Capítulo 15

Una vez en el interior de la mansión de Rothebury, la primera impresión de Madeleine fue que el baile de máscaras de Winter Garden era sin duda el evento de la temporada. Al parecer, todo el que era alguien en la escala social se encontraba allí, ataviado con el atuendo apropiado, bebiendo los magníficos licores y mordisqueando las deliciosas exquisiteces que los numerosos criados llevaban en bandejas plateadas hasta las tres mesas de buffet situadas en el extremo norte del salón de baile.

La casa era más pequeña por dentro de lo que parecía desde el otro lado del lago, y eso la sorprendió. Atravesaron las enormes puertas de entrada y se adentraron en el vestíbulo, decorado con suelos de mármol claro y paredes de color melocotón que de inmediato atraían la atención hacia las espléndidas lámparas de araña que colgaban del techo. Justo delante de ellos, una enorme escalera circular construida en madera de roble conducía a las estancias privadas de la segunda planta. A la derecha, tras unas puertas casi cerradas, parecía haber una sala de estar y, a continuación, la biblioteca o un despacho, seguido del comedor y las cocinas al fondo. A su izquierda, el salón de baile ocupaba la mayor parte del edificio, al menos hasta donde le llegaba la vista.

Madeleine le tendió la pelliza y el manguito al mayordomo y después caminó con elegancia hacia el salón mientras Thomas le seguía los pasos. Se detuvo un momento bajo la asombrosa arcada de vidrieras en tonos melocotón y esmeralda que separaba el vestíbulo del salón para colocarse la máscara blanca de satén que acaba de proporcionarle un quisquilloso criado, quien asintió con aprobación y le indicó que descendiera la pequeña escalera para dirigirse hacia la fiesta que se celebraba más abajo.

Echó un rápido vistazo a los alrededores para tomar nota del estilo de Rothebury. Tenía gustos caros y heterogéneos. Se fijó en varios muebles de distintos colores y diseños y en las antigüedades de todo tipo que colgaban de las paredes o adornaban las estanterías de mármol y de cristal. Al igual que en el resto de la mansión, la estructura del salón de baile era antigua, aunque se había redecorado recientemente con colores verde bosque y dorado. Dos de las paredes estaban ocupadas por otras tantas hileras de ventanas, mientras que las otras dos estaban ocupadas de arriba abajo por diferentes pinturas de muy diversos artistas. Era evidente que la mayoría de los invitados ya estaban allí, ya que la estancia parecía atestada y bastante cargada; al fondo, un octeto de músicos tocaba un vals poco conocido, aunque encantador, y el número de asistentes que se dirigía a la pista de baile era cada vez mayor.

Cuando descendió el primer escalón, ya con Thomas a su lado, se hizo un pequeño y elocuente silencio entre la concurrencia. A pesar de que llevaban máscara, no había duda alguna de su identidad. Madeleine supuso que formaban una pareja de lo más llamativa, aunque estaba claro que a los invitados les extrañaba que estuvieran allí. Thomas y ella apenas habían hablado durante el corto trayecto desde su casa, ya que habían elegido los caminos que rodeaban el pueblo en lugar del sendero que había junto al lago para evitar que el barro le ensuciara el vestido, pero en esos momentos él se acercó a ella para susurrarle al oído.

—El barón está cerca de la pared este, junto a la ventana, charlando con Margaret Broadstreet.

Madeleine trató de pasar por alto el calor que desprendía el cuerpo masculino y el cosquilleo que su aliento le produjo en la nuca mientras se concentraba en el barón. El impresionante atuendo de Rothebury consistía en una levita y unos pantalones de corte impecable en color morado oscuro, un chaleco de satén color lavanda y una corbata negra que hacía juego con su máscara.

