6
—LE aseguro, señor —dijo el doctor Kennedy—, que el segundo oficial no está intoxicado. Se sintió al borde del vértigo espacial mientras tranquilizaba a los pasajeros y la señorita Starr lo acompañó a la enfermería, donde bebió una medida de coñac medicinal.
—¡Vértigo espacial! —bramó el capitán—. ¿Quién ha oído decir nunca que un astronauta padeciera esa tontería?
—Usted, capitán Grant. Y yo. Y Quinn, aquí presente. Hay muchos astronautas que, tras una larga estancia en tierra, sienten el mareo espacial cuando experimentan la primera caída libre.
—Sí —concedió el capitán—, pero después de una larga estancia en tierra.
—Además, hubo fluctuaciones en el campo magnético de la nave.
—Estoy harto de oír hablar de ellas. Y nadie más se sintió afectado.
—Uno de los pasajeros, capitán.
—¿Sí? ¿Quién?
—La señora Kent.
—Ah, la señora Kent. Sí, claro, ella tenía que ser.
Whitley se revolvió inquieto en la litera a la que estaba sujeto, oyendo cómo el doctor y el capitán discutían su caso. El oficial médico le consideraba un paciente bastante interesante. El capitán le consideraba como un espécimen un poco más elevado que un amotinado en la escala social. Según Grant, Whitley se había mostrado incapaz de desempeñar su labor, particularmente en una emergencia. Él mismo se sentía inclinado a simpatizar con el punto de vista de Grant... pero no podía consentir que le arrestase, por ejemplo, o algo peor.
Le hubiese gustado poder incorporarse y gritar: “¡Muy bien, os lo diré! No me llamo Quinn sino Whitley. Y no soy un astronauta sino un marino. Y todos vosotros, y la nave, sólo sois hijos de mi imaginación, y he sido yo quien ha planeado el atasco en que os habéis visto metidos”. Pero si lo pregonaba... ¿qué? ¿No tomaría el sueño un rumbo aún más desastroso? ¿No correría el riesgo de verse encerrado como un loco peligroso?
Era un riesgo demasiado grande para correr... con sueño o sin él.
—Es la amnesia lo que me intriga —admitió el doctor.
Y a mí, pensó Whitley. Maldita sea, ésta es mi novela. He escrito tantas veces de qué manera una persona traza una trayectoria, que debería ser capaz de trazarla yo mismo.
—Una retirada —iba diciendo Grant—. Una retirada de la peligrosa situación en que nos vemos metidos.
—No. Al menos, no lo creo. Esta amnesia es bastante incompleta. La víctima olvida su nombre, y se olvida de todo lo que le concierne personalmente. Quinn sabe muy bien que es el segundo oficial de esta nave. Tiene, usted mismo lo ha dicho, una ligera idea de sus deberes...
—¿No podría tratarse de una regresión en el tiempo? —quiso saber el capitán—. ¿No podría su reloj mental haber retrocedido a su primer viaje como cadete?
—Se oyen casos —observó vacilante el doctor—. Sí, se oyen casos... pero nunca relacionados con este tipo de naves. Se murmuran muchas cosas raras, pero siempre relacionadas con las nuevas diligencias estelares de impulso Mannschenn, las denominadas temponaves, pero opino que el principio de su impulso interestelar es algo que llaman precesión temporal.
No te atrevas a poner tus sucias manos en mi argumento, pensó Whitley, indignado.
—Entonces, ¿qué puede usted hacer, doctor?
—Con franqueza, nada. Yo soy un médico especializado en vuelos espaciales, no un siquiatra. Naturalmente, si la Comisión de Transportes Interestelares instala los nuevos aparatos impulsores en estas naves, yo tendría que aprender...
—No intentan ponerlos. Será mejor que lance esta idea cuando regresemos.
—Si regresamos —le corrigió Kennedy, con pesimismo.
—De acuerdo. Si regresamos. —El capitán se volvió hacia Whitley—. Bien, ¿cómo está, señor Quinn? ¿Se siente capaz de cumplir con su turno de guardia?
—No... no lo sé, señor.
—No lo sabe. En un momento como éste, cuando se necesitan todos los brazos disponibles, usted no lo sabe. Lo mejor será que se encierre en su camarote.
—Perdón, capitán —intercedió Kennedy—, eso no servirá de nada. El señor Quinn no conseguirá recobrar su memoria por completo de esa manera. Si hace su turno de guardia, con el ambiente familiar para él, tendrá muchas probabilidades de volver a recordar.
—¿Y de qué servirá en el control, en caso de emergencia, si no consigue recordar?
