Cuenta atrás

Nikki puso la oreja en la puerta del búnker. El ruido del viento había cesado.

Sacó un casco protector de una pila de material para las motos de nieve que yacía junto al muro del túnel, y abrió la puerta del búnker.

Dos pasajeros infectados le daban la espalda y miraban hacia el mar. Nikki volteó el casco por encima de la cabeza y les aplastó el cráneo a los dos.

Luego trepó por peñascos y se puso en cuclillas en un terreno elevado. Desde allí inspeccionó la refinería con unos prismáticos. La niebla se había despejado. Rampart estaba iluminado por una tenue luz crepuscular, un alba permanente. Nikki ajustó el foco de los prismáticos.

—¿Lo ves? —dijo la voz del novio muerto de Nikki—. Han inutilizado todas las escaleras. No hay manera de subir a bordo.

—Podría trepar por los cables.

—Demasiado empinados. Demasiado lisos.

—Podría llevarme cuerda y auparme por la barandilla.

—Demasiado alta. No conseguirías subir.

—Tiene que haber una manera.

Puso los prismáticos en infrarrojos. La superestructura de acero helado de la refinería no evidenciaba calor excepto en el módulo de alojamientos A. El módulo resplandecía con un débil naranja. Alguien había conectado la calefacción.

Exploró pasarelas y puentes. Un punto rojo. Acercó la imagen. Una silueta resplandecía, andaba despacio, mirando hacia el suelo, como si siguiera un rastro.

—Esos cabrones tienen todos los ases. Tienen comida, tienen calefacción y tienen armas.

—Están bajo mi responsabilidad. Por eso volví. He de salvarlos. Tengo que salvarlos de sí mismos.

Nikki estaba a medio camino de vuelta al búnker cuando oyó la explosión. Un rugido sordo y profundo, como el de un trueno. Corrió hacia la orilla y vio que dos de los grandes cables de anclaje de la refinería habían desaparecido. El hielo de debajo de la plataforma se había resquebrajado.

Nikki quitó la tapa de los prismáticos. Estaban aún en posición de infrarrojos. El enganche de la esquina de la plataforma refulgía en carmesí. Quitó los infrarrojos, enfocó y reenfocó. Nubes de humo en forma de hongo sobrevolaban los enganches.

El tercer cable se había aflojado. Un instante después el pasador se soltó y el cable se desplomó. Rompió la capa de hielo y levantó un géiser de agua del mar.

—Qué listos —dijo Alan—. ¿Te das cuenta de lo que tratan de hacer?

—Cielos —dijo Nikki—. Quieren que la plataforma se vaya a la deriva.

—Exactamente.

—¿Funcionará?

—Lo dudo.

—Pero continúan insistiendo. A pesar de todo, no se rinden.

—No tienen que salir de la isla. Entiendes esto, ¿verdad? Su lugar está aquí, con nosotros.

Ghost repuso el fusible del montacargas de la plataforma.

Él y Jane hicieron descender el elevador al hielo. Jane pisó la capa polar y rodeó el gran muro de acero.

—¿Por qué cojones esta cosa no se mueve?

—La plataforma está atascada en el hielo —dijo Ghost—. Nos quedaremos aquí clavados hasta que la plataforma ártica se derrita y se abra. No veremos una puesta de sol entera hasta dentro de tres semanas. Entonces faltará un mes o dos para que el hielo se funda y se rompa. La comida no nos durará tanto.

—¿Y las granadas de termita? Fundirían el hielo en segundos. ¿No queda ninguna, ninguna en absoluto?

—No.

—¿Y explosivos, cargas de demolición del búnker? ¿No queda nada?

—No, nada.

—Joder. Esa cosa pesa un millón de toneladas. Imagínate la inercia, el impulso que puede llegar a coger. Si consiguiéramos moverlo un solo centímetro no se detendría, sería imparable, tendría una fuerza devastadora. Lo arrastraría todo a su paso.

Dentro del montacargas, Jane se quitó un guante y con un dedo dibujó una carita sonriente en la plancha cubierta de hielo.

—Si hubiera alguna manera de darle un empujón…

Ghost miraba la extensión de hielo, el blanco horizonte.