Justo en ese instante, Rothebury atrapó su mirada y la saludó con un asentimiento de cabeza casi imperceptible; esbozó una sonrisa ladina y sugerente antes de recorrerla con la mirada de arriba abajo. Madeleine se encogió por dentro ante un escrutinio tan indecoroso, pero le sonrió con calidez. De pronto, notó que Thomas le sujetaba el codo con sus dedos largos y firmes en toda una demostración de posesividad. Al menos, esperaba que se tratara de eso.

—Vayamos hacia él en primer lugar —propuso en voz queda, tan práctico como siempre, mientras empezaba a bajar la escalera—. Una vez hechas las presentaciones, tal vez tomemos caminos separados.

La sugerencia le causó un profundo malestar. En contra de su habitual sentido práctico, quería que Thomas permaneciera a su lado toda la noche. Sin embargo, en lugar de discutir ese punto, se limitó a asentir y a dejarse llevar.

—¿No vas a decir nada? —preguntó él con sequedad.

—¿Decir qué?

—Pues que no quieres que te deje sola para enfrentarte al ataque de la araña.

Ella se detuvo a falta de tres escalones para el final y giró la cabeza para lanzarle una mirada astuta.

Él sonrió con malicia, muy consciente de lo que ella pensaba. Madeleine luchó contra el impulso de reprenderlo… y de besarlo de nuevo.

—Soy bastante competente, Thomas, y el barón es un hombre encantador —replicó con demasiada dulzura—. Estoy segura de que me las apañaré muy bien, y de que con un poco de persuasión Rothebury aprenderá a… apreciar mi compañía.

Él le apretó el codo con fuerza antes de frotárselo con el pulgar.

—¿«Apreciar tu compañía»? Creo, Madeleine, que es muy probable que aprecie los magníficos y pálidos pechos que asoman tan encantadoramente por la parte superior de tu escote —Con una sonrisa burlona, añadió—. Desde que salimos de casa, siento un hormigueo en los dedos cada vez que pienso en quitarte el corsé y dejar que se derramen sobre mis manos.

—De modo que sí que los has mirado… —señaló ella con fingido alivio al tiempo que se apartaba los mechones de la cara con un movimiento de la barbilla—. Me ha costado mucho conseguir que llamaran la atención.

—¿No me digas? —exageró él.

Madeleine apretó los labios para contener la risa.

—Pero no dejaré que el barón los toque, Thomas, si es eso lo que te preocupa. Estoy reservando ese honor.

Él parpadeó.

—¿Reservando?

Una mujer descomunal, envuelta en hectáreas de seda gris, se situó frente a ellos y su rostro rosáceo se contrajo en una expresión de ira bajo la máscara blanca; al parecer, estaba molesta porque le impedían salir del salón de baile. Thomas captó la indirecta y apartó a Madeleine antes de quitarse de en medio y continuar bajando los escalones. Todavía no había soltado su codo, y la joven no hizo el menor intento por liberarse.

Tras volverse para mirarlo a la cara por fin, Madeleine se acercó a él tanto como lo permitía el decoro en semejantes circunstancias y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

—Quiero que los acaricie y los bese alguien que sabe cómo enardecerme con una simple mirada, que me excita con una simple caricia y que me hace olvidar quién soy cuando está dentro de mí. Creo que, aquí en Winter Garden, ese hombre solo puedes ser tú, Thomas.

Aunque era imposible que alguien lo hubiese oído, los ojos de Thomas se abrieron de par en par al escuchar el escandaloso comentario en un lugar tan público. Pero solo un segundo. Después olvidó lo que era la decencia y a punto estuvo de aplastarla contra su musculoso pecho.

—Me pones duro cuando dices cosas como esa, Madeleine, y por mucho que disfrute de esa sensación cuando pienso en ti, no me gustaría llamar la atención de las damas de por aquí.

Ella no notaba la erección, si de verdad existía, pero sí percibió el tono cariñoso de su voz, el brillo de placer de sus ojos y las súbitas y gélidas miradas de los que estaban alrededor.

Se apartó un poco de él.

