Capítulo 21

Madeleine regresó a la casa presa del estupor y caminó muy despacio, ajena al hecho de que se le estaban congelando las extremidades y de que tenía la nariz, las mejillas y los labios entumecidos por el frío.

No lograba decidir si Desdémona estaba completamente loca o si era increíblemente perspicaz para su edad. Lo cierto era que tenía razón, las cosas cambiaban y los tiempos también. Su vida ya no era la misma que la noche anterior, antes de que Thomas y ella hicieran el amor. Ni tampoco era la misma que esa mañana, cuando se había acercado a Desdémona con las ideas claras, las emociones controladas y un objetivo profesional en mente. En esos momentos regresaba estupefacta, inquieta y con miedo a lo desconocido.

Necesitaba ver a Thomas, decidió al tiempo que aceleraba el paso y rogaba no resbalar por el hielo. Necesitaba sentir sus labios sobre ella, su piel contra la suya, tenerlo dentro de ella. Necesitaba desesperadamente estar con él, huir de él, y de pronto deseó no haberlo conocido nunca. Pero lo que más deseaba era mirarlo a los ojos y ver por sí misma todo lo que Desdémona había dicho.

¿Podría verlo de verdad? Si era cierto que él la amaba, ¿no debería haberse dado cuenta antes que los demás? ¿Se había negado a darse cuenta? ¿O acaso esa idea de que él le profesaba una especie de amor eterno no era más que una tontería que había imaginado una joven con sueños románticos?

La vida se volvía muy complicada cuando los sentimientos estaban involucrados. Nunca se había enamorado de alguien, de modo que ¿cómo iba a saber lo que se sentía? Jacques la había amado, y ella a él, o al menos así lo creía, pero aquello había sido diferente de lo que sentía por Thomas. Los sentimientos que albergaba por Jacques eran reconfortantes, tranquilos, agradables y sencillos, y las relaciones sexuales, placenteras y satisfactorias en general. De hecho, el sexo que había practicado con los pocos hombres de su vida siempre había estado entre lo agradable y lo rutinario; la satisfacción de la mutua lujuria y una ocasión para disfrutar de un poco de intimidad, nada más. Y a menudo, poco memorable.

Sin embargo, desde el momento en que conoció a Thomas, las reacciones que había experimentado con él habían sido de lo más inusuales (sorprendentes, en realidad) y del todo inesperadas. Cada vez que Thomas la tocaba, la atmósfera se volvía densa; cada vez que la besaba, sentía mariposas en el estómago; cada vez que entraba en la estancia y la miraba de arriba abajo con esos ojos oscuros y directos, su corazón latía de manera errática y se sentía arrastrada hacia su irresistible boca. Su manera de hacer el amor no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad, aunque no habría sabido decir por qué. Era… hechizante.

¿Qué sentía por él con exactitud? A decir verdad, no lo conocía muy bien. Conocía muchas de las cosas que le gustaban y que detestaba, sus puntos de vista sociales y políticos, y también sus aspiraciones y sus intereses por la simple razón de que habían pasado mucho tiempo hablando de ello. No obstante, había muchas otras cosas que él mantenía en secreto. ¿Era posible que estuviese enamorada de la parte de él que conocía, que lo amara tal como era?

Lo más importante, sin embargo, era esa idea de que él estuviera enamorado de ella. En realidad, le parecía imposible. Ningún hombre la había amado con anterioridad, y suponía que parte de la culpa era suya. Jamás había permitido que nadie se acercara lo bastante en el plano emocional. Se respetaba a sí misma, admiraba a la mujer en quien se había convertido, pero el tiempo no borraba el hecho de que era la hija ilegítima de una actriz adicta al opio, que había bailado en distintos teatros de variedades y que había perdido la virginidad a los quince años con el primero de muchos amantes, y Thomas tenía conocimiento de todas esas cosas. Estaba a punto de cumplir treinta años. Muchos hombres la deseaban como amante, pero ningún caballero respetable la había querido jamás como esposa. No cuando sabían quién era, razón por la cual Madeleine había situado el trabajo por encima de todo lo demás. Era lo único en el mundo que de verdad era suyo, lo único que había conseguido gracias a su inteligencia, su sagacidad, su dedicación y su determinación. Era lo único que le proporcionaría cierto orgullo y felicidad al cabo de su vida, además de la satisfacción de haber hecho algo bien. Jamás renunciaría a eso por amor o por un matrimonio. Jamás. Y Thomas lo sabía porque ella misma se lo había dicho.

