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SINTIÓ dolor en los pulmones, la espantosa agonía que se sufre a cada inhalación. Sintió dolor en la espalda, un dolor que se iba agudizando a cada momento transcurrido. Y estaba rodeado por la oscuridad, por el tumulto del vendaval, por el rumor del oleaje.

Y tuvo la certidumbre de que, por un esfuerzo de voluntad, sólo un pequeño esfuerzo de voluntad, conseguiría escapar a todo esto. Cuando abrió los ojos los ruidos se aligeraron, retrocedieron. Ya no gritaba el viento ni el mar. Sólo se oyó el murmullo del tráfico distante. Vio en torno los familiares detalles de la habitación.

¿De la habitación?

Vio en torno los detalles de la estancia... con su perspectiva distorsionada, sus líneas vacilantes, sus colores más intensos, más fúlgidos, de lo que habían sido. Y seguía sintiendo dolor, en los pulmones, y como una puñalada en la espalda, cuando se movió inquieto en el diván.

Ella estaba sentada en la silla, contemplándole. Sus finas facciones estaban contraídas por la pena y la preocupación. Había intentado alisarse el cabello, pero estaba mojado por el agua del mar, lleno de arena. Tenía la blusa destrozada y le faltaba la guerrera. Mostraba un arañazo sobre el ojo derecho, y un pedazo de esparadrapo sobre la rodilla izquierda.

—Debes volver, Whitley —murmuró la joven—. Debes volver. Peter Quinn es un buen oficial, un buen astronauta, pero no posee tu experiencia, tu sabiduría.

—Eres una ilusión. Una alucinación —casi gritó Whitley.

Cerró los ojos para abrirlos al cabo de unos segundos. Ella seguía en el mismo sitio.

—Debes volver —repitió.

Apartó la vista de la joven, hacia la ventana. Consiguió divisar el cielo azul, las blancas nubes, el verde follaje de los árboles agitados por la brisa del atardecer. Arriba, muy arriba, se veía el rastro blanco de un avión. Todo era real.

Todo era real.

—¡Maldito seas! —oyó el reproche—. ¿Qué puedo hacer para convencerte?

Whitley giró de nuevo la cabeza y vio cómo la blanca blusa se deslizaba sobre el cuerpo de la joven, lo vio desvanecerse antes de llegar al suelo. Su piel era del color del trigo dorado. Aquella visión hizo tambalear sus convicciones.

La joven puso su boca sobre la de Whitley y éste sintió la cálida dulzura de su cuerpo suave, acariciador, invitador. Sus corazones comenzaron a latir al unísono.

Y entonces él sólo deseó dormir para quedar ahogado en el calor del cuerpo de la joven, en su ternura.

Pero sabía que no debía dormirse.