—De nada. Pero el cuarto oficial puede acompañarle en su cuarto de guardia.
—Dejando al piloto sin ningún vigía.
—Puede asignársele el cadete más veterano.
Grant se echó a reír torvamente.
—¿No se está excediendo en sus deberes, doctor Kennedy? La organización de la rutina de la nave es asunto mío, no del oficial médico.
—No opino como usted, capitán. El señor Quinn es mi paciente, y la vigilancia puede considerarse en ciertos casos como una medicina profesional.
—Es la primera vez que escucho tal insensatez —objetó Whitley, recordando sus turnos de guardia en medio del Atlántico, a mediados del invierno.
—Está tomando un gran interés por nuestra conversación, señor Quinn —gruñó el capitán.
—Me siento interesado, señor.
—Bien. Muy bien, entonces estará usted en el control a las 23:59 de su reloj. Le diré al señor Malleson que disponga que el señor Halley esté con usted de las doce a las cuatro.
—Muy bien, señor.
—Y ahora será mejor que se quede aquí, Peter —le aconsejó el médico—, hasta la hora de su turno. Le daré un sedante.
—¿No será drogarle en exceso? —refunfuñó el capitán.
—Tiene que relajarse, señor. Pero le aseguro que a medianoche se sentirá perfectamente.
—Será lo mejor para él. Daré alguna vuelta para ver qué tal sigue. —Hizo una pausa y sus facciones se suavizaron levemente—. Buenas noches, señor Quinn.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches, Peter —se despidió el doctor—. Y no te preocupes.
—No estoy preocupado —mintió Whitley.
La joven abrió quedamente la puerta y penetró en la cabina. Llevaba en la mano derecha una cajita de pastillas.
—Aquí tienes tu sedante —le anunció.
—Siéntate, Leo.
—Antes trágate las primeras pastillas. No te harán daño.
—¿De qué son?
—No te preocupes.
Whitley se tragó las tabletas y contempló a Leonora en tanto se sentaba, ajustándose el cinturón en torno a su esbelta cintura. Se parece a Jane, pensó. Pero así tenía que ser. Todas mis heroínas son como ella.
Con cierta dificultad, la muchacha extrajo un paquete de cigarrillos del bolsillo de su blusa y se lo tendió a Whitley.
—¿Un cigarrillo, Peter?
—Gracias.
Contempló el paquete: Caribs. Pensó que nunca los había oído mencionar. Sostuvo el estrecho cilindro entre sus dedos, vio que una de las puntas estaba teñida de escarlata y se preguntó si se trataría de una nueva especie de filtros. Y entonces, recordando un hábito de Quinn, se puso el cigarrillo entre los labios por el otro extremo. Vio que la joven había hecho lo mismo.
Esta era la primera vez que fumaba desde el principio de aquel absurdo sueño. Pero ¿no se suponía que el ácido nicotínico contrarresta los efectos del ácido lisérgico? ¿Se inhala ácido nicotínico de un cigarrillo? En tal caso, era igual. Estaba seguro de que el capitán Grant se sentiría mucho más feliz sin él a bordo.
Inhaló y el cigarrillo se encendió. El humo era suave, satisfactorio. Era como el de un cigarro... casi. Era como el de un cigarro y daba la misma sensación de intoxicación.
Pero el espectáculo de una mujer hermosa mirándole a uno a través de una columna de humo siempre resulta intoxicante, pensó Whitley. ¿Cómo era la vieja canción? ¿Dos cigarrillos en la oscuridad? O sólo dos cigarrillos, punto. Luz o tinieblas, no existe en ello la menor diferencia. Fumar en compañía tiene un significado de rito, como bien sabían los Pieles Rojas.
—¿Quién eres? —inquirió ella.
—Deberías saberlo, Leo.
—O tal vez —continuó ella— habría debido preguntar, ¿qué eres? Pero no creo que sea así. Eres bastante humano. Pero no eres Quinn...
Contrajo el rostro con amargura, y Whitley temió que rompiese en sollozos.
—Soy Quinn —contestó el joven—. Peter Quinn. Créeme. ¿Te acuerdas de aquel final de semana en la Isla del Placer?
—Lo recuerdo —murmuró ella—. Y recuerdo más aún. Recuerdo todas las veces que... —llameó de repente—. ¡Maldición, si fueses Peter Quinn, ahora me tendrías en tu litera!
—Hay sitio.
—No. No. En ti hay algo de Peter, pero tus pupilas miran de forma distinta. Creí estar imaginando cosas cuando te mareaste en el salón. Y te lo iba a preguntar cuando te bebiste el coñac en la enfermería, pero en aquel momento se presentó el doctor y...
