3
—¿CÓMO te sientes? —le preguntó Ferris.
—Ligeramente mareado —replicó Whitley—. Aparte de eso, muy bien. Pronto veré los elefantes rojos.
—¿Colores?
—Normal.
—¿Perspectiva?
—Lo mismo.
—¿El oído?
—Puedo oír el tráfico de la calle, pero un poco amortiguado.
—¿Te importará que te deje? Pam me pidió que, si me quedaba en casa esta tarde, recortase un poco el césped. Grita si me necesitas.
—¿Por qué? Lo que pasa entre un hombre y su subconsciente es alto secreto. “Para ser destruido por el fuego antes de ser leído”.
—Si es así como piensas, George...
—No te preocupes, doctor. Escribiré todas mis impresiones, como te prometí. Pero llámame “señor X” cuando mi relato salga en las revistas médicas.
—Lo haré. Bien, vendré a verte de vez en cuando.
Whitley contempló el techo, el techo blanco. ¿El techo blanco? Había unas manchitas grises, y un ligero movimiento. Como niebla, como humo, algo denso, casi sólido, con tentáculos que se alargaban hacia abajo como intentando llegar al diván.
¡Vaya —pensó Whitley—, vaya! Si esto es lo mejor que puede realizar mi subconsciente con relación a las Amenazas del Espacio Exterior, no es mucho. Grado “B” de Hollywood...
Trasladó su atención a las paredes. También habían asumido un aspecto de humo, pero como por detrás de un vidrio. Contempló el sillón en el que había estado sentado. Sus líneas estaban borrosas. El almohadón del respaldo parecía estar palpitando, como si fuese una bolsa de cuero que contuviese un animal, pero no muy activo. Y la tela que cubría el almohadón y el asiento había adquirido más profundidad de tono, resultando mucho más bella. Es notable —pensó Whitley—, lo que la falta de azúcar en la sangre que va al cerebro puede hacer.
Volvió a mirar al techo. Seguía medio oculto por la niebla. Había leves trazos de color, pero muy leves. Y también sugerencias de formas. ¿Dragones? ¿Formas humanas? Whitley no estaba seguro. Quería ver algo, y sospechó que en caso contrario se sentiría defraudado.
Por el rabillo del ojo vio a alguien sentado en el sillón. ¿Jane?
Giró la cabeza. El asiento estaba vacío. Pero la impresión persistió, la impresión de una mujer esbelta, de cabello claro, con shorts y blusa. Pero Jane no poseía shorts blancos —pensó—. Ni blusa blanca. Y la blusa era de uniforme, con hombreras.
Es notable lo que la falta de azúcar en la sangre que va al cerebro puede hacer. En realidad, me gustaría que Jane estuviese aquí —se dijo—. Me siento muy cerca de ella... Siento que...
Cerró los ojos y no siguió pensando, no quiso pensar, sino sentir. Estaba aturdido por la intensidad de sus sensaciones. Era como verse arrollado por una inmensa ola de calor... una oleada de calor que era la Vida. La vida de todos los hombres y todas las mujeres, de todos los hombres y todas las mujeres. De todos los hombres y mujeres de épocas pretéritas, de todos los hombres y mujeres que han de venir.
Vio claramente el símbolo: el gran acantilado color carne, aunque jamás obsceno; el gran acantilado, erguido contra una tormenta marina, que parecía ascender orgullosamente hacia el negro, plomizo cielo, el acantilado que él sabía era la carne, la sangre y los huesos de la raza, el acantilado que era la Humanidad, que duraría siempre.
Por la ventana abierta se oía la queja mecánica de la segadora de motor de petróleo que el doctor hacía vivir. Con el rítmico latido del motor, la visión del acantilado y...