La cacería

Ghost abrió la puerta del búnker. Su linterna iluminó estantes y cajas, y las motos de nieve cubiertas con lonas.

—Bien; más vale que nos demos prisa.

Jane sacó las escopetas de las cajas.

—Dámelas.

Ghost examinó la recámara de las armas y disparó en seco para ver que funcionaban. Metió las escopetas y los kits de limpieza en una bolsa de deporte y cerró la cremallera.

—Coge los cartuchos.

Jane sacó de un estante varias cajas de cartuchos del calibre 12 y las metió en la mochila.

—Esas cajas llevan fecha de caducidad. No sabía que la munición caducara.

—Vámonos.

Rawlins descubrió que podía ver en la oscuridad. No con claridad, ni demasiado bien, pero podía distinguir formas.

Se quedó sentado y desnudo en el centro de la sala de buceo. Se preguntó cómo había llegado allí. Su consciencia iba y venía. A veces era Frank Rawlins, a veces era otra cosa.

Encendió una lámpara Tilley para ver mejor. Bancos. Estanterías con material de buceo. La burbuja blanca y metálica de una cámara hipobárica.

Abrió una taquilla y observó su reflejo en el espejo de la puerta. Tenía un ojo negro como el ónice.

Rawlins descolgó de una percha un cinturón de submarinista. Desenvainó el cuchillo y con la mano izquierda se vació la cuenca del ojo con la punta de la hoja. Cortó el nervio óptico. El globo ocular le cayó a los pies.

Se quedó mirando su reflejo. La sangre brotaba de la cuenca vacía. Con una bombona de submarinista hizo añicos el espejo.

Despacho de Rawlins. Un letrero en la puerta.

Punch encendió la luz. Se sintió como un intruso.

—El cajón del escritorio —dijo Sian—. La guarda allí.

Punch rompió el pestillo haciendo palanca con un destornillador y sacó la pistola taser de su caja.

—Parece un juguete, pero servirá para pararlo.

—¿Y entonces qué? —preguntó Sian—. Si está infectado no podemos ponerle un dedo encima.

—Improvisaremos una camisa de fuerza, con un saco de dormir o algo parecido. Lo encerraremos en un contenedor de carga y estará en cuarentena hasta que sepamos qué hacer.

Sian observaba la pantalla del escritorio. Con un par de clics hizo aparecer un plano de la planta de la refinería.

—Está en la cubierta C, ¿verdad? Podemos localizarlo.

Punch se inclinó por encima del hombro de Sian. El diagrama de la cubierta C estaba salpicado de puntos rojos.

—Cuando apagamos la plataforma cerramos algunas de las compuertas de seguridad. Las compuertas se ven en el tablero de estado de funcionamiento. Sigue vigilándolas. Quizá Rawlins nos descubra su posición.

—No te muevas de la silla, ¿de acuerdo? —dijo Punch, dándole su radio a Sian—. Si detectas movimiento, avísame.

Punch bajó la compuerta de seguridad y se encerró en el módulo de alojamientos.

Iba armado con un taco de billar y la pistola taser.

Se deslizó por la pared y se quedó sentado en el suelo del pasillo, con la taser en el regazo.

—¿Cómo va?

Era la voz de Sian.

Punch cogió la radio.

—Haciendo guardia.

—¿No podemos cerrar las escotillas y cortarle el paso?

—Las compuertas de seguridad se cierran herméticamente en caso de emergencia. De otra forma, cualquiera puede levantarlas. Solo las esclusas de aire tienen un teclado numérico. Medida de protección contra la piratería.

—Tenemos que presuponer que está infectado.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Hay que tratarlo como enemigo hasta que sepamos qué hacer.

—Ojalá lo supiéramos con certeza. Ha perdido mucha sangre. Se va a congelar.

—Lo sé, lo sé.

Un ruido sordo en la puerta. Punch se levantó de golpe.

—¿Frank? ¿Es usted?

Punch probó la taser contra la puerta. La escotilla empezó a subir. Punch pulsó CERRAR.

Accionó el intercomunicador.

—¿Frank? ¿Está bien?

—Tengo frío. Mucho frío.

—¿Está infectado? Su brazo… ¿Sabe si eso detuvo la infección?

—Hace mucho frío

La voz de Rawlins sonaba débil, delirante.

—Tiene que decírnoslo, Frank. Tenemos que saberlo.

—Estoy muy cansado

—No podemos dejarle entrar, Frank. ¿Frank? ¿Está ahí?

Esperó un minuto entero. Pulsó ABRIR. La compuerta se abrió.

El pasillo estaba desierto.

Punch llamó a Sian.

—Frank acaba de intentar entrar.

—¿Está aún ahí?

—No. Se ha ido.

—Espera. Alguien acaba de entrar en una esclusa de aire, cerca de la enfermería.

—¿Ha salido fuera?

—No. Solo ha abierto la puerta interior.

—¿Se sabe algo de Jane y Ghost?

—No.

—Necesitamos las escopetas.

