Evasión
Ghost cruzó la sala de máquinas. Las turbinas rugían. Comprobó un panel del motor y accionó un dial. Una gota de sangre salpicó el suelo junto sus pies. Miró hacia arriba. El maquinista muerto yacía en el puente encima de él; la sangre goteaba por la rejilla.
—Será mejor que limpiemos esto —dijo Ghost—. ¿Hay mantas ignífugas por algún lado?
Subieron por la pasarela. Ghost retiró el hacha de la cabeza del maquinista, se puso en cuclillas y examinó la herida.
—Tiene el cerebro lleno de metal. Fíjate.
—Me fío de tu palabra —respondió Punch.
—Hay una especie de alambres, como pequeños filamentos, que se extienden por todo su cuerpo. Algunos le salen por la nariz.
—¿Estás seguro de que está muerto?
—Más bien sí. Mejor si lo metemos en una bolsa.
Ghost limpió el filo del hacha en la pierna del maquinista.
Envolvieron al muerto en un par de mantas ignífugas y lo amarraron con cable eléctrico. Dejaron caer el cuerpo desde el puente. El cadáver quedó junto a una pared.
—Aquí estará bien, de momento —dijo Ghost—. Lo arrojaremos por la borda cuando podamos.
Ghost levantó el hacha.
—¿Te importa si me la llevo? —preguntó—. La escopeta hace demasiado ruido. Si disparo no tardaremos en tener encima un cargamento de esperpentos.
Punch encontró un taladro industrial. Apretó el gatillo un par de veces, para comprobar la carga.
Ghost quitó la llave inglesa de la puerta de la sala de máquinas.
—¿Preparado?
Giró la manija y descorrió la compuerta. Un pasillo desierto.
—Vámonos.
Jane trataba de descifrar las pantallas de la cabina de mando. Parecían indicadores de rendimiento del motor, de niveles de combustible y de corrección del rumbo.
Hizo girar la palanca de mando y luego empujó lentamente las manijas hacia delante. Una brújula esférica montada en un panel giraba como si un ojo desviara lentamente la mirada hacia la izquierda. Era el sistema de posición dinámica Alstrom. El barco estaba virando al este, en dirección a la plataforma. Era excitante pensar que con la punta de los dedos, Jane podía conducir un objeto del tamaño de una montaña.
Jane engulló una Dexedrina en seco. Las anfetaminas eran una herramienta esencial en el Ártico. Rye ocultaba un cargamento de estimulantes debajo de la cama, en una maleta cerrada con llave. Los guardaba como una entendida, los trataba como su bodega privada.
Ivan montaba guardia en el hueco de la escalera de detrás del puente de mando. Vigilaba la puerta del fondo de las escaleras. Una pila de sillas hacía cuña contra la compuerta metálica. Oía las incesantes embestidas al otro lado, como si hubiera gente lanzándose contra la puerta con todo el peso del cuerpo.
Fue a buscar más muebles para apuntalar la puerta. Sacó un sofá de las habitaciones de los oficiales y lo llevó rodando por el puente.
—¿Todo bien? —preguntó Jane por encima del hombro—. ¿Necesitas ayuda?
—Ya me apaño.
Empujó el sofá por encima de la barandilla y el sofá se desplomó con estruendo sobre la barricada. Las embestidas cesaron brevemente, luego se reanudaron.
Ivan bajó por las escaleras y puso la oreja contra la puerta. Sonidos de escaramuzas y gruñidos.
Trató de reforzar la barricada, de apilar más muebles contra la puerta.
—¿Puedes venir? —chilló—. Creo que van a colarse.
Las sillas temblaban y se caían. Ivan apoyó con toda su fuerza el hombro contra la puerta. El sudor le resbalaba por la frente y le hacía parpadear.
Jane bajó corriendo a ayudar a Ivan y se lanzó contra la puerta.
—Esto se pone feo —dijo Jane—. ¿Tenemos cerca algún hacha de incendios? Nos serviría de cuña para cerrar la compuerta.
—No lo sé. Creo que vi una caja de herramientas en el despacho del sobrecargo.
Jane corrió escaleras arriba.
Ivan apretó la espalda contra la puerta, pero sus botas resbalaban en la cubierta de metal. Poco a poco, la barricada empezó a derrumbarse.
La compuerta se entreabrió. Ivan agarró un extintor de la pared y dirigió un chorro de espuma a la brecha. Luego usó el extintor vacío para aplastar los dedos que asomaban y trataban de arañar.
—¡Necesito ayuda! —chilló Ivan por el hueco de la escalera—. ¡Jane! ¿Jane, estás ahí? ¡Estamos de mierda hasta el cuello!
Jane bajó a saltos por la escalera con un martillo de carpintero, que descargó contra la mano que se retorcía haciendo que de la herramienta saltaran chispas. Machacaba con fuertes golpes todos los dedos.
Jane e Ivan se lanzaron contra la puerta de acero y trataron de cerrarla. Oyeron un crujido de huesos. Se lanzaron dos veces más contra la puerta. Un chorro de sangre. La mano cayó al suelo, seccionada por la muñeca.
