en que a los españoles los miraban con recelo y pena. Si bien aquella vida no era la que él había soñado, por lo menos le permitía sobrevivir. Sentía que aquel período era un paréntesis obligado dentro de lo que vendría. Ahorraba cuanta propina recibía, porque aún mantenía el deseo de trasladarse a Prades a buscar entre los exiliados a su padre y encontrarse de cara con Pau Casals. Guardaba la esperanza de que algún día aquel músico mirara sus composiciones nocturnas y opinara sobre su humilde obra de solitario desterrado.

Cada viaje le regalaba intensas experiencias de otros; vidas que él tomaba prestadas solo para soñar. En aquellos lugares se movían los anhelos de muchos y los placeres de pocos. Aunque por dentro mantenía intacto su espíritu de pianista, por fuera había adquirido aires de panadero mozón. Aún le quedaba la sonrisa de niño desvalido, pero sus facciones redondeadas sé habían ido alargando, marcando ángulos nuevos muy varoniles. Su pelo alborotado de rizos caobas, quemado de tanto sol recibido, ahora era dorado. Sus verdes ojos habían tomado el rictus de tristeza de su padre. Había crecido mucho, y los pocos pantalones que le quedaban ya no tenían más dobladillo que bajar. Josephine, la madre de Pierre, hacía malabarismos con sus manos, tratando de adaptar las prendas que su marido había ido dejando al engordar, pero por más que las arreglaba, el cuerpo larguirucho y desgarbado de Joan dejaba claro que aquella ropa no le pertenecía; salvo su uniforme de panadero, lo demás era de otros.

La primera vez que llegó a Cannes, sus ojos se empacharon de lujos ajenos. Allí estaban concentrados los caprichos multimillonarios de los que no tenían nada que perder y todo por gastar. Los barcos se mecían indolentes en el azul rabioso del mar, aguardando a sus huéspedes. Los coches relucían brillantes en filas ordenadas; Bugattis, Mercedes, Rolls Royce… Allí todo olía a perfumes caros, souffles, langostas, champagnes y francos. Fue despacio tratando de digerir tanta belleza atragantada. Tenía que llegar al hotel Carlton y en la zona posterior preguntar por monsieur Philippe, el encargado de provisiones de la cocina. Le sorprendió ver tanto trajín de lujos y derroche de víveres. Aquella cocina era un salón de baile majestuoso, conducida por una orquesta de cocineros inmaculados con cucharones y sartenes.

—¿Monsieur Philippe? —preguntó tímido.

—¿Eres el hijo de Pierre Deloir?

—Soy su ayudante.

—Ah… tú debes ser Joan, ¿verdad?

—Sí señor, Joan Dolgut, para servirle.

—Deja el pan ahí, españolito. —Le señaló una inmensa alacena con puertas de anjeo.

Joan lo observaba todo con sus ojos como platos. Al darse cuenta, Philippe lo invitó a pasar.

—Nunca habías visto nada igual… Sí, muchacho, aquí podrían refugiarse varias familias, pero así es la vida. Mientras los ricos despilfarran, los pobres se agarran… Si estás metido en esto, nunca compares. Cuando yo llegué aquí, tenía tu misma edad y era el encargado de tirar la basura… Y ¿sabes?, no era capaz de vaciar tanta comida a medio probar, me dolían las tripas de dolor… Ahora ya sabes que la vida se divide entre los que tienen y los que se mueren por no tener… Y tú nunca cambiarás eso.

Monsieur Philippe le entregó unos francos y una moneda.

—Esta es para ti, españolito.

Joan la recibió tímido.

—Gracias, monsieur.

—Dile a Pierre que un día se deje caer por acá; que hay buen vino… a cuenta mía.

—Se lo diré, monsieur.

