El foso

El húmedo suelo del túnel revelaba las claras pisadas de unas botas de nieve. Jane se puso en cuclillas y observó. Había varios rastros. Huellas grandes, antiguas y recientes, y huellas de pies más pequeños, de Nikki probablemente.

Con el lanzallamas en ristre, Jane siguió aquellas huellas. En cada cruce disparaba una llamarada.

El corredor iba bajando hasta unos cimientos de roca madre. El aire cada vez era más frío. La sílice y la pirita brillaban en los muros.

Jane bajó por silenciosos pasadizos y galerías. Cada par de minutos paraba y escuchaba si alguien la seguía. Solo se oía algún goteo en túneles lejanos, su propia respiración y el tenue soplido de la llama de ignición del lanzallamas.

Jane se apoyó en la pared del túnel, presa de un arrebato de miedo. Las piernas le flojeaban. El instinto le decía que diera media vuelta y volviera corriendo a la refinería. Rampart se alejaba flotando y ella estaba a punto de quedarse aislada allí. Aún tenía tiempo, aún podía irse a casa.

Cerró un momento los ojos. En un rapto de adrenalina afloraron recuerdos, vívidos y cercanos, como en un sueño enfebrecido.

«El coraje, como cualquier otro rasgo de la personalidad, es en esencia un hábito», explicaba un antiguo profesor de Jane, el señor Stratford, joven y ansioso de dar ejemplo. Jane tenía que recitar en público un poema de Byron. Tendría delante a toda la escuela. Sola junto a un atril. Estaba aterrada. «Si actúas con coraje cada día, si adoptas una postura de seguridad y un tono de confianza en ti misma, acaba siendo natural», explicaba el señor Wilson. «Sí, suena a artificio, a pretensión totalmente falaz, pero si finges algún rasgo durante el tiempo suficiente, se convierte en parte esencial de ti, como tu huella dactilar. No sirve de nada que trates de convencerte de no tener miedo. No puedes dominar tus pensamientos y tus emociones, pero puedes controlar tus actos. Al final somos la suma de lo que hacemos».

Jane había pasado los últimos meses tratando de salvar a la tripulación de Rampart. Y ahí estaba, transformada, delgada y con una superarma sujeta en la espalda. Una extraña para ella misma.

Jane siguió andando.

Había leído libros de filosofía china. Bushido. El código samurái. El temor había dominado los días de juventud y obesidad de Jane. Le aterraba la escuela, le daba miedo pasear por la ciudad entre la gente. «¡Guarrigorda!». «¡Cerdita!». «¡Vaca!». El mundo entero era una zona de guerra. Había que tener el valor de un guerrero para salir de casa.

Los guerreros samuráis se consideraban muertos de antemano. Antes de cada batalla se recogían el pelo en una coleta, para que a sus enemigos les fuera más fácil levantar el trofeo de su cabeza cortada. El guerrero que entraba en batalla sin aprecio por la vida, impulsado por una fría furia suicida, era imbatible. Coraje inverso. Pierde toda esperanza y no tendrás nada que temer. Serás invencible.

La galería llevó a Jane más abajo en el subsuelo. Notó viento en la cara. Quizá había otros caminos a la superficie. Conductos de aire y salidas secundarias. Ghost le había contado que por allí cerca había una vieja pista de aterrizaje, con un avión de carga Antonov consumiéndose en óxido. Quizá había algún pasadizo de enlace.

Divisó a lo lejos una figura en la penumbra. Un hombre hacía guardia en medio del túnel. Jane se preguntó cuánto tiempo habría pasado él solo en la oscuridad.

Jane esperó a ver si el hombre hacía algún movimiento, pero se quedó quieto. Se acercó con cautela a él. Le enfocó la linterna en la cara. Vestía uniforme de oficial. Botones de latón, charreteras, emblemas con anclas.

Ojos negro azabache.

La figura giró lentamente la cabeza hacia Jane. Entonces chilló. Un prolongado aullido de otro mundo salió de su boca llena de púas de metal.

El alarido pareció durar minutos, como si no fuera a acabar jamás. Jane encendió el lanzallamas y el hombre salió despedido hacia atrás.

Jane pasó por el lado de la figura en llamas.

Un chillido emergió de lo más profundo de los túneles. Algo, desde las profundidades del búnker, respondía a la llamada del marinero.

Una extraña música reverberaba en los túneles. Unos tenues estertores aflautados que se oían y se desvanecían al paso de Jane por pasadizos y galerías.

Un hueco vertical emergía hacia la superficie. Un sistema de ventilación. Una gigantesca turbina de climatización colgaba del techo del túnel. Las paletas estaban cubiertas de óxido.

Había caído nieve por el hueco. Un alto montículo se interponía en el camino de Jane.

Una persistente descarga del lanzallamas hizo que el hielo empezara a contraerse, se licuara y se evaporara.

