Los condenados

Rye cruzó la isla, atraída por las luces del Hyperion, y deambuló por las cubiertas inferiores del barco. La infección se le había extendido por toda la mitad derecha del cuerpo. Tenía la piel ulcerada y cubierta de costras. Filamentos de metal le habían atravesado la piel del brazo, de la pierna y de la cadera, y le habían agujereado la ropa. No sentía dolor. El cuerpo de Rye era insensible.

Seguía siendo Elizabeth Rye. Tenía la mente despejada y anhelaba la locura. Deseaba desesperadamente que su consciencia se nublara y desapareciera.

En las disecciones que había practicado en Rampart, Rye había visto cómo ese extraño parásito se infiltraba en el sistema nervioso de sus víctimas. Se preguntaba por qué aquellos mismos filamentos no habían invadido aún sus sinapsis, anulando memoria y emociones. Quería ser necia e irresponsable. Suponía que su cuerpo en desintegración deambularía por el barco durante semanas, mucho después de que no quedara nada de su consciencia. Pero no era así. Seguía lúcida y consciente.

La mayor parte de los pasajeros se habían congregado en el vestíbulo principal. Rye vagó por restaurantes desiertos, un cine vacío y un área de recreo infantil, con una piscina llena de pelotitas y un tobogán.

Se divirtió un par de horas en la zona deportiva. Primero jugó al pingpong contra una pared. Su cuerpo mutado retenía buena movilidad.

Luego lanzó pelotas a un aro de baloncesto, después conectó un simulador de golf y estuvo atizando golpes en una cancha virtual.

Encontró un miniclub nocturno. No había música, pero la esfera de espejos seguía girando. Se puso a jugar a la rayuela en la pista de baile. Todas las baldosas que pisaba se iluminaban.

Se preguntó dónde estarían los otros pasajeros.

Rye buscó la enfermería. Quizá podría cargar una hipodérmica con morfina y sacrificarse igual que se hace con un perro enfermo. La mezclaría con lejía, con limpiador de hornos. Empujaría el émbolo y sentiría placer. Empujaría el émbolo un poco más, se echaría y dejaría que los corrosivos le disolvieran el cerebro.

Un amigo de la escuela de medicina consiguió un empleo en un crucero. Se daba la gran vida. Comía, flirteaba y nadaba. Lo único que tenía que hacer era prestar atención a los anuncios cifrados del sistema de megafonía. Doctor Jones, acuda al teléfono de cortesía blanco, significaba que tenía que ir a la enfermería. Doctor Jones, acuda al teléfono de cortesía rojo, significaba que tenía que ir corriendo a la enfermería, para una emergencia. A lo que le tenía pavor era a Doctor Rose, preséntese en el bar Neptuno, porque «Rose» era la contraseña para decir infarto. La mayoría de pasajeros eran ancianos y en todos los viajes había por lo menos un ataque al corazón. Alguien se caía redondo sobre la alfombra del restaurante y se ponía azul. El médico de a bordo tenía que recoger su kit de reanimación y mover rápido el culo.

Rye siguió las señales que llevaban a la enfermería. Flechas con una pequeña cruz roja.

La enfermería había sido saqueada. Había instrumental esparcido por el suelo, sábanas ensangrentadas amontonadas sobre la mesa de operaciones, salpicaduras de sangre en la pared. Era como si una unidad quirúrgica militar hubiera tratado a cientos de heridos en combate y luego hubiera evacuado. No había duda de que el médico de a bordo del Hyperion había hecho una labor heroica en la cura de pasajeros infectados, antes de sucumbir o ser despedazado también él.

A Rye le entró hambre. Siguió unos sombreros pintados en el suelo, hasta el Tex Mex Grill. Le apetecía zamparse unos nachos.

Subió por unas escaleras y anduvo por un pasadizo. Encontró el paso cortado por una puerta herméticamente cerrada, una de las gruesas compuertas metálicas que como una verja levadiza bajaron instantáneamente cuando el Hyperion embarrancó y se anegó.