—Ya estás llamando bastante su atención con el mero hecho de permanecer ahí de pie —murmuró con ternura— y, para ser sincera, creo que tienen celos porque estás conmigo.

—Mi sitio está contigo —añadió sin más.

Madeleine habría dado cualquier cosa por saber hasta qué punto hablaba en serio, pero en lugar de eso habló con el corazón en la mano.

—Me encantaría besarte por eso.

El rostro de Thomas se volvió pensativo durante unos instantes y un hambre feroz ardió en sus ojos.

—A mí también me encantaría que lo hicieras.

Esas palabras, apenas audibles, estaban cargadas de significado y para Madeleine desapareció todo lo demás: el rumor de las conversaciones y las risas chillonas, la hermosa melodía del vals, el calor de los cuerpos que la rodeaban y el desfile de figuras enmascaradas ataviadas con chaquetas elegantes y voluminosas faldas. De pronto, le importaban un comino el barón, el opio y Winter Garden. Lo único que existía en ese abarrotado salón, en su propio universo privado, era Thomas.

—¿Te conformarás con bailar conmigo? —preguntó con un hilo de voz, a sabiendas de que el baile sería un pobre sustituto del beso; sin embargo, no se le ocurría otra cosa que le permitiera poder tocarlo.

Los ojos de Thomas adquirieron una expresión borrascosa y sus hombros se hundieron cuando dejó escapar el aire que contenía.

—Nada me agradaría más. Pero no puedo bailar, Madeleine.

Nunca podría haberse preparado para eso. Como si de una bofetada en pleno rostro se tratara, su respuesta la dejó sin aire… la avergonzó y la abrasó como el fuego. No podía bailar. Sus lesiones lo imposibilitaban. Y absorta en el fervoroso deseo de comprenderlo, de marcarlo como suyo esa noche, lo había olvidado.

Sin embargo, no dejaría que él lo descubriera.

—Da igual —dijo con una sonrisa radiante—. Hagamos el trabajo que hemos venido a hacer.

Thomas se relajó un poco antes de extender la mano libre para acariciarle la barbilla con el pulgar.

—Qué diplomática eres, mi hermosa Madeleine.

Madeleine se estremeció a pesar del calor sofocante del salón de baile. Thomas jamás se había mostrado posesivo con ella antes, nunca la había reclamado como suya, y el simple hecho de pensarlo hacía que se sintiera incómoda; con todo y por alguna oscura razón, esperaba que él no se diera cuenta de ello.

—¿Quieres tomar champán?

Ella meneó la cabeza al tiempo que desechaba sus preocupaciones.

—Todavía no. Me gustaría mantener la cabeza despejada esta noche. Vayamos a ver a Rothebury.

Thomas se dio la vuelta a toda prisa y la condujo de nuevo hacia la pared este, donde habían divisado al barón en un primer momento. La zona se había convertido en un lugar atestado y ruidoso y la pista de baile estaba abarrotada, así que Madeleine se vio obligada a abrirse paso a través de los huecos que encontraba entre la gente. Thomas la seguía de cerca.

En esos momentos no pudo evitar fijarse en su cojera. En las últimas semanas apenas le había prestado atención, ya que él parecía moverse de un lado a otro sin problemas; era un hombre muy fuerte y capaz que se encontraba cómodo en su propio entorno. Sin embargo, después de sacar sus lesiones a la luz, la cojera parecía mucho más prominente, algo evidente para todos, y su corazón se llenó de compasión y afecto por el hombre que a buen seguro había soportado la mofa y la repugnancia de sus contemporáneos, de almas ignorantes que carecían de toda distinción. Lo comprendía porque lo había vivido durante años, a manos de gente como lady Claire, que asumía que ella era una fulana a causa de su inusual belleza, o su ilegitimidad, o la aparente falta de una educación decente. Thomas le había dicho que era un ermitaño, y en esos momentos entendió a qué se refería. A su manera, aunque extrovertida a causa de su trabajo, ella había sido una ermitaña toda su vida.