Jane cerró la compuerta y atrancó las manijas con el mango del martillo.
—No me vais a manchar de sangre el reloj —farfulló Jane.
—¡Dios! —renegó Ivan, mirando al suelo.
La mano amputada abría y cerraba el puño como un cangrejo del revés. Intentaba arañar. El ruso se santiguó.
—¡Aún está viva!
Punch pasó junto a la entrada de una cocina. Grill del Comodoro.
—No podemos pararnos —advirtió Ghost.
—Déjame ver esto. Quiero ver qué tenemos aquí abajo.
Punch abrió un congelador. Comida estropeada. Moho verde.
Ghost bajó un tarro de un estante.
—Jalapeños —dijo—. Podemos añadirlos a los cereales o a otra cosa.
Una despensa de conservas. Bolsas de arroz y de pasta. Palés llenos de latas.
—Este lugar es un filón de la hostia —dijo Punch—. Apuesto a que hay cocinas como esta por todo el barco. Pequeños restaurantes temáticos.
—Dentro de un par de días podremos organizar una expedición y haremos un registro exhaustivo. Elegiremos lo que queramos y llenaremos carritos de comida, pero ahora hay que largarse de aquí.
Se dieron la vuelta para irse. Había una mujer en la puerta. Llevaba un vestido largo azul. Sus ojos miraban a través de una máscara de púas metálicas.
—¿Nos dejas pasar, encanto? —avisó Punch.
La mujer estiró el brazo hacia él. Punch la derribó de una patada y le puso la bota en el pecho para que no se moviera. Le puso el taladro entre los ojos y se lo hundió en el cerebro. Le atravesó el cráneo de parte a parte. La mujer arqueó la espalda y ya no se movió más.
—¡Madre de Dios bendito! —murmuró Punch, de pie junto al cadáver—. Vámonos de aquí.
Se apresuraron a salir al pasillo.
Al final del corredor una camarera reptaba por el suelo, arrastrando las piernas, inservibles y ensangrentadas. Ghost blandió el hacha, listo para descargarla. Un segundo tripulante infectado dobló la esquina: el metal le asomaba por la nariz y las orejas. Con él apareció una mujer con indumentaria deportiva y los brazos colgando fundidos a los lados. Ghost se echó atrás.
—Esto se está llenando.
Más pasajeros arrastrando los pies, cojeando, andando a tumbos.
—Plan B —dijo Ghost.
Regresaron corriendo a la sala de máquinas y se encerraron dentro. Oían el ruido sordo de los puñetazos contra la puerta. Ghost agarró la escopeta y quitó el seguro. Punch cogió la radio.
—Jane, ¿estás ahí? Tenemos un pequeño problema.
Jane llamó a la plataforma.
—Hyperion a Rampart. ¿Me copiáis? Cambio.
—Aquí Rampart.
Era la voz de Sian.
—Nos hemos hecho con el mando del barco, con lo esencial. Las hélices funcionan. Podemos girar a derecha y a izquierda. Vamos hacia vosotros a una velocidad de diez nudos. Lento, pero avanzamos. Intentaré que corra más. ¿Podéis encender una bengala o algo que nos sirva de guía?
—Dame dos minutos.
Jane esperó en cubierta. La niebla se había disipado. Había encontrado los prismáticos del capitán. Ajustó el enfoque y distinguió el destello rojo de una bengala a lo lejos.
Volvió al puente. Giró la palanca de mando hacia la izquierda. Las hélices secundarias de proa rotaron ligeramente. Jane notó que la colosal embarcación cambiaba el rumbo.
Ivan buscaba algo de alcohol en las habitaciones de los oficiales. Encontró un par de botellas miniatura pero ninguna de las grandes.
Un miembro de la tripulación había dejado en su mesa un humidificador lleno de puros y un sólido encendedor dorado. Habanos. Vaqueros Colorado Maduro. Ivan se llenó los bolsillos de puros. No fumaba, pero de vuelta a la plataforma los podía cambiar por algo. A los hombres de Rampart les gustaban los puros. Codiciaban cualquier pequeño placer que les ayudara a olvidar los apuros que estaban pasando. El dinero ya no servía y cualquier cosa que colocara se había convertido en la nueva moneda.
Oyó un zumbido intermitente.
Se paró en el pasillo, junto a los camarotes de la tripulación. El zumbido persistía.
Se acercó a las puertas correderas del final del pasadizo. Algo apestaba, algo como huevos podridos o carne en mal estado. Súbitamente aterrorizado se dio cuenta de por qué habían desconectado los sistemas del barco. La tripulación del Hyperion quiso aislar bajo cubierta a los pasajeros infectados. Pusieron barricadas en todas las puertas y cerraron todos los huecos de escalera. Y desconectaron la corriente por si la obtusa horda de abajo descubría cómo usar los ascensores.