—¡Ya lo tengo! —chilló—. Sígueme.

Corrió hacia el elevador y pulsó SUBIR.

El montacargas dio una sacudida y empezó a ascender.

—¿Sabes la combinación de la caja fuerte de Rawlins? —preguntó.

—La encontré en su libreta de direcciones.

—Ve a su despacho. Mira en la caja fuerte. Debería haber un par de llaves rojas en una caja de plástico. Tráelas a la sala de control de bombeo.

Jane encontró la sala de control sepultada de papel hecho trizas.

Ghost revolvía archivadores y carpetas en el escritorio. Hojeaba un papel tras otro y los iba echando a un lado.

Jane cogió un puñado de papeles. Eran organigramas de sistemas, gráficos de entradas y salidas, compresores alternativos, filtración de alto octanaje.

—¿Qué estás buscando?

—Hace unos meses hice algunas tareas aquí. Un tipo me enseñó algo. Ese maldito papel es lo que busco.

—¿Qué aspecto tiene?

—Es una hoja de papel de color rojo.

Jane se puso a hojear los archivos.

—¡Ajá! Ya lo tengo —dijo Ghost, blandiendo triunfalmente una lista roja plastificada.

Jane entrevió PELIGRO escrito en grandes letras rojas al principio de la página.

—¿Qué carajo es esto?

Ghost no contestó. Mandó rodando su silla hacia la consola y derribó varias cajas de expedientes.

La explosión de las cargas de demolición había roto las ventanas de la sala de control de bombeo. Ghost apartó nieve y cristales rotos de las pantallas de las consolas y conectó los interruptores diferenciales. Las consolas de bombeo se encendieron y parpadearon en verde esperanzador.

En la pantalla táctil de la planta principal de la refinería, Ghost cambió el estado de todos los indicadores de sistema, de APAGADO a ámbar de EN ESPERA.

—Bien —dijo—. Los catalizadores, los supercalentadores, las bombas de extracción vuelven a estar conectados. ¿Encontraste la caja?

—Sí.

—Dentro debería haber dos llaves.

—Sí.

—Y un sobre.

Jane leyó en voz alta las claves de autorización. Ghost las iba tecleando. La pantalla que tenía delante empezó a emitir destellos rojos.

La clave final era el número de empleado de Rawlins. Solo él tenía autoridad para detener o reiniciar el proceso de refinación. Jane leyó el número, que sacó de una nómina antigua.

ADVERTENCIA DE SEGURIDAD

¿DESEA CONTINUAR?

SÍ / NO

Ghost introdujo las llaves en la consola principal.

—Hay que girar las dos llaves al mismo tiempo.

—¿Es que vamos a lanzar un misil? —preguntó Jane.

—¿Te acuerdas de Chernóbil? Un par de técnicos aburridos estuvieron a punto de incinerar Europa. Este catalizador Merox es el más grande del mundo, o casi. Si pulsamos el botón equivocado podríamos contaminar el hemisferio occidental entero.

Hicieron girar las llaves.

PURGA DEL SISTEMA EN PROGRESO

La pantalla empezó una cuenta atrás de diez minutos.

—¿Por qué una cuenta atrás? —preguntó Jane.

—Porque le estamos pidiendo a la refinería que haga algo descomunalmente estúpido, y el sistema quiere que lo reconsideremos.

Punch volvió en sí. Abrió con dificultad los ojos. Tenía un corte en la frente y las pestañas se le habían pegado con sangre coagulada.

Estaba atado de pies y manos. Tenía los brazos sujetos detrás, con hilo de nailon. El hilo le segaba las muñecas como un alambre. Giró las manos para recobrar la circulación de la sangre.

Punch estaba en el suelo de una habitación vacía, iluminada por el destello de unos tubos fluorescentes. Los muros eran de hormigón. El techo era de hormigón. El suelo estaba frío, había baldosas verdes. Punch se imaginó que estaba en el búnker.

Trató de rodar por el suelo. Trató de liberarse las manos. Notó que la sangre le goteaba entre los dedos.