—Él no ha imaginado tantas cosas fantásticas con respecto a mí —arguyó Whitley.
—Porque tampoco ha dormido nunca contigo —le atacó ella.
—Tienes un lunar en la cadera izquierda —dijo él, con voz lejana—. Y tus ronquidos...
—¡No! —exclamó ella, indignada—. ¡Yo no ronco! —Aspiró profundamente el cigarrillo—. Pero Peter siempre decía que ronco.
—“Yo” te digo siempre que roncas —le corrigió él.
—No, no, no es bastante —negó la muchacha—. Hay algo muy estudiado en tu pretendida amnesia. La navegación puede ser tu segunda naturaleza, pero eres incapaz de efectuar las cosas más simples. Y, sin embargo, puedes recordar las cosas que Peter y yo hicimos... y al mismo tiempo, tratarme como a una completa desconocida... —Volvió a preguntar—: ¿Quién eres?
Whitley luchó contra su modorra. Las pastillas comenzaban a hacerle efecto.
—No me creerías si te lo dijese...
—Creo que sí te creería. Al fin y al cabo, en ti hay mucho de Peter...
—Y en ti mucho de Jane.
—¿Jane? —indagó ella suspicazmente.
—Sí, Jane. Otra chica de piernas torneadas y cabello claro. Pero fue antes de tu época. Oh, mucho antes de tu época.
—¡Maldita Jane! Es por ti por quien estoy preocupada.
—Una vez, hace mucho, mucho tiempo —comenzó a explicarle Whitley—, hubo un pobre pero honrado escritor, un ex marino, que se dedicaba a componer unos relatos que en aquella época se denominaban de anticipación. Nosotros, los escritores anticipadores, proclamábamos que éramos profetas. Algunos de nuestros vaticinios fueron extremadamente notables... y otros no. Sin embargo... Pero, ¿dónde estaba?
»Bien, aquel escritor, cuyo nombre era George Whitley, vivió en el siglo veinte. Los viajes espaciales se hallaban a la sazón en sus albores. Había muchos satélites no tripulados en órbita en torno a la Tierra, y cohetes disparados a Venus y la Luna, y monos lanzados a la atmósfera que, en una sorprendente cantidad de casos, habían regresado sanos y salvos. Pero nosotros, los profetas, nos sentíamos inclinados a adelantarnos.
»Ya habíamos enviado al diablo nuestros primeros cohetes espaciales, saliendo del sistema solar con toda clase de naves impulsadas por los más extraños elementos. Y este particular autor, yo, inventó un impulso llamado Impulso Ehrenhaft. Como poseía una mentalidad morbosa, como muchos de su clase, se sentía más preocupado con lo que podría ocurrir cuando el impulso no funcionase que en el caso contrario. Lo cual me recuerda algo... —citó de memoria—: No debemos fumar. Nuestros malditos motores exigen todas las partículas disponibles de oxígeno.
—Un cigarrillo no causará ningún daño irreparable —alegó la joven.
—Si todo el mundo dijese lo mismo...
—¡Oh, está bien! —arrojó el cigarrillo dentro del colector de basura—. Continúa.
Whitley continuó, mientras pensaba: “Esta droga me ha vuelto infernalmente charlatán”.
—El siglo veinte también asistió a la génesis de las Drogas Maravillosas. Drogas para estimular, drogas para aplacar. Un doctor amigo mío me rogó que actuase para él como conejillo de indias, probando una nueva droga. Se suponía que inducía alucinaciones. Se suponía, asimismo, que ponía a la víctima en relación con la mente o con el subconsciente. Se suponía, según un conocido escritor de la época que fue el primero en experimentar con tal droga, que ésta abría la válvula reductora del cerebro de forma que éste pudiese entrar en contacto con el Todo Cósmico...
—¿De veras?
Whitley de pronto se sintió muy cansado.
—Sí —dijo llanamente.
Estudió la silueta de la joven y vio que era parecida en todo a la joven que le había parecido ver sentada en el despacho del doctor Ferris.
Bien, ya está, pensó. Ahí es donde yo entro. Ahí es donde yo salgo.
Cerró los ojos, sabiendo que al volver a abrirlos se encontraría de nuevo en su propia época. Apenas se dio cuenta de los cálidos labios en su boca, de la firmeza de los senos que rozaron su pecho. Este sueño idiota tiene sus compensaciones, pensó.
Se despertó cuando se encendió la luz. Contempló el ya familiar rostro del uniformado joven, que le anunció:
—Una campanada, señor Quinn. Una campanada. Y al capitán le gustaría verle en su camarote antes de que entre de guardia.