13

AL principio pensó que Jane estaba inclinada hacia él. Luego, al aclararse la visión, pudo delinear los detalles. Pudo ver la esbelta y familiar forma, dentro de un uniforme compuesto de pantalones y blusa blancos, con hombreras doradas. ¿Llevaba Jane aquel uniforme? ¿Era todo una broma?

—No tardará en hallarse bien —dijo alguien—. Sobrevivirá, Leo.

¿Leo? ¿Leonora?

Pero la joven llamada Leonora pertenecía al loco sueño que acababa de tener con respecto a la Lode Maiden, o a la novela que él, Whitley, había estado pergeñando.

Sintió el suelo subir y descender bajo su cuerpo y supo que ya no se hallaba a bordo de la astronave. Podía oír el ulular del viento, el tronar del colérico mar, el ominoso rugido del constante trueno. Debía hallarse en algún lugar de los trópicos. El aire era cálido, con olor a ciénaga, y además había también el inconfundible aroma a especias... tal como huele el viento de Java.

La mujer... ¿quién sería? Había vuelto a inclinarse sobre él.

—¡Peter, despierta!

Peter... ¿quién es Peter?

—Estoy despierto —contestó, irritado—. ¿A qué tanto alboroto?

Logró enfocar sus ojos. Su atención se dirigió ante todo a la joven, la contempló asombrado y la reconoció sólo en parte. Su uniforme estaba completamente desgarrado. Tenía un arañazo sobre el ojo derecho que todavía sangraba, así como en la rodilla izquierda. Llevaba el pelo húmedo y parecía como si la hubiesen arrastrado del mismo. Su expresión era de intensa preocupación. Whitley se esforzó en sonreír.

—No hay que preocuparse —dijo.

—¿De veras?

¿Por qué no pueden dejarme tranquilo?, pensó. Volvió a cerrar los ojos, para abrirlos de nuevo cuando una mano le golpeó la cara. Esta vez se despertó. Quiso levantarse, se tambaleó y cayó. El suelo bajo sus pies se hallaba a un ángulo de casi cuarenta y cinco grados con la horizontal y, además, estaba en movimiento.

El balanceo de la nave era pesado, pero no violento. Superficie libre, pensó Whitley. El ruido del agua confirmó sus apreciaciones.

Había equipo diseminado por todas partes: muebles rotos, mamparos destrozados, efectos personales procedentes de los camarotes... La impresión de un catastrófico naufragio se hallaba aumentada por la luminosidad; alguien había encendido las lámparas de petróleo, usadas para una emergencia, cuyas llamas y humo daban color a unos rostros que de otra forma habían parecido pertenecer a otros tantos cadáveres.

El recuerdo volvió lentamente a su cerebro, y Whitley recuperó todos los detalles de lo que había sucedido. La nave se había inundado con agua pesada —en el sentido del marino, no del físico—, penetrando a través de la estropeada popa, llegando hasta la cabina de control. Probablemente la explosión del combustible había hecho algo más que destrozar el impulso de reacción; debía de haber volado la pila, ya inútil, y su coraza protectora, cuyos pesos combinados mantenían la popa de la nave hacia abajo. Sin este lastre, los giroscopios, desplazados del centro de gravedad, se habían mostrado demasiado pesados para compensar el peso de los motores Diesel y el cargamento que había en la popa. Unas cuantas toneladas de agua en la cabina de control habían debido ser suficientes para desequilibrar la nave. Y ahora estaba flotando de costado con una porción bastante grande por encima de la superficie del agua.

—Voy a estribor —anunció—. Desde aquí no veo nada.

—Podrías darle las gracias a Leonora por haberte salvado la vida —le recordó el doctor—. Os fue sacando a todos de la cabina de control, uno a uno.

—No tienen por qué agradecérmelo —negó la muchacha—. Casi todos salieron por sí mismos. Y, de todos modos, fue por egoísmo; nos necesitamos todos mutuamente.

—Gracias, de todas formas —díjole Whitley, sonriendo.

—Iré contigo —decidió ella.

—Estupendo.