La puerta se abrió. Unas botas de nieve pequeñas. Unos pantalones Ventile azules. Punch arremetió a patadas. Alguien le pateó la cara. Punch escupió sangre y levantó la mirada. Nikki lo estaba observando, de pie ante él. Nikki se agachó y examinó los puños de Punch.

—¿Qué lugar es este?

—¿Tú qué crees? —le preguntó Nikki, con un tono calmado y amable.

—¿Qué cojones está pasando aquí? ¿Me vas a soltar o qué?

—Haremos un intercambio —dijo Nikki—. Te voy a canjear por comida y combustible.

—¿Comida para qué? ¿Qué te propones?

—No deberías preocuparte demasiado por eso.

—¿Dónde tienes a tu colega? ¿Dónde está Nail?

—Por ahí.

—Desátame.

—Aún no.

—Vete a la mierda, Nikki.

—Quieres salir de aquí, ¿verdad?

—Me estás mintiendo. Comida y combustible, ¡patrañas! No sé qué te propones, pero no te saldrá bien.

—Jane querrá alguna prueba de que estás vivo. Dime algo que solo Sian pueda saber.

—Ayúdame a levantarme.

—No.

—Venga, tengo que echar una cagada.

—Pues caga.

—Estoy sangrando.

—Pues sangra.

—Vete a la mierda, Nikki. En serio.

Nikki se fue. La pesada puerta se cerró con un golpe y una llave giró en un cerrojo. El sonido de las pisadas se fue apagando por un pasadizo.

Punch se arrastró por el suelo hasta la pared. Trató de ponerse en pie. Quizá podría tenderle una emboscada a Nikki cuando ella volviera. La esperaría junto a la puerta, la noquearía de un cabezazo. Una vez en el suelo, le pondría la rodilla en el cuello. Seguro que Nikki llevaba un cuchillo en el bolsillo. Entonces Punch se desataría y encontraría el camino de vuelta a Rampart.

Punch perdió el equilibrio y se cayó al suelo. Se dio un golpe en la cabeza y en el hombro. Se quedó tendido, mirando la pared, indefenso y vencido.

Nikki regresó una hora después. Se puso en cuclillas junto a él. Punch no levantó la mirada.

Una prueba de que estaba vivo.

—Mi personaje favorito de cómic es John Constantine. Cuando era joven me compré una gabardina y fumaba Marlboro de paquete blando para parecerme a él.

Nikki le dio unas palmaditas en el hombro. Punch oyó cómo la puerta se cerraba y una llave giraba en el cerrojo.

Jane llamó a la puerta de la habitación de Sian.

—¿Sian? ¿Hola? ¿Hay alguien?

No hubo respuesta. Jane probó a abrir la puerta. No estaba cerrada. La habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por la luz que se filtraba desde el pasillo. Sian estaba acurrucada en la cama, con la mirada fija en la pared. Con los brazos estrechaba la almohada.

—Disculpa que te moleste —dijo Jane—. Ghost dice que deberíamos ir a ver los fuegos artificiales.

—¿Qué fuegos artificiales?

Jane se encogió de hombros.

—No me lo ha dicho. Se hace el misterioso, pero parece muy entusiasmado. Quizá deberíamos hacerle caso.

Sian se irguió cansadamente. Encendió su lámpara e hizo una mueca por el súbito resplandor. Se abrochó las botas.

Jane quería entablar conversación. No tenía sentido preguntar ¿qué tal estás?, ¿cómo te encuentras? Lo mejor que le podía ofrecer era compañerismo y algo de charla.

—Aún nos queda un cartón de concentrado de huevo del Hyperion. ¿Te apetecerá una tortilla mierdosa, más tarde?

—Solo quiero pasar un tiempo en calma, Jane. No tengo ganas de nada.

Jane sabía un poco lo que era perder a alguien, aunque nunca había llorado delante de una tumba. Pero tuvo un novio en la universidad. Se llamaba Mark. La dejó plantada por una chica más delgada. La plantó por carta. Jane tuvo que soportar verlos por el campus, cogidos de la mano. Los primeros días de desengaño fueron un infierno. Jane vagaba de un lado a otro abrumada por la desazón. Algo la asfixiaba. Cuando hacía cola en el supermercado se esforzaba por parecer tranquila, trataba de no echarse a llorar y chillar. Las amigas le decían que el dolor se iría apagando, que pensaría cada día menos en él. Pero la idea de que un día ella releería las cartas de Mark sin sentir nada redoblaba su aflicción.

