5

WHITLEY contempló al doctor y a la enfermera, y ellos le miraron a él.

—¿Qué esperas, Peter? —le preguntó Leonora—. Al Viejo no le gusta aguardar.

—Estaba... —buscó las palabras apropiadas— ...estaba buscando la orientación.

—¿Buscando la orientación? ¿Aún estás mareado?

—¿Mareado? —intervino el doctor.

—Sí —replicó su ayudante—. Sintió el vértigo espacial.

—¿Vértigo espacial? ¡Hum! Debo saber más detalles. Incluso ahora, se sabe poco respecto a los efectos sicosomáticos de los campos magnéticos, o de su ausencia. Si quieres tenderte en la litera, Quinn...

Sonó un zumbador. Leonora se llevó al oído el receptor.

—¿Sí? Aquí la enfermería.

—¿Está ahí el segundo oficial? —la voz pertenecía a un viejo irascible, cascarrabias.

—Sí, capitán.

—Dígale que se presente en la sala de control. ¡Inmediatamente!

—Será mejor que vayas —le aconsejó Leonora a Whitley—. Ve, antes de que el viejo te arroje al exterior sin tu traje espacial.

—Sí, será mejor que vaya —asintió Whitley. Le entregó la bombilla vacía—. Gracias por el trago.

—Ven de vez en cuando —le dijo ella—. Ya sabes dónde vivo.

Lo malo es, pensó él, que no lo sé. Que no sé dónde vive nadie.

El teléfono volvió a sonar.

—La voz del jefe —exclamó el doctor con sarcasmo.

—Contesta —le pidió Whitley a la joven.

—Contesta tú —replicó ella.

Cruzaba el umbral cuando la joven estaba alzando el aparato. Cerró la puerta a sus espaldas y vio que se hallaba en un corredor que seguía la curvatura de la nave. No estaba brillantemente iluminado, ya que sólo uno de cada seis fluorescentes estaba encendido. La curvatura, combinada con la pobreza lumínica, le proporcionó a Whitley la desagradable ilusión de hallarse realizando un crucero por la ruta Mebia. Tragó saliva al sentir que todavía le duraba el mareo, y trató de olvidar sus trastornos físicos pensando en el embrollo en que se veía metido.

Todo esto es subjetivo, pensó. Sí, todo es subjetivo. Se pellizcó cruelmente un muslo, pero el dolor que sintió fue real.

¿Por dónde estaría la cabina de control?

Whitley trató de revivir los recuerdos de Quinn, aunque sólo con éxito parcial. Trató de visualizar la nave tal como la había imaginado para su novela. Tenía el gran casco con la pila y la maquinaria en el extremo más estrecho, en el vértice del cono. Había, asimismo, el enorme giroscopio que mantenía a la nave rígida en el espacio, sosteniéndola dentro de las vías, que eran las líneas de la fuerza magnética. Y en la base del cono... sí, en el arco de la nave, estaba la cabina de control. Pero... ¿por dónde se llegaba hasta allí?

Whitley escuchó el ruido de los motores, ahogados por la distancia. Esta era la respuesta a su pregunta. Tenía que alejarse del ruido de las máquinas. Echó a andar.

No tardó en darse cuenta de que lo que se necesitaba era sólo un movimiento deslizante, como el que se emplea en una sala de baile. Los pies jamás debían abandonar el suelo. Y, al fin y al cabo, su cuerpo —o el de Quinn— era maestro en tal menester. Whitley dejó de concentrarse en sus pies para hacerlo en sus ojos.

Y mientras miraba, mientras observaba, los recuerdos afluyeron a su memoria, el recuerdo de las escalerillas en espiral y las suaves rampas, del latido de los ventiladores y el distante sollozo de las bombas, del aire que transportaba el acre olor del ozono y el aroma de la jungla tropical. Vio mentalmente la fábrica de aire acondicionado. Sabía lo que iba a ver en la cabina giroscópica antes de entrar en el vasto compartimiento, por lo que miró con muy poco interés las relucientes y giratorias hélices, el disco de rotación que pareció arrastrarle consigo cuando el joven subió por la escalera de caracol.