Al salir, lo primero que hizo Joan Dolgut fue pasearse por el boulevard de La Croisette. Aún hacía frío, pero la primavera empezaba a desempolvar sus vestidos. Los andenes se vestían de azaleas, amapolas y margaritas. Para él, Cannes era como ir al cine sin pagar, y en primera fila; una ciudad preciosa donde pasaban cosas: las terrazas se llenaban de aperitivos, la música sonaba, la gente reía, las parejas se amaban. Allí la vida se vivía de otra manera, sin campanas, muros, necesidades, ni empedrados. Aquel sitio le gustaba. Su desmesurado amor al mar lo llevó a tomar la acera del paseo marítimo. Por primera vez se fijó en las mujeres: tomaban el sol con sus pamelas, hablaban entre sí mientras se llevaban las boquillas a sus labios pintados y dejaban escapar sensualmente el humo. Las curvas de sus cuerpos se insinuaban voluptuosas, marcando zonas que Joan no se atrevía a mirar de frente por pudor ajeno. En el pueblo nunca había visto nada igual; allí las chicas tenían granos, vestían aún con lazos, y aparte de saludarlas cuando iban a por pan, nunca se les había acercado, ya que sin nadie habérselo dicho nunca, sabía que no podría hacerlo, pues para las gentes de Cagnes-sur-Mer él era el sobrino español de las «locas» del pueblo.

Quiso bajar a la playa y verlas más de cerca, pero dos corpulentos vigilantes se lo impidieron. La mirada estaba prohibida a los pobres. Aquellos trozos de mar no eran del pueblo, pertenecían a huéspedes ilustres del hotel.

Antes de marchar resolvió acercarse al puerto, donde encontró atracados en el muelle varios veleros y un inmenso transatlántico cargado de marinos uniformados. Le dieron ganas de embarcarse en él como polizón y regresar a Barcelona, junto a su padre.

La situación en su tierra había empeorado notablemente, y las noticias que de allí llegaban eran prácticamente nulas.

Las tropas de Franco habían roto las líneas republicanas, sembrando de desolación toda Cataluña. Las nuevas autoridades la habían uniformado de acuerdo a las leyes del nuevo Estado, fuertemente influenciadas por el modelo italiano fascista. En pocos meses habían ido desapareciendo sindicatos, asociaciones, cooperativas, ateneos populares, diarios y publicaciones de carácter catalanista o de izquierdas. Se cambiaron nombres de calles, se prohibió el catalán, las canciones patrióticas, las sardanas; se destruyeron monumentos, se retiraron estatuas… La represión, la tortura y los fusilamientos a los leales seguidores de la República se habían ido sucediendo sin descanso, y Joan lo ignoraba. En esos momentos su padre debía estar escondido… pero ¿dónde? Joan era capaz de sobrevivir a todo menos al silencio de su padre; esa era una de las razones por las cuales quería marcharse de Cagnes-sur-Mer.

Al regresar, ya casi era de noche. Pierre Deloir, Josephine y su hijo lo recibieron preocupados. Joan nunca había tardado tanto en hacer una entrega. Después de contar con lujo de detalles su experiencia en Cannes, el panadero terminó entendiéndolo, y hasta celebró que algo le alegrara la vida a aquel chico.

Un mes después de llevar todos los días el pan al hotel Carlton, Joan Dolgut se había hecho amigo de monsieur Philippe.

—Españolito… —siempre lo llamaba así—. ¿Sabes que en verdad me llamo Felipe?… Pero si yo soy tan español como tú, hombre. Lo que pasa es que toda mi vida la he pasado aquí…

—Monsieur Philippe… ¿Tiene familia en España?

—¡Ay, hijo! Lo que ha quedado allá mejor ni pensarlo. Yo hui por gusto, cuando nadie se iba. Quería vivir… ya sabes, diferente. Francia era mi sueño. Aquí me di cuenta de que los sueños son solo eso, sueños… De que se nace como se nace y ya está; aunque cambies de país, tu condición no cambia. Me enamoré de una francesa pobre y terminé viviendo como un francés pobre. Ella lava las sábanas que los ricos ensucian y yo me muevo en las tripas de un hotel, alimentando a quienes no saben lo que es el hambre… Y por la noche, cuando cerramos los ojos, soñamos que vivimos otra vida… Y así, cada día.

—Monsieur… la plaza de camarero de la que me habló el otro día…

—Ah… Eso está a punto de caer. No quisiera hacerle daño a mi amigo Pierre, pero estás en tu derecho de querer progresar, muchacho. Vente mañana bien peinado y arreglado. Te presentaré al jefe de camareros; si le gustas, te cogerá al instante. Cruza los dedos.