Rawlins saqueó la esclusa de aire. Se puso con dificultad unos pantalones, se enfundó un abrigo y se calzó unas botas.

Luego fue en busca de cigarrillos por la plataforma. Se arrastraba por pasadizos oscuros y helados, apoyándose en las tuberías para no caerse. Se apretó en el pecho el muñón metido en una manga vacía.

Estaba prohibido fumar. En todas las zonas de recreo había un gran letrero rojo: PROHIBIDA CUALQUIER FUENTE DE COMBUSTIÓN NO AUTORIZADA.

Cuando Rawlins se puso al cargo de la plataforma cinco meses atrás, se llevó cigarrillos a escondidas. Dos al día durante la temporada entera. Salía a hurtadillas al exterior, a fumarse un cigarrillo. Sabía que la mayor parte de la plantilla fumaba hierba, pero a él no le importaba. Se aliviaban con eso. Los tranquilizaba. Pero él era el encargado de la instalación y no podía infringir las normas en público. Guardaba un paquete de cigarrillos y un Zippo escondidos entre material contraincendios, cerca de una esclusa de aire. No recordaba qué esclusa era. No recordaba casi nada.

Pasó un rato en el gimnasio, una de las pocas salas con ventana grande en toda la refinería. Débil luz del día. Era mediodía y el sol apenas asomaba en el horizonte. Hileras de bicicletas estáticas y cintas de correr relucían heladas. Pósters de chicas cubiertos de escarcha. Rawlins se arremangó para examinar el muñón vendado. Unas púas de metal emergían de la gasa. La piel alrededor del codo había empezado a ennegrecerse.

Así que fin del camino, pensó. Mi último día.

Una vez, Frank vio cómo un hombre se agarraba el pecho y caía muerto en la cola de un banco. Pensó que a la mayoría de la gente le pasa lo mismo. Una vida monótona hasta que, de repente, llega el diagnóstico de una enfermedad incurable o un infarto de miocardio. ¿Era octubre? ¿O noviembre? Le costaba pensar. Estaba casi seguro de que era martes.

Se tendió un rato en una cama solar y se despertó tiritando. Se le había abierto el anorak. No podía mover la cremallera. Se acordó de dónde había escondido los cigarrillos. Esclusa número sesenta y tres.

Jane y Ghost regresaron a la plataforma. Subieron la zódiac al varadero.

Mientras el montacargas ascendía hasta el nivel habitado, Ghost le enseñó a Jane a manejar la escopeta.

—Lo has visto un millón de veces en la tele. Metes cinco cartuchos en el cargador. Accionas la corredera, hasta el final, con un movimiento firme. Quitas el seguro. Y sobre todo no pongas el dedo en el gatillo hasta que vayas a disparar.

—Entendido.

—Aprieta el arma contra el hombro. Apoya bien los pies en el suelo. ¡Bang!

Tomaron un atajo. Cruzaron la cubierta y entraron en una esclusa de aire.

Ghost sacó la radio.

—Estamos de vuelta.

—Estoy en el despacho de Frank vigilando las compuertas —dijo Sian—. Alguien acaba de abrir la esclusa veintisiete.

—Somos nosotros. Acabamos de llegar.

—Id con cuidado. Podéis toparos con él.

Abrieron la puerta interior de la esclusa. Ghost vigilaba el pasillo, escopeta en ristre.

—Esto me parece un poco drástico —dijo Jane—. Estamos hablando de Frank. Lo más probable es que esté simplemente aturdido.

—Ya viste cómo le salía esa mierda de la mano. ¿Quieres que te pase lo mismo?

—No especialmente.

—Y no me apuntes con esa cosa, ¿de acuerdo? Mantén el cañón hacia el suelo.

Rawlins se pegó a la pared de un pasillo. La luz de una linterna revoloteaba. Dos figuras salieron de una esclusa. Jane y Ghost, armados con escopetas.

Rawlins los siguió al almacén de tuberías. Se ocultó en la sombra mientras ellos examinaban el suelo agachados.

—Aquí es donde Sian lo encontró —dijo Jane.

—Hay rastros de sangre. Debe de haber pasado aquí hace un rato. Me pregunto qué le pasaría por la cabeza.

Ghost se sacó del bolsillo un espray de pintura amarilla, agitó el bote y trazó círculos alrededor de los rastros de sangre.

—Habrá que limpiar toda la planta, habitación por habitación, y desinfectar el puto sitio entero.

—Sian dijo que tenía un ojo de color negro.

—Podría ser una hemorragia, y no necesariamente una prueba de infección.

Tenían a Rawlins detrás. Una irreprimible sed de sangre lo invadía. Quería echarse sobre ellos. Quería morder. Quería destripar y despedazar.

Cuando Ghost y Jane se pusieron de pie y se giraron, Rawlins se agachó detrás de un pilar.

—Quizá valga la pena registrar la enfermería otra vez —dijo Ghost—. Ha pasado un rato. Tal vez vuelva allí, quizá vaya a buscar algo para el dolor.

Emprendieron el camino de vuelta al bloque de alojamientos. Ghost dio un puñetazo contra la compuerta de seguridad y gritó en el intercomunicador:

—Somos nosotros. Jane y yo. Vamos a entrar.