Encima, o delante de la sala del giroscopio se hallaba el piso de la oficialidad, y más allá el control. Por fin vio una escalerilla que ascendía verticalmente hacia una escotilla circular. Whitley la subió y la falta de peso de su cuerpo hizo que la subiera como si fuese en sueños.

Es que esto es un sueño, se dijo. Una pesadilla, añadió.

No era la primera vez que se había enfrentado con el iracundo capitán, por lo que la escena le resultaba ya excesivamente familiar.

—De manera —le espetó el capitán Grant, fríamente—, que el segundo oficial se ha dignado por fin a concedernos el placer de su presencia.

Whitley no contestó. Su atención no estaba centrada en el capitán. Todos los oficiales le resultaron conocidos: el alto y grave Grant (“Granito”, llamaban todos a Grant); Malleson, el primer oficial, con aspecto de un jockey intelectual; Saunders, el tercer oficial, tan desaseado como siempre, y el enteco Halley, el cuarto oficial.

Levantó la mirada. La cúpula estaba formada por la curvatura de la nave, en la que se hallaban las portillas circulares. Whitley silbó. Había contemplado muchas veces la estrellada noche, pero el firmamento entrevisto a través de la atmósfera no es el mismo que sin velos de ninguna clase. La envoltura gaseosa aleja la idea del vacío, la perspectiva de las vastas distancias. Esa no era una noche estrellada para ser contemplada desde la Tierra, el terreno por el que los Huéspedes del Espacio se hallan desplegados. Esa era la noche del Borde, un cielo inmenso, negro, con un vacío acentuado, más vasto y más vacío por las débiles y escasas estrellas, por las poco visibles nebulosas que formaban unas islas increíblemente distantes en el universo.

—¡Señor Quinn! —la voz sonó iracunda, insistente, obligándole a volver en sí—. ¡Señor Quinn!

“Yo soy Quinn”, pensó. Dejó de contemplar el cielo para enfrentarse con el capitán.

—¿Señor?

—¿Qué ha estado haciendo en la enfermería, señor Quinn?

—Me mareé —explicó.

—¿Mareado?

—Sí, señor. Vértigo espacial.

—¿Vértigo espacial?

Saunders se echó a reír, pero calló bruscamente cuando el capitán le fulminó con la mirada.

—Ha habido algunas investigaciones muy interesantes, señor —sugirió Malleson—, sobre el efecto sicosomático de los campos magnéticos...

—¿De veras, señor Malleson? Me gustaría recordarles, caballeros, que están ustedes navegando como oficiales de esta nave, y que llevamos a bordo un cirujano y una enfermera, los cuales están muy bien calificados para ocuparse de los asuntos clínicos. Y debo recordarle a usted, señor Quinn, que entre sus deberes no se cuenta la entrada en la enfermería para charlar con el personal médico.

—Fui en busca de un coñac medicinal —replicó Whitley.

¿Habré ido demasiado lejos?, se preguntó, en tanto contemplaba el furibundo rostro del capitán. Bueno, al fin y al cabo, no puede matarme... Aunque tal vez sí puede. Y comenzó a sentir cierto pánico.

—Más tarde veré al médico, señor Quinn —finalizó Grant—. Mientras tanto, si ya se halla completamente repuesto, le agradeceré que trace una trayectoria para la estrella del tipo Sol en las coordenadas 135° 14’ 27”; 36° 42’ 18”.

Whitley buscó con la mirada los instrumentos y máquinas adecuados. Se aproximó vacilando al mapa esférico. Lo contempló fascinado, abismándose en el estudio del filamento brillante de la telaraña. Vio que el globo estaba graduado para la ascensión y la declinación adecuadas, y que en su pedestal había varios interruptores y clavijas.

Alargó la mano, tratando de poner el cerebro en blanco para poder ser más receptivo a los recuerdos de Quinn. Palpó y apretó un botón. Otra chispa de luz, purpúrea, resultó ser el centro exacto de la esfera. Sus dedos se cerraron sobre la clavija, girándola gentilmente. Lentamente fue descendiendo un tentáculo de luminosidad desde la chispa purpúrea, un filamento de un azul incandescente. Se movió con incertidumbre, transformándose en una espiral. Se enderezó, y atravesó las líneas de fuerza en un ángulo oblicuo.