Philippe le dio una palmada cariñosa en la mejilla y Joan se montó en su sidecar ilusionado y triste a la vez. Si le salía ese trabajo, dejaría a su amigo Pierre, a su familia… a no ser que quisieran darle una habitación que él pagaría con su dinero. Abandonaría de una vez a sus tías. Continuaría viviendo en Cagnes-sur-Mer, y tal vez, más adelante, podría irse a Cannes. Durante todo el recorrido no dejó de ilusionarse con su nueva vida. Fue construyendo castillos con el aire del camino. En Cannes podría volver a acariciar el piano; ganaría un poco de dinero para ir a Prades. En Cannes estaría más cerca de alcanzar la frontera; algún día podría subirse a un barco y, sobre las olas, ser pianista del océano. En Cannes aprendería a leer los signos de la vida que la gente lleva a cuestas; conocería todas las músicas de la tierra. En Cannes sabría de algo más que de panes y suelos…, y tal vez aprendería el idioma de las alegrías.

Al llegar a Cagnes-sur-Mer, Joan Dolgut ya había viajado en el tiempo y se sentía más camarero que repartidor de panes. Antes de entrar, arrancó del camino algunas flores para madame Josephine. Aún le quedaba la noche para prepararse.

En casa de sus tías lo esperaba una carta de su padre. La leyó con avidez mientras el corazón le brincaba de gozo. Le hablaba de los vecinos, de las chicas de la Barceloneta y de algunos chismes sin importancia, así como del cansancio del trabajo y de cuánto lo echaba de menos. Mandaba recuerdos y agradecimientos a sus parientas. De la guerra prácticamente no mencionaba nada. La releyó varias veces hasta caer en cuenta de que era una carta fechada hacía dos años y que, por causas desconocidas, solo había sido recibida ahora.

Toda la euforia se le desinfló de golpe, dejándolo encorvado y niño-viejo. Llegó donde los Deloir encogido, y los puso en antecedentes de la carta y de lo que estaba a punto de pasarle en Cannes. Contrario a lo que él creía, se alegraron con la noticia del posible empleo, y hasta lo ayudaron a elegir la ropa del día siguiente.

Salió enfundado con el finísimo traje de ceremonias especiales que Pierre Deloir había llevado de joven. Trajeado con corbata, Joan Dolgut aparentaba los veinte años. Madame Josephine lo perfumó y lo engominó como si fuera su hijo. Pierre hijo le dejó sus zapatos domingueros, que le iban pequeños, pero el resultado general era maravilloso. No aparentaba ni mucho ni poco. Se lo veía lo suficientemente refinado como para parecer un camarero de un hotel de lujo.

Al llegar, lo esperaban el encargado de los meseros y monsieur Philippe, quien al verlo se sintió orgulloso de aquel chico. Tenía una clase que le faltaba a muchos. Vestido así, con aquel traje beige de caída impecable, parecía un actor del Hollywood de los años treinta de los que estaban tan de moda en aquel momento.

Al jefe de camareros le encantó que Joan Dolgut hablara español, aparte de su francés fluido y su catalán nativo. Todo ello era bueno en un momento en que Cannes recibía huéspedes de todo el mundo. El poco inglés ya lo iría ejercitando con el roce. Las referencias que le habían dado Philippe y el panadero lo dejaban por las nubes. Era un chico amable, educado, callado y responsable.

Lo contrató para empezar en dos semanas. Trabajaría en horario intensivo, de siete de la mañana a doce de la noche. Si en verdad quería ese trabajo tendría que matarse para mantener la plaza. Joan Dolgut salió dando brincos de alegría. Ahora, la tristeza de la noche anterior la cubría la ilusión del nuevo empleo. Le pagarían algunos francos a cambio de vivir aprendiendo de todos. Era más de lo que él podía soñar.

La semana siguiente la empleó en buscarse una habitación en Cannes lo más próxima al hotel, pues solo tendría siete horas de descanso, siete horas que solo emplearía en dormir. La encontró a las afueras, en Juan-les-Pins.

Antes de su partida, madame Josephine, como si se tratara de su propio hijo, confeccionó para él en su vieja máquina de coser un escueto ajuar y un macuto para sus pocas cosas, regalándole además el traje que había llevado en la entrevista: «para ocasiones especiales», le dijo, guiñándole el ojo con picardía.