¿La amaba de todas formas? Después de unos minutos de reflexión, llegó a la conclusión de que no era probable que la amara. Lo más seguro era que estuviese encaprichado, ya que ella le había prestado toda su atención, le había hecho el amor cuando él había descartado la posibilidad de que ocurriera y se había convertido en su amiga y en su compañera de trabajo. Además, solo se conocían desde hacía pocas semanas. Estaba claro que el amor necesitaba más tiempo para florecer. Con todo, meditar sobre ello le había reportado muy pocas respuestas y muchas preguntas desconcertantes.

El viento había revuelto la nieve suelta, así que el porche estaba cubierto por una fina capa de hielo cuando por fin se adentró en él pocos minutos después. Cuando abrió la puerta y entró en la casa, el calor del fuego y el aroma de los muebles encerados y del pan tostado le provocaron una idílica sensación de hogar. Sin embargo, aquel no era su hogar, y haría bien en recordarlo. Se marcharía de allí en breve y regresaría a la vida que llevaba en Francia, a la luz y el calor del sol y a su residencia privada en la rue de la Fleur, en Marsella; volvería a ver a su doncella, Marie Camille, y a disfrutar del extenso guardarropa y de la comida que tanto echaba de menos. Recuperaría su trabajo en Francia. Eso era lo que necesitaba. Sin tener en cuenta la sombría tristeza que le provocaba la idea de dejar a Thomas, debía recordar dónde la necesitaban.

Una vez tomada esa determinación, utilizó los dedos rígidos y helados para desabrocharse la pelliza antes de colgarla en el gancho junto con el manguito. Tras un estremecimiento, se frotó los brazos con las manos para entrar en calor y después se pasó los dedos por la trenza de la nuca para asegurarse de que seguía en su lugar. Acto seguido, enderezó la espalda y se dirigió a la sala de estar y después a la cocina, donde encontró a Thomas examinando unos papeles que había extendido sobre la mesa con la cabeza agachada y una pluma en la mano. Se detuvo en la puerta para contemplarlo y se conmovió hasta lo más hondo al ver sus rasgos fuertes, atractivos y viriles. Su resolución se vino abajo de inmediato.

Dado que el día estaba nublado, era necesaria la luz de la lámpara, y el resplandor de esta creaba una fina y ondulada banda plateada que empezaba en su oscuro cabello y caía, sin que él se diera cuenta, hasta su frente. Llevaba unos sencillos pantalones negros, una camisa blanca de lino con las mangas recogidas y abierta hasta el cuello y, por supuesto, las costosas botas de cuero negro con hebillas doradas y el pie derecho de madera que esa madrugada le había mostrado con todo detalle. La barba de su rostro, sin afeitar desde el día anterior, le daba una apariencia tan desaliñada que Madeleine deseó pasar las palmas de las manos por encima para sentir su aspereza contra la piel, lo que a su vez le recordó cómo le había raspado esa barba la cara interna de los muslos la noche antes.

El mero hecho de mirarlo, de pensar en esa experiencia, la debilitó por dentro. Se le hizo un nudo en las entrañas y su respiración se aceleró. Después de considerarlo unos instantes, se dio cuenta de que jamás le había pasado eso con ningún otro hombre. Solo con Thomas.

De pronto, él miró en su dirección y se enderezó al instante, sorprendido al verla. Estaba tan absorto en el papeleo que ni siquiera la había oído entrar.

Sus miradas se encontraron y Madeleine se apoyó contra el marco de la puerta, con los brazos cruzados a la altura del pecho y una mínima sonrisa de satisfacción en los labios.

Él la vio y sonrió con aire tímido, mostrando sus blanquísimos dientes y el rubor de su piel.

Rubor. Tomas se había ruborizado. ¿Al pensar en la noche anterior? ¿De vergüenza por la ardiente e incontrolable pasión que habían compartido apenas unas horas antes? Madeleine se moría por saberlo, pero no pensaba preguntárselo. Su reacción había sido encantadora, tan dulce y simpática que le hacía parecer muchos años más joven y completamente feliz.

—Le he enviado un mensaje urgente a sir Riley —dijo él después de aclararse la garganta—. Le he explicado la situación con todo detalle y espero recibir respuesta mañana mismo.

