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POCO después hubo un poco de luz. Procedía de un origen desconocido y su resplandor era verde. Bajo aquella iluminación, sus captores parecían más ranas todavía. Su apariencia, combinada con la calidad acuosa de la luz, engendró la ilusión de verse arrastrada hacia abajo, muy abajo, muchas brazas bajo la superficie del mar. Comenzó a lamentar que no fuese más que una ilusión. Añoraba el agua, el agua limpia y cristalina con que lavar su cuerpo y su cara, sus vestidos, su cabello, el hedor de la marisma. Como embajadora de humanidad, aun sin querer, se sintió consciente de que su aspecto dejaba mucho que desear.

Por fin llegaron a una amplia cámara. A lo largo de uno de sus muros se abrían ventanas rectangulares. Por ellas penetraba la luminosidad difusa del mar. Extraños seres nadaban en el exterior, presionando su raras y feas cabezas contra los cristales, queriendo ver dentro de la sala. Pero los que se hallaban en ésta los ignoraron.

El suelo estaba húmedo, y por el mismo corrían hilillos de agua procedentes de las paredes de piedra. Todo estaba recubierto por las verdes, viscosas algas, que colgaban como festones de las paredes y el techo. Llenaba el ambiente una peste a corrupción y podredumbre.

Apoyadas contra los muros había máquinas cuyo uso escapó a la comprensión de la joven. Parecían ser esencialmente sencillas, como grandes tambores, con el lado hacia el interior de la habitación cubierto por un parche tenso. Junto a cada una había dos batracios, uno con un palillo y el otro con un cuaderno y una pluma. De uno de los tambores emanaba un ritmo quebrado. Por fin, el ritmo cesó con una floritura. El nativo del palillo trazó una respuesta sobre el diafragma ante él, mientras el otro escribía rápidamente en el cuaderno.

Luego dejó el mismo sobre la mesita de piedra en la que Leonora no había reparado hasta entonces. El nativo sentado en el suelo delante de la mesa, cogió el cuaderno que le entregaba la mano membranosa del escribiente y lo sostuvo brevemente ante sus ojos. Les graznó algo rápidamente a los compañeros suyos acomodados a ambos lados de la mesa, y algunos le contestaron guturalmente. Luego ladró una orden a un mensajero que, tras inclinarse servilmente, se retiró. El nativo provisto del palo golpeó con fuerza su instrumento y entonces se produjo un ominoso silencio.

Leonora, con aprensión, estudió el grupo colocado en torno a la mesa. Quería mantener esperanzas. No la habían asesinado todavía, por lo que quizás pudiese llegar a establecer cierta comunicación con aquellos seres, convencerles de que los colonizadores no albergaban perversas intenciones.

Los nativos en torno a la mesa no eran, en aspecto, distintos de los otros, aunque sin duda serían los regentes de aquel mundo acuático. La autoridad les revestía como una toga. Era en efecto su única prenda, aparte de las brillantes gemas e intrincadas joyas de oro labrado, que debían ser señales de sus títulos y rangos. Estas joyas eran el mejor indicio de que tales seres no debían haber surgido de los marjales recientemente, sino que eran los representantes de una antigua cultura. Recordó las ruinas que había entrevisto, en contraste con las miserables chozas de barro. Y una vez más, consciente de las frías y hostiles miradas a que se veía sujeta, se inquietó por su propio aspecto sucio y desaseado.

Fue entonces cuando emitió un respingo. No se había fijado en un par de mangueras que surgían de las paredes, y de repente los chorros de agua fueron dirigidos sobre su persona, golpeando su cuerpo y su rostro con inusitada violencia. La joven chilló en fútil protesta. El agua la empapó de la cabeza a los pies, no dejando ni una pulgada de su cuerpo sin lavar.

Leonora acabó por sonreír tristemente; había querido un baño y lo estaba recibiendo. Claro que habría preferido obtenerlo en la intimidad, pero se sintió agradecida a sus captores. Volvió a chillar, más de miedo que de asombro, cuando las verdes garras le arrancaron las ropas. No pudo luchar, ya que estaba firmemente sujeta por las muñecas y los tobillos. Exhausta, se quedó sin las ropas, devolviéndoles a los extraños seres, con toda dignidad, sus frías y aviesas miradas.