Jane encontró a un marinero apoyado en el muro del túnel. Le dirigió la linterna a la cara y vio que llevaba barba y una guerrera listada de marino. Estaba débil y demacrado. Le asomaba metal por las orejas. Los ojos resplandecían rojos como los de un gato a la luz de unos faros. El hombre dio un bufido.

Jane lo tumbó de un empujón y le aplastó la cabeza.

Después siguió bajando a través de las capas fósiles. Su linterna iluminaba vetas de minerales relucientes. Cámbrico, Precámbrico, la época oscura y remota en que todo el Ártico era un furioso volcán.

Jane consultó el reloj. ¿Cuánto se habría alejado Rampart de la isla? Quizá ya estaba a cuatro o cinco kilómetros de la costa, y quizá estaría a quince o a veinte cuando ella volviera a la superficie. Pero Jane lo conseguiría. Cruzaría el hielo a carrera tendida. Tenía energía para hacerlo.

Un súbito flashback. Una carrera a campo través. Terreno inhóspito. Galopaba pesadamente por un interminable camino rural. Sudaba y gimoteaba de cansancio, rezagada desde el primer momento.

La señorita Gibson, la profesora de educación física, estaba apoyada en la verja de una granja.

—Vamos, cerdita, haz un esfuerzo.

Naves de almacenamiento. Puertas de plomo, altas como un hangar.

Una de las puertas estaba entreabierta. No había tiempo para explorar. Pero si las cámaras escondían pasajeros del Hyperion infectados, quizá Jane se encontraría cortado el camino de vuelta a la superficie.

Desde la gigantesca entrada, Jane enfocó la linterna a la penumbra.

Una muralla de sombra. Una hélice descomunal. La sección posterior de un submarino nuclear Akula. Casco de planchas anecoicas negras. Timones. Aletas de dirección. La sección posterior había sido recortada con un soplete de plasma y de la cola solo quedaban restos de metal mellado.

Era obvio que habían dragado el reactor, cubierto de moluscos y sedimento, desde el fondo del océano.

No era fácil imaginar la enorme escala de los restos del naufragio.

¿Cuál debía de ser el nivel de radiación en aquella cámara? Había charcas de óxido en el suelo de la sala. El internamiento no se había completado. Los restos tenían que haber sido enterrados en sal y sellados con plomo. Pero la cámara del reactor estaba expuesta al aire.

Jane se apresuró a seguir su camino.

Días de escuela.

La capilla. Tratando de no parecer demasiado torpe o nerviosa, Jane subía por el pasillo, entre el público sentado en la sala. Se colocó junto al atril y miró a la multitud engalanada con chaqueta o americana. Rose, la zorra masticachicles de la clase, estaba sentada con su pandilla en el banco del fondo, con aires de suficiencia y una sonrisa desdeñosa en la cara.

Jane se sacó un papel del bolsillo y desplegó el poema. Se aclaró la garganta y se ruborizó un poco cuando su tos resonó amplificada por toda la capilla.

Ajustó la posición del micrófono.

Miró hipnotizada la espuma que cubría el micro.

Se quedó paralizada, no podía hablar. Supo, en un vertiginoso momento de sensibilidad extrema, que reviviría aquel recuerdo toda la vida. Los sonidos, las texturas. El bochorno quedaría grabado en ella como la sombra quemada de un peatón en el pavimento de Hiroshima.

Se quedó mirando el micro. En la periferia de su campo de visión vio filas de colegialas con la mirada fija en ella. Empezaron a bisbisear. Empezaron a sonreírse.

Allí donde fuera, hiciera lo que hiciese, parte de Jane quedaría atrapada en aquel momento. Una chica obesa, agarrada al atril, paralizada de miedo.

La linterna de Jane empezó a desfallecer.

Siguió corriendo por túneles apuntalados con vigas de acero. Pasó por lugares con indicios de excavación interrumpida. Escombros sin retirar. Herramientas abandonadas. Excavadoras hibernando.

Vio algo que se movía en la oscuridad, delante de ella a lo lejos. Una figura blanca se apartó del muro del túnel.

—¿Hola? —llamó Jane—. ¿Estás solo o vienes con amigos?

La espectral figura no se movió.

Jane dejó la linterna en una repisa y encendió la llama de ignición. Se oyó un tenue silbido de gas. Jane avanzó a grandes zancadas.

—Pues muy bien, bonita —se dijo Jane entre dientes—. Que empiece el baile.

El hombre se movió hacia ella arrastrando los pies. Un cocinero. Llevaba botellas y tarros pegados al cuerpo, como una especie de chaleco explosivo.