Por fin lograron acercarse al barón. Rothebury tenía un aspecto elegante y tranquilo; sujetaba una copa de champán medio vacía en una de las manos y mantenía la otra a un costado mientras escuchaba a la señora Broadstreet, una mujer corpulenta con el cabello rojo fuego que iba ataviada con un vestido del espantoso tono rosa de los flamencos y que hablaba con cierto dramatismo sobre los terribles precios de los productos locales. Algo de esa naturaleza fue lo único que Madeleine pudo entender de la estúpida conversación en la que solo el barón parecía mínimamente interesado. Vio que Rothebury asentía con la cabeza y que su frente se arrugaba allí donde se unían las cejas, pero era obvio que a él no podían importarle menos la señora Broadstreet y el precio de los encurtidos de remolacha. Aun así, le mostraba una zalamera atención. Muy zalamera.

En cuanto vio que Thomas y ella se acercaban, esbozó una amplia sonrisa de alegría que, en opinión de Madeleine, era del todo falsa. Al ver que se alejaba de la robusta figura de la señora Broadstreet, que se quedó con la palabra en la boca, Madeleine le devolvió la sonrisa y extendió la mano hacia él.

—Monsieur Rothebury, es un placer verlo de nuevo, sobre todo en circunstancias tan emocionantes. Es un honor para nosotros asistir a su baile de máscaras invernal.

—Señora DuMais —Pronunció el título con voz melosa y, haciendo caso omiso de Thomas, extendió la mano para aferrar la suya con suavidad—. El placer es mío. Esperaba impaciente el momento en el que su extraordinaria belleza iluminara con su elegancia los muros de mi humilde hogar.

Un comentario ridículo, pero Madeleine soltó la carcajada de rigor.

—¿De veras? Me halaga usted, monsieur.

—Y este es el señor… Blackwood, ¿no es así? —añadió Rothebury, que alzó la vista para observar a Thomas—. Creo que no nos conocemos.

No extendió la mano para saludar a Thomas y Madeleine sospechó que se había aferrado a ella para no tener que hacerlo.

Thomas permaneció inmóvil a su lado.

—Se equivoca, lord Rothebury. Nos conocimos en la recepción al aire libre que ofreció la señora Bennington-Jones el pasado mes de septiembre. ¿No lo recuerda? Fue una pequeña fiesta celebrada en honor de su hija Desdémona, para celebrar las recientes nupcias de la joven dama.

Madeleine percibió una ligera contracción en los labios del barón ante la mención de Desdémona, pero al tipo se le daba bien disimular los sentimientos negativos y no dejó de esbozar esa sonrisa taimada tan propia de su naturaleza.

—Ah, sí, ahora lo recuerdo —replicó el barón muy despacio—. Usted permaneció al lado de lady Claire durante toda la fiesta, según creo.

Si Rothebury había encontrado extraña esa situación o pretendía que el comentario sirviera como una muestra de indecencia, por leve que fuera, no consiguió lo que quería, ya que ni Thomas ni ella se dieron por aludidos. Margaret Broadstreet, sin embargo, frunció la nariz y se alejó un paso con la espalda aún más rígida, sin dejar de observar la alta y oscura silueta de Thomas.

—Está en lo cierto —comentó su acompañante sin dar más explicaciones—. Y ya que hablamos de ella, ¿ha venido esta noche?

—¿Lady Claire? Sí, por supuesto —respondió con aire ofendido al tiempo que alzaba su copa de champán en un gesto hastiado—. Supongo que estará sentada. Todos conocemos a lady Claire, y parece bastante… fatigada.

Se produjo un silencio incómodo, pero Rothebury no le soltó el brazo. Los demás comenzaron a fijarse en ellos, que estaban reunidos en un pequeño círculo cerca de la ventana, y se acercaron para clavar la vista en Thomas y en ella, dado que los consideraban unos invitados poco adecuados y altamente sospechosos. Madeleine divisó muchos rostros conocidos, otros que apenas conocía de vista y otros que jamás había visto con anterioridad. No obstante, todos mostraban una extrema curiosidad por su aparición en el baile esa noche.