La miró apreciativamente. A pesar de su postura agachada, casi acurrucada, a pesar de su revuelta cabellera y del desaliño de sus ropas, estaba hermosa. Whitley, además, estaba sintiéndose más recuperado a cada momento gracias a la sensación de tener los pies sobre un suelo azotado por las olas. Volvía a sentirse confiado. Pero todavía le quedaban muchas responsabilidades.

—¿Heridos? —se interesó.

—Por milagro —replicó ella—, ninguno entre los pasajeros. Naturalmente, todos estaban sujetos por los cinturones. Algunas magulladuras, eso es todo. Pero...

—¿Sí?

—Halley. No pude sacarle a tiempo.

La alegría de Whitley se evaporó, aunque no su confianza. La sangre tiene que ser el precio del rango, pensó. Y en lo que respecta a este planeta, creo que estamos pagando el tributo muy pronto.

Medio arrastrándose, medio andando, se abrió paso hacia su camarote. La linterna eléctrica estaba en su lugar, sujeta al mamparo. La cogió y se reunió de nuevo con Leonora. Ésta había encontrado otra linterna.

Abriendo Whitley la marcha, pasaron del piso de los oficiales a la sala de los giróscopos, trepando y ascendiendo por las escaleras en espiral hasta llegar al primer plano del pasaje. Saunders se reunió con ellos. Parecía que hubiese estado peleando: tenía la camisa destrozada y mostraba profundos arañazos en las mejillas y un ojo morado. Las tres azafatas no mostraban mejor aspecto y, al mirarlas, Whitley se preguntó cómo era posible que no hubiese reparado en la magnífica belleza de la atractiva negra entre el personal de la nave. La joven debía haber sufrido un accidente al encender las lámparas de petróleo.

—Bueno, Pete —exclamó Saunders, animado—, tengo bajo control a todo el pasaje.

—De acuerdo y gracias.

Los ojos que atisbaban desde los umbrales de los oscurecidos camarotes, los pálidos rostros apenas visibles le transmitieron una sensación de angustia. Era como vagar por un poblado de hostiles cavernícolas y mujeres de los tiempos prehistóricos.

—¿Cómo lo has conseguido? —quiso saber.

—Oh, me limité a amenazarles con apagar todas las luces si no se comportaban correctamente. Además, la mayoría sufre mareos.

Whitley arrugó la nariz. Tenía que hacerse algo con la ventilación. El humo de las lámparas de petróleo era insoportable...

—¿Es posible hacer algo a este respecto? —le preguntó a Leonora.

—Posiblemente —admitió ella.

—Entonces, ¿por qué no...?

—De esta manera —le explicó la muchacha—, los pasajeros no saldrán de sus camarotes. Se mantendrán tranquilos...

—Ahora sí están tranquilos —aseguró Saunders, inspeccionándose los nudillos de su puño derecho.

—Está bien —concedió Whitley.

Continuó hacia estribor, ignorando las preguntas de algunos pasajeros. Le agradó comprobar que el personal tenía dominada la situación. Si se había producido un conato de pánico, había quedado debidamente dominado.

Él y Leonora comenzaron a cruzar el pasillo que atravesaba los almacenes y depósitos de mercancías. Los tabiques se habían hundido y el paso se hallaba obstaculizado por cajas de embalaje y toda clase de bultos y paquetes.

Whitley se detuvo, interesado. Como marino, no podía por menos de hallar intrigante la naturaleza de un cargamento general desde la Tierra a las colonias galácticas. Vio cajas desquiciadas de las que podía entreverse el brillo mate del metal y la pulimentada madera. ¿Rifles? ¿En esta época? Luego, la vista de unas poleas le dio añoranza, añoranza de su época, de su profesión. Y habían también grandes rollos de cable reluciente, delgado, ligero y muy flexible.

Continuó la ascensión. Él y la joven pasaron por la sala de los generadores diesel y temblaron violentamente al divisar las poderosas máquinas suspendidas sobre sus cabezas. Y entonces, al cruzar la última compuerta, se encontraron al aire libre, en una plataforma relativamente nivelada. A su alrededor, los tabiques ofrecían cierta protección contra el viento y el mar; lo único que llegaba hasta ellos era alguna que otra rociada.