Rye puso la oreja en la compuerta. Oyó música a lo lejos. «Gimme Shelter». Y voces amortiguadas, de gente hablando y riendo. Era la tripulación de Rampart, al otro lado de la puerta. Debían de haberse apoderado del grill.

Rye se sintió muy sola. Se apoyó en la pared y se echó a llorar.

El casino, un lujoso garito de apuestas, a lo Monte Carlo. Un par de mesas de ruleta, una de dados y un bar.

Una showgirl yacía pudriéndose en el suelo, entre lentejuelas y plumas de avestruz. La cabeza era un amasijo de carne hecha pulpa.

Rye pasó esquivando el cadáver y se acercó a cinco hombres sentados alrededor de una mesa de blackjack. Llevaban trajes de esmoquin rasgados y manchados de sangre. Uno de los hombres estaba en fase terminal, era prácticamente una columna de metal derretido. Estaba rígido y fundido a su silla y no había duda de que nunca más se iba a levantar. El crupier se había desplomado sobre el tapete, como si se hubiera quedado dormido, y tenía la cabeza fundida en la mesa. Los otros hombres conservaban movimiento en los brazos. Había cartas y fichas desperdigadas sobre el tapete verde. El menos inhumano del grupo, un pasajero que conservaba la mitad de la cara, hacía de crupier.

—¡Ah! —dijo—. Sangre fresca.

Rye tomó asiento a la mesa.

—¿Preparada para perder dinero? —preguntó el crupier barajando las cartas.

—Es agradable oír la voz de un ser racional.

—Esa cosa, ese contagio, parece afectar de diferente manera a cada uno, tal como evidentemente ya habrá notado. Algunos mueren de golpe. No sé por qué. Un mordisco y caen redondos. Debe de ser como una alergia a los cacahuetes. Pero a veces, si no hay suerte, la enfermedad afecta al cuerpo pero no a la mente. Usted no es uno de los pasajeros, ¿verdad? No recuerdo haberla visto antes.

—Soy de una refinería de petróleo cercana.

—¿El barco encalló?

—Sí.

—¿Y sabe lo que está pasando ahí fuera, en el mundo?

—No —dijo Rye—. No sé nada. ¿Y usted?

—Nada. Solo rumores. Estuvimos varias semanas dando vueltas, buscando un puerto. Entonces estalló la epidemia. Debía de haber alguien infectado en el barco desde el principio. Un miembro de la tripulación, quizá, alguien que ocultaba la enfermedad a sus compañeros, ¿quién sabe? ¿Y qué importa? Aquí estamos, esperando a que llegue el fin, los cobardes, los demasiado gallinas para rebanarse el pescuezo o arrojarse al mar. Estamos condenados a vivir.

El crupier volvió a barajar.

—¿Sabe jugar al blackjack?

—No, pero parece un buen momento para aprender.

Durante el tiempo que pasó en el pabellón del cáncer, Rye había presenciado el sufrimiento y la muerte de hombres y mujeres. La mayoría aceptaba con una resignación estoica el final de su vida. Los jóvenes afrontaban tranquilamente la muerte, sin haber vivido aún la vida. Bromeaban mientras los llevaban en silla de ruedas al quirófano, bromeaban mientras los acribillaban con inyecciones de quimioterapia o los freían con radiaciones.

Rye se sabía cobarde. Quería morir, pero tenía que ser rápido y sin dolor. Había visto bisturís esparcidos por el suelo de la enfermería. Tenía que haberse clavado una cuchilla en el ojo y hundirla hasta el cerebro, pero le faltaba valor para hacerlo. Quería un final fácil. Quería desvanecerse y dejar de existir, como quien se amodorra y se queda frito.

Rye registró el barco, en busca de medios para suicidarse.

En el armario de una cocina encontró material para barbacoas. Se imaginó a los cocineros del Hyperion preparando un asado de cerdo para los pasajeros, y sirviendo baguettes con brochetas a la rica clientela que contemplaba, abrigada con anoraks, cómo las ballenas rompían las olas a lo lejos.