El cocinero se arrancó del pecho un bote de pepinillos y lo rompió con la frente. Queroseno. Jane retrocedió. El hombre sostenía un mechero en la mano izquierda. Lo encendió. Jane echó a correr. La explosión la derribó violentamente. Las bombonas de submarinismo se abollaron. Se puso de pie y recogió su antorcha. El túnel estaba bloqueado por un gran muro de fuego. Jane se cubrió la cabeza y cruzó entre las llamas.

Un motor se puso en marcha y empezó a rugir, amplificado por los muros del túnel. Unos faros cegadores.

Jane se protegió los ojos con la mano. Oyó el sonido de un cambio de marcha. El rugido sonaba cada vez más fuerte, los focos estaban cada vez más cerca.

Jane entornó los ojos ante el resplandor. Vio los dientes de la pala de una excavadora que se acercaba. Se pegó a la pared izquierda del túnel. La excavadora iba directa hacia ella. Jane se apartó de un salto en el último instante. La pala embistió la pared del túnel e hizo saltar trozos de roca.

Jane entrevió las huellas de una pesada oruga y una deforme figura encorvada en la cabina amarilla de la excavadora.

El vehículo reculó. Jane se pegó a la pared derecha del túnel. La excavadora fue hacia ella otra vez. El conductor se dejó burlar nuevamente.

Jane se apartó de un salto. La pala embistió la pared del túnel. Grandes trozos de roca se desprendieron y aplastaron parte del depósito del motor. La excavadora quedó inmovilizada entre las piedras.

Jane consiguió ver al conductor. Eran dos pasajeros vestidos de esmoquin, fundidos uno con el otro, como hermanos siameses. La excavadora intentó dar marcha atrás. El deteriorado motor carraspeaba y aceleraba, del tubo de escape salían volutas de humos. La oruga de la excavadora rechinaba y giraba.

Jane frió la cabina. Los conductores gemelos se consumieron en un torbellino de llamas.

El chorro de llama flojeó y se extinguió. Jane se quitó las bombonas de submarinismo y las zarandeó. Estaban vacías. Abandonó el exánime lanzallamas junto a la excavadora incendiada.

Losas blancas. Aspersores en el techo.

Una especie de área de descontaminación.

Armarios con trajes de goma de protección radiológica colgaban de perchas, como piel humana puesta a broncear, y macabras máscaras antigás con ojos de calavera.

El pasillo llevaba a una cámara desnuda. Había unas letras escritas con sangre:

BIENVENIDA A CASA, JANE

Manchas de sangre seca y grumos coagulados.

Nikki sabía que Jane llegaría. Los tipos de los túneles, los siameses pegados a la excavadora, habían sido un entretenimiento. Nikki sabía que Jane iba a llegar al Nivel Cero y había preparado la bienvenida.

Jane oyó a su espalda un sonido de fricción. Otro tripulante empapado en gasolina intentaba encender un Zippo. Jane extrajo rápidamente del bolsillo el martillo de carpintero y le destrozó la cabeza. Luego se inclinó sobre el cuerpo del muerto, le arrebató del pecho una botella de queroseno y se la guardó en el bolsillo del abrigo.

Losas blancas. Aspersores en el techo.

Los vestidores de la escuela. El siseo del agua y un vaho denso. Cinco chicas chillaban y coreaban: «¡Zorra apestosa! ¡Zorra apestosa!», mientras le arrojaban jabón a su víctima. Una asiática menuda se encogía, completamente vestida, en un rincón de la ducha comunitaria. Jane estaba entre las victimarias. «¡Zorra apestosa!». Un recuerdo bochornoso, un recordatorio de que Jane no fue siempre la modesta víctima. A veces la cobardía la había hecho unirse a la manada.

Una tapa de acero en el suelo, como la escotilla de una torreta de tanque.

Jane tiró de la escotilla y la abrió. Un pozo profundo y luz que parpadeaba al final.

Consultó el reloj.

17.25

No tienes nada de especial, se dijo Jane. No eres una heroína. Has sido una cobarde y una víctima toda tu vida. Pero ahora mismo muchos otros se darían la vuelta y echarían a correr. Las chicas que hicieron de tus días de escuela un infierno. Ese ultrajante y odioso corro de chicas que te llevaron a lo más bajo del ser humano. Ninguna de ellas tendría valor para entrar en este búnker y abrirse paso hasta los niveles inferiores.

Somos lo que hacemos.

Jane podría estar en Rampart, camino de casa. En lugar de eso, se había adentrado en el infierno para rescatar a un amigo.

Jane se metió en el pozo y se agarró a los estribos de la pared. Mientras empezaba a bajar recitaba a Byron.

Tuve un sueño, que no era del todo un sueño.

El sol brillante se había apagado, y los astros

erraban ensombrecidos en el espacio eterno.

Y los hombres olvidaron sus arrebatos ante el horror

de tal desolación, y todos los corazones

Se serenaron unidos en una egoísta plegaria por la luz.