—Deberíamos vernos en la cantina después —dijo Jane—. Te pegaré una paliza al Monopoly.

—No cuentes conmigo.

—Sí. Vamos a jugar juntas al Monopoly. Luego me acompañarás a la cocina y prepararé una tortilla, y después tú fregarás los platos. Tienes que seguir viva.

Ghost las llevó a la cubierta C y después abrió una escotilla en el suelo.

ARNÉS DE SEGURIDAD OBLIGATORIO

EN TODO MOMENTO

Ráfagas de viento y de partículas de hielo.

Bajaron por una escalera de mano a una pasarela de reconocimiento suspendida bajo la plataforma. Kilómetros de tuberías y vigas de metal se extendían por encima de ellos. Bajo los pies tenían una malla y una caída de doscientos metros hasta la superficie de hielo.

Ghost consultó el reloj.

—Ahí viene, ocurrirá en cualquier instante.

Un temblor sacudió la refinería entera e hizo caer carámbanos de hielo y placas de nieve. Las tuberías chirriaron y rechinaron por encima de ellos.

—Los tanques de almacenaje están vacíos —explicó Ghost—, pero queda una buena cantidad de fueloil de alto octanaje en las tuberías. He invertido las bombas de inyección y el sistema entero se va a purgar.

De la gigantesca boca de una tubería colgada bajo el vientre de la refinería empezó a manar líquido. Era el ombligo retráctil del fondo del mar. Parecía como si Rampart estuviera echando una meada, un torrente de carburante a medio refinar, primero a salpicones, luego a raudales. Miles de galones de petróleo semidepurado manaban en una delgada cascada y salpicaban la corteza polar.

—¿Lo oléis? —dijo Ghost—. Puro propergol.

Se sacó del bolsillo una pistola de bengalas y metió un cartucho en la recámara.

—Esto nos irá bien.

Desde la orilla, Nikki observaba el océano en llamas. Las llamas bailaban entre un azul espectral. Una luz azul lavanda bañaba la isla entera.

El mar hervía con un tenue siseo, como en una larga exhalación.

Nikki entrevió las torres y las vigas de Rampart entre grandes lenguas de fuego. El hielo derretido caía de la superestructura a chorros y en bloques.

La refinería parecía la ciudadela de Satán, una fortaleza mellada en el corazón del infierno.

Nikki se dejó caer de rodillas. Contemplaba estupefacta el espectáculo. En un vertiginoso momento de sensibilidad extrema se sintió como un astronauta despedido a la velocidad de la luz fuera del sistema solar, a un espacio inexplorado, lleno de extrañas y maravillosas visiones de polvo de estrellas y de nebulosas, a millones de kilómetros de casa.

El fuego se extinguió enseguida y la refinería desapareció tras una cortina de vaho.

Nikki se enjugó con el guante las lágrimas heladas. Se puso lentamente de pie y sacó la radio.

—¿Rampart? Rampart, ¿me copiáis? Cambio.

Ghost abrió la puerta de la esclusa de aire. Jane y él se pusieron rápidamente máscaras antigás, mientras la cámara se iba llenando de humo y de vapor. Salieron hacia el montacargas envueltos en emanaciones y vaho, y bajaron a la superficie del hielo.

La corteza polar se había derretido y se había vuelto a congelar. Chapotearon con las botas en charcos de agua humeante.

Alzaron la vista y examinaron secciones de vigas y tuberías calcinadas.

—Parece que la parte inferior de la plataforma se ha achicharrado bien —dijo Ghost.

El acero derretido colgaba petrificado de las vigas y bajaba, como exudaciones de metal, por las patas renegridas de la refinería.

—¿Qué grosor tiene este puto hielo? —preguntó Jane, clavando el talón en la lisa superficie—. ¿Un kilómetro? Estamos en el borde mismo del círculo polar ártico, en el borde mismo del campo polar.