Ella no dijo nada. Se limitó a mirarlo con detenimiento: la plenitud de su boca; la diminuta y casi imperceptible hendidura de su barbilla; la forma en que sus largas y abundantes pestañas se curvaban hacia arriba; su nariz elegante y aristocrática; el sempiterno mechón de pelo que le caía entre las cejas y que nunca parecía molestarlo.

—¿Has averiguado algo? —preguntó con un tono algo más serio al ver que ella no abría la boca. Después, dejó la pluma en el tintero que había sobre la mesa.

—Sí —murmuró ella sin apartar la vista de sus resplandecientes ojos castaños—. Creo que sí.

Y luego, sin más comentarios, caminó hasta él, se sentó con elegancia sobre sus muslos y, tras ignorar la expresión de asombro de su rostro, recogió las piernas bajo el vestido y se acurrucó contra él. Apoyó la cabeza sobre su amplio pecho, le rodeó el cuello con los brazos y se aferró a él mientras le besaba el mentón y las mejillas, inhalando ese aroma, el aroma de Thomas, que tan bien había llegado a conocer.

Su respuesta fue previsible y rápida. La abrazó sin mediar palabra y comenzó a devolverle los besos con caricias tan suaves como una pluma; pequeños picotazos afectuosos en las mejillas, en la barbilla y en la frente.

Madeleine se cansó de los preliminares de inmediato. Con el aumento de la pasión, se apoderó de su boca y lo besó de manera intensa, posesiva y hambrienta, y él se dio cuenta de todo. Thomas levantó las manos por detrás de ella, le deshizo la trenza para dejar que el cabello cayera suelto sobre su espalda y después enterró los dedos en él para desenredarlo. Acto seguido, le cubrió un pecho con una mano y lo masajeó por encima del vestido antes de acariciar el pezón para convertirlo en una punta deliciosamente sensible. Madeleine dejó escapar un suave gemido.

Sentía su erección a través de las distintas capas de tejido y cambió de postura sobre su regazo a fin de acercarse lo más posible. Separó las piernas para permitirle el paso a una de las indagadoras manos masculinas. El obedeció la silenciosa exigencia, aprovechó la posición para introducir la mano bajo el vestido y empezó a acariciarle la pantorrilla por encima de las medias. Madeleine enredó los dedos en su cabello y empujó las caderas hacia arriba, suplicando sin palabras sus caricias.

Presa de una necesidad abrasadora, Thomas soltó un gruñido y de pronto el fuego estalló entre ellos. Madeleine tiró de su camisa hasta que saltaron los dos primeros botones y después colocó la boca sobre su pecho para humedecer el contorno de sus pezones con la lengua. Él buscó a tientas las enaguas y tiró de ellas hasta que fue capaz de meter la mano; después, exploró la abertura con los dedos y comenzó a indagar.

La acarició muy despacio en un principio, pero cuando ella comenzó a humedecerle la mano, los movimientos se volvieron más rápidos e íntimos.

Madeleine dejó escapar un gemido gutural entre los jadeos y le besó el musculoso pecho antes de subir de nuevo hasta el cuello y la cara para recorrerle la cicatriz y después la boca con la punta de la lengua.

La respiración de Thomas era cada vez más irregular, pero él no cejó en su implacable empeño por proporcionarle ese placer que cada vez estaba más cerca.

Fue tan rápido, tan ardiente, tan arrollador, tan…

Hechizante.

Madeleine llegó al borde del abismo en cuestión de segundos. Mientras la exploraba y la acariciaba con los dedos, Thomas se apoderó de sus labios y le introdujo la lengua en la boca.

¡Sí!, gritó la mente de Madeleine mientras ella le devolvía los besos con fervor y se retorcía contra su mano. ¡Sí, Thomas, sí!

¡Ámame!

Y por fin llegó esa gloriosa explosión interior. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para huir de la intensa mirada de Thomas; gritó de placer y saboreó ese maravilloso y dulce momento como nunca antes lo había hecho.

Se dejó llevar por el éxtasis durante unos segundos antes de incorporarse, aferrarse con fuerza a su cuello y acurrucarse contra su pecho.

—Quiero quedarme aquí para siempre —oyó decir a lo lejos, apenas consciente de que las palabras procedían de sus labios.

Él no le pidió ningún tipo de aclaración. Retiró la mano que había metido bajo el vestido, la cogió en brazos y la apretó con fuerza mientras sus doloridas, cansadas y deterioradas piernas la llevaban lentamente desde la cocina hasta el dormitorio de la planta superior.