—Yo también lo recuerdo, señor Blackwood —intervino la señora Broadstreet, algo irritada por no haber sido presentada formalmente—. Pero creo que no conozco a esta mujer. Se trata de la francesa que vive con usted, ¿verdad? Hemos oído hablar mucho sobre ella en el pueblo.

Esta mujer. Madeleine comenzaba a hartarse de que le aplicaran una distinción tan vulgar con ese tono de voz que la hacía parecer despreciable. Sin embargo, en lugar de reaccionar, se limitó a soportarlo con elegancia, como siempre. Con un poco de persuasión, fue capaz de librarse por fin de los dedos de Rothebury, aunque no sin cierta resistencia por parte del barón, que le había hecho un par de caricias con el pulgar y no por accidente, de eso estaba segura.

—Sí, trabajo para el señor Blackwood —respondió en su propia defensa y mirando a la dama a los ojos—. Sin embargo, yo no he oído hablar sobre usted, señora…

—Margaret Broadstreet —señaló el barón con tono afable.

—Somos del norte —adujo la dama—, pero venimos a Winter Garden todos los inviernos debido a los dolores que sufre mi marido.

Madeleine estaba segura de que su marido sufría, y mucho.

—¿Ha venido él esta noche? —preguntó con cortesía.

—Se encuentra en el salón para fumadores con unos conocidos, hablando de lo que sea que hablan los hombres en esos lugares —contestó de manera acalorada. Acto seguido, con los hombros erguidos y una pequeña mueca en sus labios rosados, anunció—. Su padre es primo segundo del barón de Seely, ¿sabe? —Soltó una risilla forzada y alzó unos dedos cargados de anillos para extendérselos sobre el pecho—. Aunque estoy segura de que no tiene mucha idea sobre los títulos ingleses y esas cosas.

—Por supuesto que no la tiene. Es francesa.

La voz chillona procedía de algún lugar por detrás de ella, pero Madeleine supo al instante que pertenecía a Penélope. Todos se volvieron para mirarla.

Aunque ya era una mujer recia y corpulenta, en esos momentos parecía inmensa y ridícula con un vestido de satén morado oscuro cuya susurrante falda estaba cubierta por entero con múltiples capas de encaje blanco. El escote, si bien modesto, se tensaba demasiado sobre su enorme busto y el rígido corsé que le ceñía la cintura parecía a punto de estallar. Tenía el aspecto de una uva madura lista para ser aplastada y convertirse en vino. También le resultó cómico darse cuenta de que su atuendo hacía juego con el de Rothebury casi a la perfección. Formaban una pareja ideal, aunque involuntaria, y a juzgar por la expresión gélida que asomó a los ojos del barón cuando la dama se unió a ellos, estaba claro que a él no le hacía la menor gracia. No, era algo más que eso. Richard Sharon odiaba a Penélope Bennington-Jones.

—Los franceses son bastante sofisticados y conocen sin duda todo lo referente a los títulos nobiliarios y sus implicaciones históricas y contemporáneas, señora Bennington-Jones —afirmó Thomas en un tono evasivo cuando ella situó su corpulenta y perfumada figura a su lado.

Penélope lo miró de soslayo de arriba abajo con los carrillos inflados en un gesto de silenciosa indignación.

—Tiene buen aspecto, señor Blackwood —replicó con aspereza antes de extenderse el abanico delante de la cara para descartar el comentario de Thomas.

—Gracias.

—Y lo mismo puede decirse de usted, señora Bennington-Jones —señaló Madeleine con cortesía.

Penélope cambió de postura y comenzó a abanicarse.