Uno de ellos se levantó y se le acercó lentamente. La joven se asustó casi hasta enloquecer. Entendía, intelectualmente, que no podía atraer sexualmente a aquel monstruo, pero el temor persistió. Supo que gritaría cuando él la tocase... y sin embargo, cuando lo hizo continuó callada. Un despliegue de miedo por su parte habría complacido sobremanera a sus antagonistas.

Los agudos, exploradores dedos recorrieron su piel... ligeramente al principio, luego produciéndole cierto daño. Probaron las articulaciones de sus brazos y piernas, le alborotaron el cabello, y curiosamente se detuvieron en sus senos. Luego, con rudeza, se vio obligada a dar media vuelta, con lo que estuvo a punto de caer. Se estremeció al sentir aquellos dedos en su espalda, arriba y abajo, en sus caderas, detrás de las rodillas. Casi se sintió aliviada cuando volvieron a darle la vuelta para enfrentarla con sus inquisidores. Al menos así podía ver qué hacían.

Discutían entre ellos. La estaban señalando, graznando agudamente. El biólogo, o xenólogo, intentaba mantener su opinión, arguyendo con los demás. Sus manos volvieron a posarse sobre ella, obviamente sin intenciones sexuales, aunque sí humillándola profundamente.

Al fin parecieron haber llegado a una decisión. Los seres en torno a la mesa se pusieron de pie, moviéndose con grotesca unanimidad hacia la puerta. El que la había examinado iba al final. Leonora fue arrastrada tras ellos, tambaleándose y tropezando, aunque las fuertes manos de sus captores le impedían caer.

La llevaron a lo largo de un túnel hacia un corto tramo de peldaños. Tuvo que penetrar en otra gran cámara, una estancia sombría en cuyos muros se veían figuras inmóviles, indistintas al principio por la falta de luz. La empujaron hacia uno de los grupos de tales figuras. Había un hombre... un hombre con un traje espacial —¿o una armadura antigua?—, y allí, a su lado, había un esqueleto. Pero el esqueleto no era humano. Los brazos eran distintos, y las piernas tenían una articulación adicional.

Luego fue arrastrada hacia la tercera figura, un hombre desnudo. Gritó... y después comprendió que no estaba vivo, que era una figura de taxidermia o un monigote. Pero la forma de la cabeza era distinta, con una especie de cresta en vez de cabellos; y aunque el torso era casi humano, los brazos y las piernas, muy alargados y con multitud de articulaciones, le daban un raro aspecto de artrópodo.

El xenólogo estaba graznando de nuevo, tal vez demostrando que la joven no era, no podía ser un miembro de esta raza. ¿Sería la raza que había destruido las ciudades, arrasando una civilización, dejando sólo semillas de odio hacia todos cuantos vinieran más tarde al planeta?

De nuevo se vio arrastrada sobre el viscoso suelo. A pesar de su terror, se sintió profundamente aturdida cuando se vio delante de la efigie del comandante del Servicio de Vigilancia, con sus pantalones y camisa blancos, el casco, con su estrella y la insignia del cohete, colocada en el ángulo conveniente. El esqueleto humano montado a su lado fue objeto de ignorancia por parte de la joven, aunque no pudo dejar de ver la contrafigura de un hombre desnudo, un terrestre, a su lado. Entonces volvió a sentir las manos sobre su cuerpo, demostrando las obvias diferencias entre la mujer y los otros... especímenes.

Y sin embargo, a pesar de su miedo, a pesar del dolor y la humillación, comenzó a experimentar cierto sentido del humor. Aquellos seres nada sabían, por lo visto, de las características sexuales de los mamíferos. Posiblemente se reproducían asexualmente. Presumirían quo ella era un miembro de una tercera especie, y pensarían que habían tenido la desdicha de nacer en un planeta que se encontraba en la encrucijada de todas las razas del Universo.

Pero los primeros visitantes habían traído consigo el fuego y la destrucción, y los segundos —y el reglamento del Servicio de Vigilancia era preguntar antes y disparar después sólo de ser absolutamente necesario— también habían sido asesinados. Los terceros visitantes, que no habían dudado en defenderse, no podían esperar mejor trato.

Leonora fue arrastrada fuera del museo.

Pero pensaba que tal vez conseguiría convencer a aquellos extraños seres, y esta idea era mucho mejor que el pensamiento de lo que podía sucederle a ella.