Oyó el sonido de un timbre metálico. Las puertas empezaron a abrirse. Ivan retrocedió. Vio a una señora mayor, pegada a una silla de ruedas eléctrica.
Un enjambre de pasajeros infectados se agolpaban alrededor de ella. Vestidos largos y trajes de etiqueta llenos de sangre. Peste a vómitos y meadas.
Ivan se dio la vuelta y echó a correr.
Jane dirigió el barco hacia una luz roja que parpadeaba en la punta de una de las torres de destilado, era uno de los intermitentes de aviso para los aviones.
Jane se imaginó al personal de Rampart, uno al lado de otro en la barandilla de la refinería, recibiendo con aplausos al transatlántico cuando este fondeara. Ella haría como si nada y les diría: «¡Bienvenidos a bordo, muchachos!». Y disfrutaría del respeto y la admiración de todos.
En el panel de control había un botón con el icono de una trompeta. Al pulsar el botón la sirena Tyfon del barco emitió un prolongado mugido de dos notas.
Ivan entró corriendo.
—Los pasajeros. Esos cabrones se han colado. Están aquí mismo.
Agarró a Jane por la manga y se la llevó hacia una puerta exterior.
—Hay que largarse.
—¿Y Punch y Ghost?
—Tenemos que irnos de aquí.
Un grupo de pasajeros infectados pululaba por la cubierta superior.
Unos oficiales de uniforme atraparon a Ivan mientras este corría al exterior. Ivan chilló y peleó, pero se abalanzaron sobre él y lo derribaron.
Jane se apretó la escopeta en el hombro y apuntó hacia un hombre con barba y unas gafas derretidas en la cara. La descarga le reventó la cabeza. El segundo disparo alcanzó en el pecho a dos tripulantes y los tumbó.
Un cocinero se lanzó sobre ella. Jane le disparó al hombro y el brazo aterrizó en un banco.
Más pasajeros y más miembros de la tripulación subían por las escaleras de la cubierta inferior. Jane retrocedió hacia el puente de mando.
Más tarde, cuando le preguntaron qué le había pasado a Ivan, Jane dijo:
—Lo juro; parecía que quisieran meterse dentro de él. Le hundieron los dedos en los ojos y en la boca. Le arrancaron los dedos a mordiscos. Le clavaron un puño en el vientre. Lo giraron prácticamente del revés.
Jane estaba atrapada. Le quedaban dos cartuchos en el cargador. Trepó por el asiento del capitán, disparó contra la ventana y escapó al exterior. Las astillas del cristal roto le rasgaron el anorak y el material aislante asomó. De pie sobre la repisa, Jane trataba de mantener el equilibrio. La cubierta estaba a diez metros en vertical. Subió gateando al techo del puente de mando.
Jane iba de un lado a otro del techo. Dando bufidos y zarpazos en el aire, los pasajeros trataban de alcanzarla desde abajo. Jane sacó de la mochila una caja de cartuchos y volvió a cargar la escopeta. Se apoyó en el poste del radar y trató de respirar más lento. Sacó del bolsillo la radio y gritó.
—¿Ghost? ¿Punch? ¿Me oís? Necesito ayuda urgente, colegas.
En el helipuerto, Sian movía de un lado a otro un reflector. El resto de la tripulación subió con ella. Querían ver el barco que les iba a devolver la libertad.
Vieron un resplandor en el horizonte, como el de una estrella baja. Quince minutos después vieron los faros encendidos de un barco que se acercaba. Una luz viva y fantasmagórica envolvía el Hyperion. La gran proa se iba abriendo paso entre el hielo. La sirena atronó. Todos aclamaron entusiasmados.
—Es enorme —dijo Nikki.
—Y habrá calefacción —añadió Sian—. Imagínate. Estaremos todos calentitos. Ya casi no me acuerdo de lo que es eso.
—Es un monstruo.
—Fíjate en lo rápido que se mueve —dijo Sian—. En pocas horas estaremos en casa.
—Se acerca muy rápido. Quizá deberían empezar a frenar.
El barco no aminoró la velocidad. La tripulación dejó de vitorear y se apartó del borde del helipuerto.
El buque seguía acercándose. Ya se oía el ruido de los motores, las rachas de agua, el chasquido del hielo agrietándose…
El barco embistió la esquina oeste de la plataforma. El impacto hizo temblar la refinería entera e hizo caer a toda la tripulación al suelo. Muchas vigas se doblaron y cedieron chirriando y lanzando chispas. Un rugido atronador. Uno de los gruesos cables que sostenía la plataforma se soltó y una parte de la superestructura se precipitó al mar.
Sian cayó y se rompió la nariz. Rodó por el suelo y se quedó aturdida. Al estornudar expulsó sangre. Una imagen onírica se le apareció entre las lágrimas: las luces de un barco, las cubiertas, los ojos de buey, los ornamentos, pasaban ante ella como un desfile de feria ambulante. Una brecha profunda se había abierto en el costado del barco. La plancha del casco se desgarró con un chillido infernal.
El transatlántico dañado siguió a toda marcha, directo hacia la isla.