Pisoteó el hielo y dijo:

—Es hielo reciente. Debería ser una lámina fina.

—La mayor parte del calor fue hacia arriba. No penetró el hielo.

—Ya no aguanto más. Una frustración cada cinco minutos. Me mata.

Oyeron un chirrido metálico. Alzaron los ojos.

—¿Se está enfriando el metal? —aventuró Ghost.

—No. Es otra cosa.

Se oyó un ronco gemido, seguido de un angustioso chirrido. Entre un trepidante estruendo, la superestructura de la refinería empezó a combarse. Sonaba como el canto de una ballena; un coro de bramidos, silbidos y fragor.

—¡Mierda santa! —dijo Jane en un susurro—. Está pasando de verdad.

El hielo empezó a abrirse bajo sus pies. Sonaba como disparos. El agua del mar burbujeaba entre las botas de Ghost y Jane.

Huyeron aprisa de la trama de grietas que se extendía rápidamente. Nubes de hielo en polvo. Agua espumeante. Procurando no caerse, corrían por la inestable capa que se iba resquebrajando.

Se lanzaron sobre la plataforma del montacargas. A su alrededor, el hielo se había roto en placas. Estas empezaron a darse la vuelta y a desmenuzarse.

Un temblor corrió por toda la refinería. Ghost y Jane se tuvieron que agarrar a la barandilla.

—¿Lo notas? —dijo Ghost—. ¡Nos estamos moviendo!

Ghost fue a la cantina. Semanas atrás había rescatado del Hyperion una botella de champán y la había puesto a enfriar, oculta detrás de unos pedazos de queso, en un refrigerador.

—Sé que Sian está dolorida, pero quiero celebrar esto. Quizá sea egoísta. Mucha gente ha muerto, pero lo hemos conseguido. Sobreviviremos.

Jane fue a buscar a Sian.

No estaba en su cuarto.

Jane fue a mirar en la cúpula de observación. No había nadie.

Se quedó junto a la ventana y contempló cómo los restos calcinados del Hyperion se iban alejando lentamente. La corriente empujaba a paso rápido la refinería hacia el sur. La plataforma se abría camino entre el hielo a seis o siete kilómetros la hora.

Jane conectó la radio de banda corta y subió el volumen. Ruido estático. Jane se reclinó en la silla y puso los pies sobre la mesa de mezclas.

La plataforma se movía hacia el sur. Pasaría por rutas marítimas y aguas territoriales europeas. Quizá Jane debería volver a emitir mensajes de SOS. O quizá debería simplemente estar a la escucha de las ondas de radio. No tenían idea de qué mundo iban a encontrar cuando llegaran a casa.

Jane percibió una tenue voz en los altavoces de la consola.

—Rampart, ¿me copias? Cambio.

Jane se incorporó inmediatamente.

—Kasker Rampart, ¿me copias? Cambio.

Jane cogió el micro y contestó:

—¿Nikki? Nikki, ¿eres tú?

—Hola, Jane. ¿Cómo va todo?

Jane bajó los peldaños de dos en dos y salió disparada por los pasillos.

Abrió de una patada la puerta de la cocina, tumbó sartenes y ollas al saltar por encima de una encimera y frenó en seco haciendo rechinar los pies en el suelo. Buscó unas llaves en sus bolsillos y abrió un congelador.

Usaban el congelador como caja fuerte para las armas.

Inspeccionó la recámara de la escopeta que les quedaba.

Vacía.

Inspeccionó las cajas de munición. Vacías.

—Mierda.

Arrojó las cajas vacías al suelo y cogió la radio.

—¿Ghost? Ghost, ¿me copias?

Nadie respondió.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sian, sentada en una encimera de la cocina, columpiando las piernas mientras comía yogur.

—Necesito a Ghost. ¿Dónde está?

—Ni idea.

Jane le hizo caer el yogur de un manotazo y la puso de pie de un tirón.

—Ven conmigo. Ahora mismo.

Se fueron corriendo por un pasillo.