—Qué considerado por su parte fijarse…

Madeleine no supo si echarse a reír o felicitar a la dama por tan espléndida réplica. La mujer había evitado mirarla con toda deliberación, pero había respondido con un comentario sutil que, aunque pretendía resultar grosero, en realidad no lo había parecido.

—Los franceses suelen fijarse en esas cosas —intervino Margaret, que se adelantó un poco para darle unas palmaditas a Penélope en el brazo—. Están muy al tanto de la moda y de si una persona tiene buen aspecto o no.

—¿No me diga? —preguntó el barón, que se apoyó sobre los talones, antes de dar un sorbo de champán—. ¿Y cómo lo sabe, Margaret?

Esa pregunta en apariencia inocente tuvo un impacto sutil, pero Madeleine sabía que pretendía ser condescendiente para conseguir que la dama se equivocara al responder. Todos lo sabían.

—Es un hecho conocido por todos, barón Rothebury —fue la tensa respuesta de Penélope cuando todos los ojos se clavaron en ella—. Está claro que los franceses son… poco más que una panda de bárbaros cuando están en grupo, pero por lo general son también meticulosos con las apariencias.

Rothebury clavó una desagradable mirada en la mujer. Era obvio que su casa, su baile y su título eran superiores, aunque también que Penélope mantenía una extraña conexión con él. De otro modo, no habría hecho ese descarado comentario en desacuerdo con el del hombre.

Margaret extendió una mano para recoger una copa de champán de la bandeja del camarero que pasaba por allí antes de añadir.

—Creo que tiene usted razón, señora Bennington-Jones. No obstante, y puesto que hablamos basándonos en los hechos, hay que decir que, si bien es cierto que los franceses cuidan mucho las apariencias, muestran muy poco gusto en lo que a ellas se refiere.

Penélope meneó la cabeza.

—No, el problema con los franceses no reside en que carezcan de buen gusto, ni de estilo, ya que estamos, sino en que no tienen ningún tacto.

—Algo que no puede decirse de los ingleses, ¿no es así, señora Bennington-Jones? —inquirió Thomas casi en un susurro. Cuando todas las miradas se concentraron de nuevo en él, Thomas sonrió con frialdad y extendió la mano para apretar con suavidad el brazo de Madeleine—. Llevamos aquí cinco minutos y, dejando a un lado al buen barón de Rothebury, ninguna de las damas le ha ofrecido una palabra amable a la señora DuMais… la única francesa que nos acompaña. Es una invitada en nuestro país y, sin embargo, ustedes la han insultado sin reparos, tanto a ella como a la nación de la que procede —Se enderezó antes de enlazar las manos a la espalda—. Durante el tiempo que ha trabajado como mi empleada, ha demostrado ser inteligente, encantadora y elegante. Llevo viviendo en Winter Garden varios meses y todavía no he conocido a ninguna dama en el pueblo que posea su refinamiento.

Casi todos los presentes lo miraron con la boca abierta, una imagen de lo más ridícula a causa de las máscaras, y guardaron un estupefacto silencio. Fue un momento de lo más cómico, uno que Madeleine no olvidaría fácilmente.

Sin esperar una refutación, Thomas miró una vez más a Rothebury, quien, como el más suspicaz de todos, había entrecerrado los ojos en una expresión que Madeleine solo podía describir como especulación evaluativa.

—Si me disculpa, barón —concluyó Thomas con un tono cargado de desprecio—, creo que me gustaría dar un paseo entre la gente —Se volvió hacia ella—. ¿Quiere acompañarme, señora DuMais?

Por supuesto que quería. Y deseaba abrazarlo también.

—En realidad iba a tener la osadía de preguntarle al barón si le gustaría bailar.

Rothebury se adelantó de inmediato y dejó a un lado a las otras damas para ofrecerle el brazo; su expresión mostraba una alegría radiante que en esos momentos sí parecía auténtica.

—Será un placer.

Thomas asintió con la cabeza.

—Como desee —Y tras eso se marchó.

Madeleine contempló cómo su enorme espalda desaparecía entre la multitud.