Joan Dolgut se despidió de Cagnes-sur-Mer envuelto en lágrimas y adioses. Aquella familia había sido su familia de destierro, quienes le habían regalado con su sencillez campesina la poca felicidad que había tenido en los últimos años, enseñándole que la bondad y el amor pueden encontrarse en los más ajenos; que la sangre a veces no es la que une, que hay lazos invisibles capaces de levantar a punta de cariño al más caído. Con su ida, Joan dejaba atrás un hermano, Pierre, el único amigo que había tenido en su vida.

Sus mezquinas tías, al enterarse de lo que ganaría, trataron de convencerlo hasta el último momento para que se quedara, ofreciéndole cenas en la mesa, desayunos con huevos, queso y tocineta, y la habitación más amplia e iluminada de la casa a cambio de su sueldo. Quedó de regresar algún fin de semana y por alguna fiesta, sobre todo tratando de que sus viejas tías le guardaran alguna posible noticia de su padre.

Las mañanas en el hotel eran todo un espectáculo para Joan. Aparte de maravillarse con los olores calientes que vaporizaban la cocina y le dejaban la boca como una piscina, Joan acariciaba los manteles de hilo, hacía sonar las copas de cristal de Bohemia creando efímeras sinfonías, y se miraba en las cucharas de plata como un niño pequeño; era feliz observando y adivinando. Los millonarios exudaban colonias y perfumes parisinos. Aquellos rostros ungidos de dinero llevaban rictus nunca antes vistos por él. Los futuros de muchos se reflejaban en aquellos presentes fatuos. Jugadores compulsivos en vísperas de perder millones en el casino se codeaban con magnates americanos; actrices venidas a menos acariciaban las bocas de cantantes neoyorquinos, buscando robarles en el último suspiro el último envite; italianos lampiños ronroneaban y acariciaban con sus garras felinas las carteras de cincuentonas decepcionadas. Todo era un mundo de cinema que él disfrutaba, maravillado. Aprendió el arte de servir en solo una mañana. Supo que no debía mirar directamente a los ojos del huésped, que una inclinación de cabeza justa y un deslizar de asiento en el momento adecuado eran fundamentales. Aprendió a crear esculturas de conos con las servilletas y a ser invisible cuando tocaba y muy visible cuando lo requerían. Vertía el vino con maestría, sin derramar ni una gota. Era prudente y solícito.

Una mañana de verano, cuando Joan ya llevaba tres meses de servicio impecable, el encargado le asignó el lugar más anhelado por los meseros: la playa. Al atardecer se celebraba el cumpleaños de la hija de uno de los huéspedes más ilustres y estaba previsto un banquete bufet en la terraza, junto al mar. El ajetreo y el subibaja eran frenéticos. El camión de la floristería había descargado tal cantidad de flores que parecía que con ellas se fuera a tapizar toda la playa.

El séquito de meseros, incluido Joan, iba vistiendo las mesas con linos, adornándolas con festones de seda y rosas frescas, mientras unos transportistas descargaban cuidadosamente con sus poleas un piano de cola, traído expresamente para la fiesta, sobre una plataforma de madera situada frente al inmenso mar. Dos campanas de seda salvaje llenas de pétalos rosas en su interior colgaban a la entrada con dos cintas que Joan y un compañero debían accionar al paso de la cumplimentada. El director del hotel se paseaba dando órdenes, supervisando uno a uno todos los detalles. Aquel huésped quería gastar, y él haría lo imposible por complacerlo.

Durante todo el día se pusieron y se quitaron elementos, se cambiaron de lugar asientos, mesas y tableros, se volvió a afinar el piano, y por último se colocaron a lo largo del banquete las cuatro grandiosas esculturas de cisnes hechas en hielo.

Cuando la tarde empezó a pintarse de rojos y naranjas, la playa aguardaba vestida de sueños. Todos los invitados habían hecho una calle para dejar pasar a aquella niña que había venido de tierras tan lejanas a convertirse en mujer. Los violines y el piano rasgaron el silencio de las olas y la espera, dando comienzo al festejo.