Pulsó ABRIR y la puerta subió.

—Frank intentó entrar —dijo Punch.

—¿Está infectado? —preguntó Jane.

—Le oí hablar, pero no lo vi.

—Está vivo, por lo menos.

—Mira —dijo Ghost, iluminando con la linterna las planchas de la cubierta. Huellas de pasos sobre el metal helado—. Ha dejado un rastro.

—¿Dónde?

—¿Ves eso? —dijo señalando una serie de pisadas—. Estas son nuestras, la ida y la vuelta. Pero mira aquí.

Cerca de la pared había huellas de pies descalzos.

—Estas son suyas. ¿Está Rye arriba?

—Sí.

—Ve a buscarla. Dile que llene una hipodérmica con algún sedante.

—¿Quieres que vaya con vosotros?

—No. Iremos Jane y yo. Mantén la compuerta cerrada, ¿de acuerdo? Volveremos en un rato.

Siguieron las huellas hasta el gimnasio.

—Parece que se ha echado una siesta —dijo Ghost, examinando una cama solar—. Hay más sangre. Aquí y aquí.

Sacó el bote de espray y trazó círculos alrededor de las manchas.

—No podrá seguir con este correteo mucho más. No con el frío que hace.

Siguieron más huellas hacia un pasadizo de la cubierta C.

—Huellas recientes de botas —dijo Ghost.

—¿Estás seguro de que no son nuestras?

—No hemos pasado por aquí.

Las pisadas llevaban a una entrada con la puerta abierta.

—Ponle el seguro —ordenó Ghost—. Nada de disparos, ¿de acuerdo? No queremos volar por los aires.

Ghost se paró en la entrada.

—¿Frank? —llamó—. ¿Cómo va?

No hubo respuesta.

—Voy a entrar, Frank, ¿no le importa?

Ghost dirigió su linterna al interior del almacén. Barriles de gasolina apilados, bidones, latas de queroseno.

—¿Frank? ¿Está ahí?

Ghost entró. Jane lo siguió.

Rawlins estaba de rodillas en un rincón oscuro. Jane lo vio primero. Estaba empapado en queroseno, tenía una lata de combustible vacía a su lado y un cigarrillo sin encender en los labios.

—Eh, Frank —dijo Jane—. ¿Cómo va todo?

—Un día jodido —respondió Rawlins, con el pelo chorreando como si acabara de salir de la ducha.

—Sí. Ha sido un mal año.

Rawlins se había quitado el abrigo. Tenía hematomas negros y amarillos en el brazo y el cuello. De la cuenca vacía manaba sangre.

—¿Qué dice, Frank? —preguntó Ghost—. ¿Qué le parece si le llevamos a la enfermería y le cuidamos?

Rawlins dejó escapar media sonrisa y dijo que no con la cabeza. Señaló el brazo amputado y la cuenca vacía.

—No parece que un poco de jarabe para la tos vaya a servir de mucho, ¿no crees?

—No, pero preferiría que no se pegara fuego. Tiene que mostrar un poco de respeto por los demás.

—No hay vuelta a casa. Todos lo sabemos, así que, ¿por qué alargarlo? —dijo, pasándose la mano por la piel renegrida del cuello—. Esa cosa tiene necesidades. Esa enfermedad sigue un programa.

Sacó un Zippo del bolsillo de sus harapientos pantalones y lo abrió.

—Lo siento, amigos. Tengo que despedirme antes de que deje de ser yo.

Cerró los ojos y encendió el mechero. Una gran llama azul lo envolvió.

Jane y Ghost corrieron hacia la puerta. Se echaron la escopeta a la espalda y cogieron los extintores de la pared.

Rawlins se consumía en llamas. Jane y Ghost dirigieron chorros de dióxido de carbono hacia el fuego, pero las llamaradas se extendieron de un barril de gasolina a otro.

Una bombona de propano explotó. Rebotó en tres paredes, hizo estallar varios bidones y provocó una enorme bola de fuego.

—Ya no podemos hacer nada por él —dijo Ghost—. Larguémonos de aquí.

Corrieron hacia la puerta. Jane pulsó CERRAR. La puerta cayó como una guillotina y contuvo el torbellino de fuego que amenazaba con infestar el corredor e incinerarlos a ellos.

Ghost tocó la puerta y retiró inmediatamente la mano. El metal abrasaba.

—Dejemos que arda. No tardará en consumirse todo el oxígeno.

Se alejaron corriendo por el pasillo.

—¿Estás bien? —preguntó Ghost.

—Sí, todo bien.

Una explosión reventó como de un puñetazo la puerta del depósito de combustible. La gruesa compuerta salió disparada hacia ellos por el pasadizo, impulsada por la deflagración.

Corrieron hacia el hueco de la escalera. Jane pulsó CERRAR con un manotazo. La compuerta bajó a la vez que una devastadora llama se les echaba encima. El fuego les envolvió las botas antes de que la compuerta se cerrara del todo.