—Déjame hacerte una pregunta —dijo Jane—. Trata de recordar. A Punch le gustaban los cómics, las novelas gráficas, ¿verdad? ¿Mencionó alguna vez su personaje favorito?

—No. No, que yo recuerde.

—¿Constantine? ¿No mencionó nunca a John Constantine?

—Ahora que lo dices, sí. Era una especie de detective, un tipo duro que combatía a los malos. Hay un póster de él en la habitación de Punch; se compró una gabardina para parecerse a él. ¿Por qué lo preguntas?

Llegaron a una esclusa de aire. Jane cogió ropa de un estante, unos gruesos cubrepantalones. Se fijó unos crampones en la suela de las botas y se abrochó un anorak polar.

—Punch está vivo —dijo Jane—. Nikki y Nail lo tienen como rehén en la isla.

—¿Nikki?

—Ha vuelto. No me preguntes cómo.

Jane encontró una caja de herramientas. Se metió un gran martillo de carpintero en el bolsillo del abrigo y un cuchillo de submarinista en el bolsillo lateral de los pantalones.

Sian ayudó a Jane a ponerse el lanzallamas al hombro y a sujetárselo en la espalda.

—¿Está vivo? —preguntó Sian—. ¿Estás segura?

—Está en la isla, y lo voy a traer de vuelta aquí.

—Dios mío.

Jane se enfundó los guantes.

—Deberíamos ir a buscar a Ghost —dijo Sian.

—No hay tiempo.

—¿Qué quiere Nikki?

—Quiere canjearlo por comida.

—Pues dásela.

—No tenemos tiempo para juegos. Nikki está pirada, trastornada. Parece obcecada en una especie de perversa misión que seguro que ni ella misma entiende. Voy a encontrar a Nikki y la voy a matar.

Jane abrió un armario lleno de material contraincendios y cogió un hacha.

—Voy contigo —dijo Sian.

—No. Tienes que ayudarme a bajar hasta el hielo.

Abrieron la puerta exterior de la esclusa y corrieron por la cubierta.

—Sabes manejar la grúa de carga, ¿verdad? —preguntó Jane.

—Ivan me enseñó cómo funcionaba cuando hubo el incendio.

—Puedes hacer subir y bajar el gancho, ¿no? No necesito más.

—Sí, creo que sí.

—La refinería está abriendo una brecha hacia el sur. Debajo de nosotros solo hay agua del mar y trozos de hielo. El elevador de la plataforma ya no sirve. Me haría caer en el océano. Si me haces bajar delante de la plataforma tendré ocho o nueve segundos para apartarme, antes de que me arrolle.

—¿Cómo volverás a subir a bordo?

—Alcanzaré la plataforma y me pondré delante. Podrás izarme del hielo con el gancho de la grúa, antes de que la refinería me aplaste como a una cucaracha.

—Será muy arriesgado, cosa de fracciones de segundo.

Treparon por una escalera de mano a la plataforma de la grúa. La cabina colgaba al borde de la refinería. A través de una ventanilla en el suelo veían la superficie del hielo a doscientos metros por debajo de ellas. Sian hizo girar el brazo de la grúa con una palanca de mando. El gancho de media tonelada de peso oscilaba como un péndulo.

—Tal como dije, arriba y abajo, no necesito más. Solo tienes que hacer subir y bajar el gancho.

—¿Ves aquello? —dijo Sian señalando hacia el sur, hacia unas olas a lo lejos—. Mar abierto. Perdimos la zódiac cuando el Hyperion se incendió, así que cuando rebasemos el banco de hielo, no tendrás forma de volver a bordo. Te quedarás aislada.

—Lo sé.

Sian se quitó su reloj Casio y lo abrochó en la muñeca de la manopla de Jane.

—Encuentra a Punch, ¿de acuerdo? Encuéntralo y tráelo de vuelta.

Puso el cronómetro a cero y dijo:

—Sesenta minutos. Este es el tiempo que tienes antes de dar media vuelta. Dentro de sesenta minutos, pase lo que pase, regresas a la refinería, ¿entendido?

Puso el cronómetro en marcha.

59.59

Los segundos empezaron a correr.