La vio descender por la escalera vestida de viento, ingrávida, casi sin pisar el suelo. Era un ángel blanco de cabellos sedosos azabaches y ojos intensos que miraban de lejos y se clavaban en el alma. Joan Dolgut nunca había visto nada igual. Caminaba altiva con aires de princesa lejana entre la gente que a su paso le aplaudía. Al coronar la entrada, a Joan Dolgut se le paralizó el corazón; durante un instante ella le había sonreído con los ojos. Joan, atravesado por aquella mirada, tiró de las cintas tembloroso, y las campanas de seda se abrieron liberando cientos de pétalos que quedaron suspendidos en el aire, convertidos en mariposas sonoras.

Ese día Soledad Urdaneta cumplía catorce años, y sus padres habían decidido celebrarlo con un vals adelantado de Strauss. El cuerpo de Soledad giraba grácil en brazos de su padre. Los velos del vestido liberaban el perfume de su piel y las esencias de sales de baño en las que se había sumergido la tarde entera. Sonreía feliz entre los pétalos, bañada de atardecer dorado y alegrías.

Había llegado a Cannes con sus padres y su prima Pubenza, a bordo de un transatlántico que venía de Nueva York. Llevaban viajando dos meses y ahora se instalaban durante treinta días en una de las suites del hotel Carlton. Soledad era feliz con esos viajes de verano que empezaban por planearse en casa una vez había terminado el último. Los libros del colegio y los helajes de Bogotá quedaban guardados en el olvido, y solo volvían a despertar en septiembre.

Le había rogado a su padre que solo por esa vez invitara a su prima, quien a pesar de ser once años mayor que ella era su mejor amiga. Su padre no solo había aceptado, sino que le había prometido que en adelante siempre sería así, pues sentía pena por la orfandad de aquella sobrina segunda.

En los años que llevaba viajando, era la primera vez que le hacían una celebración como aquella, y a pesar de estar acostumbrada a todos los lujos, Soledad se había quedado impresionada con aquel agasajo que confirmaba más que nunca que sus padres la veneraban. La tarde fue transcurriendo entre regalos de camafeos, aretes, sedas y joyeros, y los merci de Soledad. A Joan Dolgut le habían asignado la mesa principal, y aun cuando era experto en servicios, ese día el atolondramiento le llevó a cometer errores imperdonables, como el de verter sobre el vestido de Pubenza un vaso de agua que las primas cubrieron con servilletas para salvarlo.

Aquella niña hermosa le había turbado el alma, y él no sabía reconocer un sentimiento que nunca en su vida había sentido. No podía desprenderse de mirarla, sabiendo que le estaba prohibido; aquel imán que le acercaba a ella le impedía actuar con la cordura de siempre. Ella jugaba a no mirarlo, consciente de que él esperaba sus ojos para retenerlos y acariciarlos. La prima Pubenza, que había notado aquel diálogo mudo, prefirió no decir nada, pues nunca antes había visto a su prima mirar a ningún muchacho de aquel modo; ni cuando iban a misa, ni al salir del colegio, ni siquiera cuando una tarde de domingo en el Country la había hecho fijarse por encargo en el hermano de su íntima amiga. Sabía que, si los padres de Soledad llegaban a enterarse, el pobre mesero corría el riesgo de quedarse sin trabajo.

Por pedido expreso de su padre, Soledad Urdaneta se acercó al piano y después de dar el tono al pianista, empezó a cantar con voz virtuosa una canción francesa que hablaba del mar. Joan la fue escuchando, acompañándola desde dentro con su piano interior, que desprendía notas nuevas. ¡Cuánto hubiera dado por tocar para ella! Aquella voz bendita se iba deslizando por su cuerpo, acariciándolo, se columpiaba en su vestido blanco de camarero hasta introducirse de lleno en su alma.

Cuando acabó de cantar, y entre aplausos y vivas de los invitados, Soledad volvió a acariciarlo con los ojos, y él por segunda vez dejó que los suyos hablaran.

Esa noche, cuando todo acabó y el piano aún esperaba ser retirado a la madrugada, Joan Dolgut tocó hasta el amanecer para aquella niña de ojos negros dormidos una infinita sonata de amor que nadie escuchó: Trístesse de Chopin.