Todo estaba oscuro y cruel, y el relámpago pasajero sólo servía para acentuar las tinieblas. El ulular del viento y el rugido del mar resultaban ensordecedores, más aún que el casi constante tronar. Pero era agradable estar fuera de la fétida atmósfera de la nave, respirar de nuevo el aire fresco.

Whitley aspiró largamente, llenando sus pulmones. Dentro de la nave la temperatura era casi insoportable, pero no tardó en comprobar que en el exterior prevalecían las mismas condiciones. Sí, el aire estaba en movimiento, pero apenas servía para disimular el opresivo calor y la humedad, el hedor a ciénagas y a corrupción.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Leonora, por encima del tumulto.

—Hemos tenido suerte, a pesar de todo —le contestó él—. Con el morro de la nave hacia abajo, podremos recorrer el mar. Y creo que todavía queda algún paracaídas. Será una buena ancla.

—¿Una qué?

—Un ancla.

Comenzó a toser. Cuando gritaba siempre tosía. Leonora le golpeó la espalda.

—¿Es una luz? —gritó ella entonces.

Whitley esforzó su vista. En aquel momento, los relámpagos se sucedían sin cesar. Deslumbrado, desistió. Luego sintió algo entre sus manos. Un objeto familiar. Sí, eran unos prismáticos.

Era el joven Morgan quien, siguiéndoles, se los había entregado.

—Creí que podría necesitarlos, señor —díjole el cadete—, y se los he traído.

—Buen chico —comentó Whitley.

Temporalmente habían cesado los relámpagos, por lo que reinaba una oscuridad total. Whitley, sin los prismáticos, fue capaz de distinguir la luz, un poco a la izquierda. Parecía parpadear con mecánica regularidad. Empezó a contar, como había hecho a menudo en el pasado, para determinar el período de una ayuda navegatoria. Uno... dos... tres. ¿Sería un faro?

¿En un planeta del borde de la Galaxia? Bien, ¿por qué no? No había ningún motivo para que unos seres inteligentes, para quienes el mar fuese una vía de comunicación, no empleasen las mismas técnicas para la navegación costera que el hombre terrestre.

No supo si sentirse aliviado o defraudado cuando los prismáticos le mostraron una montaña distante, de forma cónica, en cuya cima brillaba un resplandor intermitente, coronado por un penacho de humo: un volcán.

Sin embargo, había servido para un propósito. Le había advertido que la Lode Maiden estaba derivando hacia la costa. Y él estaba desamparado. En un buque de sus días, por muy destrozado que hubiese estado, habría podido soltar el ancla. Pensó que tal vez conseguiría algo con el restante paracaídas, convirtiéndolo en una sábana de anclaje. Sí, era una buena idea, pero ¿cómo llevarla a la práctica?

Dejó de pensar en ello. Se volvió hacia Morgan, que estaba a su lado, y le preguntó:

—¿Quedó alguna bengala en la cabina de control?

—Sí —replicó el cadete—. Pero se rompió el armario y todas salieron flotando.

—¿Son impermeables?

—Lo ignoro, señor.

—Bien, ve abajo y tráeme un par.

—Tengo dos aquí, señor.

Whitley contempló al muchacho con creciente respeto y cogió uno de los cilindros que le entregaba Morgan.

—Veamos —dijo—. ¿Cómo...?

—Quite la caperuza, señor.

Gracias a Dios —pensó Whitley, en tanto obedecía— que hay algo que no resulta complicado...

La bengala se inflamó repentinamente, iluminando las tinieblas reinantes. Con una acción refleja, Whitley la arrojó. El viento se apoderó de ella y debió dejarse zarandear más de media milla antes de caer al agua.

Al principio, las condiciones visuales no parecieron mejorar. El intenso resplandor blancoazulado, al levantarse y caer según el oleaje, resultaba más cegador que la luz de los relámpagos. Pero la bengala se hallaba sujeta a derivar sólo por la superficie. La nave, conducida por el terrible vendaval, estaba corriendo velozmente sobre el agua. En muy corto espacio de tiempo dejó la bengala atrás. Y a menos de una milla de distancia, Whitley divisó unas enormes columnas de espuma que se elevaban al aire, en el lugar donde el agua se estrellaba contra una baja y ominosa barrera de rocas negras.