Rye acarició la idea de abrir la válvula de una bombona de propano y encender una cerilla, pero no se atrevió a consumar el plan. ¿Y si no moría? La bola de fuego de un par de bombonas se disiparía enseguida. Quizá sobreviviría a quemaduras de tercer grado y se quedaría paralizada y en agonía. Sabía, por los experimentos que había hecho, que una persona en avanzado estado de infección costaba mucho de matar. Quizá ella tardaría días en morir.

Encontró un cable alargador, pero era demasiado grueso para hacer una soga. Le habría gustado tener un arma de fuego. Si tuviera una pistola se sentaría junto a una ventana, se pondría el cañón en la sien y se distraería contemplando el paisaje. Jugaría a nombrar constelaciones y, mientras las iba nombrando, apagaría el mundo como quien apaga la tele cuando no hay ningún programa que valga la pena.

Una vida arruinada. Mala en medicina y mala como madre. Era fácil echarle la culpa a las drogas, pero su vida empezó a caer en picado mucho antes de probar la codeína. Una desazón abrumadora la perseguía desde la infancia, una fuerte convicción de que nada valía la pena la emponzoñaba cada día. Fuera donde fuese, hiciera lo que hiciese, todo le importaba una mierda. Pero quizá sí que podía hacer algo. Un final que justificaría su vida.

De toda la tripulación de Rampart, solo ella podía circular impunemente por el transatlántico. Si aquellos desgarbados mutantes vieran a Jane o a Ghost, los perseguirían y los harían trizas. Pero Rye se paseaba entre ellos como si no existiera. Rye podía chascar los dedos o pasarles la mano por delante de la cara, o abrirse paso entre ellos. No reaccionaban.

Quizá debería aprovechar esa libertad de movimiento y fabricar una bomba. Sabía dónde encontrar bombonas de propano. En algún lugar tenía que haber reservas de gasoil. Aún tenía una radio. Podría avisar a la tripulación de Rampart y darles tiempo de evacuar. Abriría las bombonas, aflojaría las válvulas, inundaría de combustible las salas de máquinas y encendería una cerilla. Había unos cuantos pasajeros del Hyperion fuera del barco, pero la mayoría seguía a bordo del transatlántico. Podía incinerarlos a todos, freír el barco entero, limpiar la isla. Y acabar con su propia vida en un instante. Una explosión de tal magnitud sería una muerte rapidísima. La tripulación de Rampart lo vería desde la plataforma. Verían la explosión. Apreciarían el gesto. Después de todo, el Hyperion parecía embarrancado para siempre. Si lo hacía saltar por los aires, ella moriría como una heroína.

Había algo disparatado en su razonamiento. Una vocecita le decía que no pensaba con claridad. Se estaba dejando llevar por las fantasías. Los iba a matar a todos.

Rye se puso a buscar los tanques de gasoil.

Encontró un folleto multilingüe, Hyperion, Reina de los mares, con un desplegable, un plano de planta. Se dirigió a la zona de «Solo personal autorizado», donde estaban las máquinas del barco.

Vio a un hombre que se arrastraba pegado a la pared de un pasillo. No llevaba camisa. La espalda era una masa de púas. El tubo de goma de un estetoscopio colgaba del bolsillo de sus pantalones.

—¿Doctor? ¿Me oye, doctor?

No hubo respuesta.

—Me llamo Rye. Soy doctora, como usted. ¿Cómo se llama? ¿Me entiende? ¿Puede decirme cómo se llama?

El hombre se volvió lentamente hacia ella.

—¿Cómo se llama? Dígame su nombre.

—Walczak; me llamo Walczak.

Se sentaron en las butacas del cine del barco. El arco del proscenio enmarcaba una pantalla rasgada.