Pero tenemos que seguir las líneas de fuerza, pensó Whitley.

Encontró otra clavija vernier, la torció cuidadosamente... y alteró la posición central de la chispa purpúrea, llevándola casi a la parte más interna del globo. Ello tenía que ver con las líneas del radar de la Verdadera Movilidad. Le hubiera gustado que los recuerdos de Quinn fuesen menos vagos. Volvió a centrar la chispa purpúrea, lo mejor que pudo.

Ahora este botón, pensó. ¿Qué dice? “Compensación de la derivación”.

—Señor Quinn —le interrumpió el capitán, con tono helado—, estamos esperando. Tal vez cuando haya usted concluido con su juego de luces en el mapa tridimensional...

¿Y qué será, siguió pensando Whitley, el “modificar gauss”?

—Señor Malleson —la voz del capitán estaba llena de impaciencia e indignación—. Por favor, aparte del mapa a ese mono borracho y trace la trayectoria.

Whitley se apartó con presteza. Se sintió aliviado al ver que nadie intentaba echarle de la cabina de control. Vio cómo el primer oficial, con su inteligente semblante lleno de arrugas de concentración, se acercaba al pedestal de los controles, moviendo los dedos de un vernier a un interruptor, y de otro interruptor a un vernier. Vio cómo el filamento azul se iba alargando, fundiéndose con uno de los rojos y deteniéndose exactamente delante de una de las más brillantes estrellas.

Entonces Grant se dejó caer en un asiento y se sujetó con el cinturón. Los demás oficiales le imitaron y Whitley, viendo un asiento desocupado, hizo lo mismo, ajustándose el cinturón en torno a su cuerpo. Los demás le ignoraron, lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, no era malo. Como nadie le hacía caso ya, podía observarlo todo a su sabor.

—Giroscopio maestro fuera —ordenó Grant.

—Giroscopio maestro... ¡fuera! —repitió Saunders.

—Freno. Comprobar la reacción con los auxiliares.

—Freno. ¡Comprobar la reacción con los auxiliares!

El tercer oficial estaba atareado ante los mandos situados delante de su asiento. El susurro de la hélice mayor creció de tono, convirtiéndose en una vibración que cesó de repente.

—Generadores Ehrenhaft preparados. Polaridad azul.

—Generadores Ehrenhaft... ¡preparados! ¡Polaridad azul! —repitió Halley.

Se oyó una nueva nota, como la del ahora silencioso giroscopio, pero más acentuada, con una pulsación rítmica. Un destello luminoso de color en el tablero de mandos delante de la silla del capitán fue captado por los ojos de Whitley. Montado en un panel había un modelo translúcido de la astronave, un cono fabricado de plástico o cristal. Desde su vértice invertido, iba creciendo hacia la base una ola de color azul.

—Giroscopios auxiliares preparados —dijo el capitán.

—Giroscopios auxiliares... ¡preparados! —repitió Saunders.

—Giro.

—¡Giro de la nave!

Los pequeños giroscopios parecieron chillar más que zumbar, y Whitley notó la fuerza centrífuga que le presionaba sobre el asiento. A través de los portillos contempló la espaciada procesión de estrellas y se preguntó hacia cuál de ellas iba derivando la nave.

—Giroscopios auxiliares, comprobación. Rumbo constante.

—Giroscopios auxiliares... ¡comprobación! ¡Rumbo constante ahora!

—Giroscopio maestro listo. Adelante.

—Giroscopio maestro adelante, señor.

—Generadores Ehrenhaft a la máxima tensión.

—Máxima tensión, señor.

Bruscamente, el modelo de la nave situado en el tablero de mandos del capitán quedó inundado de luz azulada. Poco después, Whitley concentró su vista en el mapa. Una chispa azul se estaba ya arrastrando a lo largo del filamento purpúreo que era la trayectoria de la Lode Maiden.