—Por un tiempo pensé que lo teníamos controlado —dijo él—. Encerramos a los pasajeros y tripulantes infectados en la clínica y los pusimos en cuarentena. Pero nadie quería desprenderse de sus familiares, no querían verlos encerrados con los que aullaban amarrados a la cama. Entonces los escondían en sus camarotes. Hijos, hijas, mujeres, maridos. Les daban aspirinas, les llevaban comida y esperaban que se curaran. Así es como se propagó el virus. Organizamos una brigada con un par de oficiales y varios de la tripulación. Íbamos de habitación en habitación y sacábamos a la gente a la fuerza. Hubo mucha exasperación, muchos pataleos y gritos.

»Pasó lo mismo cuando se convirtió en guerra total, con batallas en los pasillos y en las cubiertas. Gente decidida a suprimir a hachazos e incinerar a los infectados se encontraba después con que su propia esposa o sus hijos estaban entre ellos. ¿Qué haría usted? ¿Mataría a sus propios hijos si fuera necesario? ¿Tiene usted hijos?

—Sí —contestó Rye—. Tengo un hijo.

Luego fueron andando al vestíbulo principal.

—Aquí empezó todo —dijo Walczak—. Aquí es donde empezó la carnicería realmente. Se habían reunido todos para un banquete, para tratar de olvidar sus problemas. Unos treinta pasajeros infectados escaparon de la enfermería y aparecieron de repente. Hubo sangre por todas partes. Y una estampida. Fue un caos. Ahí fue cuando perdimos el control.

Rye miró a su alrededor. Había mesas y sillas volcadas. Camareras infectadas daban traspiés entre vajillas rotas y ramos de flores.

—¿Me haría un favor? —preguntó Walczak.

—Claro que sí —contestó Rye.

Walczak recogió del suelo una pesada estatuilla, una ninfa danzante, que había caído de una hornacina.

—Máteme —dijo—. Limpio y rápido.

Se sentó al piano y empezó a tocar «I get a kick out of you». Rye se puso detrás de él.

—Toca muy bien —dijo Rye.

—Sí. Siempre quise llegar a profesional.

A mitad de la tercera estrofa, la doctora lo mató.

Rye exploró los pasillos que rodeaban la sala de máquinas. Abrió todas las puertas marcadas con el signo de una llama roja. Pintura. Lubricante. Aguarrás.

Encontró los tanques de combustible. Un largo castillete daba a una hilera de cubas de gasoil y de lubricante para barcos. Rye trató de hacer girar las llaves de paso, pero no lo consiguió.

Bajó peldaños hasta la planta de la sala de cubas. Con una llave inglesa la emprendió a golpes con las tuberías. Una junta se agrietó, un estrecho empalme de cobre en la base del tanque. El combustible empezó a gorgotear y a salpicar la plancha de la cubierta. Era una fuga pequeña, pero si Rye volvía en un par de horas el suelo estaría inundado de gasoil.

—Codeína.

El crupier le dio dos cartas. Reina, Cinco.

Rye empujó las cartas a un lado. No voy.

—Entonces, ¿qué hacía? ¿Falsificaba recetas?

—Sí.

—Genial. Debe de ser fantástico ser médico. Como un niño en una tienda de caramelos.

—Perdí muchos años de mi vida. Y lo pagué caro.

—Sí, bueno, pero no se mortifique —dijo el crupier.

Se sacó una pitillera de plata del bolsillo, se colocó cuidadosamente un cigarrillo entre los labios deformados y lo encendió con un encendedor Dunhill.

—Como decía Larkin: «Cuántas cosas habrían hecho si alguien los hubiera amado». Todos podríamos haber gobernado el mundo si nos hubiéramos levantado pronto por la mañana y hubiéramos hecho lo que teníamos que hacer. Pero vamos dando tumbos por la vida, cargando con nuestras penas, igual que un turista que arrastra una pesada maleta en un aeropuerto. Échele la culpa a los genes, a los padres, a la escuela; hay una larga cadena de causas y efectos. La vida fue planeada mucho antes de que usted naciera.

—¿Qué tienen las cartas, que convierten a la gente en hierática y astuta?

—Es como una comunión. Se sirven las obleas, se reparte el destino. Esta es la belleza del blackjack. Puro azar, un recordatorio de que no estamos al mando. Simplemente contemplamos cómo los números bailan delante de nosotros.

—Uno puede aparentar que no tiene miedo de morir. Yo, personalmente, estoy aterrada.

—Cualquier cosa es mejor que esto.

—¿Dónde está el quinto jugador? —dijo Rye señalando un asiento vacío—. Eran cinco. Ahora hay cuatro.

—Casper, el dentista jubilado, un tipo muy agradable, un divorciado en busca de amor, eso es lo que me dijo. Llevaba treinta y cinco años casado. Un día, su esposa cogió cierta cantidad de dinero y se fugó con el hermano de él. Pero no parecía muy amargado. Me lo contó con detalle largo y tendido, cuando aún tenía una boca con que hablar. Finalmente, se ha pasado al otro bando. Ocurrió ayer por la tarde. Se lo vi en los ojos, vi el momento en que se le fundieron los plomos. Me estaba mirando, y al momento siguiente ya no era Casper. Se convirtió en uno de ellos. Ido. En blanco. Tuvo suerte, el cabrón. En esta mesa todos rezamos por lo mismo, para que llegue el bienaventurado día en que todo se acabe. Nunca imaginé que llegaríamos a esto. Nunca imaginé que odiaría estar vivo.

Rye oyó un débil sonido de roce, el sonido de una silla que se movía.

—Es él —dijo el crupier—. Casper. Está allí, tendido junto a la pared. De vez en cuando se mueve.

—¿Qué hace?

—Migrar. ¿Quiere verlo? Tarde o temprano, todo el mundo se une al rebaño.

El crupier se levantó. La mitad de la cara era metal ondulado como cera de vela derretida. La mejilla se le había corrido encima de la pajarita y la solapa. El resto del cuerpo parecía intacto.

—Discúlpenme, damas y caballeros —dijo, dirigiéndose a sus compañeros de mesa.

Estaban tan idos, tan trastocados, que apenas podían girar la cabeza. Todos los rostros eran una máscara de sangre y púas. Siguieron con la mirada a Rye y al crupier mientras estos se despedían.

—Volveremos en pocos minutos.

Casper gateaba lentamente hacia la puerta. Parecía que las piernas no le servían y tenía el brazo derecho soldado al cuerpo. Clavando las uñas en la alfombra de terciopelo se fue arrastrando y cruzó una puerta de doble hoja hacia un pasillo de servicio. Se deslizaba por el frío linóleo lentamente; no parecía darse cuenta de la presencia de Rye y el crupier, que andaban a su lado.

Fue reptando por el corredor, dando manotazos en las baldosas. Llegó a un hueco de escalera y empezó a trepar por los peldaños.

—¿Adónde va? —preguntó Rye.

—Se lo mostraré.

Dejaron a Casper atrás y subieron tres tramos de escaleras. Allí se encontraron una muchedumbre. Veinte o treinta pasajeros agolpados frente a una puerta cerrada arañaban y golpeaban el metal.

—Es aquí adonde van —dijo el crupier—. Las barricadas. Cuando nos llegue la hora, nos uniremos a ellos.

Llevó a Rye más cerca de la puerta y le dijo:

—Quédese quieta un momento y cierre los ojos. ¿Lo nota? ¿Nota la atracción?

Rye cerró los ojos. Notó algo. Una sensación de picor en la piel, como calor. Volvió la cabeza, como si girara la cara hacia el sol.

—Sí, lo noto.

—Música para la sangre, así es como lo llamo yo.

Rye se abrió paso a empujones entre la multitud, se puso frente a la puerta cerrada y pasó la mano por el metal.

Percibía la tripulación de la refinería, los olía al otro lado de la compuerta, tiernos y jugosos. Rye empezó a salivar.

Carne fresca.